Capítulo 11

La elaboración del pan resultó ser un proceso más complicado de lo que Anna se imaginaba, sobre todo por el hecho de que debían hacer catorce piezas de una sola vez, lo suficiente para dos semanas.

Por la mañana, la preparación de lúpulo se había convertido en un montón de burbujas efervescentes que hubo que filtrar a través de un colador de crin; el líquido caía dentro de lo que Karl denominó “caja de la masa”, un leño de nogal negro ahuecado y con patas. Hubo que agregar agua, grasa y mucha, mucha harina. Anna se puso en actividad en ese momento, amasando codo a codo con Karl. Antes de mezclar toda la harina, los brazos le dolían como si hubiera estado trabajando con el hacha de Karl, en lugar de hacerlo con la masa del pan. La caja tenía una tapa cóncava hecha también de madera ahuecada; cuando la masa estuvo lista, fue guardada allí y dejada cerca del calor del hogar para que levara.

– Y ahora sabes cómo se amasa el pan -dijo Karl.

– ¿Siempre haces tanto?

– Es más fácil, a la larga, que tener que amasar más seguido. ¿Tienes los brazos cansados?

– No -mintió.

Se trataba de una pequeña mentira inocente, pues no quería que Karl la considerara demasiado débil para esa tarea.

– Bueno, vayamos a ver el alerce que dejamos recostado en la tierra ayer.

Ese día fue diferente de los otros. Entre Anna y Karl no hubo intercambio de bromas ligeras. Como por acuerdo, esquivaron las miradas, evitaron el contacto y hasta la palabra.

¡Porque ése era el día!

Subieron por el camino de arrastre detrás de Belle y Bill. Hoy Karl tomó las riendas en vez de entregárselas a James. Era reconfortante tener en las manos esas riendas, que le eran tan familiares; era bueno fijar la mirada en las grupas de los caballos, también familiares, cuando los ojos intentaban desviarse hacia Anna. Le resultaba fácil darles órdenes tiernas pero severas a los animales; sin embargo, no encontraba de qué hablar con Anna.

No obstante, estaba al tanto de cada uno de los movimientos de Anna. No tenía necesidad de mirar en su dirección para presentir cada gesto, cada ruido que hacía. El susurro de los pantalones al rozar el pasto de la mañana, la rápida inclinación de la cabeza cuando un faisán llamaba su atención, el rítmico balanceo de la canasta que llevaba en las manos, el natural contoneo de las caderas, el gesto de alerta cuando encontraba una ardilla, el modo en que observaba al animalito al pasar, la determinación en su postura cuando se ponía a trabajar con las ramas, el modo en que se llevaba la jarra a la boca cuando se interrumpía para beber, la manera en que se secaba los labios con el dorso de la mano, la curva de la espalda cuando se inclinaba para llenar la canasta, la forma en que acercaba una vara a la nariz antes de dejarla caer, la pausa para echarse el pelo hacia atrás cuando sentía calor en la nuca, el modo en que sonreía, tranquilizando a James, cuando éste parecía preguntarle en silencio: “¿Por qué este repentino cambio entre tú y Karl?”

Anna experimentó también una sensación de mutuo contento con Karl, como si, de pronto, hubieran hecho sonar un diapasón en su cuerpo y éste vibrara al unísono con el de Karl, ejecutando el nuevo movimiento de una sinfonía comenzada hacía ya dos semanas.

Este primer movimiento, con la frescura propia del allegro, repercutió y se perdió luego en lo alto entre los alerces. Fue reemplazado por un adagio sensual que los atrapó en su ritmo lento y medido. Hasta el hacha de Karl pareció acompañar este ritmo más moderado, marcando con su golpe seco los minutos que faltaban para la llegada de la noche. Era como si Anna estuviera al lado de Karl, codo a codo, como antes.

Anna percibía todos sus movimientos, aunque no lo había mirado en forma directa en toda la mañana. La mano de Karl sobre el anca de Belle y la manera en que rozaba, como al descuido, la cadera de Anna; la palmada en el hombro antes de dejarla para sujetar el curvado mango de fresno; la forma en que sacaba pecho y esa última mirada antes de levantar el hacha por primera vez ese día; la respiración profunda, el modo de retener el aliento en el tórax antes del flexible balanceo inicial; luego la simetría del movimiento, el pelo rubio al sol meciéndose con el impulso de cada golpe; la barbilla levantada cuando el árbol se sacudía, el parpadeo de los ojos cuando la corteza se rajaba, y el estremecimiento de satisfacción cuando el árbol se derrumbaba; el modo en que se desabotonaba la camisa con una sola mano, la rotación de los hombros hacia atrás para desembarazarse de la prenda, el mango apoyado sobre la ingle mientras se desnudaba el torso y la camisa volaba por el aire; la manos bien abiertas tomando el hacha una vez más, haciéndola sonar; el repentino silencio cuando James señaló algo, sin palabras; Karl, agazapado como un gato, tomaba su fusil y apuntaba a una ardilla que estaba encaramada en un árbol como si esperara, hipnotizada, servir de cena para esa noche; el rebote del disparo, que apenas sacudió el hombro de Karl; la mirada azorada cuando, al bajar el fusil y apoyar la culata cerca del pie, descubrió que la ardilla se había escapado indemne.

