Capítulo 9

Anna obtuvo lo que deseaba pero de una manera muy sutil, durante los días que siguieron. Karl actuaba de la manera más espontánea, haciéndola sonrojar, apartarse o espiar para ver si James estaba mirando. Karl sacaba su enorme pañuelo colorado del bolsillo de la cadera para secarse el cuello y el torso al sol, sin mirar una sola vez a Anna pero sabiendo muy bien que ella observaba el movimiento de sus músculos.

Anna se agachaba para recoger un montón de ramas y señalarle a Karl los bolsillos traseros de los pantalones de James, de la manera más inocente. Él se quitaba el sombrero de paja (Anna se había hecho un sombrero para ella al darse cuenta de que Karl necesitaba el suyo), se secaba la frente con el brazo, miraba con dificultad a causa del sol y decía:

– Hace calor, hoy. -¿Sin malicia? Anna no lo creía.

Recogiéndose el pelo detrás de la nuca, Anna asentía:

– Ya lo creo.

En la laguna sus juegos se habían vuelto más comprometidos; con la excusa de que Karl le estaba enseñando a Anna a zambullirse y a nadar, sus cuerpos se rozaban con más asiduidad.

Esos días de sol y alegría entre los alerces presagiaban otros muchos que vendrían. Pero un día los despertó la lluvia y los alerces fueron olvidados momentáneamente. Karl observó la llovizna gris después del desayuno, encendió su pipa, pensativo, y se dirigió al granero para buscar una horquilla y conseguir gusanos. Enseguida partió con James llevando las cañas de pescar.

Anna estaba sola en la casa del manantial lavando vegetales, furiosa porque no la habían llevado. Refunfuñando, sacaba las arvejas del balde y las arrojaba a la cacerola. “¡Arvejas!”, protestó, en silencio. “Tengo que quedarme aquí, limpiando los vegetales mientras que esos dos salen a pescar róbalos”.

Repentinamente la luz exterior se ensombreció. Anna levantó la mirada y pegó un grito. Había un grupo de indios en la puerta del manantial, con las caras oscuras e impenetrables y Anna dio un salto y desparramó las arvejas por todas partes. Tenían el pelo aceitoso y lo llevaban recogido en colas trenzadas; los cubría una piel de ante desflecada.

El que estaba más cerca de la puerta sonrió mostrando los dientes al verla tan asustada. Todos parecían estar esperando que ella saliera. ¿Qué otra cosa podía hacer? Venciendo sus temores, salió en medio de la bruma.

– Pelo de Zorro -gruñó Sonrisa Dientes Grandes.

Anna permaneció en la llovizna sin saber qué hacer mientras los indios miraban fijamente su pelo. ¿Tenía que actuar como si fuera la cosa más natural del mundo mantener ahí una conversación con un indio, o encaminarse rápidamente a la cabaña adonde seguro la seguirían?

– Anna -los corrigió-, Anna Lindstrom. -Ella misma se sorprendió con el nombre.

Sonrisa Dientes Grandes le echó una curiosa mirada a uno de sus amigos que tenía la cara de un viejo búfalo y el cuerpo de un joven ciervo.

– Pelo de Zorro -repitió Sonrisa Dientes Grandes, con un movimiento de cabeza.

Cara de Búfalo sonrió. Tenía dientes magníficos para una cara tan fea.

– Pelo de Zorro casar con Pelo Blanco, juntos hacer bebé rayado como cachorro de zorrino.

Todos se rieron muy divertidos al escucharlo.

– ¿Qué quieren? -dijo Anna, enojada-. ¡Si todo lo que vinieron a hacer aquí es burlarse de mi pelo, pueden irse! Si quieren ver a mi marido, no está aquí. Tendrán que venir en otro momento. -Temblaba en sus pantalones pero sería una imbécil si les permitiera meterse aquí en su propio terreno y ponerla en ridículo.

– Tonka Squaw! -dijo uno de ellos. Anna hubiera jurado que el tono era de aprobación aunque no podría decir bien por qué.

– ¿Qué quieren? -preguntó otra vez, en un tono nada amable.

– Tonka Squaw? -le preguntó un indio a Cara de Búfalo-. ¿Cómo saber ella ser mujer?

Parecía que los divertían los pantalones de la muchacha, y señalaban y hablaban en su jerga incomprensible observando la prenda. El enojo de Anna fue en aumento cuando vio que seguían hablando como si ella no estuviera allí.

