Capítulo 10

Hacía dos semanas que Anna y Karl se habían casado. Encontraron que eran compatibles en innumerables aspectos e incompatibles en otros. Como todos los recién casados, iban revelando poco a poco partes de sí mismos. Quizá la coincidencia más alentadora fuera que ambos disfrutaban de la fresca y saludable costumbre de hacer bromas, lo que se mantuvo a diario.

El principal defecto que Karl encontró en Anna era que aborrecía las tareas domésticas. Si fuera por ella, estaría afuera desde la salida hasta la puesta del Sol, dejando que el trabajo de la casa se fuera al diablo. Cuando la dejaban sola porque tenía que ocuparse de la casa, se enfurruñaba y sacaba a relucir su afilada lengua irlandesa sólo para hacerle saber que a ella no le agradaba esta faceta del matrimonio.

Si había algo que Anna no podía tolerar en Karl, era su perfección. Por más tonto que sonara, aun a sus oídos, eso le recordaba que al lado de él, ella debía parecer casi una ignorante. Anna debía descubrir algo que Karl no supiera o no se imaginara cómo hacer, algo que no pudiera enseñarle cómo hacer, ya sea a James o a ella. Tenía todas las virtudes que un hombre podía tener: era cariñoso, paciente, amable… Oh, la lista seguía y seguía en su mente, hasta que, a veces, Anna se sentía totalmente inadecuada comparándose con él.

Pero Karl nunca se quejaba. Cuando Anna se enfurecía, su esposo la tranquilizaba con su acostumbrado buen humor. Cuando la muchacha se irritaba por su propia impericia, Karl, con paciencia, le explicaba que en una casa había mucho para aprender y que llevaría tiempo. Le quitaba horas preciosas al trabajo de la cabaña de troncos, para enseñarle las lecciones interminables que el padre Pierrot le había aconsejado dar, a pesar de que Anna sabía con qué fervor Karl deseaba dedicar todo su tiempo a la construcción de la nueva casa.

Pero, sobre todo a la hora de ir a la cama, Karl demostraba tener más paciencia de la que cualquier mujer recién casada tenía derecho a pedirle a su marido, y Anna lo sabía. El flirteo y la insinuación no podían seguir eternamente. Y esto se puso de manifiesto una noche después de haber tenido una sesión más despreocupada en la laguna, donde Anna había estado más juguetona que de costumbre. Una vez en la cama, Anna se sentía todavía expansiva y coqueta.

– ¿Sabes una cosa? -susurró.

– ¿Qué?

– Nunca te besé.

– Pero si nos besamos todas las noches.

– Tú me besaste todas las noches. Ahora ya es hora de que yo te bese.

Había estado pensando en esto, en cómo sería ser la instigadora. Pero sabía que debía tener cuidado. Cualquier acción de su parte despertaba cada vez una mayor respuesta en Karl, a medida que el tiempo pasaba.

Karl estaba completamente sorprendido, pues no sabía con qué nueva travesura se vendría ahora.

– Ven entonces, bésame y me portaré bien.

Se acostó con las manos cruzadas detrás de la nuca. Anna lo dejó anonadado, al arrodillarse a su lado. Aunque estaba oscuro, se la imaginó allí como una niña en camisón, arrodillada a su lado, con la nariz llena de pecas. Si pensaba en ella de esa manera, como en una niña, tal vez pudiera soportar el tormento de pasar otra noche más.

Por suerte, Anna le dio sólo un beso ligero. Pero apoyó las dos manos sobre el pecho de él. Después del beso, se quedaron quietos.

“Estoy jugando con fuego”, pensó Anna, “pero es tan divertido”. La piel de Karl estaba desnuda, tibia, cubierta por una fina maraña de vello. El latido del corazón era perceptible bajo las palmas de Anna, y por un momento, no supo qué hacer. ¿Quería que le hiciera el amor o no? Había momentos durante el día, al observarlo con el hacha o cuando acariciaba a los caballos o se salpicaba agua sobre la nuca, en que tenía que reprimir el deseo de acariciar esa piel tan hermosa.

En la oscuridad él era solamente una sombra, una voz pero una sombra tibia, una voz ronca. A esta altura, ya conocía el color de la piel velado por la oscuridad, el brillo del pelo descansando en la almohada tan cerca de ella. No necesitaba siquiera tocarlos para recordarlos, pero el recuerdo la tentaba y las manos se le iban y acariciaban las ondulaciones del torso mientras hablaba.

– ¿Karl?

– ¿Mmm?

“¿Cómo una sola sílaba puede sonar tan tensa?”, se preguntó Anna.

