Por la mañana, Karl se fue a buscar la cabra antes de que James y Anna se despertaran. Cuando regresó, ya estaban levantados y vestidos y se habían metido en problemas. Al oír el sonido del cencerro, se miraron con desesperación a través de la humareda. Anna se abanicaba con la mano delante de los ojos y la nariz, infructuosamente.
– ¡Oh, no!, creo que ya está de vuelta -se lamentó.
– Es mejor -observó James.
Un momento más tarde, Karl apareció en el umbral.
– ¿Qué están haciendo ustedes dos? ¿Incendiando la casa?
– El adobe no… -Anna tosió-. El adobe no se quema.
– De modo que soy afortunado y no me quedé sin casa. ¿Alguna vez oyeron hablar del regulador de tiro?
Por supuesto que sí. Todos los fogones de hierro fundido tenían un regulador de tiro en su conducto, pero no pensaron que el hogar de Karl tuviera uno. Karl se metió dentro de la humareda de la chimenea, hizo los ajustes necesarios y luego los llevó afuera mientras el aire se despejaba.
– Ya veo que tendré que vigilarlos cada dos minutos para que no se metan en problemas -dijo de buen humor.
– Pensábamos que sería conveniente mantener el fuego vivo.
– Sí, así sería si hubieran hecho un buen fuego en vez de una hoguera. Pero esto vendrá bien cuando tengan que espantar a los mosquitos.
Parecía que Karl estaba dispuesto a usar la paciencia que había prometido.
– Esta noche les enseñaré cómo se hace un buen fuego. Ahora vengan a conocer a Nanna.
James se apegó a la cabra, de inmediato, y el animal parecía responderle.
– Nanna, éste es James -dijo Karl con afecto, doblándole la oreja a la cabra-. Y si este jovencito ordeña una cabra tan bien como hace el fuego, me volvería con los indios, si estuviera en tu lugar -murmuró en el oído de Nanna.
Anna se rió y por fin Karl la miró directo a los ojos, su mano todavía jugueteando con la oreja suave y rosada de la cabra. Sonriendo, dijo:
– Buenos días, Anna.
– Buenos días -contestó Anna.
Sus ojos se deslizaron hacia los dedos de Karl mientras acariciaban al animal, que cada vez inclinaba más la cabeza. Mientras tanto, Karl seguía mirando a Anna.
– ¿Sabes hacer bizcochos? -le preguntó.
– No -contestó.
– ¿Sabes ordeñar la cabra, entonces?
– No.
– ¿Puedes freír tocino y cocinar polenta en la grasa?
– Tal vez, no estoy segura.
– Bueno, ya nos vamos entendiendo.
Así es como recayó en James la tarea de ordeñar la cabra por la mañana, una vez que Karl se lo enseñó; y en Anna, la de cocinar el maíz en la grasa, mientras Karl traía el agua del manantial para los caballos, para usar en la casa y para lavarse afuera.
Karl se lavó cerca de la puerta. Desde el principio, le intrigó a Anna saber si se sacaría la camisa y soportaría el agua helada sin temblar. Karl sacó la navaja y la afiló, mientras el chico no dejaba de mirarlo.
– ¿Duele afeitarse, Karl? -preguntó.
– Solamente si la navaja no está afilada. Una navaja bien afilada hace que el corte sea más fácil. Espera hasta que te muestre cómo se afila el hacha. Cada vez que un leñador sale, debe llevar la piedra de afilar y usarla cada hora. Tengo mucho que enseñarte.
– ¡Oh! No puedo esperar.
– Tendrás que esperar. Por lo menos hasta que terminemos con el tocino y el cereal que hizo tu hermana.
– Eh, Karl…
– ¿Sí?
James bajó la voz.
– No creo que Anna haya cocinado esto antes. Seguro que le sale mal.
– Si es así, no debemos decírselo. Y si la primera vez que afiles el hacha no lo haces bien, tampoco te lo diremos.
No le había salido bien, realmente. El tocino se había quemado y el maíz estaba pegoteado. Para sorpresa de todos, Karl no hizo ningún comentario. En cambio, habló de lo hermoso que era el día, de todo lo que esperaba hacer y de lo agradable que era comer en compañía. Pero Karl y James parecían estar disfrutando de algo muy privado que Anna no podía compartir. No obstante, estaba complacida con la manera en que Karl parecía aceptar a su hermano.
