La elevación de la cumbrera fue el catalizador en la enriquecedora relación entre Karl y James. Después de ese día, surgió entre ellos una afinidad tan intensa como James nunca antes había experimentado con otro hombre; por su parte, Karl sólo había compartido una relación semejante con sus hermanos mayores.
Descubrieron que podían hablar más de igual a igual después de la prueba que James había rendido como carrero. La comodidad con la que trabajaban, aprendían y enseñaban juntos creó, al mismo tiempo, fluidez en la comunicación. Pronto se encontraron hablando de sus sentimientos, recuerdos y deseos más íntimos.
Karl narraba a James innumerables historias acerca de su vida en Suecia, de su familia tan unida y cariñosa, de la profunda soledad que había experimentado durante esos dos años, antes de que él y Anna vinieran. Karl llegó a confesar lo maravilloso que era no tener que dormir solo nunca más, no tener que comer solo.
A menudo hablaban de Anna. James no tenía duda alguna de que Karl amaba a su hermana. Ese conocimiento le aportaba una seguridad de la que siempre había carecido en su vida. Así protegido, comenzó a crecer como hombre.
Muy lentamente, Karl fue logrando que le contara el tipo de vida que él y Anna habían llevado antes de llegar allí. Pero había cosas que James no decía; blancos que dejaba sin llenar, como si fueran demasiado desagradables para recordar. Uno de esos blancos era su madre. Cada vez que Karl se la mencionaba, el muchacho se escondía detrás de una barrera tan palpable como las paredes de la cabaña. Tampoco Anna hablaba mucho de su madre.
Pero Karl se enteró de fragmentos aquí y allá que le dieron la certeza de que los jóvenes no querían revelar mucho acerca de esa mujer llamada “Barbara”. No forzó el tema, pero traía a la conversación la palabra “Boston” con la esperanza de inducir a James a contar lo que quisiera de su pasado.
Durante todo este tiempo, hubo incontables tareas que Karl debía enseñar a Anna, James o a ambos. Por ejemplo, la recolección de cera de los panales; la cera, por lo que parecía, era tan importante como la lejía. La reservarían hasta el otoño con la esperanza de matar un oso gordo que los proveyera con abundante sebo para mezclarlo con la cera y hacer velas. La cera se usaba también para proteger los arneses, para conservar algunos alimentos y en preparaciones medicinales.
Karl le enseñó a Anna cómo hervir la ropa, fregarla contra la tabla de lavar y ponerla a secar sobre los arbustos. El lavado le resultaba una tarea pesada a Anna. Se quejaba de que el jabón le quemaba las manos, hasta que finalmente Karl las examinó más de cerca y descubrió que la muchacha había contraído lo que se llamaba “enfermedad de la pradera”, común a muchos recién llegados a esas regiones. Era un mal misterioso que no tenía cura y sólo había que esperar que el escozor y la inflamación pasaran, lo que hizo que Anna y también James se rascaran, muy molestos. Karl le dijo a Anna que no tenía nada que ver con el jabón sino con la tierra de los cultivos. Esto no le dio mucho ánimo a la joven, pues el lavado y la huerta eran sus dos tareas principales.
Karl pidió ayuda a los indios e hizo lo que la esposa de Dos Cuernos le indicó. Preparó un ungüento con grasa y laurel; consiguió unas de esas ramas en forma de lanza y aplastó luego las hojas secas, de las que obtuvo un polvo fino que mezcló con la grasa. Anna se lo aplicaba a la noche y también James. A veces se hacían un baño con polvo de laurel y agua.
Parecía que la tarea de saber todo acerca de los caballos era interminable. El mero cuidado de los arneses ya era una exigencia. Era necesario lavarlos con cuidado; la transpiración pudría el cuero tan rápidamente como las emanaciones de la orina, si el establo no se mantenía limpio. Karl no tenía fragua, de modo que los caballos carecían de herraduras. En consecuencia, era necesario mantener los cascos siempre en perfectas condiciones. Diversas dolencias podían afectar a los caballos, si las patas no se mantenían limpias, si no se les cortaban las pezuñas o si el establo estaba descuidado.