– ¡Hablen en inglés! -les espetó-. ¡Maldición! ¡Si van a entrar es mejor que hablen en inglés! ¡Sé que pueden, porque Karl me lo dijo!

– Tonka Squaw! -dijo otro, con una amplia sonrisa.

– ¡Escupe fuego! -dijo otro.

Luego se volvieron a reír de sus pantalones.

– Bueno, si no fueran tan groseros, los invitaría a esperar a Karl adentro pero, ¡maldito sea!, si los voy a dejar entrar cuando todo lo que hacen es burlarse de mí.

Se volvió rápidamente y se dirigió a la cabaña; todos la siguieron en silencio. En la puerta, los desafió:

– ¡El que entre aquí mejor que se olvide de mis pantalones y se guarde los comentarios hirientes para sí mismo!

Todos entraron, siguiendo a Anna bien de cerca. Sin decir nada, se agacharon y se sentaron con las piernas cruzadas delante del fuego. Anna se preguntó qué debía hacer para entretenerlos.

Decidió que el mejor curso de acción era la acción misma.

Simuló estar muy atareada preparando la cena, y así, quizá se cansarían de observarla y se irían. Ya había tenido problemas, en otra oportunidad, cuando hizo una especie de torta con ingredientes picados, que cocinó en el trébede en lugar de hacerlo en el horno. Se exprimió el cerebro, tratando de recordar la receta que Karl le había enseñado, y pensó que lo arruinaría todo. Pero no le importaba. Cualquier cosa con tal de mostrarse ocupada y distraer al grupo. Pero los indios seguían hablando entre ellos, soltando cada tanto una carcajada, como si lo que Anna estaba haciendo fuera la cosa más divertida del mundo.

Preparó una mezcla con zapallitos y vinagre dentro de una olla de barro que depositó sobre la mesa mientras fue a buscar una cuchara limpia. Al darse vuelta, vio que uno de los indios, con la nariz como la de un castor, estaba metiendo la mano en la olla. Sin pensarlo, le dio un golpe en los nudillos con el cucharón de madera.

– ¡Deje eso! -le espetó-. ¿Qué modales son ésos? ¿Cómo se atreve a meterse en mi casa y poner su mano grande y sucia en mi comida y comer a mis espaldas? ¡Siéntese y no se meta en mi camino y, tal vez, sólo tal vez, le dé algo de mi torta cuando esté hecha! ¡Mientras tanto ponga las manos donde corresponde!

Los compañeros de Nariz de Castor se rieron con ganas. Mientras él se apretaba los nudillos, los demás se apretaban las costillas desternillándose de risa y repitiendo una y otra vez:

– Tonka Squaw. Tonka Squaw.

– ¡Quietos! Ustedes no son mejores que él -les advirtió, blandiendo la cuchara-. Vinieron sin ser invitados.

Se ocupó de la mezcla de su torta, turbada por la presencia de los cinco indios sentados que la observaban. Hasta ahora, parecían respetar su coraje. Mientras diera resultado, seguiría manteniéndolo. De cualquier modo, no contaba con ninguna otra defensa contra su temor.

Supo, antes de terminar la mezcla, que había vuelto a arruinarla. Pero fue poniéndola a freír en la sartén como si fuera un manjar epicúreo. Los indios la observaban y murmuraban entre ellos, intrigados por este método de cocción complicado. Las tortitas salieron más chatas que la nariz de Nariz de Castor, pero ya era demasiado tarde. Siguió friendo hasta que se acabó la masa. Así como estaban, las puso en la fuente de madera más grande que tenía, y dijo:

– Ahora, si tienen paciencia, les haré un poco de té.

Puso la fuente en la mesa, vigilando a los indios para que no se abalanzaran sobre la comida antes de que ella se lo ordenara. Ellos miraban las tortas con ojos hambrientos pero ninguno se aventuró a tocarlas, al recordar la furia con la que la muchacha había descargado la cuchara de madera sobre los nudillos de Nariz de Castor.

En tanto machacaba y luego cubría con agua los pétalos de rosa, recordó que prevenían el escorbuto, según le había dicho Karl; Anna se preguntó por qué diablos tendría ella que salvar a esos indios groseros de la enfermedad. Cuando la infusión ya estaba lista, surgió el problema de dónde encontrar suficientes tazas para servirles el té a los cinco juntos, pero ya se las arreglaría.