Era un día privilegiado, de colores brillantes: el azul del cielo y el verde de los árboles reverberaban con el reflejo dorado de la luz solar. El sol no había alcanzado todavía la periferia del claro cuando los tres salieron. De los ganchos de arriba de la repisa, Karl descolgó su hacha y le entregó la hachuela a Anna. James aceptó con orgullo el rifle, una vez más.
– Vengan -dijo-. Primero les mostraré el lugar donde estará nuestra cabaña.
Atravesó a grandes zancos el claro hasta la base de piedras que formaban un rectángulo de cuatro metros por cinco y medio. Cuando subió a la base, puso un pie sobre una de sus piedras y señaló un lugar con la punta del hacha.
– Aquí estará la puerta, mirando al este. Usé mi brújula, una buena casa debe estar perpendicular a la Tierra.
Volviéndose a Anna, dijo:
– No habrá pisos sucios en esta casa, Anna. Aquí tendremos verdaderos pisos de madera. Acarreé las piedras de las tierras a lo largo del arroyo; las más planas que pude encontrar, para sostener los troncos de la base.
Luego, se volvió, y con un ligero movimiento, deslizó el suave y curvado mango de fresno por su mano. Señalando otra vez, dijo:
– Yo mismo despejé este lugar y coloqué las trozas a lo largo del sendero hasta los alerces. -La doble hilera de leños seguía su camino como las vías del ferrocarril, y se perdía entre los árboles-. En mis tierras, tengo el alerce virgen más erguido del mundo. Con troncos así, tendremos una casa firme, ya verás. No usaré entramados de madera sino leños enteros, apenas aplanados para que encajen justo, así las paredes serán gruesas y tibias.
Trozas y entramados de madera no le decían nada a Anna, pero se daba cuenta, por la densidad del bosque, del trabajo que le había dado a Karl despejar ese ancho camino.
– Vengan, les pondremos el arnés a los caballos y empezaremos.
Mientras caminaban hacia el establo, Karl preguntó:
– ¿Alguna vez aparejaste una yunta, muchacho?
– No… no, señor -contestó James, todavía mirando los troncos por sobre su hombro.
– Si quieres ser un buen carrero, debes primero aprender a colocar el arnés. Te enseñaré ahora -dijo Karl con decisión-. A tu hermana también. Puede llegar el momento en que necesite saberlo.
Entraron en el establo y Karl saludó a los animales con palabras tiernas. Se acercó a ellos y los palmeó en la grupa y el cuello; finalmente, les frotó la piel entre los ojos. El establo era pequeño, y el espacio, estrecho.
– Ven -le dijo Karl a Bill. Pero el caballo se quedó muy tranquilo esperando más caricias-. Ven -repitió Karl, más serio, apretujando su cuerpo entre el animal y la pared, y dándole a Bill una fuerte palmada para que obedeciera pero sin lastimarlo. Bill se movió, mientras que Anna estaba asombrada de ver cómo Karl se animaba a meter su cuerpo entre un animal tan enorme y la sólida pared del establo.
Karl se mostraba despreocupado, confiado. Le dijo a James:
– Un caballo que no sabe qué significa “Ven” necesita un vocabulario algo más amplio. -Pero aun mientras decía esto, una sonrisa se esbozaba en sus labios y sus enormes manos alisaban la piel del caballo con afecto-. Recuérdalo, muchacho. Y recuerda que a los caballos se les habla con algo más que palabras; las palabras son tan importantes como el tono. El tono dice mucho. Las manos son las que más hablan. Un caballo aprende a confiar primero en las manos y en segundo lugar en el hombre mismo.
Durante todo este tiempo, las manos de Karl recorrieron el lomo del animal, descansaron en la cruz, se deslizaron hasta los hombros, palmearon los flancos y volvieron hasta la cabeza. Miró a Bill a los ojos y dijo:
– ¿Sabes de lo que estoy hablando, eh, Bill?
Llevó al caballo cerca de los dos gruesos percheros de madera de donde colgaban los arneses.
– Los caballos son cortos de vista, ¿sabías, muchacho? Por eso es que un movimiento a lo lejos los ahuyenta y al no poder ver claramente, desconfían. Pero si les muestras lo mismo de cerca, se quedan tranquilos.