– ¿Qué pensaste la primera vez que me viste?

– Que eras muy joven y muy flaca.

Anna tironeó del vello, Karl saltó pero siguió con las manos detrás de la cabeza.

– ¿Quieres una esposa gorda y vieja? -bromeó.

– En Suecia las chicas son un poco más rollizas.

– Un poco más rollizas, ¿eh? -Sintió que él se encogía de hombros como pidiendo disculpas, y Anna prometió, fingiendo sinceridad-: Trataré de engordar para ti, Karl. Creo que no me llevará demasiado tiempo, a juzgar por cómo estoy comiendo. Pero me llevará mucho más tiempo envejecer.

Karl sonrió en la oscuridad.

– ¿Me casé con una chica que me tomará el pelo hasta la muerte?

Masajeó el pecho de Karl una vez más, como si estuviera amasando una pasta.

– Sí, soy una bromista joven y delgaducha. Te tomaré el pelo sin piedad.

Se sentó sobre los talones, sin sacarle las manos de las costillas porque podía descubrir más por lo que percibía debajo de las palmas que a la luz del día.

Karl se rió suavemente, complacido, como siempre, por su veta de humor. Otra vez se hizo el silencio y Karl tuvo que controlarse para no preguntar lo que siempre pensó que no tendría importancia. Últimamente, sin embargo, desde que Anna había empezado ese juego de mantenerlo en suspenso, la pregunta había crecido en significación, hasta que ahora no pudo contenerse:

– ¿Qué pensaste cuando me viste? -La voz sonó ligeramente ronca.

Recordó ese primer día. La cara que asomó dentro de la carreta, la enorme mano deslizando la gorra por la cabeza con un lento movimiento, la expresión de infantil asombro en sus hermosos rasgos cuando Karl paseó la mirada sobre ella la primera vez. Recordó que el corazón le latía con furia, como ahora.

– Que me mentiste -contestó con voz suave.

– ¡Yo!

– Sí, por no haber hecho mérito a tu apariencia en tus cartas.

Los dedos de Anna rozaron un pezón de Karl. Estaba más duro que un guijarro y, con un sobresalto, pensó: “¿Los de los hombres se ponen así de duros?”. Con rapidez, apartó los dedos y se preguntó si estaban duros porque Karl se había excitado o si estaban así todo el tiempo. Sus propios pechos estaban tan contraídos, que le dolían.

Una ola de vanidad inundó a Karl al escuchar las últimas palabras de Anna. ¡Ah, cómo le acariciaba el pecho…! “Entonces, me encuentra agradable”, pensó. Enseguida, sintiéndose culpable por el pensamiento, dijo con voz áspera:

– Es lo de adentro lo que importa.

– Es lo de adentro lo que importa pero hay otras cosas que importan también. -Esas cosas empezaban a adquirir cada vez mayor importancia a medida que las manos de Anna jugueteaban sobre Karl.

– ¿Qué otras cosas? -no pudo resistir preguntarle.

– Tamaño, forma, colores, rasgos, caras…

– Creo… que tienes razón -admitió Karl, al recordar el discurso del padre Pierrot sobre este tema la noche anterior al casamiento.

– Pensé tanto en cómo serías, mientras James y yo viajábamos hacia Minnesota. Cuando llegué y te vi por primera vez, estaba satisfecha. Me gustó lo que vi pero recuerdo haber estado… bueno, sorprendida de tu tamaño. Bueno… me asustó bastante.

La mano de Anna seguía deslizándose por el pecho de Karl, y le hacía poner la piel de gallina en ambos brazos.

– Eres un hombre grande, Karl -murmuró en la oscuridad.

– Como mi padre -replicó.

Luego Anna le midió el ancho del pecho con las manos extendidas.

– Siete manos de ancho -contó.

– Es por usar el hacha.

Donde la mano de Anna se detenía, el corazón de Karl latía peligrosamente. Sin embargo, él no se movió; entonces Anna subió las manos para rodearle uno de los bíceps.

– Y eres fuerte.

Con la voz áspera, Karl susurró:

– Despoblé mucho bosque.

– ¿Como tu padre? -Había bajado la voz.

– Sí, como mi padre. -Temblaba.

– ¿Y es éste el cuello de tu padre? -preguntó, rodeándolo con ambas manos pero sin poder unirlas. A Karl se le erizó la piel.

– Creo.

– No puedo encerrarlo con mis manos. Quise hacerlo para ver qué se sentía.

Karl pensó que si seguía más tiempo así, Anna aprendería a sentir algo más que su cuello. Pero, a continuación, le tocó el pelo.