Fue hasta la puerta, se detuvo y, volviéndose hacia los hombres sentados, los amonestó con el dedo:

– ¡No se atrevan a tocar las tortas hasta que yo vuelva!

Luego corrió hasta el manantial para traer un cacillo y un par de jarritos vacíos.

Al volver, oyó sus murmullos guturales y se puso a servir el té en el cacillo, los dos jarros y las tres tazas, haciendo de ello toda una ceremonia. Se moriría antes de beber de ese cazo. Se lo pasó a Cara de Búfalo, el que se había burlado de sus pantalones. ¡Dejaría que él bebiera del cazo! Ella era una dama y usaría la taza, con pantalones o sin ellos.

Éste era pues el espectáculo que esperaba a Karl y a James a su regreso del arroyo; chorreaban agua, pero traían una sorprendente pesca de bocudos róbalos. Anna reinaba, suprema, la única en el grupo sentada en una silla. A sus pies estaban los cinco indios, con el pelo aceitoso y cubiertos con una piel de ante, tomando té de rosas -¡nada menos!- y comiendo las tortas más horribles que Karl jamás hubiera visto; comiéndolas y haciendo gestos de aprobación como si fueran alimento de ángeles.

Anna miró a Karl, y él percibió que la joven estaba asustada y que aflojó los hombros con alivio al verlo. ¿Cuánto haría que los indios estaban allí?

– ¡Pelo Blanco! ¡Ah! -lo saludó uno de ellos.

– ¡Hola, Dos Cuernos! -contestó Karl-. Veo que han conocido a mi esposa.

Dos Cuernos era el mejor amigo de Karl; era a él a quien Anna había insultado haciéndole tomar el té del cacillo. Pero a él no parecía importarle.

– Tonka Squaw! -repitió Dos Cuernos.

– Tonka Squaw! -dijeron a coro, si a eso se le podía llamar coro.

– Así es -asintió Karl con una mueca, levantando una ceja y también la temperatura de Anna.

– Tonka Squaw vestir como Pelo Blanco. ¿Cómo saber si ella ser squaw?

Karl se rió.

– Lo sé por lo que hay adentro.

“De modo”, pensó Anna, “que Tonka Squaw significa mujer que usa pantalones. ¡Espera a que te encuentre solo, Karl Lindstrom!”

Todos se rieron del comentario de Karl, aunque la mirada sombría de Anna le indicó que se había apresurado a hacer bromas con respecto a sus pantalones delante de sus amigos.

– Tengo pescado. Se quedarán todos para la cena -dijo Karl.

“Lo único que faltaba”, pensó Anna. “Estuve entreteniendo a sus groseros amigos toda la tarde, ¡y no se le ocurre mejor idea que obligarme a aguantarlos durante toda la cena también!”

– Anna puede tirar al fuego unas pocas papas más -agregó Karl.

Eso es justo lo que Anna hizo. Había llegado al colmo del malhumor. Salió a buscar más papas, golpeando el piso con los pies. Anna sabía que a los indios les gustaban las papas y el pan blanco, tan diferente del que ellos hacían con el maíz. Regresó y arrojó las papas en las brasas sin preocuparse de envolverlas en hojas de plátano. ¡No estaba dispuesta a empaparse para ir a juntar hojas de plátano a fin de obsequiar a esa banda de indios insolentes!

Karl había empezado a limpiar el pescado sobre la mesa. Los indios expresaron su desaprobación, lo que avivó aún más el furor de Anna.

– ¿Por qué Tonka Squaw no limpiar el pescado? Pelo Blanco sentarse y fumar pipa con amigos.

– Anna no es muy buena para limpiar cosas -explicó Karl, con lo cual la enojó todavía más-. Nunca aprendió a limpiar el pescado, de todos modos. Ésta es la primera vez que traemos pescado desde que ella vino aquí.

– Mal comienzo para un matrimonio -fue el consenso general del grupo.

Anna dedujo que jamás verían a un indio que se respetara a sí mismo, limpiando pescado si tenía una esposa que lo hiciera por él. Empezó a sentir menos resentimiento hacia Karl por eximirla de esa aborrecible tarea. Fue al manantial a buscar agua y accedió a lavar cada filete después de que Karl lo raspaba con el cuchillo.