Un día James estaba en el establo atendiendo a los caballos y, como de costumbre, se había agachado para observar más de cerca cada movimiento que Karl hacía para enseñarle la manera correcta de agarrar la pata y obligar al caballo a doblar la rodilla. En cuclillas, sostenía la gigantesca pata del animal y usaba una herramienta especial para quitar la suciedad y las piedritas de la ranilla, es decir, la parte hueca y esponjosa del casco.
– Estoy muy satisfecho con tu desempeño como herrador -le dijo Karl, observándolo-. Lo has aprendido casi tan rápido como a conducir la yunta. Si no te conociera, diría que ya sabías conducir caballos antes de venir aquí.
– Para nada, nunca lo hice -dijo James. Luego, al recordar algo, agregó-: Bueno, sí, una vez. Ese hombre de Boston que me dejó conducir su coche de caballos una sola vez.
– Y yo que creía que nunca habías manejado una yunta… -bromeó Karl.
– Bueno, no era una yunta. Era solamente un caballo. Pero ¡qué animal! Era uno de los bayos más hermosos que jamás haya visto. Coche y caballo se veían de los más extraños con esas correas de cuero rojo. A veces me daba una vuelta por el establo para darle un vistazo. Y por fin, tuve suerte. No me puedo imaginar cómo Saul me dejó tocar el caballo ese día. Hasta ese momento nunca me había permitido siquiera acercarme al animal aunque me ofreciera a llevarlo gratis a la caballeriza. No lo podía creer… De repente vino y me dijo que saliera a dar un paseo si quería.
Karl siguió con su lección y con la charla simultáneamente, tratando de que sus preguntas parecieran casuales.
– Debes fijarte que la ranilla esté libre de suciedad, o el caballo puede contraer la enfermedad llamada afta. Entonces… si conocías a ese hombre… Saul, ¿por qué no te habrá dejado cuidar de su caballo antes?
– Bueno, en realidad yo no lo conocía mucho. Era más bien… No sé. Era uno de los amigos de Barbara y es como que se le pegó a Anna después de que Barbara murió.
– ¿Era un hombre joven, entonces, de la edad de Anna?
– No. Tenía, por lo menos, la edad de Barbara.
– Una vez que la ranilla esté limpia, debes revisar las paredes del casco para ver si no tiene rajaduras. -Karl tomó la cuchilla, se agachó y apoyó el enorme casco sobre sus muslos-. Pero, de todos modos, cuando tu madre ya no estaba, ¿ese Saul siguió siendo amigo tuyo?
– Te dije que no era, en realidad, un amigo. Nunca quería que estuviéramos por allí cuando estaba con Barbara. Ella nos mandaba a pasear cada vez que él iba a verla.
– Una vez cortadas las pezuñas, debes limarlas. -Karl tomó la lima- ¿Pero ese día Saul te ofreció dar un paseo con ese caballo y ese carruaje tan extraños?
– ¡Sí! Lo llevé a correr por el descampado. ¡Si hubieras visto cómo trotaba y cómo me miraban los tipos! Allí iba yo, el mocoso de Barbara, detrás de ese hermoso caballito. ¡Era grandioso, Karl, te lo aseguro!
“¿El mocoso de Barbara?”, pensó Karl. Pero no quiso interrumpir esa primera aproximación a la vida de James en Boston. En lugar de discutir esa frase rara, Karl simplemente asintió:
– Sí, admito que debe de haber sido grandioso. Ahora observa esto y mira cómo le doy forma a esta pezuña para que Bill esté bien parado. ¿Y qué decía Anna acerca de ese paseo detrás del gran trotador?
– Oh, Anna no estaba conmigo.
– ¿No? ¿La pobre Anna se perdió semejante placer?
– Estaba nerviosa y dijo que no confiaba en el bayo. Era demasiado brioso para su gusto y me dejó ir solo.
