James ya era capaz de encender un buen fuego. Podía obtener de la madera láminas tan finas como el papel, lo mismo que Karl. Podía sacar chispas de la piedra al primer intento. Podía atizar el fuego sin ahogar la primera flama, y agregar pedazos de leña hasta que las llamaradas crecían. Y durante todo este proceso, no había ningún vestigio de humo en la casa de adobe.
Pero al darse cuenta de que estaba sentado en cuclillas, mirando el fuego recién encendido -como lo había visto a Karl tantas veces-, se incorporó, de inmediato, y le dio la espalda a la chimenea.
– ¿Por qué lo haría, Anna? -preguntó, vencido.
– Oh, James, no tuvo nada que ver contigo -le contestó Anna, en un tono dulce y resignado-. Es algo entre él y yo. Algo que tenemos que reparar, eso es todo.
– Pero se puso tan furioso conmigo, Anna.
El dolor era intenso, se le notaba en la voz.
– No, no es así. Estaba furioso conmigo.
Anna contempló el fuego, pensativa. Veía la espalda enojada de Karl cuando se alejó del claro; hubiera deseado llamarlo y disculparse por las palabras con las que lo había herido cruelmente, cuando merecía todo su amor y su respeto.
– ¿Por qué?
– No puedo contarte todo. Ven a comer.
Los dos hermanos se sentaron a la mesa, muy tristes, pero no pudieron comer. Ambos estaban enfadados aunque, al mismo tiempo, anhelaban la presencia del hombre que hizo que eso… eso… fuera, sin lugar a dudas, un hogar.
– Tiene que ver con lo que era Barbara, ¿no?
– En cierto modo, sí.
– Nunca me lo hubiera imaginado de Karl. Quiero decir… -James se interrumpió, confundido, pero continuó-. Bueno, es casi… casi el hombre más perfecto que conozco. No parece el tipo de persona capaz de culparnos a nosotros por lo que ella era.
Anna le acarició la mano.
– Oh, James, no nos culpa. Te juro que no. No es por eso, en realidad. La cosa es conmigo. No puedo… bueno, no sé desenvolverme en este lugar. No sé cocinar como se debe ni vestirme como se debe ni peinarme como se debe; no sé nada de lo que debe saber una esposa. Barbara no me enseñó mucho de todo eso, y todo lo que intento, me sale mal.
Miró fijo al fuego y las lágrimas estuvieron a punto de asomarle cuando recordó los desastres que había provocado, tratando de complacer a Karl.
– Como lo de las frutillas. -Levantó las manos en un gesto de impotencia, y luego las dejó caer entre las rodillas-. Deseaba tanto recoger esas frutillas, James. Quería hacerlo por él. ¿Y en qué termina todo? Me pierdo y tiene que venir a buscarme y llevarme todo el camino a casa y ponerme esa pasta para los mosquitos, como si fuera una niña.
– Pero no fue tu culpa, Anna -le dijo James, poniéndose de su lado-. No es por eso que se enfureció.
Anna se encogió de hombros y suspiró.
– No es que esté enojado conmigo, James. Es más bien que está desilusionado. Creyó que podría tolerar su decepción cuando se enteró de las mentiras que decían esas cartas. Pero es más fuerte que él. No tengo nada de lo que Karl necesita en una esposa.
– Pero nos divertíamos un montón al principio y no parecía importarle que te llevara algún tiempo aprender las tareas de aquí.
– Eso fue antes de que los Johanson se mudaran cerca del camino. Desde que Kerstin vino a este lugar, Karl prefiere estar en su casa a estar en la nuestra.
– Eso no es verdad, Anna. No creo que sea verdad.
– Bueno, Kerstin sabe hacer de todo. Sabe hacer pastel de frutillas, no es flacucha, tiene trenzas, es rubia y habla sueco.
– ¿Es eso lo que te pone nerviosa, Anna? -preguntó James, los ojos abiertos por el asombro-. Bueno, el día que estuvimos en su casa sin ti, Karl apenas si le prestó atención. Nos invitaron a cenar y Karl dijo que no, pues pensó que era mejor volver a casa para la cena.
– ¿De verdad? -Anna se sintió un poco más animada.
– Sí, por supuesto.
Pero enseguida decayó nuevamente.