“Primero, la collera -continuó Karl. Levantó el óvalo de cuero-. Ésta es de Bill. -Al oír su nombre, el animal movió la cabeza y Karl le habló-: Sí, sabes que estoy hablando de ti. Acá está tu collera, amigo curioso. -Con paciencia, le mostró al animal el cuero antes de pasárselo sobre la cabeza, mientras instruía a los dos novicios-. Deben tener cuidado en no confundir las colleras, pues si le colocan a un caballo la collera equivocada, tendrá dolor de hombros y de cuello. Un caballo se acostumbra a su propia collera, como ustedes se acostumbran a sus propios zapatos. No le darías a un soldado que debe marchar las botas de otro soldado, ¿no, James?
– No, señor, claro que no -contestó James sin dejar de observar a Karl mientras sujetaba la collera detrás del cuello de Bill y la desplazaba con firmeza hasta los hombros del macizo percherón.
Pasando su mano enorme entre el caballo y la collera, Karl continuó:
– Tiene que ajustar pero no demasiado. Debes asegurarte de ello, pues si le presiona la tráquea, el caballo puede ahogarse. Si le queda muy floja, el roce de la correa lo irritará y le producirá mataduras en los hombros.
Cuando bajó el primer arnés del perchero en la pared, sus músculos se tensaron. Acercándose a Bill desde la izquierda, Karl ubicó el horcate sobre la collera, lo sujetó con la correa, caminó hasta el flanco del caballo y ajustó el sillín. Luego, se adelantó para unir la correa del pecho al horcate. Antes de cualquier movimiento, deslizaba la mano a lo largo del cuerpo del animal y lo tranquilizaba con palabras suaves. Bill permanecía quieto; apenas un ligero movimiento de los ojos indicaba que estaba despierto.
Karl instruía a los dos aprendices usando el mismo tono de voz que empleaba para hablar con Bill. Las palabras eran a la vez instructivas y apaciguadoras y transmitían serenidad. A continuación, sujetó la barriguera, y mientras Karl hacía todo esto, Anna se sentía como hipnotizada por los suaves movimientos de sus manos sobre el cuerpo del caballo, por esa voz en el oído del animal y en el suyo. Se encontró, de pronto, pensando en esa noche y en cómo sería si Karl la trataba como a Bill.
Volvió en sí con un sobresalto, al darse cuenta de que Karl le había puesto el bocado al caballo. En tanto iba deslizando las riendas a través de los distintos anillos del freno, le preguntó si ella pensaba que podía hacer todo eso.
– No… no sé. Creo que si puedo bajar de la pared esa cosa tan pesada, podría hacer el resto.
– Tendré que alimentarte bien para agregar músculos a tus huesos -dijo Karl.
Anna descubrió que era capaz de mirarla de una manera divertida, lo que hacía que su comentario fuera más una broma que una crítica.
En cambio, James alardeaba, muy seguro de sí mismo:
– Creo que puedo hacerlo, Karl. ¿Puedo probar?
Con una risa ahogada, Karl le pasó al muchacho la tarea de ensillar a Belle. James se vio en dificultades bajo el peso del arnés, pero con algo de ayuda de su maestro, cometió muy pocos errores al ponerle los aparejos al caballo.
– Tienes muy buena memoria.
Karl felicitó a James cuando terminó con su tarea. El muchacho miró a su hermana complacido, como si hubiera inventado el arte del arreo.
Karl, con mucha paciencia, explicó el cómo y el porqué de enganchar el balancín redondo de roble a los dos travesaños más pequeños. En el centro iba la abrazadera y, por fin, todo estaba listo para la pesada cadena de troncos. Era un aparato enorme.
Una vez más, Anna pudo comprobar la fuerza que había dentro de ese hombre cuando levantó el rollo de cadenas y lo arrastró para sujetarlo a la abrazadera. Mientras se arrodillaba para asegurar el gancho de desplazamiento a un eslabón de la cadena, dijo:
– Cuando salgas sin carga, como ahora, no dejes el gancho colgando en el extremo de la cadena. Puede enredarse en las raíces y lastimar, de esa manera, a los caballos. -Se levantó y tocó otra vez el flanco tibio del animal-. Siempre hay que pensar primero en los caballos. Sin ellos, aquí un hombre se siente impotente.
– ¡Sí, s… s… señor! -respondió James.
Karl miró a Anna por un breve instante y ella le respondió con un saludo militar, repitiendo:
– ¡Sí, s… s… señor!