– Anna debería haber mostrado más sentido común y no permitirte salir solo con ese caballo, si es que era tan brioso.
– Se imaginó que no pasaría nada, supongo. Dijo que sería una lástima perder esa buena oportunidad y que me fuera sin ella. Esa vez se quedó, a pesar de que Saul estaba allí.
La lima crujía regularmente mientras Karl daba forma a la pezuña.
– Y Ana, ¿qué pensaba ella de ese Saul?
– Nunca le gustó mucho.
– Pero él se prendó de Anna, ¿eh?
– Oh, Karl, ¿estás celoso? Es cómico. No debes tener celos de Saul. ¡No sabes! Anna corría a esconderse cuando él estaba cerca. Decía que le producía escalofríos.
James sonrió al ver la expresión ceñuda de Karl, pues sabía que no tenía motivos para estar celoso. A Anna ni siquiera le había gustado otro hombre antes que Karl; de eso estaba seguro.
Pero Karl no se sentía aliviado. Se le dibujó una sonrisa forzada y rió para no defraudar a James; pero el sonido, emitido desde la parte alta de su garganta, resultó extraño. Trató de imaginarse a Anna al lado de un hombre que le producía escalofríos, un hombre del que siempre se escondía, mientras James daba su paseo en aquel carruaje extravagante. Trajo esa imagen a su mente, pero en seguida la rechazó.
Según las apariencias, estaba absorto en la pezuña y la examinaba con mirada crítica, cuando preguntó:
– Me imagino que ese Saul era un hombre rico, ¿eh? Ese carruaje tan decorado era importante.
– Supongo que sí. También usaba ropa extravagante.
Una sensación de intenso calor y malestar recorrió el cuerpo de Karl.
– Ven, muchacho, trata de recortar esta pezuña mientras yo te observo.
Pero no fue a James a quien vio sino a Anna, de pie al lado de un dandi llamado Saul, mientras James se alejaba con el caballo.
Karl parecía reservado, esa noche. Cuando Anna le preguntó cómo le había ido a James con los caballos, se volvió hacia ella con la mirada ausente, y la joven tuvo que repetir su pregunta.
Todos fueron a la laguna como de costumbre; sin embargo, Karl no era el mismo hombre divertido de siempre. Nadó con intenso vigor, ida y vuelta, en la parte honda, y dejó que Anna y James retozaran en la orilla, si querían. Anna se acercó a Karl, pues ya podía nadar donde no hacía pie, y lo instó a jugar en un rincón del dique de los castores; pero él le dijo que lo dejara tranquilo esa noche, que no estaba con ánimo para jugar.
En la cama, más tarde, murmuró algo parecido; le dijo que había tenido un día muy difícil, suspiró, giró hacia su lado y le dio la espalda. De inmediato, Anna lo abrazó desde atrás y acomodó su cuerpo contra el de Karl. Pero por un largo rato, él no tomó su mano. Sólo lo hizo cuando la muchacha intentó acariciarlo; entonces, la apretó tanto, que Anna tuvo que retirar los dedos con una aguda exclamación de dolor. Karl tenía la mano cubierta por el ungüento para “el mal de las praderas”, de modo que se levantó para buscar un trapo con el que se frotó la piel, emitiendo un sonido de inconfundible irritación por la molestia.
Anna por fin se durmió, pero Karl sólo dormitó de a ratos. Cada vez que se adormecía, algún pasado comentario de Anna o de James irrumpía en su mente, trayendo detrás un significado oculto. Como las piezas de un rompecabezas, varias cosas iban encajando en su lugar. Pero cuando la imagen se formaba en su mente, lo que veía era a Anna al lado de un hombre, de la edad de su madre, vestido con un traje extravagante, mientras James se alejaba en el carruaje.