– Tienes el pelo tan rubio… Nunca vi un pelo tan rubio.

– Soy sueco -le recordó sin ninguna necesidad.

– ¿Y todos los suecos piensan tan mal de sí mismos? -preguntó, pensando: “Ahora, Karl, por favor, ahora”.

Permaneció inmóvil, atontado por las sensaciones despertadas por sus caricias.

– Puedo hablar sólo por mí mismo -dijo con voz quebrada.

– ¿Y decir que tu cara no es para asustar a nadie?

– Sí.

Le tocó una sien, apoyó luego la mano sobre la larga mejilla y siguió la línea de la ceja con la punta de un dedo.

– ¿Qué es eso de decir semejante cosa de un rostro como éste? ¡Que tu cara no es para asustar a nadie!

Siguió un largo e intenso silencio y pareció como si un trueno, producido por la expansión de esos dos corazones, atravesara las paredes de la cabaña y repercutiera en la noche agitada.

– ¿Te asustó?

– No, Karl, seguro que no -susurró, y le tocó ligeramente los labios con la punta de los dedos.

Karl sentía el pecho tan tenso, que apenas podía respirar.

– Me parezco a mi madre.

– Tu madre es una mujer hermosa.

El pecho de Karl se expandió más que nunca.

Anna sabía con exactitud qué estaba haciendo, qué le estaba pasando a Karl. Y sabía también que era injusto. Pero había descubierto el eterno poder de la femineidad, y no podía resistir ejercerlo. “Soy despiadada”, pensó. “Sé lo que le está sucediendo a su cuerpo y sé que hoy no conducirá a nada. Sin embargo, no puedo resistir asediarlo, sabiendo que lo he doblegado a mi voluntad”.

Lo había forzado demasiado, su voluntad podía quebrarse en cualquier momento. Karl había estado todo esto tiempo acostado con ambas brazos doblados detrás de la cabeza, pero ahora llevó una mano al hombro de Anna, en la oscuridad, y lo comprimió con fuerza. La sujetó con ese apretón de hierro hasta que, suavemente, se puso encima de ella y la forzó a acostarse de espaldas con un beso que demostraba que, para él, el juego se había acabado.

“¡Oh, Dios!, Karl, pensé que esto duraría hasta la mañana”, se dijo Anna.

La boca de Karl era tibia, grande, y su beso, hambriento. La lengua tocó la suya y luego se movió en círculo sobre sus labios. Anna sintió bajo su lengua la delicada y suave piel de los labios internos de Karl y, desde muy adentro de su cuerpo, un estremecimiento hizo que sus partes bajas estuvieran a punto de estallar de deseo. Karl le pasó la lengua por los dientes, exploró la hendedura entre ellos y el labio superior. Movió la mano por la curva de su cintura, la deslizó hacia arriba como buscando satisfacer un vacío y llenó la palma con el pecho de la joven mientras con la otra mano la tomaba por atrás de la cabeza.

Descansando la cabeza contra el costado de la nariz de Anna, le rogó con voz ronca:

– Anna, no juegues conmigo de esta manera. He esperado demasiado.

“Díselo ahora”, se ordenó a sí misma. Pero era como tocar el cielo ser acariciada, por fin, de esa manera tan íntima y total. La mano que derribaba árboles, que les ponía el arnés a los caballos y sostenía el hacha como si fuera el juguete de un niño era, ahora, tierna en su insistencia; al masajearle los pechos, provocaba en Anna el deseo vivo de entregarse totalmente a las caricias de esa mano callosa.

– Oh, Anna, ¿eres niña o mujer? Eres tan tibia…

Con ternura, siguió acariciándole los pechos, embriagado por ese contacto tan deseado y sintiendo los pezones duros y erguidos.

– ¡Oh, Karl, me temo que soy las dos cosas! ¡Espera, Karl!

– Basta de esperas, Anna. No tengas miedo. -Su mano recorrió las costillas y acarició la cadera de la muchacha mientras le cubría la boca con la suya.

Anna se dio cuenta de que Karl no era el único engañado; se había engañado también a sí misma. Lo deseaba con tanto fervor que al estimularlo se había estimulado a sí misma y todo ese juego era ya una tortura imposible de seguir soportando. Anna apretó fuerte la mano de Karl.

– Karl, lo siento… ¡espera! No debí haber empezado esto esta noche. Tengo… el período.

La mano de Karl interrumpió las caricias, y él se apartó, tenso. Anna oyó el profundo suspiro que exhaló antes de dejarse caer con un audible quejido y golpearse la frente con el dorso de la muñeca. Ella creyó oír el rechinar de sus dientes.