Ése fue uno de los pocos momentos en que los ojos de Karl se encontraron con los de Anna. La muchacha apartó la mirada y giró la cabeza para poder sonreír ante el tiro errado, sin que él lo notara.

Durante ese largo día, los pensamientos de ambos rondaban sobre temas paralelos.

“¿Qué pensará Anna de mí?”

“¿Qué pensará Karl de mí?”

“¿Vendrá a nadar conmigo?”

“Karl querrá que vaya a nadar.”

“Será mejor que vuelva a afeitarme.”

“Será mejor que me lave la cabeza.”

“Me gustaría poder ofrecerle un jabón mejor.”

“Me gustaría tener un camisón menos rústico.”

“La cena será interminable.”

“Apenas si tendré hambre.”

“¿Iré al granero?”

“¿Iré a la cama primero?”

“Nunca hubo días más largos.”

“Nunca hubo días tan cortos.”

“¿Anna se resistirá?”

“¿Karl me exigirá?”

“Es tan diminuta.”

“Es tan grande.”

“¿Qué necesitan las mujeres?”

“¿Será tierno?”

“¿Se dará cuenta de que es mi primera vez?”

“¿Se dará cuenta de que no es mi primera vez?”

“¿Debo esperar a que el chico se duerma?”

“¡James, vete a dormir temprano!”

“Seguro que querrá que disminuya el fuego.”

“James verá con el resplandor.”

“¡Que revienten esas chalas!”

“¡Oh, esas chalas crujientes!”

“¿Le quitaré yo el camisón?”

“¿Me quitará Karl el camisón?”

“Mis manos son tan callosas.”

“Se me pusieron ásperas las manos.”

“¿Y si le hago doler?”

“¿Dolerá como la primera vez?”

“¿Advertirá mis dudas?”

“¿Advertirá mis temores?”

“Habrá sangre.”

“No habrá sangre.”

“Espero hacerlo bien.”

“Espero que no sospeche.”


Al mediodía sobaron la masa y Karl le enseñó a darle forma a los panes. Roció la asadera de hierro forjado con harina de maíz antes de colocar la primera hogaza. Karl dijo que como tenían bastantes alerces para empezar a hachear, no volverían esa tarde al bosque. Si Anna quería, podía arrancar los pastos secos de la huerta, que había sido relegada al olvido este último tiempo. Además tenían que plantar esas cáscaras de papa antes de que se secaran, y era necesario preparar el fuego con madera dura para el horneado.

En consecuencia, Karl se ocupó de hachear la madera, y Anna, de la huerta. ¡Por Dios! Anna no podía distinguir los yuyos de las hierbas; terminó arrancando, en cambio, la consuelda de Karl, que era mucho más alta que el resto y no tenía aspecto de verdura. Sin darse cuenta de su error, siguió con su tarea hasta que Karl vino a mostrarle a qué profundidad debía plantar las cáscaras. Echó una ojeada al lugar y luego al montón de yuyos, y preguntó:

– ¿Dónde está mi consuelda?

– ¿Tu qué? -preguntó Anna.

– Mi consuelda. Hace muy poco tiempo crecía aquí, a lo largo del extremo de esta hilera.

– ¿Te refieres a esa cosa larga y finita?

– Sí.

– ¿Eso es… consuelda?

Karl miró otra vez el montón de yuyos, luego a Anna y se agachó para recoger la planta marchita.

– ¿Es esto?

– Me temo que era.

– ¡Oh, no!

Otro día cualquiera se hubieran reído con alegría por lo que Anna había hecho. Pero hoy estaban demasiado conscientes uno del otro. Anna se encogió de hombros y Karl, mirando la consuelda, le sonrió. La tocó y dijo:

– Es un vegetal resistente. Creo que podrá sobrevivir a pesar de tus cuidados. Lo pondré de nuevo en su lugar pero necesitará mucha agua para volver a crecer.

– Voy a buscarla -ofreció Anna, y salió corriendo hacia el manantial.

Fue saltando por entre las hileras de vegetales, mientras Karl contemplaba su pelo rubio como el whisky sacudirse con cada salto, olvidado por completo de la mustia consuelda que tenía en la mano.

Regresó con el balde lleno. Karl hizo un hueco, esperó mientras Anna echaba el agua, y luego se arrodilló para volver a plantar la hierba y apisonar tierra húmeda sobre las raíces con la suela de su enorme zapato. Sobre él, Anna sostenía la manija de soga del balde de madera con ambas manos, hipnotizada al ver su espalda desnuda y la columna que desaparecía debajo de los pantalones. Había estado hachando antes de acercarse y una película de transpiración brillaba sobre sus hombros. El pelo sobre la nuca estaba húmedo y se enrulaba, rebelde, con el calor. Se puso de pie, tomó el balde, lo levantó y bebió hasta saciarse; se limpió la boca con el dorso de la mano y dijo-: Debo volver a mi trabajo.