Karl, sintiéndose culpable, abrió los ojos en la oscuridad para rechazar esa visión que insinuaba algo acerca de Anna, algo que no podía admitir. Pero luego acudían nuevamente las palabras de James: “ese hombre le provocaba escalofríos”. Después: “esa vez Anna se quedó, a pesar de que Saul estaba allí”.
El alba ya estaba cercando el horizonte cuando Karl, finalmente, comenzó la intensa búsqueda de ese algo al que se había estado resistiendo durante toda la noche: el recuerdo de la primera noche en que él y Anna habían hecho el amor. Era terrible que estuviera sospechando semejante cosa. Sin embargo, permitió que esa noche volviera a su recuerdo. Cosas que fue incapaz de ver debido a su sobreexcitación adquirieron ahora otro significado. Muy especialmente tres cosas que faltaron en su relación con Anna: dolor, resistencia y sangre.
Karl se preguntaba si tendría razón. ¿Cómo podía saber él si Anna había sentido dolor? Tal vez se lo hubiera ocultado. Pero volvió a recordar cuando le dijo a Anna: “No quiero lastimarte”. ¿Qué había respondido ella? ¿Qué había dicho exactamente? Pensó que era algo parecido a: “Está bien, Karl”.
Recordó enseguida otra cosa que Anna había dicho: “Algo bueno ocurrió, Karl, algo que no esperaba”. Se pasó el brazo por la frente y vio que estaba transpirando. Otro recuerdo lo asaltó, nítidamente. Adentro, antes de salir para el granero, sus palabras fueron: “Es tan diferente, Karl…”. “¿Diferente de qué?”, se preguntaba ahora. “¡Oh, Dios!, ¿diferente de qué?”
Cuando ya no pudo soportar más ese tormento, se levantó y fue al establo; Belle y Bill lo miraron con ojos inquisidores, pero él no los tocó. Sólo se quedó allí, con las manos en los bolsillos, mirando delante de él, sin ver.
– ¿Cuándo vamos a hacer el hueco para la puerta? -preguntó Anna, tan alegre y despreocupada como siempre.
– Cuando el techo esté terminado -contestó Karl.
– Hay que apurarse, ¿no? -dijo con coquetería, ladeando la cabeza.
En lugar de darle el golpecito debajo del mentón o el pellizco travieso, Karl giró sobre los talones y la dejó mirando a James para que él le explicara por qué su esposo se había vuelto tan distante, de repente.
James rebuscó en su memoria para descubrir si había algo que pudiera haber disgustado a Karl. Pero no encontró nada. Había estado a punto de revelar el secreto de Barbara pero no creía que Karl fuera el tipo de hombre que los culpara si llegaba a descubrir quién era Barbara realmente. No era propio de Karl; era demasiado bueno para hacer una cosa así. Sin embargo, James tenía ciertas dudas acerca de la conversación sobre Saul. ¿Era posible que Karl estuviera celoso a pesar de todo? ¡No podía ser eso! Después de todo, él le había dicho que Anna no podía tolerar a Saul. Ésa era razón suficiente para que Karl se tranquilizara.
El taciturno distanciamiento de Karl se hacía más evidente a medida que pasaban los días. Anna trataba de arrancarlo de sus “pesares”, como ella los llamó. Pero Karl no se dejaba engatusar y ni siquiera sonreía. Encontraba excusas para no hacer el amor, hasta que una noche cambió de idea; pero trató a Anna con tanta agresividad, que ella quedó perturbada ante su falta de ternura durante todo el acto. Apabullada y herida, Anna no se atrevió a preguntarle qué era lo que le estaba molestando. Ya se lo había preguntado antes pero él se negó a responder.
Mientras tanto, Karl también sufría noches de insomnio y días tortuosos. Cada vez acumulaba más evidencias en su mente en contra de Anna. Como era típico en él, no le dijo nada y continuó con el tema dándole vueltas en la cabeza; le otorgaba el beneficio de la duda. Pero terminó por considerar que lo que había sospechado era verdad. Había muchas coincidencias, cosas que nunca había asociado antes con la vida de Anna o con su madre. Karl se dio cuenta de que no podía seguir de esa manera, pues hasta su rostro comenzaba ya a mostrar los estragos de la falta de sueño y la preocupación. Tironeado entre el temor y la necesidad, debía conocer la verdad.