– ¿Por qué no me lo dijiste, Anna? -preguntó, nervioso-. ¿Por qué justo esta noche? -Su disgusto era evidente.

Anna advirtió la furia apenas controlada cuando se apartó de ella y se recostó, una vez más, con los brazos debajo de la cabeza.

– Lo siento, Karl. No me di cuenta. Sólo un profundo silencio acogió su respuesta-. No te enojes. A mí… a mí tampoco me gusta esto. -En una actitud defensiva, se volvió hacia su lado de la cama, se acurrucó debajo de la manta y la sujetó con los brazos.

– Lo sabías y no obstante empezaste el juego.

– Dije que lo lamentaba, Karl.

– Hace ya dos semanas que sigo tu juego. Ya he tenido suficiente. Pienso que lo que hiciste no tiene nada de divertido.

– No te enojes.

– No estoy enojado.

– Sí, lo estás. No volveré a hacerlo otra vez.

Se quedó mirando la oscuridad por un largo rato; era obvio que estaba furioso con ella. Después preguntó:

– ¿Cuánto dura esto de las mujeres?

– Un par de días más -murmuró.

– ¿Un par? ¿Dos más, Anna? -preguntó deliberadamente. Estaba arrinconada, pero sólo pudo responder:

– Sí, dos más.

Se dio cuenta de que con esas palabras se comprometía a una fecha determinada. De aquí a dos noches, se decidiría su suerte. Todo dependía de lo que Karl pudiera o no descubrir acerca de su pasado, una vez que hicieran el amor.

– Muy bien -dijo Karl con determinación-, dos días más.


Anna no podía precisar muy bien cuáles eran sus temores. No pensaba en realidad: “Si Karl se da cuenta de la verdad, me enviará de vuelta”. Sabía que no lo haría. Sin embargo, la culpa y la incertidumbre la instaban a armarse en contra de su probable enojo. Su único resguardo era demostrar que era valiosa en ese lugar, que Karl pensara que era indispensable. Anna admitió que había mucho que demostrar en esos dos días.

Comenzó la mañana siguiente intentando hacer panqueques. Cuando Karl y James volvieron de las tareas matinales, encontraron a la intrépida Anna a punto de volcar una porción de la mezcla en la sartén.

– ¿Entonces puedo dedicarme a mi tarea de leñador por fin? -preguntó Karl con una sonrisa, mientras Anna se secaba nerviosamente las manos en el pantalón.

– Tal vez -dijo, dubitativa, y hubiera volcado la mezcla sin engrasar antes la sartén, de no ser por la advertencia de Karl.

A medida que iba cocinando los panqueques y dándolos vuelta, notaba que no se parecían en nada a los de Karl. Los suyos eran chatos y sin color. Pero, de todos modos, Anna le sirvió a Karl los primeros y se apresuró a preparar la segunda tanda para James.

Karl dio una ojeada a esos especímenes chatos y con bordes ondulantes. “Demasiada leche”, pensó, “y poco bicarbonato.” Pero comió esa porción y luego otra, sin hacer ninguna crítica.

Cuando Anna dio el primer mordisco, sus mandíbulas quedaron inmóviles. Karl y James se miraron por el rabillo del ojo, tratando de no reírse. Enseguida ella escupió el bocado en su plato, con asco.

– ¡Aj! -exclamó-. Esto es como una rodaja de pezuña de vaca.

Los otros dos por fin soltaron la carcajada, mientras Anna se acusaba a sí misma, disgustada.

– Pensé que los sorprendería pero soy demasiado tonta para poder recordar una simple receta. ¡Es horrible! ¡No sé cómo pudieron comer tantos!

– Estaban duros, ¿no, James? -preguntó Karl entre accesos de risa.

James sacó la lengua y giró los ojos hacia arriba.

– ¡No te atrevas a tomarme el pelo porque tuve un fracaso, Karl Lindstrom! ¡Por lo menos, lo intenté! ¡Y ya puedes guardar tu lengua, mocosito! -le gritó a James.

Karl silenció la risa pero su pecho siguió sacudiéndose.

– Tú fuiste la primera en decir que parecía una pezuña de vaca -le recordó James.

– ¡Yo puedo decirlo! -le espetó-. ¡Tú no! -Sacó bruscamente el plato de la mesa y les dio la espalda a los dos.

– Dile a tu hermana que no tire las sobras -dijo Karl en voz alta, detrás de Anna-. Podemos usarlas para herrar los caballos.