Karl sonrió. Parecía valerosa a pesar de sus hombros angostos y su delgadez de junco. Hoy usaba un vestido tan inadecuado como el de ayer para las tareas fuera de la casa. Pronto aprendería. Una vez que el trabajo empezara, se daría cuenta de que las ropas simples eran más apropiadas, y su elección sería diferente.
Entre tanto, el momento que Karl había soñado llegó, por fin: el momento de ir juntos, esposo y esposa, al encuentro de sus árboles; de trabajar al sol y forjar su futuro. Los tres partieron hacia la mañana de Minnesota. En medio del sol naciente, iban subiendo por el camino de arrastre detrás de la yunta. Los caballos con su marcha acompasada y sus trancos largos fijaban el ritmo. Con las mangas remangadas hasta el codo, Karl sostenía las cuatro riendas, inclinándose hacia atrás, de la cintura para arriba, para contrarrestar el tironeo de los caballos. El hombre y su yunta eran una misma cosa, cada uno bien templado y con los músculos preparados para el importante trabajo que los esperaba.
Anna, a pesar de sus piernas largas, se veía obligada a alargar sus pasos para no quedarse atrás. La falda larga rozaba el pasto de la mañana y pronto se humedeció hasta las rodillas. No hizo caso, escuchando, oliendo, paladeando el día. La mañana tenía su música propia, interpretada por el despertar de la vida silvestre, el crujir del cuero, el chirriar de las cadenas, el golpetear de los cascos. El rocío era denso todavía y la tierra estaba perfumada con el aroma del verano. Allí estaban el eterno olor a moho de las hojas muertas y el soplo vivificante de la vegetación que se renueva. Abedules, hayas, arces, nogales, olmos, álamos y sauces desbordaban de vida.
Karl iba señalando y nombrando cada árbol (“un tipo de madera para cada uso que el hombre le quiera dar”) como si nunca pudiera agotar esa riqueza que poseía, no importaba cuántas veces la había calculado.
– Es curioso… -musitó Anna-. Siempre pensé que la madera era sólo madera.
– ¡Ah! Cuánto tienes que aprender. Cada madera tiene su personalidad. Cada árbol tiene un rasgo que lo hace… humano, individual. Aquí, en Minnesota, un hombre no debe preocuparse pensando que no tendrá el árbol adecuado a su necesidad.
Llegaron al lugar de los alerces, pinos altos y afinados con los troncos escamados y las copas escalonadas, que se balanceaban en las nubes de la mañana.
– Y éstos son mis alerces -dijo Karl con orgullo, levantando la mirada-. Más de cinco metros de tronco antes de comenzar a afinarse -comentó, orgulloso-. ¿Te das cuenta de lo que digo? Es el mejor. ¿Te parece bien una cabaña de más de cinco metros?
Miró a Anna de soslayo, preguntándose si creería que él pudiera construir una casa tan grande.
– ¿Eso es grande? -preguntó, mirando ella también hacia la cima de los alerces.
– La mayoría es de cuatro metros. Algunos son de cuatro y medio. Depende de los árboles. Aquí, donde un hombre tiene alerces… aquí… un hombre tiene mucho. -Karl hizo una pausa nuevamente-. Mucho más que suficiente.
Al bajar la mirada por el tronco de los alerces, Anna notó que Karl la estaba observando, y sintió como un estremecimiento.
– Mucho. Suficiente -dijo suavemente, coincidiendo con Karl-. Cinco metros es mucho.
Karl miró a James como si de pronto hubiera recordado que estaba allí.
– Y mucho trabajo. Ven, muchacho, te enseñaré a derribar un árbol.
Tomó su hacha y se acercó al alerce; caminó alrededor, midiéndolo, estimando el curso de su caída, mirando hacia arriba y hacia abajo, calculando el peso de las ramas. Después de meditar un momento, dijo:
– Sí, éste es bueno. Tiene treinta y cinco centímetros de diámetro. Recuerda ahora, muchacho: la tarea te será más fácil si los árboles tienen el mismo tamaño. Antes de empezar, debes tener en cuenta el viento.
James miró hacia el cielo y dijo:
– Pero no hay viento.
– ¡Bien! Ahora ya lo tuviste en cuenta. Si hay viento, hay que calcularlo desde el primer golpe de hacha.
Anna observaba y escuchaba sólo a medias en tanto Karl pacientemente describía los principios básicos de la tala. Estaba más bien absorbida por el efecto que producía Karl en su hermano.