Anna estaba en el patio, fregando la ropa contra la tabla; otra vez se había puesto un par de pantalones de James. Karl apenas recordaba el vestido que usaba aquel día, cuando llegó en la carreta de provisiones de Long Prairie. Esa mañana, revisando el baúl, mientras Anna estaba en el patio, volvió a recordarlo.
La estaba estudiando ahora mientras ella trabajaba. El pelo le caía alrededor mientras fregaba. Oh, ese pelo del color del whisky, con el que había soñado tanto durante todos esos meses de espera solitaria… Hizo a un lado ese pensamiento y, silenciosamente, se puso detrás de su esposa.
– Anna, ¿quién es Saul? -le preguntó simplemente.
Vio cómo sus hombros se ponían rígidos y ella levantaba la cabeza, mientras movía las manos, nerviosa.
Anna sintió como si un puño gigante le hubiera aplastado el estómago. Se dio cuenta de que estaba aferrada a la tabla de lavar y se obligó a mover las manos otra vez, dejando caer la mirada hacia el fuentón.
– ¿Saul? -preguntó en un tono que quiso ser casual.
– ¿Quién es?
– Era uno… uno de los amigos de Barbara.
– James dice que se fijaba en ti.
– ¿James dijo eso?
Anna hundió el mentón en el pecho y fingió estar absorta en el lavado.
Karl se ubicó a su lado y la aferró del codo, haciendo que se volviera para ver su rostro.
El rostro de Anna se había vuelto color escarlata y el mentón le temblaba debajo de los labios entreabiertos. Su horrorizada y vacilante mirada se dirigió al primer botón de la camisa de Karl, pero fue atraída inexorablemente hacia los ojos obsesionados de su esposo.
– ¿Se fijaba en ti? -preguntó Karl, con voz extraña y dolorida.
– Dije que era amigo de Barbara y no mío.
– ¿Qué clase de amigo? El pulgar oprimió la piel suave de la joven.
– Sólo un amigo -dijo.
Desprendió su brazo de un tirón y se volvió hacia el fuentón.
Karl trató de hacer que lo mirara, inclinándose delante de ella, pero Anna se obstinó en no levantar los ojos y se sumergió nuevamente en su lavado con frenética energía.
– ¿Un amigo que los mandaba afuera a James y a ti cuando quería estar a solas con tu madre?
La misma punzada volvió a atravesarle los músculos del estómago.
– ¿James dijo eso?
– ¡Sí, dijo eso!
“¡Maldito seas, James! ¿Cómo pudiste?” Los dientes de Anna mordieron la suave piel del labio inferior interno a fin de parar el temblor.
– También dijo que le tenías miedo a ese Saul… que te producía escalofríos.
– ¡Ya lo creo! La piel se me erizaba cada vez que lo miraba.
Se puso a fregar violentamente ahora; las palabras de Karl traían a su memoria recuerdos sórdidos que le revolvían el estómago.
– ¿Entonces tú mandaste a James a dar un paseo en ese carruaje extravagante y te quedaste sola con ese hombre que te erizaba la piel? ¿Por qué?
No encontraba qué decir. ¿Qué podría decir? “Por favor, ayúdame, James… alguien, ayúdenme a hacerle entender.”
Pero Karl entendía demasiado bien. Con voz férrea, agregó:
– Dime por qué un hombre rico con un hermoso caballo de trote altivo y calesa de cuero rojo dejaría a un muchacho de trece años irse en su carruaje, cuando nunca antes ni siquiera había dejado al chico guardar el caballo en el establo.
A Anna le temblaban los párpados.
– ¿Cómo podría saberlo?
– ¿Sabrías, entonces, por qué la hermana de este muchacho no aprovechó la oportunidad de dar un paseo con él, cuando eso hubiera significado evitar al hombre que le erizaba la piel?