Pero cuando Anna giró hacia Karl, él ya se había dirigido a la puerta. El panqueque le pasó de largo cerca de la cabeza y fue a dar en el patio, donde Nanna se aproximó, lo olfateó con curiosidad y ¡créase o no! siguió su camino sin mostrar ningún interés. Anna se quedó en la puerta, con las manos en las caderas, diciéndole a gritos a la espalda de Karl, que se alejaba del claro:

– ¡Muy bien! Tú, el talentoso, ¿qué hice mal?

– Quizá te olvidaste del bicarbonato -le gritó, divertido, sin volverse siquiera.

Anna pateó con fuerza el panqueque que yacía en el suelo, sucio de tierra, y se volvió a la puerta mascullando:

– ¡Bicarbonato! ¡Una tonta que se olvida del bicarbonato!

Para completarla, Karl se volvió y agregó:

– ¡Y le pusiste demasiada leche!

Karl observó cómo el ágil trasero de Anna giraba y entraba en la casa otra vez. La noche anterior sospechó que Anna le había mentido para postergarlo un poco más. Pero ahora sabía que era verdad. Karl tenía varias hermanas y recordaba los inexplicables arrebatos de furia que las sacudían en forma cíclica.

Anna estaba tan enojada consigo misma, que tenía ganas de llorar. Después de todas las promesas que se había hecho para complacer a Karl, ¡miren lo que había logrado! Blandir el recipiente y arrojarle el panqueque, como si fuera culpa de él. ¡Esos panqueques estaban horribles!

La comida del mediodía salió aun peor porque tendría que haber sido más fácil. Todo lo que tenía que hacer era cortar el pan en rebanadas y freír bistecs de ciervo. Se ofreció a volver más temprano del bosque para preparar el fuego y empezar a cocinar la carne, de modo que estuviera lista para la hora del regreso de los hombres con la carga de madera.

Las rebanadas de pan le salieron en forma de cuña. Los bistecs de ciervo, que crudos se veían tan sabrosos, se habían quemado por fuera y chorreaban sangre fría por dentro. Nadie mencionó la mala calidad de la comida. Pero los bistecs apenas si se tocaron.

La ineptitud de Anna en la cocina sirvió para algo, después de todo. Estaba tan furiosa, que trabajaba todo el día como una máquina para quitarse de encima la frustración. Esa tarde, gracias a su excesiva energía, ella y James pudieron mantener el ritmo de trabajo de Karl, árbol por árbol. En los treinta minutos que le llevaba a Karl derribar un árbol, Anna limpiaba las ramas de otro alerce, y James deslizaba una carga pendiente abajo. Período del mes o no, Anna demostraría que servía para algo.

Al fin del día, el estómago de Anna comenzó a gruñir como un erizo encolerizado. Karl estaba muy cerca y, al oírla, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Sin embargo, siguió trabajando, con el torso desnudo y muy divertido.

Anna no pudo aguantar más. Cuando el próximo árbol cayó con estruendo en medio del silencio, miró a Karl y, aunque era más temprano que lo acostumbrado, le preguntó:

– Karl, ¿podríamos volver temprano, hoy?

– ¿Por qué? -preguntó, ya con su hacha en la mano y dirigiéndose al próximo árbol.

– Porque estoy tan hambrienta, que no tengo la fuerza necesaria para cortar una rama más.

– Yo también -dijo James desde el otro extremo del alerce. Pero le echó una cauta mirada a su hermana, mientras lo admitía.

– Yo también -dijo Karl, tratando de no hacer ningún gesto.

De repente, la situación le resultó cómica a Anna. Todos allí trabajando, mientras ella gruñía, protestaba y se ponía hecha una furia. Sabía que debía ser la primera en reírse. Comenzó emitiendo una risita débil y afectada pero, antes de comprender bien qué pasaba, James soltó una risa ahogada y luego Karl se acopló. Enseguida Anna produjo con la nariz un ruido nada elegante y los tres estallaron en carcajadas.

La muchacha se dejó caer en medio del aserrín en un arrebato incontenible de alegría. Karl estaba con un pie sobre el tocón y una mano apoyada en el hacha, riendo con la cara vuelta al cielo azul; por su parte, James se acercó a Anna corriendo por entre las ramas del árbol derribado y se arrodilló, él también, en medio del aserrín. Las cornejas debían de haberlos oído, pues se sumaron con su canto cacofónico desde el bosque. Los tres rieron hasta que el estómago comenzó a sonarles cada vez más. Anna finalmente se incorporó, débil y agotada pero contenta. Karl la miró con aprobación; tenía el pelo salpicado de aserrín, dos círculos oscuros de transpiración debajo de los brazos, tizne de corteza en el mentón. Nunca había visto nada más hermoso.