Anna hubiera deseado poder ayudarlo a hachar en vez de estar hundiendo cáscaras de papas en la tierra. Al mismo tiempo, era perturbador estar al lado de Karl hoy. Tal vez fuera bueno estar trabajando cada uno en lo suyo.

El Sol estaba bajo y las palomas comenzaron a inquietarse. El día se iba haciendo más fresco mientras las aves revoloteaban por el borde del claro y sobre el techo de la casa del manantial, emitiendo roncos sonidos y suaves arrullos. Las alegres golondrinas acudían a la fuente a beber y mojaban allí los rojos copetes. Las golondrinas del granero bajaban en picado y se lanzaban, en ráfagas color azul grisáceo, a la persecución de los insectos nocturnos, dispersando la nube gris de mosquitos. Las libélulas se alejaban de los brotes de papa y se perdían en el espacio, dispuestas a plegar sus alas de gasa durante la noche. Los gusanos abandonaban su incesante recorrido por las plantas de repollo, curvaban la espalda por última vez y desaparecían dentro de las hojas, donde los hambrientos pájaros no pudieran encontrarlos.

También Karl curvó la espalda por última vez. Dejando que el mango de fresno se deslizara por su palma, inspeccionó la primera hilera de troncos, que ya estaban acomodados. Anna se había ido hacia el manantial.

– Bueno, ¿qué piensas, muchacho?

– Creo que estoy cansado.

– ¿Demasiado cansado como para caminar hasta la mina de arcilla?

– ¿Dónde está?

– Subiendo un trecho por el arroyo. Necesitamos arcilla fresca para sellar el horno de barro.

– Seguro, voy contigo, Karl.

– Bueno. Pregúntale a tu hermana si quiere venir, también. Y dile que traiga un balde vacío del manantial.

James pensó que Karl le podía haber hecho esas preguntas a Anna él mismo, pero ambos se habían portado en forma extraña y reservada toda la tarde, como si hubieran tenido algún altercado. De manera que James gritó:

– ¡Hey, Anna! ¡Karl dice si quieres venir con nosotros a buscar arcilla!

Anna estaba cerrando la puerta y se volvió hacia su hermano. Karl estaba detrás de James, observándola.

– Dile a Karl que sí -contestó.

– Dice que traigas un balde. La muchacha se volvió a buscarlo.

Anna llevaba el balde, James la pala y Karl el rifle. El hombre marchaba adelante mientras explicaba:

– Los faisanes se están alimentando, llenándose el buche de ripio a lo largo del arroyo. Quiero que permanezcan detrás de mí, por si nos topamos con alguno.

Los hermanos recordaron cómo Karl había errado el tiro esa mañana.

Caminaron en fila a lo largo del gastado sendero hacia el arroyo. Pero a mitad de camino encontraron un ocioso puercoespín que iba en la misma dirección. Marchaba, sin preocupación alguna, sobre las patas arqueadas y macizas, olfateando el camino con su nariz aplastada hasta que notó que tenía compañía. Luego, dando un resoplido de advertencia, metió la cabeza entre las patas delanteras y sacudió la cola, protegiéndose el pequeño estómago libre de púas.

– Déjenle bastante espacio libre a esta criatura -advirtió Karl, encabezando la marcha alrededor del pinchudo roedor-. Vale la pena recordar que compartimos con él el bosque y que le gusta saborear la sal de las manos del hombre. Debido a esto siempre les recomiendo colgar el hacha al fin del día. Si se lo deja, es capaz de devorar el mango transpirado en muy poco tiempo. Y lleva tiempo modelar el mango de un hacha.

Siguieron caminando hasta un sitio donde una espesa capa de arcilla, surcada por numerosas huellas, se extendía al pie de los sauces. Intrigado, James se arrodilló para investigar de quién eran las huellas. Él y Karl se quedaron un largo rato en cuclillas inspeccionando las marcas, mientras Karl las iba identificando:

– Mapache, zorrino, rata, nutria, puercoespín de garras largas.

Pero ningún conejo ni marmota porque, según Karl, ellos necesitaban solamente la humedad que obtenían de las hojas cargadas del rocío de la mañana temprana. Una vez satisfechas todas las preguntas de James, llenaron el balde con arcilla y regresaron a través de la luminosa caricia esmeralda del bosque.

Cuando llegaron al claro, encontraron el horno encendido con los carbones de madera dura; Karl los retiró con la pala y dejó sólo el ladrillo ardiente que irradiaba calor por dentro. Después de introducir las hogazas, selló rápidamente la abertura con puñados de arcilla húmeda, alisando, moldeando, humedeciendo, volviendo a alisar; espesos hilos amarillos se filtraban entre los dedos de Karl y corrían por el dorso de sus manos.

