Al día siguiente, Anna se despertó bastante temprano, como para poder preparar el desayuno para Karl y James. Lo hizo antes de que pudieran protestar. “¡Que coman lo que yo les preparo, les guste o no! ¡Bien se las pueden arreglar sin sus arándanos por una mañana!” Anna le echó a James una sombría mirada: el chico estaba ansioso por partir. “Parece que también él está enganchado con una de esas bellezas suecas”, pensó Anna con amargura, y eso la hizo sentir aún más infeliz.
– Apúrate, Anna, debemos partir -dijo Karl.
Pero a ella no le resultó tan gratificante como se había imaginado contestar:
– Hoy no voy a ir.
– ¿No vas a ir? -Karl sonó desilusionado, lo que anotó un punto a su favor- ¿Por qué, Anna?
– Creo que es mejor que me ocupe de la huerta. Los vegetales se están arruinando allí afuera. De cualquier modo, no queda ya mucho por hacer en la cabaña, así que no me van a extrañar.
– ¡Vamos, Karl! -gritó James desde la carreta-. ¡Apúrate!
– ¿Estás segura, Anna? -preguntó Karl-. No me gusta dejarte aquí sola.
Tenía que demostrarle que era tan capaz como la habilidosa Kerstin Johanson… sobre todo cuando se quedaba todo el día sola sin depender de un hombre que la protegiera.
– No seas tonto, Karl. Tengo un rifle para protegerme, ¿no?
Fue el día más largo en la vida de Anna. Lloró y se desecó, Se desecó y lloró, hasta que pensó que mataría a los vegetales con la sal de las lágrimas. Trabajó intensamente, pero todo el día se atormentó con imágenes de Karl y Kerstin. Se imaginó a Karl felicitando a Kerstin, con movimientos de la cabeza, por el pastel de frutas. Se lo imaginó diciéndole cómo le gustaban esas trenzas doradas, tan prolijamente peinadas sobre su hermosa cabeza sueca. Hasta se imaginó a los dos hablando en sueco y sintió una angustia todavía mayor por no poder compartir con Karl esa lengua que él tanto amaba. Cada tanto, se acordaba de Karl llamándola “mi gallinita flacucha”, y se culpaba por su delgadez. No era mucho lo que podía hacer acerca de su flacura o de su incapacidad para la cocina pero, por lo menos, ¡podía darse un baño! ¡Si a Karl le gustaba que sus mujeres olieran a jabón de lejía, que así fuera!
Se bañó y luego esperó, pero el Sol estaba muy alto todavía en el horizonte. Fue en ese momento, con la luz del Sol empezando a filtrarse a través de la hilera de árboles en el oeste, cuando a Anna se le ocurrió la brillante idea de cómo complacer a Karl.
Encontraría su preciada plantación de frutillas y recogería, para él, un montón. Alentada por la idea de ocupar el tiempo hasta su regreso y, al mismo tiempo, hacer algo bien, tomó un balde de madera y partió. Siguió el familiar sendero hasta la laguna de los castores y bordeó el arroyo hacia el norte hasta llegar a una zona poco profunda, que cruzó para dirigirse hacia el noroeste en busca de las frutas.
Vigilaba al Sol de cerca, calculando su descenso, sabiendo que cuando bordeara el horizonte, debería estar de vuelta en la casa para el regreso de Karl y James.
A menos de veinte minutos del arroyo, encontró las frutillas. Eran grandes, rojas y tan pegajosas como los mosquitos que revoloteaban alrededor. ¡Jamás la habían atacado los mosquitos de esa manera! A pesar de que daba golpes en el aire y los aplastaba, seguían atacándola antes de que tuviera tiempo de ahuyentarlos. Por un momento, tuvo que apartarse de la maleza. Pero Karl quería las frutillas y ella se las conseguiría. Se movió de un lugar a otro y recogió frutillas hasta que el balde estuvo casi lleno; nunca se hubiera imaginado que las frutillas pesaran tanto.
El Sol ya estaba bajo y era hora de regresar. Oyó el gorgoteo del arroyo y se encaminó en su dirección. Los mosquitos se habían vuelto amenazantes ahora que se acercaba la noche, pero trató de ignorarlos. Iba cargada con su balde, bordeando el curso del sinuoso arroyo, hasta que llegó a una curva desde la cual el arroyo tomaba hacia el norte.
No recordaba haber pasado por ese lugar cuando había salido en busca de las frutillas. Bueno, con el Sol a su derecha, seguro que marchaba en la dirección correcta. Pero cuando volvió sobre sus pasos, llegó a una bifurcación donde ese arroyo se encontraba con otro, y los dos parecían seguir su curso hacia el norte. ¡El arroyo que Anna conocía corría hacia el sur, por el sudoeste!
El balde parecía de plomo, el Sol ya estaba muy bajo y la hora del crepúsculo se acercaba. Anna recogió una vara de sauce y comenzó a abanicarse como pudo para espantar a los mosquitos. Las ranas comenzaron a croar y los mosquitos seguían picándola. Llegó un momento en que Anna no pudo soportar un minuto más ni el croar ni las picaduras. Para cuando admitió que estaba totalmente perdida, un débil tinte anaranjado teñía el cielo por el oeste y resaltaba las oscuras siluetas de los árboles que se cernían sobre ella como dedos negros amenazantes.
Karl y James volvieron de la casa de los Johanson esperando encontrar humo elevándose por la chimenea y una cena agradable y tibia en el hogar. Pero las cenizas estaban apenas calientes y no había señales de comida. Karl salió a la huerta y vio que la tierra estaba recién removida. Fue hasta la cabaña nueva y entró; estaba oscura pues la luz del Sol se estaba yendo. No vio nada en los rincones más apartados.
– Anna… -llamó-. ¿Estás allí? -Pero sólo le respondió el suave canto de los pájaros, que piaban a través del hueco parcialmente abierto de la chimenea-. Anna…
Encontró a James en el claro.
– No está en la casa del manantial -dijo James-. Ya me fijé.
– Puede estar en el granero.
– Tampoco está allí. No la encontré.
El corazón de Karl comenzó a latir con aceleración.
– Tal vez haya ido a la laguna.
– ¿Sola? -preguntó James, incrédulo.
– Es el único lugar que se me ocurre.