– Creo que no me equivoqué la primera vez que te confundí con un cachorro de oso todavía húmedo detrás de las orejas, Anna. ¡Mira cómo estás! Mi esposa no debiera estar así, sentada en el suelo con sus pantalones y cubierta de aserrín por todas partes.

Pero por el modo de sonreírle, Anna se dio cuenta de que había sido perdonada por lo de la noche anterior. Haciéndole mohín, le preguntó:

– ¿Podemos irnos ahora mismo, Karl?

– ¿Ahora mismo?

– ¡Ahora, ahora mismo!

– Pero tenemos que podar y trozar este árbol primero, y…

– ¡Y para entonces tendrás que enterrarme! ¡Por favor, vayamos ahora, me estoy muriendo de hambre, Karl, muriendo!

– Muy bien. -Karl se rió. Sacó el hacha del tronco y la extendió hacia Anna-. Vayamos.

Anna miró a ese esposo suyo, y apreció el rostro bronceado y risueño, enmarcado por los rizos húmedos cerca de las sienes. Se preguntó cómo había logrado ser tan afortunada. El corazón le brincaba de alegría al contemplarlo, sosteniendo el hacha con firmeza y sonriéndole con esa mirada de ojos azules. Con una tímida sonrisa, se agarró del cotillo del hacha con las dos manos y Karl tiró para ayudarla a ponerse de pie, en medio de una lluvia de astillas. Anna prácticamente voló por el aire antes de aterrizar contra Karl, quien la tomó con el brazo libre y la atrajo hacia su cadera, sonriéndole a los ojos mientras ella lo miraba.

James los observó complacido y en tanto se alejaba, dijo-: Voy a traer a Belle y a Bill.

Karl dejó caer el brazo pero elevó los ojos hacia el pelo de Anna y alargó la mano.

– Estás hecha un desastre -le dijo, sonriendo, mientras le quitaba, con un golpecito, una ramita de pino.

Ella apoyó el dedo índice en la sien de Karl y siguió el hilo de una gota de transpiración que le caía hasta el borde del pelo.

– Tú también -le devolvió. Luego se puso el dedo en la punta de la lengua sin dejar de mirarlo con sus ojos castaños, antes de volverse con coquetería. Karl abrió los ojos de asombro ante ese gesto.

Los cinco comenzaron el descenso por la pendiente. Anna decía que la yunta nunca se había movido con tanta lentitud; si no se apuraban, se caería muerta sobre los troncos a mitad de camino. Pero Karl le recordó que no debían apurar a los caballos, por precaución. Anna caminaba a paso vivo, delante de Karl, balanceando apenas las caderas en forma provocativa.

– ¿Qué cocinaste para la cena? -le preguntó su esposo, detrás de ella.

Anna arrojó fuego por la mirada, y continuó su marcha mientras lo regañaba:

– No te hagas el gracioso, Karl.

– Creo que es otra persona la que se hace la graciosa aquí. Y si no tiene más cuidado con sus bromas, terminará por ocuparse hoy de la cocina.

Anna se volvió y dio unos saltitos hacia Karl, mientras rogaba con voz suplicante:

– Haría cualquier cosa por una comida decente preparada por otra persona, para variar.

– ¿Cualquier cosa? -preguntó, sugestivamente. Alargó sus pasos para alcanzar a Anna, quien, ignorando su insinuación, siguió marchando a paso vivo hacia la cena-. Ven aquí, Anna -le ordenó en un tono apacible.

– ¿Qué?

– Te dije que vinieras, tienes aserrín en los pantalones.

Anna se volvió para inspeccionarse el trasero como mejor podía mientras continuaba pendiente abajo. Pero Karl se le puso a la par y Anna sintió la mano rozar sus asentaderas, lo que le provocó ligeros escalofríos de anticipación a través del estómago y los pechos. Después de haberla tocado, Karl dejó la mano en la cintura de la muchacha y la atrajo suavemente hacia su cadera. Balanceando él su hacha sobre un hombro, caminaron juntos hacia el claro.


Esa noche se permitieron el lujo de disfrutar de unas sabrosas lonjas de jamón porque fue lo más rápido que a Karl se lo ocurrió. Lo bajó de una de las vigas de la casa del manantial, de donde colgaba como un murciélago. Le mostró a su mujer cómo hacer salsa con el jugo del jamón, leche y harina, con la que acompañaron unas papas hervidas que Anna se las arregló muy bien para pelar; este primer y pequeño éxito doméstico la llenó de orgullo.