Había algo sensual en ese espectáculo y a Anna le costaba arrancar los ojos de él. Volvió a recordar las innumerables veces en que había visto a Karl tocar los caballos, y la noche que le acarició los pechos. Era como si una lava ardiente le recorriera las entrañas al observar, por detrás de Karl, cómo llevaba a cabo esa tarea. Bajó los ojos hasta su nuca, luego hasta sus hombros, que cambiaban de posición con los amplios movimientos circulares sobre la nueva pared del horno de barro. Anna recordó la sal de Karl sobre su lengua cuando tomó con el dedo esa gotita que le brillaba en la sien.

De pronto, Karl se volvió, desde su posición agachada, para mirar a Anna. Observó la cara de la muchacha, que se había vuelto roja como una sandía madura. Anna desvió rápidamente la mirada y la dirigió a sus propias manos, que todavía retenían, debajo de las uñas, la suciedad de la huerta.

Una oleada de anticipación sacudió a Karl, quien se volvió para darle un último golpecito al horno.

– Lo abriremos por la mañana y tendremos pan fresco para el desayuno.

– Eso suena bien -dijo Anna con el rostro todavía sonrojado, la mirada fija en la pared del granero en el otro extremo.

Karl se incorporó y estiró el cuerpo.

– Con toda seguridad, se harán presentes los indios en quince kilómetros a la redonda. Pueden olfatear la horneada a veinte hectáreas de distancia.

– ¿De verdad? -intervino James, excitado-. Me gustan los indios. ¿Podemos ir a nadar ahora?

Karl le contestó al muchacho pero mirando a Anna.

– Anna teme a las serpientes desde que las mencioné.

– ¡No, es mentira! -exclamó ella-. ¡Sí! Les tengo miedo pero… quiero decir… bueno, vayamos. Estoy aburrida de la huerta de todos modos.

Karl se controló para no sonreír. Nada hacía reaccionar a Anna salvo un desafío lanzado en su propio estilo. Mientras contemplaba su rostro con atención, dijo:

– Yo también estoy aburrido del horno.

Pero su mujer giró con tal precipitación, que él no pudo ver si todavía estaba sonrojada.

– Vayamos, entonces -dijo James, encabezando la partida.

Un auténtico sentimiento de timidez embargaba ahora a Karl y a Anna, lo que acentuaba la anticipación y la aprensión ante la llegada de la noche.

¿En qué estaría pensando James? Anna estaba preocupada, pues sabía exactamente lo reservados que se habían mostrado durante buena parte del día. Pero ya no había remedio. James podía pensar cualquier cosa. Sin embargo, en cierto modo, James resultó ser la bendición que el padre Pierrot había predicho. Pues mientras le hablaban a él, se comunicaban ellos a través de él. Como siempre ocurre con los enamorados, lo importante no era las cosas que se decían sino las que se dejaban de decir.


– Nunca vi una serpiente a esta hora de la tarde. Buscan comida durante el día, y no nadan.

– Yo no soy el que está preocupado por ellas, es Anna.

– Si pensara que hay peligro, no los llevaría a la laguna.

– James, ¡más despacio! ¡Caminas muy ligero!

– No soy yo. Es Karl. ¡Despacio, Karl! Anna no puede mantener el paso.

– Oh, ¿me estaba apurando?


– ¡Hey, Anna! Ven aquí, a lo hondo, con nosotros.

– No, hoy no.

– ¿Por qué?

– Me voy a lavar la cabeza.

– ¡Lavarte la cabeza! ¡Siempre dijiste que odiabas ese jabón con grasa!

– Deja a tu hermana tranquila, muchacho.


– ¿Te afeitas de nuevo, Karl? Ya te afeitaste esta mañana.

– Déjalo tranquilo, James.


– ¡Hombre! ¡Estoy hambriento después de este baño! Pásame el guiso.

– Seguro… aquí está.

– Hey, ¿qué pasa que no comen esta noche?

– No tengo mucha hambre.

– Yo tampoco.


– Hey, Anna, estuviste muy callada todo el día.

– ¿Te parece?

– Sí. ¿A qué se debe?

– Arranqué la consuelda de Karl y parece que está enojado conmigo.

– ¿Es por eso que están enojados uno con el otro?

– Yo no estoy enojado con Anna.

– Yo no estoy enojada con Karl.

– Ayuda a tu hermana a limpiar los platos. Ha tenido un día muy duro hoy.

– Yo también.

– Sólo haz lo que te digo, James.


– Me ocuparé de los caballos.

– ¿Qué hay que hacer allí afuera, si ya los llevaste al establo a dormir?

– Deja a Karl tranquilo, James.

– Bueno, ¡diablos! Lo único que hice fue preguntar.

– Prepara la cama, ¿quieres?


Ya en el establo, Karl encendió su pipa, pero ésta quedó olvidada con su perfume a tabaco y sin tocar.

– Hola, Belle. Vine a decir buenas noches. -Karl le acarició el cuello y las crines y le frotó el tosco pelo con los dedos hasta que Belle giró su gigantesca cabeza curiosa- ¿Qué piensas, vieja? ¿Piensas que ya estará en la cama?

Belle abrió y cerró los ojos, allí en la oscuridad. Pero esta noche ni Belle ni Bill pudieron tranquilizar a Karl.