Tomaron el rifle y se dirigieron a la laguna. Karl no se explicaba por qué Anna no había llevado el arma con ella; era la hora en que los animales salvajes buscaban alimento. Karl sabía que en la laguna era muy probable encontrar toda clase de animales bebiendo: criaturas con garras, dientes y cuernos y… Pero no había ningún animal en la laguna; tampoco estaba Anna.
No se le ocurría ningún otro lugar donde pudiera estar. Apesadumbrado, emprendió el regreso. James estaba al borde de las lágrimas. Caminaba delante de Karl, escudriñando la oscuridad del bosque con la esperanza de ver a su hermana aparecer entre las sombras. Cuando llegaron a la cabaña, el Sol ya se había puesto y quedaba apenas una hora de luz muy tenue para poder distinguir algo.
– Tal vez haya ido caminando por el camino hacia lo de los Johanson -dijo James, esperanzado.
– La hubiéramos visto, si es que ella venía a nuestro encuentro.
Las rubias cejas de Karl se habían arqueado como signos de pregunta por la preocupación.
– ¿Adónde va ese otro camino de allí arriba?
– Es sólo el sendero que lleva a Fort Pembina, en Canadá. ¿Para qué iría por ese camino?
– Karl, estoy aterrado -dijo James, los ojos muy abiertos por el miedo.
– Cuando estás aterrado, es cuando debes conservar todos tus sentidos, muchacho.
– Karl, sé que Anna estuvo llorando mucho últimamente.
Karl sintió como si James le hubiera hecho una marca candente con el atizador en medio del pecho. Le rechinaron los dientes y se quedó mirando fijo.
– Quédate en silencio y déjame pensar.
James hizo lo que le pidieron pero no le calmó los nervios ver a Karl ir de un lugar a otro de la habitación, frotándose la frente y sin decir nada. Karl encendió el hogar, se arrodilló y se quedó mirando el fuego. Por último, cuando James pensó que no podía soportar el silencio un segundo más, Karl dio un salto y explotó:
– ¡Cuenta los baldes!
– ¿Qué?
– ¡Cuenta los baldes del manantial, muchacho! ¡Ahora!
– ¡Sí… señor!
James salió de inmediato mientras Karl corría hacia el granero para ver si había algún balde allí.
Se encontraron nuevamente en el claro donde reinaba ya la oscuridad.
– Cuatro -informó James.
– Tres -dijo Karl-. ¡Falta uno!
– ¿Falta uno?
– Si llevó un balde, debe de haber ido a recoger algo. ¿Qué? ¿Una carga de arcilla para tapar las aberturas? No, ya estuvimos en el depósito de arcilla. ¿Frutillas? No, no sabe dónde crecen… ¡Espera!
Los dos pensaron lo mismo de inmediato.
– Tú nos dijiste que las frutillas crecían en el sector noroeste de tus tierras.
– ¡Eso es! Vuelve a sacar la yunta, muchacho, y ve a lo de los Johanson. Si Anna está perdida en el bosque, se necesitará a todo el mundo para buscarla. Estos bosques son peligrosos de noche.
Karl preparó unas mechas con aneas, las encendió, se las entregó a James y le ordenó:
– Diles a los Johanson que vengan de inmediato. Que traigan antorchas y rifles. ¡Apúrate, muchacho!
– Sí… señor.
Sabiendo que no tenía sentido salir solo, que un solo hombre podía hacer muy poco en la espesura, Karl trató de mantener la calma mientras esperaba el regreso de James con los Johanson. Mientras tanto, continuó armando antorchas de larga duración, que el grupo llevaría en su búsqueda por el bosque. Las ató en grupos de ocho, así cada uno tendría una provisión para llevar colgada de la espalda. Por fin, James volvió con los Johanson.
No perdieron tiempo haciendo preguntas, excepto aquellas que Karl debía contestar para asegurarse de que nadie se perdiera en el bosque mientras buscaban a Anna.
– Vamos a recorrer la zona del arroyo en todas direcciones.
Karl explicó que caminarían formando un ángulo de noventa grados con respecto al lago. -Caminaremos en abanico, a sólo una antorcha de distancia entre nosotros. No pierdan de vista las antorchas que tienen al lado. Si se les apaga una, le hacen una señal al que tengan más próximo. Si encuentran a Anna, vayan pasando la noticia a lo largo de la hilera. Cuando lleguemos hasta el punto más lejano que Anna pueda haber alcanzado, haré un solo disparo. Eso significa que todo el mundo girará hacia la derecha y caminará ochocientos pasos antes de regresar al arroyo.
– No te preocupes, Karl -dijo Olaf-, la encontraremos.
– Tomen ceniza de los baldes y frótensela por el rostro y las manos -ordenó Karl-, o los mosquitos los comerán vivos. Cuando encuentren a Anna, tendrán que usar su cara y sus manos para frotarla a ella con la ceniza. Me imagino que estará a la miseria por las picaduras.
Siguieron a Karl y James por el bosque, a lo largo del susurrante arroyo, cada vez más adentro, hasta que Karl dio la orden de abrirse en abanico. Recorrieron las orillas del arroyo, en medio de la noche llena de murmullos; sólo la luz vacilante de las antorchas lejanas alentaba a los corazones temerosos.
Todos pensaban en cómo estaría Anna, sola en algún lugar, sin ceniza para protegerse de los dañinos mosquitos, sin antorcha para recordarle que había otros a quienes podría llamar, sin un rifle para protegerse de los merodeadores nocturnos que poblaban la selva. Forzaron la vista y los oídos, gritaron hasta que sus gargantas se secaron y sus voces quedaron roncas.
Karl y James llenaban su mente con desesperadas imágenes de Anna herida, Anna llorando, Anna muerta, mientras realizaban la búsqueda.
Karl se reprochaba por haberla dejado sola en la casa y no haber insistido en que fuera con ellos. Pensó en la huerta, libre de yuyos, y se le hizo un nudo en la garganta. Pensó en su alejamiento y en el motivo que lo había causado; en la última vez que habían hecho el amor. Pensó en las palabras de James: “Sé que Anna ha estado llorando mucho últimamente”. Él también sabía que Anna había estado llorando mucho últimamente.