– ¿Ves? No tenía nada preparado para él la primera vez que se va y vuelve a casa, esperando encontrar una comida caliente. En cambio, me encuentra trepada a un arce perdido en el bosque, con una manada de lobos al acecho. -Casi se puso a llorar una vez más, al pensar en ese nuevo fracaso-. Karl ni siquiera comió esa noche -se reprochó.
– No tenía en cuenta la comida ese día. Estoy seguro de eso. Cuando llegamos a casa y no te encontró, ¡bueno!, no sabes lo afligido que estaba. Quería disimularlo pero me di cuenta. Corrió a todas partes, a la cabaña, al granero y a todos lados para buscarte. Cuando no aparecías y se estaba poniendo oscuro, pensé, por un momento, que se pondría a llorar otra vez.
– ¿Otra vez? -lo interrumpió Anna, con los ojos muy abiertos, incrédula.
– Oh, olvídalo -dijo James, y se concentró en raspar una mancha de salsa seca en la rodilla de sus pantalones.
– ¿Viste a Karl llorar alguna vez?
– No tiene importancia, Anna. -Se puso a raspar con más fuerza, cuidando de no levantar los ojos.
– ¿Cuándo? -insistió Anna, y James la miró, suplicante.
– Anna, Karl no sabe que lo vi y no creo que te lo deba contar a ti.
– James, tienes que contármelo. ¡Hay tantas cosas que Karl y yo necesitamos poner en orden entre nosotros! No podremos hacerlo hasta que no sepamos cosas como ésta… como cuando uno hace llorar al otro.
James todavía dudaba, pero después de considerar lo que Anna le dijo, decidió que estaría bien contárselo.
– Fue la noche en que salió como una tromba hacia el granero y me preguntó, directamente, si Barbara era costurera. Cuando le dije que no, me preguntó si yo sabía lo que hacía para ganarse la vida. Todo lo que le dije fue que sí, y pensé que me haría decir lo que ella era. Pero sólo me dijo que había hecho un buen trabajo con las patas de Belle, y se fue. Nunca se lo dije, Anna. De verdad, no se lo dije. Más tarde salí, cuando lo oí levantarse en medio de la noche. Había decidido que se lo diría y le explicaría cómo odiabas lo que Barbara hacía y que habías mentido por mí. Pero no tuve la oportunidad de decirle nada porque me lo encontré, de pronto, en el claro. Estaba allí, al lado de los caballos, y cuando me acerqué por detrás lo oí llorar. Estaba… estaba aferrado a las crines de Belle… y… -La voz de James se fue apagando hasta que se convirtió en un tenue susurro. Se puso a raspar algo sobre la tabla de la mesa con la uña del pulgar-. Anna, nunca había visto llorar a un hombre. No sabía que los hombres lloraban. No le digas que te lo conté, ¿eh?
– No, James, no se lo diré. Te lo prometo.
Anna le acarició la mano.
– Anna, sé que Karl gusta de ti más que de Kerstin. De otro modo, ¿por qué iba a llorar?
– No lo sé. -Pensó en ello por un momento-. Kerstin es bastante bonita -admitió Anna con envidia-. Y tiene algo más que piel y huesos, como a Karl le gusta.
– Estás bien como eres y si Karl no piensa así, ¡el que está mal es él!
Allí estaba lo que pensaba que había perdido de su hermano. Había sido una tonta al creer que sólo porque James admiraba a Karl con fervor cada vez más creciente, sus sentimientos hacia ella habían menguado. Pero en el momento decisivo, cuando se trataba de que Karl la criticara, allí estaba James, dispuesto a luchar por Anna y a defenderla, como siempre había hecho.
– Oh, James, mi bebé, gracias -dijo, usando el nombre con el que lo llamaba cuando era un mocosito que corría tras sus faldas, con la nariz chorreando, por las calles de Boston.
– Anna… -dijo James después de observar el fuego atentamente para evitar la confusa conmoción de sentimientos que lo habían hecho sentirse como un hombre cuando su hermana lo llamó “bebé”-. ¿Crees que volverá?
– Claro que volverá. Éste es su hogar.
– No se llevó el rifle, Anna. Lo dejó aquí para nosotros.
– Oh, no seas tonto. Si estás preocupado por eso… por ese puma que está allá, entre los pinos, sabes muy bien que Olaf está con él, y Olaf seguro que tiene su arma.