– Ah, bueno… -suspiró el hombre-. Buenas noches a los dos.

Les dio a ambos una palmada en la grupa y se dirigió lentamente hacia la casa. Tomó el cordel del pasador entre los dedos. Se detuvo, pensativo, luego se volvió hacia la palangana y se lavó las manos para quitarse el olor de los caballos.

De regreso en el interior de la casa, encontró a James todavía levantado. El tiempo se movía como los caracoles de blando caparazón en una mañana fresca. Anna se cepillaba el pelo, mientras James parecía más interesado que nunca en erigir paredes de leños. Sus preguntas eran interminables, Karl las contestó todas, pero finalmente se incorporó, levantó los codos en el aire, contorsionó el cuerpo y bostezó de la manera más convincente.

– No me lo digas -advirtió James-, mañana es otro día… ¡ya lo sé! Pero no tengo nada de sueño.

Anna sintió un temblor en el estómago.

– Bueno, Karl sí. Y él no puede pasarse la noche entreteniéndote, así que a la cama, hermanito.

Por fin, James se tiró en la cama.

– Voy a remover el carbón -dijo Karl.

Se arrodilló, oyó el ruido de la tapa del baúl al abrirse detrás de él, y se quedó donde estaba, atizando el fuego, moviendo las manos hasta que, por fin, las chalas hablaron.

Karl se puso de pie, sacó la camisa fuera del pantalón, pasó por encima de los pies de James y se sumergió en las profundas sombras que envolvían la cama, la de él y Anna. Karl se preguntó si el fuerte latido de su corazón haría que las sogas crujieran. ¡Seguro que una conmoción tan violenta como la suya sacudiría al mundo entero!

Su vida entera culminaba en esto: yacer al lado de esta mujer, esta niña, esta virgen; su padre le había enseñado muy bien cómo ser un hombre en este mundo, en todos los aspectos menos en éste. Su padre le había transmitido un profundo respeto por las mujeres, pero más allá de eso, muy poco. De sus hermanos mayores había aprendido que este aspecto del matrimonio les resultaba desagradable a algunas mujeres, principalmente porque les producía dolor, sobre todo la primera vez. Cómo hacer que a Anna le resultara placentero, ésa era su preocupación. Cómo conducirla tiernamente, cómo tranquilizarla… “¿En qué estará pensando Anna, allí tan quieta? ¿Se habrá puesto el camisón? ¡No seas necio, hombre, por supuesto que se lo puso! Esta noche no es diferente. ¡Oh, sí que lo es! ¿Cuánto hace que estoy aquí temblando como un colegial?”

– Ven aquí.

Anna lo oyó murmurar y lo sintió levantar el brazo y ponerlo alrededor de ella. Anna levantó la cabeza, el brazo de Karl la atrajo y se deslizó por debajo de su cuerpo. Muy suavemente, le frotó la espalda a través del camisón en círculos cada vez más amplios. Anna sintió que un escalofrío le recorría la columna. Por un fugaz momento, Karl hesitó en la base de la columna, luego siguió acariciándola con movimientos suaves hasta que Anna se relajó un poco. Diestramente la hizo rodar sobre sí misma hasta que la oreja de la muchacha quedó apretada contra sus bíceps.

Anna sintió estallar dentro de la cabeza el latido de su propio corazón. ¿Cuánto tiempo había estado apoyada sobre la espalda, rígida, pidiéndoles a sus músculos que se relajaran? Ahora, lentamente, la mano de él lograba lo que la voluntad de ella no había podido. “Cierra la boca”, se dijo a sí misma, “o te oirá respirar como una liebre y se dará cuenta de lo aterrada que estás.” Pero respirar por la nariz le resultó aún peor. De modo que cuando los labios de Karl tocaron los suyos, ya estaban abiertos.

La atrajo por completo hacia su beso. Encontró los labios de Anna tiernos y anhelantes. En medio del beso tuvo que tragar. “¡Tonto!”, pensó. “Seguro que el chico te sintió tragar desde allí.” La saliva se le acumuló en la boca y tuvo que tragar una vez más. Pero luego Anna también tragó. Karl dejó de preocuparse. Y no hubo más problema.

Karl la había capturado con un solo brazo y Anna tenía las manos apoyadas apenas en el pecho de él. Mientras el beso se demoraba y se alargaba, Anna comenzó a mover los dedos con timidez, como sí recién se diera cuenta de que la piel de Karl estaba a su alcance. Acarició el vello sedoso que tantas veces había visto al sol. Era como un plumón de textura muy suave que contrastaba con el fuerte músculo de donde surgía. Esos pequeños movimientos agudizaron los sentidos de Karl y despertaron nervios que él no creía poseer. De pronto, Anna le rozó un pezón como al pasar. Karl le tomó la mano y la colocó allí otra vez donde el contacto le había producido un inmenso placer. Enseguida sintió esos pequeños dedos revolotear en su pecho como mariposas, y Anna se preguntó qué era lo que Karl estaba esperando.