¿Por qué no hizo lo que el padre Pierrot tan sabiamente le había aconsejado? ¿Por qué no agotó el tema con Anna cuando tuvo la oportunidad? Dejó, en cambio, no sólo que la noche lo sorprendiera con la ira; permitió que cayera también sobre Anna, perdida en algún lugar del bosque, cuando persistía el encono entre ellos. Y si nunca volviera a encontrarla o si fuera demasiado tarde cuando la encontrara, sería todo culpa suya.
“Anna, ¿dónde estás? Te prometo que voy a tratar de aceptar esto, Anna, si vuelves aquí sana y salva. Por lo menos, hablaremos y encontraremos juntos algún modo de poder olvidarlo. Anna, ¿dónde estás? Anna, contéstame.”
Pero no fue Karl quien la encontró. Fue Erik Johanson. No la descubrió corriendo por el bosque hacia su antorcha sino que buscó los ojos enrojecidos de los lobos, al oír los penetrantes aullidos delante de él, mucho antes de que los ojos de las fieras atravesaran la noche.
Los lobos cercaban el árbol al que Anna se había trepado, aterrada, temiendo que sus entumecidos miembros cedieran, temiendo quedarse dormida y caerse. Abajo, las mandíbulas dentellaban y los plañidos le decían que los animales persistían en su intento de alcanzarla, saltando hacia el tronco. Había sólo tres. Cuando Erik mostró sus dientes y agitó la antorcha sobre su cabeza, los lobos retrocedieron. Pero los tres seguían ahí, amenazantes, hasta que Erik arremetió con su antorcha contra un par de ojos enrojecidos y por fin todos se escabulleron como sombras en movimiento.
– ¡Aquí! -gritó Erik al grupo más cercano, y luego levantó los ojos y los brazos-. Anna, ¿estás bien?
Antes de que pudiera responder o deslizarse por el árbol hasta él, Anna vio a uno de los lobos avanzar, otra vez, hacia Erik, y gritó su nombre.
Erik giró abruptamente, clavó la antorcha en los ojos hambrientos y furiosos y chamuscó luego la piel de la fiera, que había creído que era sólo una amenaza vacía. Al sentir el olor, el animal se adentró en el bosque para reunirse con los otros dos antes de desaparecer en la oscuridad para siempre.
Para entonces, otra antorcha había venido a repeler a los bacantes, y luego otra. Karl se había ubicado en el centro del flanco, así que cuando le llegó el informe, ya había allí otras cuatro antorchas que ayudaron a Anna a bajar del árbol, a salvo.
Karl llegó al círculo de luz donde encontró a Anna sollozando y acurrucada en los fuertes brazos de Erik Johanson. Las lágrimas le corrían por las mejillas y le lavaban el rostro. Finos hilos de lágrimas y cenizas le surcaban la piel. Erik hizo lo que le había indicado Karl: frotó su propia cara y sus manos sobre Anna tan pronto como la encontró. Pero la muchacha se había aferrado al cuello de Erik en un abrazo cerrado, que se negaba a aflojar.
Erik miró por encima de la cabeza de Anna cuando Karl entró en el círculo de luz, encerrado en los brazos de la joven, sin saber qué decir o hacer. Karl se atormentó con imágenes de las mejillas y manos de Erik frotando la cara de su Anna. Sintió una extraña opresión en el estómago y quiso gritarle a Erik que le quitara los brazos de encima.
– Parece que está bien -le aseguró Erik a Karl. Luego su voz se hizo más dulce cuando habló cerca del oído de la joven. -Anna, Karl está aquí ahora. Ya puedes ir con él.
Pero Anna no pareció oír, y si lo hizo, no pareció registrar las palabras. Se aferraba a Erik como si su vida dependiera de él.
Karl observaba con el corazón tan aliviado, que la repentina liberación del temor le hizo temblar el estómago. James apareció de pronto y se arrojó sobre su hermana; la abrazó desde atrás con su cara enterrada en la espalda de Anna, tratando de dominar sus lágrimas. Y durante todo este tiempo, Anna seguía aferrada a Erik Johanson.
Kerstin observó, con extrañeza, cómo Karl se mantenía atrás, sin decidirse a tomar a su esposa de los brazos de su hermano. Eso confirmó su sospecha de que algo andaba mal entre los Lindstrom.
Por fin, Karl habló:
– Anna, vas a ahogar al pobre Erik.
Pero era Karl el que sonaba como si se estuviera ahogando. Se acercó, esperando que ella se volviera a él.
Al oír su voz, Anna levantó la cabeza. Karl pudo ver su cara manchada de cenizas, vacilante a la luz de la antorcha, mientras ella también miró la suya. Cuando su voz familiar se oyó detrás de la máscara gris, la muchacha dijo con un quejido:
– ¿Karl?
– Sí, Anna.
Siguieron titubeantes. Anna parecía una pobre niña sucia y desamparada, con la cara pálida e hinchada, detrás del gris de las cenizas, por las picaduras y el llanto. El pelo era una explosión de hebras color whisky y ramitas de frutilla. A la luz de la antorcha, los ojos enrojecidos se veían enormemente grandes. Las lágrimas corrían en silencio y caían de las mejillas a su camisa, sobre la que formaban sucios borrones donde la prenda colgaba suelta de su cuerpo delgado. Luchaba para aquietar su pecho pero no podía tomar aire sin temblar. Elevó el dorso de una mano y se lo pasó por la nariz, dejando caer los brazos, acongojada.
Nunca había deseado tanto que una persona la tocara… que sólo la tocara… como necesitaba ahora que Karl lo hiciera. Llena de picaduras, despreciable, arrepentida, estaba ahora delante de él; temblaba toda por dentro y sus piernas vacilaban, sabiendo que, una vez más, no había cubierto las expectativas de Karl.
– ¡Nos diste un susto tan grande, Anna! -dijo Karl, cansado pero aliviado.
Anna ahogaba sus palabras entre sollozos.
– Yo que… ría j… junt… tar alg… gunas fr… frutillas pa… ra tu cen… na…
Ante esa desgarradora súplica, Karl se sintió dominado por la pena. Abriendo los brazos, la apretó contra su amplio pecho, incluyendo a James en el abrazo, también; el duro y frío rifle de Karl, detrás de la cabeza de Anna, la apretaba aún más contra él.
– Vin… nieron los lob… bos, Karl -sollozó.
– Todo está bien, Anna. Todo está bien -la calmó.
Pero ella siguió:
– Y… los mos… mosquitos esta… ban terr… terrib… bles.