– Bueno, me llamas tonto cuando parece que a ti también se te cruzó la misma idea por la mente, o no lo hubieras mencionado.
– Karl es el hombre más cuidadoso que conocí en mi vida. Y uno de los leñadores más prudentes, también. Ahora debes creerme, ese puma es lo último que tiene que preocuparnos.
Sin embargo, cuando Anna se fue a acostar, permaneció en la cama durante horas imaginando el aroma de esos pinos; las aletas de la nariz le picaban, como si esperara encontrar en la oscuridad de la cabaña el olor a fiera, como si pudiera advertirle a Karl que el peligro lo acechaba. La almohada estaba al lado de ella, inflada y vacía. La hundió en el centro con el puño, imaginándose que Karl había salido por un minuto. Por enésima vez desde que Karl se había enterado de la verdad, Anna dejó escapar un silencioso ruego de su garganta dolorida: “Lo siento, lo siento, Karl, perdóname”. Esta noche agregó: “Por favor, no te vayas con ella, Karl. Por favor, vuelve a mí”.
Se durmió. Se despertó pensando en Karl, llorando sobre las crines de su caballo. Anna sabía que había llorado a causa de ella. “Lo siento, Karl”, pensó, atormentada.
Había vuelto a dormirse profundamente pero se incorporó como si una cuerda colgada del techo la sujetara. ¡Algo andaba mal! No bien lo pensó, oyó la voz de James, estridente y aterrada.
– Anna, ¿estás despierta? ¡Hay algo allí afuera! ¡Escucha!
Se quedó petrificada: se oía arañar y golpear la puerta del otro lado. Sonaba como si algo estuviera tratando de comerse el panel.
– ¡James, ven aquí! -rogó en un murmullo, pues quería tenerlo lo suficientemente cerca como para rodearlo con sus brazos y sentir que estaba con ella en la oscuridad.
– Tengo que agarrar el rifle -replicó James, también en voz baja-. Tengo que agarrarlo, como Karl me enseñó.
Lo oyó chocar con un balde o un bol en la chimenea. Lo oyó recoger la bolsa con las municiones que Karl había dejado cuando volvió a entrar en la casa esa tarde.
– ¡James, ya está cargado! -le advirtió-. ¡Karl siempre lo mantiene cargado y no le disparó al oso hoy!
– Lo sé, pero debo estar listo para no perder tiempo si necesito disparar una segunda vez.
– Oh, James -dijo, en un lamento-, ¿crees que hay que disparar siquiera una vez?
– No sé, Anna. Pero debo estar listo. Lo dijo Karl.
Sintieron un gruñido que venía de afuera, como si un hombre levantara algo pesado.
– ¿Crees que es un hombre, James?
– ¡No! ¡Shhh!
Pero cuando se quedó quieta, percibió cómo el intruso arañaba los puntales de madera.
– ¿La cuerda de la tranca está del lado de adentro?
El pánico volvió a dominarla. Si la cuerda estuviera colgando del lado de afuera, todo lo que el intruso tenía que hacer era tirar para poder levantar la barra que aseguraba la puerta. Oyó a su hermano dirigirse a la puerta, con cuidado, en medio de la oscuridad; mientras tanto, ella retenía el aliento de sólo pensar que James se hallaba tan cerca de aquello que estaba del otro lado.
– Está adentro -murmuró James, y se alejó de la puerta. Un tanto aliviada, Anna apoyó los pies en el piso de tierra, y dijo:
– Voy para allá. No apuntes el rifle en esta dirección.
– No te preocupes, está apuntando directamente a la puerta.
– Pero no se ve nada. ¿Qué piensas hacer?
– Lo que no puedo ver, lo puedo oír. Lo sabré, si la derriba.
– ¿Si la… derriba? ¿Es grande…? ¿Qué piensas que es?
– Creo que es ese oso, Anna.
– Pero nunca vino un oso aquí antes. ¿Por qué vendría ahora?
– No sé, pero por el ruido que hace, es algo grande.
– ¡Shhh! Escucha, parece que se está alejando.
Volvieron a escuchar ruidos sordos, y luego, el inconfundible gruñido y lamento de un oso. Hubo un gran alboroto y después el sonido de vasijas al romperse; enseguida, un rugido más fuerte.