Karl esperaba que las manos de Anna lo rodearan, que ella liberara los pechos que protegía con recato. Finalmente, Karl susurró:

– Rodéame con tus brazos, Anna.

Los brazos encontraron el camino, las manos juguetearon con los músculos de la espalda. Karl apoyó la palma donde el pecho de Anna se abultaba. Anna dejó las manos quietas. Toda ella yacía allí expectante, esperando, esperando, exhalando su tibio aliento sobre la mejilla de Karl, hasta que la caricia se dejó sentir como la caída de una pluma.

Levemente, rozó con el dorso de los dedos el pezón erecto. Pareció como si el universo entero retuviera el aliento junto con Anna y Karl, mientras él comenzó a buscar los botones, los encontró, y los desprendió uno a uno con movimientos muy lentos. “No te mueves, Anna”, pensó. “Déjame sentir tu tibieza.” Anna no se resistía, aceptaba su contacto.

Karl deslizó la mano desde las costillas hasta el pecho por dentro de la prenda. Le acarició la mandíbula con el pulgar, luego la nuca, la abrazó fugazmente y otra vez apoyó la palma de la mano entre los pechos, saboreando el encanto de hacer que los dos esperaran, desearan.

Anna cerró los ojos y suspiró, mientras sentía la mano acariciarle el pecho desnudo, contenerlo, rodearlo, excitando sus centros nerviosos. Llevado por la maravilla del descubrimiento, la mano de Karl se paseaba por la piel de Anna, tan diferente de la suya. Los pechos eran suaves, increíblemente suaves, como los pétalos de la rosa silvestre. Sin embargo, contraídos allí con una fuerza insospechada.

– Anna -exhaló, con los labios muy cerca de los de ella-, eres tan tibia, tan suave aquí… -Tiernamente apretó la carne flexible-. Tan dura aquí… -Tomó el pezón erguido y resistente, lo acarició con dulzura, lo retuvo entre los dedos, embelesado- ¡Cómo deseaba este momento!

La joven estaba acostada con la boca muy cerca de la de Karl, sintiendo sus palabras en la piel; su única respuesta era someterse a sus caricias, mientras él aprendía el hermoso misterio que rodea al hombre y la mujer. Como si ella fuera su altar, él venía a adorar, con profunda reverencia, la bondad de esa ofrenda.

Dentro de Anna se acrecentaba la convicción del respeto innato que este hombre sentía por el acto en el que ambos se habían embarcado; de modo que cuando Karl le deslizó el camisón por los hombros, ya estaba la virtud flotando entre los dos aun antes de que los cuerpos se unieran. Karl le acarició el pelo, el hombro, le tomó la mano que estaba detrás de él y besó la palma; finalmente la empujó de espaldas sobre la almohada.

Luego se agachó para hacer aquello con lo que había soñado hacía tanto: le besó los pechos, sorprendidos él y ella por las sensaciones que los inundaban. Una lengua tierna, tibia, hambrienta, rozaba, frotaba, friccionaba. Unos labios ardientes y ansiosos envolvían, encerraban, encendían.

Anna sintió una sed increíble mientras Karl succionaba su pecho. Supo lo que era la sed física que provocaba el deseo intenso de beber agua fresca y fluida. Supo lo que era la sed emocional que evocaba visiones de carne tibia y temblorosa. Todo se fusionó en una angustia maravillosa hasta que la cabeza cayó hacia atrás por impulso natural. Las costillas se elevaron, la espalda se arqueó, las manos encontraron la cabeza del hombre. Karl emitió un leve quejido cuando los dedos de Anna se trenzaron en su pelo. Las manos de la joven tironearon con impaciencia, luego cayeron sobre las mejillas y palparon los huecos, para poder sentir mejor cómo él tomaba posesión de su carne a través de ese beso. La boca ávida y hambrienta creaba en Anna una total confusión de sensaciones en pugna. Estaba al mismo tiempo saciada pero sedienta, satisfecha pero hambrienta, agotada pero fortalecida, lánguida pero vital, relajada pero tensa.

Karl recorrió con la cara el cuerpo de Anna, mientras ella se deleitaba en el ritmo ocioso que él había establecido. La sintió estirarse como un gato al contacto de sus labios con el hueco entre las costillas. Como si ese gesto disparara algo mágico, Anna levantó los brazos sobre la cabeza, arqueándose más con una languidez tal que él no esperaba. Las caderas eran redondeadas y tibias, los huecos pequeños y suaves bajo la palma de Karl. Con lentitud, con suavidad, extendió su cuerpo al lado de Anna y los labios se encontraron otra vez, mientras ella rodeaba los hombros de Karl con el apretado círculo de sus brazos.

– Karl… -murmuró, y esperó hasta que, al fin, Karl encontró el misterio que Anna guardaba dentro de esos atesorados pliegues de tibieza.

– Oh, Anna… -La voz de Karl sonó áspera; tenía la boca hundida entre la almohada y la oreja de Anna-. No puedo creer lo que eres.