– Bueno, bueno…
– Yo só… lo que… quería con… seguir algún… nas fru… frutillas par… ra ti, Karl.
– Anna, no hables, ahora.
– El b… b… balde se de… derra… mó, Karl.
Karl tuvo que apretar los párpados.
– Lo sé, lo sé -le dijo hamacándola en sus brazos.
– Pe… ero las fru… frutillas…
– Ya habrá otras.
– El arro… yo ib… ba hacia el nor… norte y n… no pude…
– Anna, Anna, ya estás a salvo.
– Oh, Karl. Lo… s… siento. Lo s… sien… to, Karl.
– Sí, Anna, lo sé.
Las lágrimas se le estaban acumulando en el borde de los ojos.
– No… no me de… jes ir, Karl, lo s… siento.
– No te dejaré ir. Ven, Anna, debemos ir a casa ahora.
Pero Anna no podía deshacerse del abrazo. Lloró sin control contra su cuello hasta que Karl, al fin, le dio el rifle a James y levantó a Anna en sus brazos.
Rodeados por las antorchas, la llevó al hogar. Antes de llegar, Anna se quedó dormida en los brazos de Karl, aunque no disminuyó la presión alrededor de su cuello. A pesar de su tamaño y de sus condiciones físicas, Karl también estaba algo flojo, cuando llegó a la cabaña.
Todos seguían ahí, esperando, después de que Karl la acostó en la cama; le deseaban lo mejor, pero no se decidían a partir, por temor a que los necesitaran. Karl les aseguró que habían hecho más de lo necesario y, una vez afuera, les agradeció a todos con apretones de manos y abrazos.
Antes de irse, Olaf sugirió:
– Karl, tal vez no debamos venir mañana a ayudarte con la cabaña. Podemos esperar y venir pasado mañana. Anna no se siente bien y quizá necesite un día de descanso. Quédate con ella hasta que se mejore, y vendremos pasado mañana.
Katrene le aconsejó:
– Aplícale una pasta espesa de bicarbonato de soda sobre las picaduras para que Anna no se sienta tan molesta.
– Sí, Katrene. Voy a hacer lo que me indicas. Y creo que tienes razón, Olaf. Un día más o menos no es tan importante. Terminaremos el trabajo en mi cabaña pasado mañana.
– Todos estaremos aquí entonces, no te preocupes -le aseguró Erik.
Cada uno de los Johanson hizo un comentario reconfortante cuando la familia partía. Charles dijo:
– Descansa ahora y mañana no te esfuerces, tampoco.
Katrene agregó en sueco:
– No te olvides, el bicarbonato de sodio le quitará la picazón.
Karl sonrió y prometió no olvidarse. Leif dijo:
– Estoy seguro de que se pondrá bien, Karl. Todos pensaremos en ella hasta que nos veamos.
– Estaremos aquí con las hachas bien afiladas, pasado mañana, bien temprano -dijo Olaf, y le dio una palmada en la espalda, como si se la hubiera dado a uno de sus hijos.
Erik se demoró.
– Lamento que no hayas sido el primero en encontrarla, Karl.
Sus ojos decían: “Ella no pensaba a quién se estaba aferrando, no lo tomes a mal, amigo”. Los ojos de Karl gratificaron al joven con una sonrisa cansina, que le decía: “No debes preocuparte”.
Por último, se acercó Kerstin. Apoyó el brazo sobre el de Karl y lo miró directo a los preocupados ojos azules. Ella también habló en sueco.
– Karl -dijo-, mamá tiene razón en aconsejarte el bicarbonato, pero eso no arreglará todo lo que anda mal con Anna. Creo que hay algo que no marcha bien en su corazón. Sea lo que fuere, tú eres el que puede ayudarla, Karl.
– No hace mucho que estamos casados -murmuró él-. Hay cosas a las que todavía tenemos que acostumbrarnos.
– No te diré más nada, ahora. Veo que tú también estás confuso. Recuerda sólo esto: las diferencias no se pueden superar, si las guardas adentro.
Sus palabras eran en esencia las mismas que las del padre Pierrot.
– Lo recordaré. Gracias, Kerstin.
Nedda fue la única que no se despidió de Karl, pues ella y James se habían ido caminando hasta el granero, mientras los otros se demoraban en la entrada de la casa de adobe. Estaban de pie debajo de la luz de las estrellas en esa suave noche de verano. Un dormilón cantaba una monótona canción desde la oscuridad de los árboles. Los murciélagos bajaban en picada y barrían el aire, chillando como ratones, mientras los chirridos de los grillos, siempre presentes, sonaban como rasgueos de violines con una sola cuerda.
La mano de James descansaba sobre la cerca; Nedda se animó a apoyar su mano sobre la de él, y le dijo:
– Estoy contenta porque la hemos encontrado. Nunca me imaginé lo terrible que sería perder a un hermano o a una hermana.
– Yo tampoco. Con Anna estuvimos juntos toda la vida. Lo que quiero decir es que ella siempre estuvo allí, cuidándome. No dejé de pensar en ningún momento en lo terrible que sería no tenerla.
Nedda retiró la mano pero siguió observando el rostro de James.
– ¿Dónde están tu papá y tu mamá?
– Mamá murió y mi…
Tragó saliva y tomó la viril decisión de confiarle a Nedda la verdad, sin importarle lo que sintiera. Sabía demasiado bien cómo sus mentiras y las de Anna habían lastimado a Karl. Decidió, por sí mismo ahora, ser sincero desde el comienzo y evitar enredarse en los tentáculos de las mentiras.
– Nunca conocimos a nuestro padre, ni Anna ni yo. Y sería mejor que tú conocieras la verdad, Nedda. Es casi seguro que nacimos de distinto padre. ¿Sabes?, mi madre nunca nos quiso tener, a ninguno de los dos. Por eso Anna y yo tuvimos que mantenernos tan unidos; de lo contrario, hubiéramos estado totalmente solos.
A Nedda la asombró que una madre no quisiera a sus hijos.
– Anna debe de ser muy especial para ti, ¿eh?
– Claro que lo es. -James ni siquiera se dio cuenta de que su respuesta sonaba como si hubiera venido de Karl-. Lo que quiero decir es que, ¡bueno!, es mucho más especial cuando alguien no es de tu propia sangre… ellos…
James no pudo terminar. Recordaba todas las veces que Anna lo había protegido en St. Mark o le había prometido que trataría de encontrar una vida mejor para los dos. Recordó cómo se había negado a dejarlo solo cuando vino a encontrarse con Karl. También pensó en la última vez que la vio apenada, impotente para encontrar una respuesta por sí mismo.