Los indios habían admitido a James en su círculo; lo apodaron Ojos de Gato porque tenía ojos verdes, algo nuevo para ellos. Cuando sacaron sus pipas, incluyeron a James en su invitación a fumar.

– ¡Oh, no, no lo hagan! -objetó Anna-. No le van a enseñar ninguno de esos malos hábitos a su edad. Es un chico todavía.

Vieron cómo el muchacho retiraba la mano de la pipa y, una vez más, expresaron su aprobación, diciendo: “Tonka Squaw. Pero cuando llegó la hora de freír el pescado, se divirtieron a expensas del gran sueco blanco cuya mujer no sabía hacer una cosa tan simple como ésa. No obstante comieron su porción y se deleitaron sobre todo con las papas. Las únicas papas que ellos comían eran las silvestres; no tan deliciosas como estas que el hombre blanco cultivaba.

Cuando terminó la comida, Anna se quedó lavando los platos, mientras los hombres se sentaron en círculo fumando sus pipas otra vez. Anna se preguntaba si los indios tardarían mucho en irse porque ya estaba harta de que la llamaran Tonka Squaw después de cada movimiento, harta de que escudriñaran sus pantalones y la criticaran porque no cumplía con los deberes que estos tiranos hacían cumplir a sus mujeres.

Pero se fueron, por fin, mucho después del anochecer, y Anna se preguntó cómo encontrarían su camino en la oscuridad. Karl los acompañó hasta la puerta y todos los saludaron levantando las palmas. Hicieron lo mismo con James pero a Anna ni siquiera le dirigieron la mirada, lo que le provocó un nuevo arrebato de ira, después de haber sido ella quien los había invitado en primer lugar.

Cuando Karl entró, se dio cuenta de que Anna estaba furiosa, así que la dejó sola. Él y James hablaron sobre los indios. Karl estaba seguro de que, tarde o temprano, vendrían a darle una mirada a su nueva squaw.

Anna se metió resueltamente en la cama enfrentando la pared, enojada con Karl porque la había llamado squaw. Ya estaba harta de ese apodo que habían usado los indios todo el tiempo.

Después de acomodar el fuego y de dejar la cabaña a oscuras, Karl se acostó a su lado. En lugar de aceptar su indirecta y dejarla sola, se inclinó sobre su hombro para susurrarle al oído:

– ¿Mi Tonka Squaw está enojada con su marido?

Hirviendo de indignación, Anna susurró:

– ¡No te atrevas a llamarme squaw otra vez! ¡Ya tuve bastante para un día! ¡Contigo y con esos indios tiranos amigos tuyos!

– Sí, tienes razón. Somos unos tiranos al llamarte Tonka Squaw. Tal vez no lo merezcas, después de todo.

Karl la dejó pensando. Anna giró la cabeza un poco hacia él, y le preguntó, por sobre el hombro:

– ¿Que no lo merezco?

– Sí. ¿Crees que lo mereces?

– Bueno, ¿cómo podría saberlo? ¿Qué significa?

– Significa “Gran Mujer” y es el mejor cumplido que un indio puede hacerte. Debes de haber hecho algo para que piensen que eres realmente fuerte.

– ¿Fuerte? -Por fin, todas las emociones reprimidas esa tarde y esa noche comenzaron a aflorar-. Karl, ¡estaba tan aterrorizada cuando los vi aparecer en la puerta de la casa del manantial, que desparramé las arvejas en veinte hectáreas a la redonda!

– ¿Por eso las arvejas están cubriendo el escalón de la entrada?

– Estaba aterrorizada -repitió, buscando su compasión.

– Te dije que eran mis amigos.

– Pero nunca los había visto antes. No sabía quiénes eran. El de la sonrisa llena de dientes se burló de mi pelo; luego, Dos Cuernos ridiculizó mis pantalones. Todo lo que pude hacer fue ponerlos en su lugar por ser tan groseros conmigo… y en mi propia casa, además.

– Ya me lo imaginaba. No estás habituada a sus costumbres. Los indios respetan la autoridad. Cuando los pones en su lugar, tú también te ubicas en el tuyo; es entonces cuando te admiran.

– ¿En serio? -preguntó, sorprendida.