Su mente se llenó de hosannas ante el descubrimiento de esta mujer y la manera de reaccionar a sus caricias. Frotó su propia oreja contra la boca de Anna, sintiendo que su caricia era, por fin, aceptada dentro de ella.

– Es tan diferente… -murmuró Anna-. Tenía tanto miedo…

– Anna, nunca te haré daño.

Deleitándose en su aceptación, Karl la exploró hasta el límite de su propia resistencia. La cubrió con el largo de su cuerpo, pensando: “¡Anna, Anna, no puedo creer que seas como eres! No me rechazas ni me haces sentir inexperto, como temía”. Empujó las caderas hacia ella, provocando un crujido que resonó en el cuarto. Con ímpetu la tomó del cuello, hizo que la oreja de Anna se pegara a su boca, y susurró con voz ronca:

– Anna, vayamos afuera… por favor.

Inclinó la cabeza hacia los labios de la muchacha.

– Sí -murmuró ella.

Karl salió de la cama y encontró la ropa en la oscuridad; Anna volvió a ponerse el camisón, temblando, encontró los botones y sintió la mano de Karl que la tiraba fuera de la cama. A causa del ruido, se oyó la voz adormilada de James, que venía del piso:

– Karl, ¿eres tú?

– Sí, somos Anna y yo. Queremos charlar un rato, así que nos vamos a dar una vuelta. Duerme, James.

Aseguraron la puerta, detrás de ellos, y se escaparon descalzos por el pasto húmedo, con las piernas temblando a cada paso. La luz de la Luna se derramó sobre sus cabezas como la crema fresca, mientras caminaban lentamente hacia el granero, sin tocarse. Anna sintió que Karl la tiraba del brazo y levantó los ojos hacia él, con la cara y el pelo iluminados por el resplandor de la Luna, y el borde de los labios enmarcado por las sombras. Karl se detuvo, rodeó los hombros de su esposa con un brazo y la cubrió con la manta que había descolgado del rincón cuando salieron en busca de privacidad. Anna se aferró a su cuello cuando él la levantó del suelo, separando los pies y echándose hacia atrás para conservar el equilibrio. La camisa de Karl colgaba, sin abotonar, entre los dos. La muchacha acarició los músculos de los hombros por dentro de la camisa. Mientras él le besaba el cuello, que se arqueó hacia el oscuro cielo de la noche.

“Haría durar esta primera parte toda la noche, si pudiera” se lamentó. Las curvas y las llanuras del cuerpo de Anna estaban pegadas al suyo, insinuantes, mientras la sostenía.

– Sólo tu contacto, Anna…

Ella borró sus palabras con un beso, las manos jugando a sus espaldas, hasta que él la bajó. Sus pies tocaron el rocío, y luego ambos, tomados de la mano y con la manta flotando entre ellos, corrieron al granero.

Karl la llevaba de la mano en medio de la oscuridad perfumada de heno, mostrándole el camino. Anna oyó el sacudón de la manta, el leve susurro de la tela cuando la extendió sobre el heno. Encontró los botones del camisón, pero las manos de él, ansiosas, detuvieron las suyas, y le tomaron las muñecas, en un apretón imperioso. Sin compasión, le presionó los brazos contra los costados y se ocupó de los botones.

– Éste es mi trabajo -dijo-. Quiero que toda la alegría de esta noche sea mía. -Le bajó la prenda por los hombros, encontró otra vez sus muñecas y las llevó a su estómago-. Bien desde el principio, Anna, como tiene que ser.

Sin palabras, ella hizo lo que le pedía, con manos temblorosas, hasta que quedaron desnudos uno frente al otro.

La sangre se les agolpaba en los oídos. Saborearon ese momento de hesitación antes de que Karl la sujetara por los hombros con sus manos fuertes, la atrajera hacia él y la acostara sobre el heno.

Karl se mostró ágil, avasallador y enardecido al abrazarla y besarla con un ardor que ella no se hubiera imaginado, por todas partes, por todas partes. Los brazos de Anna lo aferraban; sus labios lo buscaban; su cuerpo se arqueaba. Encima de ella, él mantenía el equilibrio, se acomodaba.

– Anna, no quiero lastimarte, pequeña mía.

Jamás hubiera esperado una preocupación tan sensible y sentida.

– Está bien, Karl -dijo, sin pensar ya en dilatar por más tiempo el encuentro final de los cuerpos.

Karl se mantuvo un instante suspendido, dudando, luego se apoyó levemente sobre ella. Sintió las manos de Anna buscar sus caderas y se movió sobre ella con suavidad. Una vez más esperó su señal, con lentitud, demorándose. Anna se movió hacia arriba y fue a su encuentro. Juntos encontraron el ritmo. Ambos pronunciaron sus nombres en medio de la noche oscura, mientras respiraban agitadamente. Sus movimientos se convirtieron en un ballet lleno de gracia, fluidez y armonía sincronizado a la perfección en la coreografía creada por la mano maestra de la naturaleza. Karl oyó el sonido de sus propios quejidos de placer a medida que el clímax se acercaba. Anna dejó escapar un inaudible grito y Karl dejó de moverse, desfalleciente.