– Te entiendo. Anna no es ni siquiera tu hermana carnal pero te quiere como si lo fuera, ¿no, James?
El muchacho raspó el suelo con la punta de su bota, mirando hacia abajo, dominado por un extraño sentimiento de inquietud. Asintió con la cabeza. Se quedó pensando un momento y luego preguntó, con tristeza, mientras miraba las estrellas:
– Nedda, ¿qué hace que la gente que se quiere no desee que el otro lo sepa?
– ¿Te refieres a tu madre?
– ¡No, no a ella! Nunca me importó un comino. Es de Karl y de Anna de quienes hablo. Hay… hay algo que anda mal entre ellos y daría cualquier cosa para ayudarlos, pero no sé cómo. ¡Diablos! Tampoco sé de qué se trata.
– ¿Se pelean?
– Ahí está lo inexplicable. ¡No! -James sonaba frustrado-. Si discutieran, tal vez se arreglarían. En cambio, se tratan de una manera… no sé cómo explicarlo. Amable, diría. Tú sabes, como tu mamá y tu papá, cuando se ríen y él la embroma y todo.
– Sí, mi papá es un gran bromista.
– ¿Ves? Así eran Anna y Karl cuando recién vinimos aquí. ¿Sabes? Se casaron apenas en el verano. Parecían llevarse tan bien y luego yo dije algo y… -Tragó saliva, pensando que daría cualquier cosa por ocultar esa verdad que había revelado cuando, irreflexivamente, le largó a Karl todo lo que sabía-. Creo que yo provoqué todo este enojo entre ellos porque le dije a Karl algo que él no puede olvidar.
– ¿Acerca de Anna?
– No. Por eso no puedo entender este lío. Era acerca de nuestra madre. Ella era… era…
– ¿Qué, James?
– Prostituta -dijo, por fin, esperando que Nedda corriera hacia su familia, horrorizada. En cambio, se quedó junto a él.
– No sé qué es eso.
– Pero Nedda, ¡eres un año mayor que yo!
– Pero no me doy cuenta de lo que es. Mi inglés no es aún demasiado bueno. Hay palabras que todavía no aprendí. James buscó algún modo de explicarle. Nedda comprendió su problema y dijo:
– No importa, James.
– Bueno, pero le importa a Karl. Y si no lo supiera, todo andaría bien entre él y Anna. Al mismo tiempo, no pienso que Karl se vuelva contra Anna, si no le gusta nuestra madre. Es un hombre justo. No lo haría.
– Quieres mucho a Karl, ¿no?
– Casi tanto como a Anna. Es… -Pero era imposible resumir todo lo que sentía por Karl-. Nos brindó el único hogar que alguna vez tuvimos. Sólo deseo que hagan las paces y sean otra vez felices.
– Se arreglarán, James. Sé que se arreglarán.
James se volvió para mirarla de frente.
– Gracias por escuchar, de todos modos, y por ayudarnos a encontrar a Anna.
– No seas tonto.
– Me imagino… me imagino que quedé como un tonto, por la manera en que me comporté cuando encontramos a Anna, pero, bueno…
Le dio vergüenza que Nedda lo hubiera visto aferrarse a las faldas de su hermana, como un bebé.
Pero Nedda le dijo algo maravilloso que le hizo olvidar cómo se había aferrado a su hermana y había llorado.
– ¿Sabes una cosa, James?
– ¿Qué?
– Estoy contenta de que esto haya ocurrido.
– ¿Contenta?
– Sí. Porque hiciste todo el camino hasta mi casa solo, en la oscuridad.
– No es tan lejos -dijo James con orgullo disimulado.
– En la oscuridad… y solo -insistió ella.
– ¿Por qué estás contenta?
– Porque ahora que lo hiciste una vez, lo puedes hacer en cualquier momento… Venir a casa, quiero decir.
– ¿Puedo?
– Seguro. No hace falta que esperes que Anna y James vengan. Te veo pasado mañana, James.
Luego se unió a su familia y James los acompañó hasta la carreta.
Cuando los Johanson se fueron, Karl le dio una gran palmada en el hombro.
– Hiciste el trabajo de un hombre, hoy -le dijo para halagarlo.
– Sí… señor -replicó James, incapaz de expresar todo lo que tenía en su corazón.
Quedaron un momento en silencio antes de que Karl le dijera:
– Nedda es una encantadora muchachita.
– Sí… señor -dijo James otra vez. Tragó saliva y agregó, juicioso-: Me gustaría ir a ver a Belle y a Bill ahora, si no te importa, Karl.
– No hay problema. Trata de no fumar la pipa allí afuera, como hago yo. A tu hermana no le gustaría.
– No te preocupes. Tengo que reflexionar.
– Dejaré la puerta sin traba.
– Buenas noches, Karl.
– Buenas noches, muchacho.
Desde la cama, Anna observó a Karl cuando entró. Él caminó hacia la chimenea y allí se detuvo. Apoyó las mejillas en ambas manos, hundió las yemas de los dedos en sus ojos y suspiró profundamente mientras arrastraba las manos por su rostro y las dejaba caer. Tenía los hombros echados hacia adelante.
– ¿Karl?
Karl volvió la cabeza.
– Anna, ¿estás despierta? -dijo, y se acercó a la cama.
– Hace rato. Mientras tú y Kerstin murmuraban en sueco afuera. ¿De qué hablaban, Karl?
– De ti.
– ¿Qué decían de mí?
– Dijo que necesitarías bicarbonato para las picaduras. Pero Anna no le creyó. Las lágrimas saltaron de sus ojos.
– Sólo te traigo problemas, Karl. También a los Johanson.
– Son buena gente. A ellos no les importa.
– Pero a mí me importa, Karl. Nunca debí haber venido aquí.
Se puso a observar las rodillas de Karl, de pie al lado de la cama.
Él no supo qué responder. Por un lado, estaba el profundo afecto que sentía por Anna; por el otro, la profunda herida que ella le había infligido. Sí, el dolor persistía. Añoraba los días anteriores al descubrimiento de la verdad.