Durante la preparación de la cena, Karl le advirtió:

– Se nos está por acabar el pan. Creo que mañana te enseñaré a amasar más.

Desconsolada, se lamentó:

– ¡Oh, no! Si no pude preparar panqueques, seguro que estropearé el pan.

– Tomará tiempo, pero lo aprenderás.

Levantó las manos en un gesto de impotencia.

– Pero hay tanto para recordar, Karl. Todo lo que me enseñas tiene diferentes ingredientes. No me lo puedo aprender todo.

– Date tiempo y podrás.

– Pero te hartarás de que arruine tus valiosos alimentos, cuando tienes que trabajar tanto para conseguirlos.

– Eres muy impaciente contigo misma, Anna. ¿Acaso yo me quejo? -le preguntó, y levantó hacia ella los ojos azules.

– No, Karl, pero sólo deseo poder aprender más rápido para que no tengas que hacerlo todo. Si me salieran las cosas bien desde el principio, me dejarías sola sin pensar que te quemaría la casa junto con la cena. ¡Ay! Todavía no limpié la sartén del desayuno.

– Con un poco de arena es más fácil -le aconsejó Karl.

La arena dio resultado y Anna exhibió con orgullo el recipiente remozado. Pero más tarde, cuando el jamón se veía y se olía tremendamente delicioso, Anna se detuvo en la puerta, sosteniendo contra el estómago el bol de papas peladas.

– ¿Karl?

Karl levantó la mirada y vio que ella jugueteaba distraídamente con un trozo de cascara enrulada, enroscándola alrededor del dedo índice.

– ¿Qué pasa, Anna?

Ella estudió la cascara con atención.

– Si supiera leer, me podrías anotar cosas para que yo pudiera cocinar como corresponde. Quiero decir… -Lo miró, expectante-. Quiero decir que entonces no importaría si la memoria me falla. -Y otra vez bajó los ojos hasta el bol.

– No pasa nada malo con tu memoria, Anna. Con el tiempo, todo te resultará más fácil.

– ¿Pero me enseñarías a leer, Karl? -Los ojos de la muchacha se volvieron hacia él. -Sólo lo necesario para saber los nombres de las cosas, como harina y tocino… y bicarbonato.

Una sonrisa tierna y comprensiva iluminó el rostro de Karl.

– Anna, no te voy a mandar a hacer las maletas porque te hayas olvidado del bicarbonato en los panqueques. Ya tendrías que saberlo, mi pequeña.

– Ya sé. Es sólo que haces todo tan bien y yo no puedo hacer nada sin que me vigiles paso a paso. Quiero hacer las cosas bien para ti.

Lo que más hubiera deseado hacer en ese momento era ir hacia la puerta, arrebatarle el bol con las papas, tomarla en sus brazos y besarla hasta que el jamón se quemara.

– ¿No sabes que para mí es suficiente con que desees hacerlo?

– ¿Sí? -Los grandes y aniñados ojos se abrieron de asombro.

– Claro que sí. -Se sintió gratificado por la sonrisa de Anna.

– ¿Pero me enseñarías a leer de todos modos, Karl?

– Tal vez en el invierno, cuando el tiempo rinde más.

– Para ese entonces, tal vez haya quemado toda tu valiosa harina -dijo con un aire travieso.

– Pero entonces tendremos una nueva cosecha. Se dirigió con el bol hacia la puerta, feliz ahora.

– Anna…

– ¿Qué?

– Guarda las cáscaras. Plantaremos las que tengan brotes y veremos si la temporada es bastante larga como para que nos brinde una segunda cosecha. La necesitaremos.

Se volvió para estudiarlo con atención.

– ¿Hay algo que no sepas, Karl?

– Sí -contestó-. No sé cómo me las arreglaré hasta mañana a la noche.


Esa noche le enseñó a preparar levadura con el agua de las papas y un puñado de frutos de lúpulo desecado. A esto le agregó un jarabe extraño que, según Karl, se extraía de la pulpa de las sandías, una abundante fuente de azúcar. El azúcar que Karl sacaba del arce tenía un sabor demasiado fuerte para el pan. Por eso hervía pulpa de sandía todos los veranos y la conservaba en tarros, cubierta con cera de abejas disuelta.

Dejaron los ingredientes de la levadura sobre el calor de la chimenea, y allí quedarían durante la noche. Los tres saborearon restos del néctar de sandía, un manjar que Anna y James no habían paladeado jamás.