– No… no… -exclamó Anna.

Karl retrocedió, asustado. La joven lo atrajo hacia ella.

– ¿Qué sucede, Anna?

– Es bueno… por favor.

Anna le dijo, en un lenguaje viejo como los siglos, que se aflojara, hasta que el tiempo, el tono y el ritmo llegaron a lo más profundo de ella, dándole sentido a su existencia. Y junto con su ir y venir, Karl también se estremeció y se derrumbó, y bajó la cabeza hasta enterrarla, exhausto, en el cuello de Anna.

Ella lo retuvo allí, acariciando, con vehemencia, el pelo húmedo detrás de la nuca, preguntándose si estaría bien llorar, si era algo que le estaba permitido. Pues el pecho estaba a punto de estallarle. Sintió un cosquilleo en la nariz y se le llenaron las glándulas salivales. Luego, horrorizada, estalló en un único sollozo desgarrador que repercutió en el granero y alarmó a Karl.

– ¡Anna! -exclamó, temeroso de haberla dañado, sin querer. Se dejó caer de su lado arrastrando a Anna consigo. Pero ella desvió la cabeza con fuerza y se cubrió los ojos con un brazo- ¿Qué es, Anna? ¿Qué te hice? -Apenado, se apartó y acarició el brazo que ella sostenía sobre los ojos.

– Nada -dijo en un ahogo.

– ¿Por qué lloras entonces?

– No sé… no sé… -Realmente no lo sabía.

– ¿No sabes? -preguntó.

En silencio, sacudió la cabeza, incapaz de desvelar ese misterio ella misma.

– ¿Te lastimé?

– No… no.

Le acarició el pelo con esa mano enorme, sin saber qué hacer.

– Creí que… -Rogó-: Dime, Anna.

– Algo bueno sucedió, Karl. Algo que no esperaba.

– ¿Y eso te hace llorar?

– Soy una tonta.

– No… no, Anna… no digas eso.

– Pensé que no estarías contento conmigo.

– No, Anna, no. ¿Por qué piensas semejante cosa?

Pero no podía explicarle la verdadera razón. Increíblemente, no parecía haberse dado cuenta.

– Soy yo el que pensó que no había obrado bien. Todo el día pensé en eso, y me tenía preocupado. Y ahora sucedió y supimos cómo, Anna. Supimos. ¿No es increíble cómo sucedió? ¿Cómo supimos?

– Sí. Es increíble.

– Tu cuerpo, Anna, cómo estás hecha, cómo nos comunicamos. -La tocó con reverencia-. Es un milagro.

– Oh, Karl, ¿cómo llegaste a ser así? -Lo apretó contra ella casi con desesperación, como si hubiera amenazado con dejarla.

– ¿Cómo soy?

– Eres… no sé… estás tan lleno de asombro ante todo. Las cosas significan tanto para ti… Es como si siempre buscaras el lado bueno de las cosas.

– ¿Acaso no buscas tú el lado bueno, también? ¿No esperabas que esto fuera bueno?

– No como tú, no creo, Karl. Mi vida no tenía mucho de bueno hasta que te encontré. Eres la primera cosa buena y verdadera que me ha ocurrido, excepto James.

– Eso me hace feliz. Me has hecho feliz, Anna. Todo es mucho mejor desde que estás aquí. Pensar que nunca tendré que estar solo otra vez…

Luego exhaló un suspiro, un suspiro profundo de satisfacción, y escondió la cara en el cuello de la joven, una vez más. Se quedaron en silencio por un tiempo para prolongar el goce. Anna tocó el brazo que Karl había apoyado sobre ella, perezosamente, y acarició el vello a pelo y contrapelo. Karl dejó un pie sobre el tobillo de Anna para retenerla. Empezaron a hablar en forma ociosa, desde cualquier lugar donde las bocas se encontraran: el mentón, la nuca, el pecho del otro.

– Creí que moriría antes de acabar el día.

– ¿Tú también, Anna?

– Mmmm. Yo también. ¿Tú también?

– Me preocupaba por las cosas más insólitas.

– Yo no sabía si tenía que mirarte o ignorarte.

– A mí me preocupaban esas chalas, todo el día.

– ¿De verdad?

Karl asintió con la cabeza y ella se rió con dulzura.

– ¿Y a ti no?

Anna volvió a reírse.

– No sé que habría hecho si no hubieras querido salir.

– Me sentí tan aliviada cuando me lo pediste.

– Me apuraré en terminar la cabaña de troncos, entonces James tendrá un lugar para él.

Se quedaron en silencio, pensando en ello. Enseguida Anna preguntó:

– Karl, ¿sabes algo?

– ¿Qué?

– Mentiste esta noche.

– ¿Yo?

– Le dijiste a James que saldríamos a dar un paseo. Una vez dijiste: “No hay nada que convierta a Karl Lindstrom en un mentiroso”. Pero no fue así.

– Puede ocurrir otra vez -advirtió Karl.

Y realmente ocurrió.

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