– Está en la casa del manantial, Anna. ¡Está comiendo algo allí!
– Bueno, déjalo que coma. ¿A quién le importa? ¡Por lo menos, no nos está comiendo a nosotros!
– Anna, debo salir y dispararle.
– ¡Por Dios, no seas estúpido! Déjalo que se lleve lo que quiera pero no salgas.
– Karl dice que una vez que el oso encuentra comida, volverá y te saqueará una y otra vez, cuando conoce el lugar. Volverá, salvo que le dispare.
– James, por favor, no salgas. Olvida que Karl te dijo que no tomaste el arma a tiempo hoy. No pensaba lo que decía. Era conmigo con quien estaba enojado, te lo dije.
– Debo ir. Esto de ahora no tiene nada que ver con Karl. ¡Hay un maldito oso allí afuera! ¿Y si se le ocurre regresar otro día, cuando no estemos a salvo dentro de la casa?
Desde el exterior, llegó el sonido de madera que se rompía.
– No, James, no vayas. Está tan oscuro que no podrás verlo, de todos modos.
– La luz de la Luna me iluminará.
– No, no hay luz.
– Consigue las antorchas, entonces, Anna. Trae las antorchas que Karl preparó cuando te perdiste. Están apoyadas en el rincón, detrás del balde de fresno. Toma una y enciéndela; cuando yo te dé la orden, debes hacer lo que te diga. Tienes que levantar el pasador y llevar la antorcha afuera, unos centímetros delante de mí, así el oso no verá nada detrás de ella. Tan pronto como dispare, la dejas caer y ¡sales corriendo, Anna!
– ¡No lo haré! No saldremos con ninguna antorcha ni la dejaré caer ni saldré corriendo. Nos quedaremos aquí.
– Lo haré sin ti, Anna, si es necesario -dijo su hermano, el bebé. La firmeza del acero en su voz le hizo comprender a Anna que James haría lo que decía.
– Muy bien, traeré la antorcha pero, James, si no aciertas con el primer tiro, saldrás corriendo conmigo.
– Está bien, Anna. Te lo prometo. ¡Ahora apúrate a encender la antorcha antes de que se escape!
Anna encendió la piedra y la chispa se convirtió en una flama anaranjada sobre las aneas, mientras los dos caminantes de la noche, con los ojos muy abiertos, se miraron uno al otro.
– Lo lograremos, Anna -dijo James-. Nosotros tenemos el rifle, no él.
– Ten… ten cuidado, James. ¿Me prometes que saldrás corriendo apenas dispares?
– Lo prometo. Pero, Anna…
– ¿Qué?
– No va a hacer falta. Te lo prometo, también.
Anna levantó el pesado cerrojo mientras cada fibra de su cuerpo le temblaba con tanta violencia, que pensó que golpearía la puerta a pesar de sus esfuerzos por no hacer ruido. La puerta crujió suavemente una sola vez. La empujó con el codo y arremetió con la antorcha delante de ella.
El oso estaba sorbiendo jarabe de sandía como si estuviera en el paraíso de los osos. Cuando la luz le iluminó los ojos, movió perezosamente la cabeza; parecía un ser humano, tironeado entre el deseo de terminar esa apetitosa bebida y la amenaza de ser interrumpido por su intrusión. Optó por la decisión incorrecta; su larga lengua serpenteó en el líquido rosado, una vez más, y el arma explotó, haciendo saltar a James del piso. El muchacho se puso de pie y salió corriendo hacia la puerta de la casa antes de volver de su aturdimiento, paso a paso con Anna, que había olvidado soltar la antorcha. Cerraron la puerta de un golpe, la atrancaron y se apoyaron contra ella con el pecho agitado, abrazándose, tratando de permanecer quietos, escuchando… escuchando… escuchando.
Todo lo que oyeron fue silencio.
– Creo que le diste -susurró Anna.
– Puede que sólo esté aturdido. Espera un momento más. Estuvieron abrazados por lo que les pareció una hora-. Anna… -murmuró James por fin.
– ¿Qué?
– ¡No me quemes el pelo con esa cosa!
Estuvieron tanto tiempo así, que la antorcha se apagó. El comentario de James aflojó algo la tensión, y decidieron encender otra antorcha y salir a ver si el oso estaba realmente muerto. Anna trajo la antorcha y James recargó el rifle antes de salir furtivamente.