– Es tarde para pensar en ello ahora -dijo-. Tu cara está todavía manchada con las cenizas, Anna. Es mejor que te laves antes de dormirte otra vez. Hay agua tibia.
Anna tuvo dificultad en incorporarse y Karl la tomó de un codo para ayudarla. El contacto de Karl, esa amable consideración (aunque él no la contradijo cuando ella lamentó haber venido) la llevó al borde de las lágrimas otra vez. Pero pudo controlarse y salió a lavarse la cara, el cuello y las manos en la oscuridad.
Volvió y se ocultó detrás de la cortina para ponerse el camisón. La cortina colgaba ahora como un confalón, y era un constante recuerdo de la noche que Karl la había arrancado para llevarla con ellos al granero.
Estaba esperándola cuando salió.
– Hice una pasta de bicarbonato y agua -dijo-. Te aliviará la comezón por esta noche.
Con timidez se llevó las manos al rostro, tocándolo, sintiéndolo. Aun sin espejo, pudo darse cuenta de que estaba hinchado.
– Estoy hecha un desastre.
– Toma, esto te ayudará.
– Gracias, Karl.
Se sentó en el borde de la cama y se aplicó la pasta en la cara.
– Ten cuidado de que no se te meta en los ojos -le advirtió.
– Tendré cuidado.
Karl se veía impaciente; se sentía torpe parado allí, esperando que ella terminara y se acostara, para meterse él también en la cama.
Anna se aplicó la pasta en la cara, el cuello y el dorso de las manos. Pero la pasta tenía que secarse para resultar efectiva. Sentada allí, esperando, comenzó a mover el cuerpo; intentó alcanzar el centro de la espalda pero no pudo.
– Karl, me picaron por todas partes. Ráscame atrás -dijo, retorciéndose.
Karl se sentó en el borde de la cama, detrás de ella. Mientras él le rascaba la espalda, Anna se rascó un tobillo, los brazos y el pecho.
– Sí. Te atacaron bien, pequeña -dijo. Cuando se dio cuenta de lo que le había dicho, sus dedos dejaron de moverse.
De repente, Anna también se quedó quieta y olvidó las picaduras por el momento, mientras permitía que las caricias la invadieran.
Pero la picazón comenzó otra vez; entonces, le pidió:
– Karl, ¿podrías ponerme pasta en la espalda?
Siguió una larga pausa mientras Karl le miraba los hombros, recordando cómo sus manos los habían acariciado en los momentos de pasión. Por fin, tragó y dijo:
– Pásame el pote.
Anna se lo dio, se desabotonó el camisón y se lo bajó; su espalda quedó descubierta mientras sostenía el camisón sobre los pechos. Desde su distanciamiento, no había quedado tan desnuda ante él. Se imaginó los ojos de Karl contemplando su desnudez, y recordó esas manos tiernas en medio de las caricias; cada día aumentaba su ferviente deseo de que Karl la tocara como antes. Esperó, con el corazón martilleándole en el pecho y los nervios estremecidos, ese primer contacto en su cuerpo después de tantos días solitarios. Cuando llegó, fue frío, y Anna se sobresaltó; enseguida se maldijo e hizo todo lo posible por parecer calma delante de él.
Había ronchas tan grandes como arvejas por toda la espalda, blancas en el centro con un círculo colorado alrededor. Cuando tocó la primera con la pasta fría, Anna echó los hombros hacia atrás.
– Lo siento -murmuró Karl.
Al ver su espalda desnuda, se reavivaron en él anhelantes recuerdos. Se esforzó por mantenerse calmo mientras la masajeaba, cuidando que sus ojos no se detuvieran en la sombra de la columna, donde se hundía el camisón, ni se desviaran más abajo, donde Karl sabía que una incitante sombra lo esperaba. Empastó todas las ronchas que pudo ver. En ese momento, sintió una opresión en el estómago y su corazón comenzó a latir alocadamente, pero levantó el mechón de pelo que cubría la nuca y encontró dos ronchas más.
Anna llevó un brazo hacia atrás y se levantó el pelo de la nuca para que Karl pudiera ver las ronchas ocultas. Con el corazón latiéndole a ritmo acelerado, se preguntó si él la consideraría sensual en esa postura tan seductora. Como si repudiara ese posible pensamiento, Anna apretó aún más el camisón contra sus pechos, anhelando esas caricias que le habían sido prodigadas en un tiempo pasado.
El pelo que le crecía en el hueco de la nuca era fino y ondulado. Karl nunca antes lo había visto porque Anna siempre llevaba el pelo suelto.
– Debes dejar que se seque -dijo él con voz ronca.
Allí sentada, sosteniéndose el pelo, sintiendo la cadera de Karl contra su nalga en el borde de la cama, se preguntaba si él estaría experimentando los mismos sentimientos abrumadores que ella: sexuales, impulsivos, palpitantes. Pero Karl estaba sentado rígido como una estatua, y por fin, el pelo cayó sobre la espalda. Anna se llevó una mano al hombro, y dijo:
– Hay algunas más aquí arriba. Pásame el pote.
Sin palabras, Karl se lo entregó en la mano, cuidando de no tocarle los dedos. Vio cómo el camisón caía hasta la cintura, cómo ella inclinaba la barbilla para mirarse; observó cómo los codos se movían cuando se untaba la piel con la pasta. No necesitaba verla de frente para recordar. Sintió que la sangre le recorría las entrañas y un peso enorme le oprimía el pecho. Trató de pensar en ella como lo hacía cuando le escribía las cartas, como su pequeña Anna, la del pelo color del whisky. Aun sintiendo que el deseo lo devoraba, se encontró pensando en cuántos otros la habrían visto echarse el pelo hacia adelante, de una manera tan seductora. Pero sin que le importara cuántos otros habían sido, puso su mano alrededor de la nuca de la joven, y le acarició el pelo levemente.
Anna cerró los ojos y se echó hacia atrás; levantó el mentón y se apoyó con firmeza en la mano extendida detrás de su nuca. La sintió tibia, aun a través del pelo; le transmitía desesperación y a la vez esperanza; Anna deseaba volverse hacia Karl y ser tomada en sus brazos indulgentes. Pero la invitación tenía que partir de él.
– Anna -susurró, la voz ahogada por la emoción-. Hay cosas de las que tenemos que hablar.
– No puedo seguir así por mucho tiempo más -pudo decir, a pesar de las lágrimas.