– ¿Puedo servirme más, Karl? -preguntó James.

Karl vació la jarra en la taza del muchacho.

– Está delicioso -confirmó Anna.

– Tengo muchas otras cosas deliciosas para mostrarles. Minnesota tiene placeres interminables para ofrecernos.

– Tenías razón, Karl. Es realmente una tierra de abundancia.

– Pronto las frambuesas silvestres estarán maduras. ¡Eso sí que es un manjar!

– ¿Qué más? -preguntó James.

– Moras silvestres, también. ¿Sabes que cuando la mora está verde es de color rojo?

James quedó confundido por un momento, luego se rió.

– Es una adivinanza al revés: ¿qué es rojo cuando está verde?

– Pero cuando está madura, se vuelve negra como la pupila del ojo de una serpiente de cascabel -dijo Karl.

– ¿Hay serpientes de cascabel aquí? -preguntó Anna, asombrada.

– Hay unas pequeñas. Pero no he visto muchas. Tuve que matar sólo a dos desde que vine aquí. Pero como las serpientes se comen a los fastidiosos roedores en los sembrados, no me gusta matarlas. Pero la de cascabel es una peste, por eso debo hacerlo.

A Anna le dio un escalofrío. No habían ido a bañarse antes de la cena porque estaban muy apurados por comer. Karl sugirió un remojón ahora, pero la mención de las serpientes hizo que Anna se decidiera por la palangana. James también estuvo de acuerdo en que por esa noche saltearía el baño.

Cuando estuvieron arropados en la cama, Anna fue la primera en susurrar, como de costumbre:

– ¿Karl?

– ¿Mmmm?

– ¿Has vuelto a pensar en un fogón para la nueva casa?

– No, Anna. Estuve muy ocupado y se me fue de la mente.

– No de la mía.

– ¿Crees que un fogón te hará ser mejor cocinera? -preguntó, divertido.

– Bueno, podría ser -se atrevió a responder.

Pero Karl se rió.

– ¡Bueno, podría ser! -repitió-. Y también podría ser que no, y Karl Lindstrom habría gastado su buen dinero para nada.

Un pequeño puño le asestó un golpe en el tórax.

– Tal vez podamos hacer un convenio, tú y yo. Primero Anna aprende a cocinar decentemente, después Karl le compra un fogón.

– ¿De verdad, Karl?

Hasta en el susurro la voz de Anna sonó con entusiasmo.

– Karl no es ningún mentiroso. Por supuesto que es verdad.

– Oh, Karl…

Se sentía entusiasmada sólo al pensar en ello.

– Pero yo seré el que juzgue si cocinas bien.

Anna permaneció en la oscuridad con una sonrisa dibujada en los labios.

– Voy a hacer un buen pan mañana. ¡Ya verás!

– Yo soy el que va a hacer un buen pan, mañana. Tú observarás cómo lo hago.

– Está bien. Observaré. Pero esta vez me voy a acordar de todo, como James -prometió-. Irás a comprar ese fogón antes de que termine el mes, vas a ver.

Ya se imaginaba dueña de un fogón de hierro: sería maravilloso descubrir que la cocina no era algo tan odioso, y así todo resultaría bien.

– ¿Karl?

– ¿Mmm…?

– ¿Cómo horneas el pan sin un horno?

– En el horno de barro que está afuera. ¿Nunca lo viste?

– No. ¿Dónde está?

– Atrás, al lado de la pila de leños.

– ¿Es ese montón de barro seco?

– Sí.

– ¡Pero no tiene puerta!

– Voy a hacer una puerta sellando todo con arcilla húmeda después de meter adentro las piezas de pan.

– ¿Pretendes que me pegotee toda con la arcilla cada vez que haga el pan, durante el resto de mi vida?

– Lo que pretendo es que vengas aquí y cierres tu boquita. Dije que pensaría acerca del fogón y lo haré. Me estoy cansando de hablar de pan, arcilla y fogones.

Entonces encontró un lugar donde acurrucarse en los brazos de Karl e hizo lo que se le ordenaba: cerrar la boca. Cuando Karl intentó besarla, Anna no quiso abrir la boca. Él volvió a intentarlo de la manera más persuasiva, pero sólo se encontró con una boca que sonreía con los labios sellados.

– ¿Qué es esto? -preguntó Karl.

– Estoy haciendo lo que prometí hacer. Juré obedecer a mi esposo, ¿no? Por eso cuando me dicen que cierre la boca, la cierro.

– Bueno, tu esposo te ordena que la abras otra vez. Y Anna obedeció de buen gusto.

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