– Por favor, Karl…
Anna bajó los párpados. Pero esta vez Karl hizo que lo mirara de lleno en la cara.
– Anna, hombres ricos como ése no cortejan a costureras y a hijas huérfanas sin ningún motivo.
– ¡No me cortejaba!
Los ojos de Anna se abrieron repentinamente y sostuvo la mirada en actitud defensiva. Leyó la verdad en el rostro de Karl: él se sentía tan asqueado como ella.
Karl habló con resignación:
– No creo que te estuviera cortejando, un hombre de la edad de tu madre, esa madre a la que llamas solamente Barbara. ¿Por qué no le decías “mamá”, como cualquier otro chico?
No respondió.
– ¿Acaso no era una simple costurera? ¿Acaso no quería que hombres como Saul supieran que era madre de dos hijos? ¿Acaso era malo para su negocio que lo supieran?
Anna volvió a cerrar los párpados. No podía enfrentar esa cara honesta mientras Karl adivinaba su culpa.
– ¿Era costurera, Anna, o ésa es otra mentira?
Como ella no contestaba, él siguió:
– ¿Dónde conseguiste el dinero para el pasaje de James y su ropa nueva?
Anna tenía las mejillas ardientes y le dolía tanto el estómago, que pensó que vomitaría allí mismo. Karl le hundió los enormes dedos en las mejillas.
– ¿Qué clase de vestidos guardas allí, que no quieres que yo vea?
Mientras las lágrimas rodaban por las mejillas de Anna y mojaban los dedos de Karl, la última y la más terrible de las mentiras salía a la luz. Porque ahora era ya evidente que esas preguntas estaban contestadas. Y ya que estaban contestadas, no era necesario formularlas.
No obstante, Karl intentó otro dudoso comienzo:
– La primera noche que hicimos el amor, Anna…
Pero no pudo terminar de recorrer esa distancia que lo separaba de descubrir lo que no quería descubrir. Guardó silencio. Dejó caer la mano que aferraba las mejillas, se volvió y cruzó a grandes pasos el camino hasta el establo, donde James estaba hoy trabajando con las pezuñas de Belle.
Cuando Karl entró, precipitadamente, James lo miró, esperando tal vez un elogio. En cambio, Karl le dijo con hosquedad:
– Muchacho, necesito que me digas la verdad.
James levantó los ojos de la pata tosca que tenía sobre los muslos.
– ¿Tu madre era costurera?
La lima quedó colgando, inútil, de la mano del muchacho. Tenía los ojos muy abiertos.
– No… señor -susurró.
– ¿Sabes qué hacía para ganarse la vida?
La pregunta salió disparada como la descarga de un fusil.
James tragó saliva. La pata de Belle cayó con ruido al piso.
– Sí… sí, señor -susurró otra vez y bajó la mirada hasta los pies de Karl.
Karl no podía ni necesitaba preguntar más. ¿Cómo podía forzar a este alegre muchacho de trece años a identificar a su madre con una prostituta y mucho menos a su hermana, a quien James amaba mucho más de lo que había amado a su madre?
La voz de Karl se hizo más tierna.
– Eso es todo, muchacho. Esa pezuña está muy pareja. Desde aquí puedo ver que tiene el mismo ángulo que la cuartilla. Cuando termines con Belle, puedes sacarla a buscar forraje por un rato. Será un premio por haberse quedado tan quieta contigo.
– Sí… sí, señor.
Pero las palabras fueron apenas balbuceadas. James seguía con la mirada fija en el piso.
Anna se movió el resto del día en medio de una confusión de emociones. Primero evitó los ojos de Karl, luego trató de pescar su mirada pero se dio cuenta de que él no se dignaba mirarla. En la intimidad de la cabaña, el deliberado rechazo se hizo más evidente, pues Karl evitaba hasta el más leve roce de la ropa entre los dos. Se aborrecía por haberlo desilusionado.