– Yo tampoco.
– Entonces, ¿por qué no hablamos?
Podía sentir su propia respiración luchando por subir a la garganta, después de pasar por el corazón, que amenazaba ahogarla con su clamor.
– No puedo olvidar, Anna -dijo él con desesperación.
– No quieres olvidar. Quieres seguir recordándolo y hacer que yo también lo recuerde, para que nunca me olvide de que alguna vez fui mala. -Sus ojos permanecían cerrados.
– ¿Es eso lo que estoy haciendo?
– Creo… creo que sí.
Siguió un largo y silencioso minuto; sólo se oía el sonido de los grillos, del fuego y de la respiración.
– ¿Me puedes culpar? -preguntó.
Anna sintió crecer el dolor de esa pregunta dentro de su propio corazón. Seguía apoyada contra él, con el pelo ahora tibio ahí donde Karl lo sostenía alrededor de la nuca.
– No -murmuró.
– ¿Pensaste que si me daba cuenta, lo dejaría pasar?
– No.
– Traté de sacármelo de la mente. Pero está ahí, Anna. Me espera cada minuto, cuando estoy despierto, y no puedo olvidarlo.
– ¿Crees que yo puedo?
– No sé. No te conozco lo suficiente como para saber esas cosas de ti.
– Bueno, no puedo, Karl. Yo tampoco puedo olvidarlo. Pero daría cualquier cosa para que nunca hubiera ocurrido.
– Pero eso es imposible.
– ¿Entonces estará siempre entre nosotros?
– ¡Eres mi esposa, Anna! ¡Mi esposa! -dijo con intensidad, apretándole la nuca-. Te tomé por esposa, creyendo que eras pura. ¿Sabes lo que significa para un hombre saber que ha habido otros antes?
Herida, avergonzada, sintió que sus palabras le atravesaban el corazón. De modo que todo este tiempo él había pensado que carecía totalmente de escrúpulos.
– No hubo otros, Karl, sólo uno.
La furia y el dolor bullían dentro de él.
– ¿Sólo uno? ¿A mí me dices sólo uno? Sería lo mismo decir que el rayo es sólo fuego después de haber caído sobre mí. ¿Sabes qué es eso lo que sentí ese día? -La mano oprimió aún más su nuca, y le provocó dolor-. Sentí que un rayo caía sobre mí, sólo que no fue tan amable como para matarme. Me dejó, en cambio, quemado y lleno de ampollas. -Karl le quitó la mano del pelo, como si sintiera esa sensación ahora.
– Karl, mi intención no era que te enteraras -dijo inoportunamente-. Creí…
– ¿No piensas que ya lo sé? No hace falta que lo digas. Sé que pensaste que era un tonto cuando no me di cuenta esa noche en el granero. ¡El tonto de Karl! Verde como el pasto en primavera. Creí que estábamos aprendiendo juntos esa noche.
La angustia dominó a Anna, intensificada por su necesidad de que él le creyera.
– Estábamos aprendiendo.
– No me mientas más. Te perdoné todas las otras mentiras que descubrí. Pero ésta me cuesta mucho perdonarla. No sé si alguna vez podré.
– Karl, no entiendes…
– No, no entiendo, Anna. -Le temblaba la voz al elevarla-. Soy de los que no creen en la venta de aquello que sólo debe ganarse con el amor. Me pregunté muchas veces: “¿Por qué Anna hizo eso? ¿Cómo pudo?” ¿Sabes que hasta llegué a pensar que si hubieras hecho esto con un hombre al que amabas, estaría mal que no te perdonara? Pero hacerlo por dinero, Anna… -Su voz se fue perdiendo. Cuando la recuperó, sonó pesada y abatida-. Te pagó, Anna, ¿no?
Sólo asintió con la cabeza, luego dejó caer el mentón sobre el pecho.
– Un hombre que tenía edad como para ser tu padre…
Sus palabras tenían el afligido tono del lamento.
– No te hagas eso, Karl -susurró ella, por fin.
– No es Karl el que se lo hace a sí mismo; eres tú la que me lo ha hecho a mí. -Su voz agonizante siguió, matándola, haciéndola sangrar de arrepentimiento- ¡Cómo pensé en ti, en mi pequeña Anna, la del pelo del color del whisky! Todos esos meses esperándote, pensando en cómo sería tenerte aquí, en construir la cabaña de troncos y tenerte a mi lado para no volver a estar solo otra vez. ¿Sabes lo solo que me siento ahora? Era mucho mejor… esa clase de soledad que tenía antes de que vinieras. Ésta de ahora… hay días en que me parece que no puedo tolerarla.
El terror la invadía pero sabía que debía hacer esa pregunta.
– ¿Quieres que me vaya, Karl?
Karl suspiró.
– Ya no sé lo que quiero. He hecho la promesa de quererte y honrarte y sellé esa promesa con un acto de amor. No creo que se pueda pasar por encima de esta promesa y mandarte de vuelta. No obstante, no puedo honrarte. Estoy desgarrado, Anna.
Como la primera vez, al oír su nombre pronunciado por sus labios con ese acento sueco tan querido, sintió que lo quería más que nunca.
– Tan pronto como te vi, el primer día, supe que así te sentirías si alguna vez te enterabas de la verdad.
– ¿No te diste cuenta, por mis cartas, de que…?
– ¿De qué eres indulgente, Karl?
Los dos comprendieron qué falso sonaba eso ahora.
– De que podía aceptar las cosas, Anna. ¿Entiendes? Si me lo hubieras dicho antes, lo habría aceptado.
– No, Karl. No lo habrías hecho. Ni siquiera tú eres tan magnánimo. ¿Crees que si te hubiera escrito que era la hija de una prostituta y tenía un hermano del que era responsable, nos habrías traído aquí voluntariamente?
Puesto de esa manera, Karl también dudó acerca de cuál habría sido su reacción.
– Karl, pienso que es hora de que te diga todo sobre Boston.
– No quiero oírlo. Ya escuché lo suficiente acerca de Boston como para durarme toda una vida. Odio esa palabra.
– Si tú la odias, imagínate qué siento yo cuando hablo sobre ello.
– ¡Entonces no lo hagas!
– Debo hacerlo. Pues si no lo hago, no entenderás nunca lo de mi madre.