Cuando los dos vieron lo que habían hecho, estallaron en una carcajada de alivio. El oso yacía mitad adentro y mitad afuera de lo que había sido la casa del manantial. El macizo cuerpo negro estaba tendido sobre la pequeña pileta de donde siempre sacaban el agua. La sangre que brotaba del agujero en la cabeza fluía corriente abajo. Los restos de jarros y vasijas estaban tirados por todas partes. El oso había dejado algunos baldes de madera hechos picadillo. Las paredes que no habían sido destrozadas por el animal, se habían derrumbado por la explosión del arma, que Karl había cargado para usar “contra el oso”.
– ¡James, lo lograste!
– Lo logré -repitió sin aliento, al darse cuenta de la situación-. ¿Lo logré?
– ¡Lo lograste, mi pequeño hermanito! -exclamó Anna, y le echó los brazos al cuello, otra vez.
– ¡Dios mío, lo logré! -gritó James.
– ¿Y sabes una cosa?
– Sí, lo sé. Me duele el trasero. El rifle patea como una mula.
James se frotó mientras los dos se rieron, gozosos.
– No, no era eso lo que iba a decir. Iba a decir: aquí está nuestra provisión invernal de velas de sebo, y hay comida suficiente como para alimentar a nuestra familia y a los Johanson durante todo el invierno.
James estaba radiante y no pudo dejar de golpearse la rodilla como acostumbraba hacer Olaf.
– Adivina otra cosa -continuó Anna.
– ¿Qué más?
– No tenemos caballos para mover este monstruo que está en medio de nuestro manantial y que va a comenzar a pudrirse antes de que Karl regrese, y ninguno de los dos, ni el oso ni el manantial, serán los mismos otra vez.
James soltó una carcajada. Luego, Anna empezó a reírse de James cuando lo vio fuera de control; enseguida, James comenzó a reírse al ver a Anna fuera de control. Antes de que pudieran darse cuenta, los dos hermanos habían caído de rodillas, cansados por el enorme alivio después del tremendo susto, y porque ya eran las cuatro de la mañana.
Después de un rato, Anna dijo:
– Mañana tendremos que ir a la casa de Olaf a ver si uno de los muchachos nos puede ayudar a destripar este enorme animal y a colgarlo de una cuerda. Debemos averiguar también qué más hay que hacer con él.
– No estoy seguro, Anna, pero me parece que no podemos esperar tanto. Creo que tenemos que sacarle las vísceras ahora o la carne se descompondrá.
– ¿Ahora? -exclamó Anna, con expresión de repugnancia.
– Creo que sí, Anna.
– Pero James, está allí, tirado en el agua fría del manantial. ¿Eso no lo mantendrá fresco?
– La carne tiene que sangrar de inmediato. Lo sé porque Karl me lo enseñó. Dijo que lo que se hace con un animal en la primera media hora después de su muerte es lo que establece la diferencia entre una buena y una mala carne.
– Oh, James, ¡aj! ¿Hace falta meter las manos en esa cosa?
– No sé de qué otra manera podremos destriparlo. Si no lo hacemos, Karl va a regresar sólo para encontrarse con otro lío armado por nosotros.
Anna quedó convencida, al fin, de que debía hacerse lo que correspondía.
– Hay algunas antorchas más en el rincón; las traeré.
– Y trae también unos cuchillos. Yo iré a buscar la piedra aceitada que Karl usa para afilar el hacha. Creo que la vamos a necesitar.
Anna se volvió antes de cruzar la puerta, y exclamó:
– Karl va a estar tan orgulloso de ti, James. Ella también se sentía orgullosa de su hermano, su bebé, como jamás soñó que pudiera estarlo.
– De ti también, Anna. Estoy seguro.
Por alguna razón inexplicable, Anna recordó que se había olvidado de los gajos de lúpulo ese día, y se hizo la promesa de regarlos por la mañana. Apenas destriparan a ese oso, durmieran un poco, fueran a pedir ayuda a los muchachos y se ocuparan de desenterrar las papas y los nabos y las rutabagas y…
“No”, pensó, “me ocuparé primero de los gajos de lúpulo.” Es lo primero que haría por la mañana cuando se levantara. ¡Esas plantas no se marchitarían!