James bebía cada una de sus palabras y hasta imitaba, inconscientemente, la forma en que Karl se paraba con las piernas separadas, mientras los dos observaban el imponente tronco y planeaban cómo derribarlo. Cuando James le hizo una pregunta, Karl barrió con su bota las agujas de pino que cubrían el suelo para despejar un pequeño espacio. Quebró entonces una rama resistente y se arrodilló para hacer con ella un simple dibujo en la tierra.
Anna sonrió otra vez cuando James imitó al hombrón, arrodillándose con una sola pierna y apoyando el codo en la otra, en un gesto varonil. Pero la espalda de James se veía mucho más delgada al lado de la de Karl mientras los dos se inclinaban para estudiar el dibujo. Karl le mostró dónde estaban las muescas, que llamó “cortes”; luego le explicó que la primera muesca que marcarían en el árbol estaría del lado opuesto a la dirección de su caída. Anna prestó aún menos atención a las explicaciones cuando Karl se estiró, haciendo que la espalda de su camisa quedara tan tirante que amenazaba partirse en dos. Los ojos de la muchacha bajaron hasta la cintura de Karl, hipnotizada al ver una pequeña franja de piel expuesta al subírsele la camisa. Las caderas de Karl eran estrechas pero los muslos sobresalían al estar arrodillado de esa manera.
Cuando Karl dio una media vuelta, Anna dirigió la mirada hacia los alerces. Justo en ese momento, James sorprendió a Karl al pronunciar la palabra “cortes” y preguntar dónde deberían ir y qué profundidad deberían tener. Karl le sonrió a James y levantó los ojos hacia Anna, mientras instruía al muchacho al mismo tiempo que le hacía bromas. Entonces dijo:
– Yo aprendí derribando árboles -muchos, muchos árboles- en Suecia, con mi padre y mis hermanos, y aquí, en este lugar, antes de que tú vinieras. Se requiere mucha práctica para hacer estas cosas.
“Qué paciencia tiene”, pensó Anna, con admiración. Hasta su voz y su actitud eran pacientes, tanto como la expresión en su rostro. “Aun si yo supiera leer y escribir, cualquier chico sería mucho más feliz en tener un maestro como Karl”. Anna no era muy tolerante. El semblante de James irradiaba puro placer mientras estudiaba el simple dibujo, tratando de memorizar las lecciones.
Karl se incorporó apoyándose en el hacha. Se movió con agilidad, el hacha siempre en la mano, formando parte integral de su postura. Anna comenzó a comprender el significado de las palabras: “adonde va el hombre, va el hacha”. Karl la usaba como una extensión de sí mismo.
A pesar de que la herramienta era pesada, Karl la sostenía por el extremo del mango, perpendicular a su cuerpo, midiendo la distancia entre él y el árbol. Las venas del brazo se destacaban como ríos azules que desaparecían en la manga arrollada de la camisa. Los poderosos músculos del antebrazo parecían tener bordes cuadrados. Karl explicó que el primer corte debía ser horizontal, a la altura de la cintura, y se balanceó levemente para demostrarlo. Al girar la cadera y el hombro, Anna pudo ver cómo cada músculo se tensaba, y percibió la fortaleza que encerraba ese cuerpo tan bien adiestrado.
Karl levantó la herramienta y deslizó el mango por la palma hasta que el cotillo del hacha descansó sobre el borde de su mano. Señaló, entonces, con el borde afilado:
– Lleva a tu hermana para allá. Cuando un árbol cae, puede convertirse en asesino, si lo subestimas. El tronco puede partirse y saltar muy lejos tan rápidamente, que un chico ágil como tú no alcanzaría a escapar.
Volvió los ojos azules hacia Anna, que bajó los suyos y siguió a James con presteza.
Una vez que estuvieron a una distancia segura, Karl empezó a pronunciar palabras que estaba acostumbrado a escuchar desde que era chico.
– Un hombre que vale lo que pesa, debe saber exactamente dónde va a caer el árbol. Algunos dicen que si colocas un clavo en el suelo, un buen sueco digno de serlo es capaz de enterrarlo con el tronco del árbol que cae.
Sonriendo burlonamente, encontró una raíz nudosa y la señaló otra vez con el hacha.
– ¿Ves esa raíz, allí, cerca del roble? Pues se partirá en dos.