Cuando cayó la noche, la angustia la había invadido totalmente, y había matado la poca confianza en sí misma que había ganado paso a paso durante ese corto período como esposa de Karl.
Esa noche, cuando el peso de Karl se sumó al suyo sobre las chalas, no se oyó un solo crujido. Karl yacía de espaldas, rígido. Después de lo que pareció una eternidad, cruzó las manos debajo de la cabeza. El codo rozó el pelo de Anna y ella sintió cómo Karl se movía cuidadosamente para evitar el menor contacto.
Luego de permanecer a su lado de esa forma rígida todo lo que pudo, Anna se dio cuenta de que uno de los dos debía dar el primer paso para la reconciliación. Juntando coraje, se volvió y apoyó la palma, suplicante, sobre el lado interno de los bíceps de Karl.
Como si el contacto fuera algo sucio, Karl se apartó de un salto y giró el cuerpo hacia el otro lado, dejándola abatida, con un nudo en la garganta y los ojos inundados de lágrimas.
“Oh, Dios, Dios mío, ¿qué hice? Karl, Karl, vuélvete hacia mí. Deja que te muestre cuánto lo siento. Déjame sentir tus fuertes brazos alrededor de mi cuerpo, perdóname. Por favor, amor, seamos como antes.”
Pero este distanciamiento fue total. No lo sufrió sólo esa noche sino durante los días y las noches que siguieron. Lo sufrió con un resignado silencio, sabiendo que merecía ese dolor. Si los días eran una tortura, las noches eran aún peor; la oscuridad le recordaba su anterior intimidad, la alegría que habían depositado y encontrado en esa unión, la pasión perdida, perdida para siempre… para siempre…
James sabía que habían pasado muchas noches desde el último paseo nocturno de Anna y Karl; se sorprendió, entonces, al sentir el ruido de la puerta, después de que se hubieron acostado. Luego se dio cuenta de que era sólo Karl quien había salido. Anna estaba allí; se dio vuelta en la cama y suspiró.
Con el corazón dolido por haber causado todo esto, James pensó que, quizá, podría resolver la cuestión. Si saliera a explicarle a Karl que no era culpa de ellos lo que su madre había sido, que Anna odiaba todo eso, que le había jurado que él tendría una vida mejor; tal vez, entonces, Karl no se sentiría tan mal.
James se puso los pantalones aprisa y salió. Cruzó el claro hacia el establo, pero una vez adentro, se acordó de que los caballos estaban afuera, donde él mismo los había dejado esa tarde. Estaba seguro de que Karl estaba con los caballos.
Tenía razón. Aun desde allí, pudo distinguir el perfil de Karl, al lado de uno de los animales. Cuando se acercó sigilosamente, vio que se trataba de Bill. La luz de la Luna destacaba las marcas en la frente de Bill y la blancura del pelo de Karl en la noche. James pudo ver cómo Karl tenía la cara enterrada en el cuello del caballo y los dos puños aferrados a las ásperas crines.
Antes de que Karl notara su presencia, James oyó los sollozos ahogados contra el caballo, en medio de la noche. Nunca había visto llorar a un hombre. No sabía que los hombres lloraban. Pensó que él era el único niño en el mundo que había llorado alguna vez. Pero ahora allí estaba Karl delante de él; este hombre al que amaba tanto como a su hermana, o más, este hombre lloraba desconsolada, patéticamente, aferrado a las crines de Bill.
El sonido de su llanto destrozó la burbuja de seguridad que protegía a James cada vez más desde que vino a vivir al único hogar que había conocido. Temeroso, sin saber qué hacer, se volvió y corrió hacia la casa, hacia su jergón en el piso; se tiró allí con el corazón martillándole en el pecho, tragándose las lágrimas que también él quería derramar, esperando oír los pasos tranquilizadores de Karl, que volvía a la cama con Anna. Pero James no lloró. No lloró. Alguien, en ese lugar, no debía llorar.