– Por eso te llamaron Tonka Squaw, Gran Mujer, porque hiciste que se portaran bien, a pesar de que están acostumbrados a dominar a sus mujeres.

– ¿De verdad?

– De verdad.

Anna no pudo contener la risa.

– Oh, Karl, ¿sabes lo que hice? Le di un golpe tan fuerte a Nariz de Castor con la cuchara de madera que, antes de oscurecer, tenía los nudillos cubiertos de manchas negras y azules.

– ¿Hiciste eso? -preguntó, azorado ante esa mujer que tenía por esposa.

– Bueno, ¡metió la mano sucia dentro de la olla donde tenía la comida!

– ¿De modo que le diste un golpe con la cuchara de madera?

– Lo hice, Karl, lo hice -dijo Anna, riendo ahora-. Fue una cosa horrible lo que hice, ¿No? -Su risa fue creciendo al pensar en su propia temeridad.

– Parece que eres la clase de squaw que a estos indios les gustaría tener, ¡ten cuidado! Alguien que los mantenga a raya.

– ¡Oh, vamos! -exclamó Anna-. Olvídate de llamarme Tonka Squaw, ya mismo. Me gusta Anna, no importa qué clase de squaw sea.

– Tonka -reiteró Karl.

– Bueno, a ti te habrá parecido que yo me estaba divirtiendo, pero te repito que estaba totalmente aterrada. Además estaba furiosa con ellos porque se reían de mis pantalones y de mi pelo.

– ¿También se rieron de tu cabello? -preguntó Karl.

– Del tuyo y del mío, creo.

Demasiado tarde se dio cuenta de que había entrado en un tema que era mejor evitar.

– ¿Qué dijeron?

Karl estaba ansioso por escuchar el resto.

– Nada.

– ¿Nada?

– Nada, dije.

Pero en la oscuridad, Karl se inclinó y le dijo, cerca del lóbulo:

– Cuando dices que no es nada, yo sé que es algo. Pero tal vez sea algo que no quieres que tu esposo sepa.

Anna ahogó una risita cuando él le pellizcó el cachete.

– Algo por el estilo -admitió.

– ¿Qué tal si limpias el pescado la próxima vez que lo traiga a casa? -bromeó-. Apuesto a que te encantaría.

Karl sintió, a través de sus labios burlones, que las mejillas de Anna se redondeaban en una sonrisa.

– ¿Qué tal un golpe en tus nudillos con el cazo de madera? Después de todo, es a Tonka Squaw a quien estás amenazando.

– No estoy aterrorizado, como podrás darte cuenta -susurró contra sus mejillas-. Estoy temblando por otra cosa.

– ¿Por qué estás temblando, ahora, Pelo Blanco? -Anna le devolvió el susurro.

La mano de Karl se acercó, buscando.

– Estoy temblando de risa al pensar en esos indios tontos que creen que tengo una Gran Mujer. -La mano exploratoria encontró el pecho; casi cabía en una cuchara.

Anna le agarró la mano y se la llevó a su boca.

– Supongo que tengo que probar que esos indios tienen razón -dijo, y mordió la mano de Karl.

Cuando Karl gritó fuerte, James preguntó qué estaba pasando allí.

– Tonka Squaw está demostrando que es más tonka de lo que realmente es.

– Una de las razones que al principio me enfurecieron, acerca de tus amigos indios, fue que se pusieron muy cómodos sin pedir permiso -le informó Anna alegremente.

Karl la abrazó tan fuerte esta vez, que la dominó. Las chalas comenzaron a sonar con estruendo mientras los dos se abrazaban y rodaban, riendo y bromeando. Terminaron en un beso, con Karl diciéndole al oído:

– ¡Ah!, Anna. Eres algo grande.

– ¿Pero no tonka? -murmuró, sabiendo que el pecho que Karl aprisionaba distaba de ser grande.

– No importa -se oyó la voz en la oscuridad. Y Anna sonrió, feliz.


Por la mañana, cuando se levantaron, encontraron dos faisanes colgados en la puerta. Cómo los indios los habían cazado antes de la salida del Sol, resultó un misterio. Pero Karl explicó que los indios habían elegido este modo de agradecer a Anna por su hospitalidad. También era su tributo hacia ella, su aprobación por ser Tonka Squaw, su bienvenida y su predecible sentido del honor. Los indios nunca se llevaban nada sin dar algo a cambio.

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