Se volvió nuevamente hacia el alerce. Desde su primer movimiento, Anna se sintió como transportada. Karl levantó el hacha, la balanceó primero a la izquierda, después a la derecha, mientras ella seguía observando. Con un movimiento fluido, manipuló la herramienta con un ritmo perfecto, la mano derecha deslizándose para encontrar la izquierda en el momento justo del impacto. Con la soltura propia de la larga experiencia, iba y venía de derecha a izquierda, haciendo que las astillas volaran muy alto por el aire. El ritmo era implacable y los ojos de Karl jamás se apartaban del tronco del árbol. El hacha producía un silbido al rasgar el aire, y un golpe de percusión cada vez que el acero se encontraba con la madera.
Anna y James no pudieron menos que levantar la mirada cuando los cortes cada vez más profundos comenzaron a hacer temblar el árbol. Un gran temblor empezó, también, a sacudir el estómago de Anna. El hombre, el hacha, el movimiento, el árbol: todo contribuía a crear un espectáculo embriagante que aceleró el ritmo de su corazón y la obligó a sujetarse el estómago con ambas manos. Empezó, entonces, el angustiante crujido final y, lentamente, el rugoso tronco comenzó a inclinarse. Karl apoyó otra vez el cotillo del hacha contra el árbol, dio un empujón y retrocedió. Se dio vuelta para observar a sus dos aprendices, que tenían el mentón en el aire. Anna se agarró el estómago, en tanto el muchacho tenía las manos apretadas sobre la cabeza en una especie de éxtasis. La cabeza del hacha resbaló hasta descansar sobre la mano de Karl mientras el tronco se sacudió, tembloroso, y cedió finalmente con un estampido final de corteza y médula, hasta que llegó el bramido de las ramas y el follaje en el instante en que el árbol se derrumbó, con un estrépito infernal, sobre la tierra sembrada de agujas.
Se oyó apenas el relincho de los caballos; luego se hizo el más poderoso silencio que Anna alguna vez escuchara. Miró a Karl a través de las motas de polvo suspendidas en los haces de luz y lo encontró contemplándola, con una ligera sonrisa en el rostro. Estaba muy tranquilo, siempre con su hacha, como si hubiera sido otro el que había derribado aquel árbol; relajado, una rodilla doblada, los dedos enroscados alrededor del mango del hacha, una fina película de polvo depositándose sobre sus hombros, una lluvia de ramas de alerce cayendo cerca de él.
Y dondequiera… por todas partes… la embriagadora fragancia del alerce: dulce, fresca y vital.
Antes de que pudiera controlarlo, la sensación plena que la embargaba se reflejó en sus ojos. Quizá, por primera vez en su vida, había tomado conciencia de la belleza como totalidad. En ese breve instante, Karl Lindstrom pudo leerlo en el rostro de Anna y supo que ella sintió lo mismo que él cuando el árbol se precipitó a tierra y aterrizó con su parte más lejana sobre la raíz nudosa del roble: satisfacción.
En ese momento, apareció James, lo que rompió el encanto; a los saltos y agitando los brazos, se volvió hacia Karl y exclamó:
– ¡Qué bárbaro! ¡Es algo sensacional! ¿Cuándo podré hacer yo lo mismo?
Karl se rió del modo acostumbrado y, con su hacha, le dio un golpecito a James en el estómago.
– Creo que no derribarás muchos antes de preguntar cuándo puedes parar. ¿No es cierto, Anna? -No quería romper el clima de afinidad que se había creado entre los dos.
– ¿Cuántos puedes derribar tú antes de parar? -preguntó Anna, acercándose, todavía fascinada por lo que había visto.
– Tantos como deba -contestó Karl-, mientras mis dos ayudantes se encarguen de las ramas más pequeñas y de arrastrar los leños por la corredera. Ahora debemos ocuparnos de podar el árbol y trozarlo.
– ¿Trozarlo? -se aventuró a preguntar James.
– Cortar el árbol del largo que necesitemos.
Se pusieron juntos a trabajar usando el hacha y la hachuela para podar las ramas irregulares del alerce. A Anna le asignaron la tarea de arrastrar las ramas más lejos y formar una pila.
Cuando el árbol estuvo limpio, Karl lo midió con el largo del hacha, hizo una pequeña muesca a los cinco metros, y se sentó a horcajadas. Volvió a agarrar su hacha, se ubicó de un salto sobre la corteza rugosa, con el peso perfectamente equilibrado entre los dos pies, separados a una distancia determinada, y la muesca quedó a mitad de camino entre sus botas. Esta vez habló entre movimiento y movimiento, explicando a James que los dos cortes que haría, uno a cada lado del tronco, debían formar un ángulo de cuarenta y cinco grados entre ellos.
El hacha se elevaba y arremetía una y otra vez. Con cada golpe, Karl se inclinaba más y más hasta que, doblándose a la altura de la cintura, siguió hachando cerca del suelo. Enseguida, con la agilidad de un mono, se volvió, curvando apenas los dedos de los pies para mantenerse sobre el leño, mientras afinaba el corte opuesto con golpes precisos. Saltó del árbol, dejando atrás las partes seccionadas, cada una con un extremo en forma de V.
Otros cuatro árboles fueron derribados y trozados.
– Un buen leñador no arrasa con el bosque, solamente lo aclara -explicó Karl-. De modo que sacamos un árbol de aquí, otro de allí, otro de más allá.
Una vez que los leños estuvieron podados y listos ahora para el arrastre, Karl mostró la técnica adecuada para levantar la carga, doblando más bien las rodillas que la espalda. Con gran esfuerzo, levantó el extremo de un tronco y James arrojó la pesada cadena detrás.
Cuando trajeron los caballos, Karl dio las instrucciones:
– Engancha la carga cerca del balancín, muchacho, como te muestro; de ese modo, el arrastre es más fácil para los animales.
Acompañado por el sonido de la cadena cuando el enorme gancho cayó sobre el eslabón, Karl advirtió:
– Cuando lo hagas tú mismo, debes ubicarte de costado mientras trabajas. Sólo un tonto se mete entre la yunta y la carga.
Luego, Karl dio una única orden y los caballos tiraron de la carga hasta depositarla en el extremo del camino de arrastre. En tanto se movía, Karl seguía instruyendo al jovencito, que se adaptaba al ritmo de los pasos del hombre, estirando sus jóvenes piernas de manera forzada.
– Cuando estás arrastrando carga, debes pensar antes de dar la orden de girar. Siempre hay que mantener un ángulo de tiro amplio para proteger a los caballos. Cuanto más recto sea el camino, más fácil les resultará el trabajo.
Volviendo con los caballos por el segundo leño, la voz de Karl cambió; sólo un débil chasquido hacía que los caballos se movieran. Pero cuando la carga era muy pesada, Karl les hablaba en tonos melódicos:
– Tranqui… los aho… ra.
Y los dóciles animales flexionaban sus enormes hombros, inclinándose hacia su carga con los músculos trabajados pacientemente, como les ordenaban. Y lo mismo ocurría con cada nuevo leño: consejos al muchacho y órdenes a la yunta, cada uno tratado con el respeto debido a su inteligencia y capacidad.
Nunca en la vida Anna había visto a su hermano tan feliz. Absorbía cada palabra que Karl pronunciaba, se arrodillaba y se incorporaba cuando Karl lo hacía, prestaba atención cuando Karl explicaba, caminaba a largos trancos, imitándolo. Por fin, Karl le pasó las riendas y le dijo que llevara la yunta hacia el próximo leño; entonces el muchacho preguntó con una ansiosa expresión en los ojos:
– ¿De verdad, Karl?
– Por supuesto. Quieres ser carrero, ¿no?
– S… s… sí, señor… pero…
– Los caballos deben aprender a acostumbrarse a ti. Alguna vez hay que empezar.
James se secó las palmas en los pantalones.
– Yo estaré a tu lado -le aseguró Karl-. Simplemente, debes sostener las riendas como te mostré, sin tirar de ellas. Belle y Bill saben lo que hacer. Te enseñarán tanto como yo, ya verás.
El muchacho tomó en sus manos, más pequeñas, el cuero suave y blando y dijo, en un tono cariñoso:
– Tran… qui… los, aho… ra.
Con los primeros pasos de los caballos, los ojos de James se abrieron grandes de asombro.
Pero Karl le habló, dándole confianza, como lo hacía con Belle y Bill.
– Lo estás haciendo bien, muchacho, deja que mantengan la cabeza… Sí… bien… Ahora la rienda de la izquierda, despacio… despacio… bien.
Cuando los caballos estuvieron cerca del leño siguiente, James comenzó a sonreír. El corazón le saltaba en el pecho de entusiasmo. También Karl parecía complacido.
– Te irá bien siempre que no te apoyes en los leños ni camines al costado de ellos, una vez que empecemos el arrastre por el sendero con los maderos ubicados de costado. Si el extremo de un leño golpea con un árbol, puede salir disparado y romperte las piernas como si fueran nada más que leña. Siempre camina detrás de la carga.
– Sss… sí, señor, lo recordaré.
Fueron necesarias más instrucciones cuando se sujetó la carga de maderos con una cadena en cada extremo, antes de ser remolcada por el arrastradero hasta el sitio de la futura cabaña. Todos marcharon juntos con la primera carga. Karl permitió que James llevara las riendas, y le mostró la velocidad correcta y la importancia de evitar los tocones que bordeaban el camino abierto y resultaban peligrosos tanto para los caballos como para el conductor. Explicó, también, cómo se había mantenido suave la pendiente para evitar el riesgo de que una carga golpeara los corvejones del caballo.
Cuando se descargaron los leños en el claro, Karl lavó los caballos y explicó que nunca había que darles agua helada con el cuerpo caliente. Usó, en cambio, agua que había sido extraída esa mañana. Los alimentó con heno y grano y los lavó otra vez; por último, permitió que los caballos descansaran. Ellos tres entraron en la casa para el almuerzo.
Después de la comida, James llevó la yunta, sin carga, hacia el sendero de arrastre. Karl se sintió complacido al ver que el muchacho se había acordado de enganchar el garfio en los eslabones antes de salir. Karl y Anna lo siguieron; él, empapado de sudor y cargando el hacha y el fusil; ella, con su nariz rosada, llevando la hachuela y una canasta donde recoger pequeños trozos de madera.
– Eres un buen maestro, Karl -dijo Anna, observando cómo sus botas aplastaban el pasto con cada paso, incapaz de mirarlo a los ojos.
– El muchacho es rápido y voluntarioso -replicó Karl, con modestia, mirando hacia adelante.
– Nunca lo vi tan feliz. -Anna lo miró furtivamente.
– ¿No? -Los ojos azules miraron la cara de Anna, que se movía a su lado, las dos sombras juntas bajo el sol de mediodía.
– No -dijo Anna, pensativa-. Nunca estuvo cerca de un hombre antes.
– ¿Y su padre?
Miró a Anna de soslayo pero la muchacha desvió la mirada hacia James y los caballos.
– James nunca conoció a su padre.
– ¿Y tú?
Lo miró por un instante antes de admitir:
– Yo tampoco. -Luego, se agachó, sin perder el paso, recogió una varita y empezó a desgastar la punta con la uña.
– Lo siento, Anna. Los hijos deberían conocer a sus padres. Yo mismo no hubiera podido venir aquí y empezar este tipo de vida sin las sabias enseñanzas de mi propio padre.
– Y ahora se lo enseñas todo a James -dijo Anna, otra vez pensativa.
– Sí, soy afortunado.
– ¿Afortunado? -inquirió la joven.
– ¿Qué hombre no se sentiría afortunado cuando puede mantener vivo todo lo que le han enseñado, transmitiéndoselo a otro alumno ansioso por aprender?
– ¿De modo que estoy perdonada, Karl, por haberlo traído sin avisarte antes?
– Te he perdonado mil veces, Anna -dijo Karl. Se preguntó si realmente alguna vez se había sentido incomodado por el jovencito.
– ¿De verdad disfrutas al enseñarle?
– Sí, mucho.
– James aprendió mucho esta mañana, y yo también.
– Fue una mañana memorable. Especialmente por lo que pude enseñarles. -Miró los delgados hombros del muchacho, que conducía los animales delante de ellos; luego, percibió el magnífico bosque que los rodeaba; finalmente miró a Anna de lleno en la cara y terminó diciendo-: La mañana en que comenzamos a construir nuestra cabaña de troncos.
Había en su semblante una expresión serena, la expresión de un hombre que sabe dónde ha estado, dónde está y adonde va.
Para Anna, que nunca había sido privilegiada con tal conocimiento, esa expresión hablaba a las claras de la paz interior obtenida por el simple hecho de conocerse a sí mismo.
“No, yo no sé quién era mi padre. No sé de dónde vengo, no sé dónde terminaré una vez que Karl conozca mi secreto. Pero ahora todo es bueno. Sí, extremadamente bueno”, pensó, y siguió caminando al lado de su esposo para continuar con el trabajo en ese día pleno de sol, mientras las astillas nuevamente volaban por el aire, perfumándolo, y el sonido del hacha volvía a ellos desde las paredes tapizadas de verde de ese bosque que los rodeaba.