– No es tu madre la que me desilusionó, Anna. Eres tú.
– Pero ella es parte de esto, Karl. Tienes que saberlo para comprenderme.
Cuando Karl se sentó, en silencio, Anna lo tomó como una aceptación. Tragando el aliento y temblando, comenzó:
– Nunca tenía tiempo para nosotros. Éramos sólo producto de sus malos cálculos, dos de sus errores. Y en su profesión, éramos las peores equivocaciones que podía haber cometido. Nunca nos dejó olvidarlo. “¿Dónde están esos dos críos míos, ahora?”, exclamaba, hasta que todo el mundo comenzó a llamarnos los “críos de Barbara”.
“Nunca lo supimos con certeza, pero no hacía falta mucha imaginación para pensar que tal vez James y yo seamos medio hermanos. Existe la posibilidad de que seamos de distinto padre. Pero de dónde veníamos, eso no nos importaba. Aprendimos pronto a depender uno del otro. Nadie más nos prestaba ayuda de ninguna índole, de modo que la obteníamos sólo de nosotros mismos.
“Tenías razón acerca de algo, Karl. Ella nunca quiso que la llamáramos “mamá”, por temor a espantar a sus clientes. Tenía que aparentar ser joven y actuar como una mujer joven para mantener a los hombres interesados. A veces nos olvidábamos y la llamábamos “ma”; ella se ponía hecha una furia. La última vez que eso ocurrió, yo tendría unos once años. Una de las otras mujeres me había dado una pluma usada para mi pelo y fui corriendo hasta donde estaba mi madre para contarle.
“Ésa fue la primera vez que vi a… a Saul. Él estaba con mi madre cuando corrí a su encuentro, llamándola. Estaba demasiado excitada y me olvidé de decirle “Barbara”. Cuando me escuchó llamarla “ma”, me regañó ahí mismo, delante de ese hombre. Aunque parezca extraño, con ese episodio quedó probado que Barbara no perdería a sus clientes tan pronto como ella pensaba, apenas ellos se enteraran de que tenía dos chicos.
“Saul estaba siempre por ahí a partir de aquel día, más de lo que me hubiera gustado. Observaba y esperaba mientras yo crecía, sólo que nunca supe que estaba esperando que yo tuviera unos quince años. A partir de allí, traté de no estar en su camino. No se crece en un lugar como ese sin conocer la mirada hambrienta en el rostro de un hombre, a una edad demasiado temprana.
“Fue para esa época cuando Barbara adquirió la enfermedad que todas las mujeres de su profesión temen. Se vino barranca abajo muy rápido y perdió su buena apariencia, sus fuerzas y sus clientes. Después de morir, sus amigos -si se los puede llamar así- nos dejaban a James y a mí quedarnos por las noches. Pero cuando los cuartos estaban ocupados, nos mandaban de paseo. Por eso conocía el interior de la iglesia St. Mark. Nos albergábamos allí cuando no había otro lugar adonde ir. Por lo menos, de allí no nos echaba nadie.
“Buscamos trabajo, Karl, de verdad lo hicimos. Les arreglaba los vestidos a las mujeres del lugar -siempre tenían que tener la ropa en condiciones-, y por eso aprendí algo de costura. Me pagaban muy poco por el trabajo, no nos alcanzaba. Por eso cuando empecé a escribirte, te dije que era costurera. Fue la única cosa que se me ocurrió.
“Y adivinaste acerca de los vestidos, también. Eran los que esas mujeres descartaban. Eran mejor que nada, así que me los llevé. Me imagino que comprenderás ahora por qué prefiero usar los pantalones de James.
“Bueno, teníamos que luchar con uñas y dientes, James y yo. Luego él empezó a robar carteras y comida del mercado, y las mujeres de la casa empezaron a alentarme para que formara parte de sus filas.
“Fue para esa época cuando James encontró tu anuncio en el periódico. Pareció ser un intervalo afortunado en nuestras vidas. Y cuando contestaste su primera carta, no podíamos creer que la suerte estuviera de nuestra parte. Sabíamos muy bien que yo estaba lejos de ser primera candidata como esposa tuya. Pero todo lo que se nos ocurrió fue mentir acerca de mis condiciones hasta que llegara a ti y fuera demasiado tarde para que me rechazaras.
“Por supuesto, tenía miedo de decirte que tenía un hermano. Estaba en una posición bastante desfavorable como para cargarte con eso también. Tenía miedo de que dijeras las cosas que en realidad dijiste aquel primer día, cuando te diste cuenta de que James estaba conmigo: es una boca extra para alimentar, un cuerpo extra para vestir pero, sobre todo, es una invasión a nuestra privacidad. Los hombres que he visto en mi vida querían tener privacidad. James y yo lo sabíamos desde que éramos chiquillos. ¡Cuando los hombres entraban, nosotros salíamos! Pero yo sólo sabía que no podía dejarlo.
“De modo que James y yo decidimos que él viniera aquí sin que supieras la verdad. Mi problema era que enviaste el dinero para un solo pasaje, y yo no tenía modo de pagar el suyo. James tiene trece años y crece como un yuyo; la ropa no le va casi de un día para otro. Yo me arreglaba con lo que me daban, pero no había nadie que pudiera pasarle ropa a James. Necesitaba botas, pantalones, camisas y dinero para el pasaje. Llegó el momento de partir y no había conseguido el dinero.
Anna tomó aire, temblando, y prosiguió:
– Él… era un hombre muy rico, Saul. Seguía viniendo por el lugar después de la muerte de Barbara y yo sabía que una de las razones era yo.
Todo este tiempo, Anna había estado sentada con el camisón abrazado contra su pecho y caído atrás. Ahora se lo subió y lo cerró, como protegiéndose.
Detrás de ella, Karl le puso la mano en el hombro y apoyó los dedos adelante, en la pequeña depresión cerca del cuello.
– No sigas, Anna.
Pero Anna tenía que terminar. Si quería que Karl la perdonara, él debía saber con exactitud qué era lo que le estaba perdonando.
– Lo mandé llamar y apareció en su extravagante carruaje de cuero rojo, creyendo que su dinero lo hacía apetecible. Pero yo lo odiaba desde que tenía uso de razón y ese día no era diferente, era sólo peor.
Desde atrás, Karl se dio cuenta de que Anna comenzó a llorar suavemente, otra vez.
– ¡No sigas! -murmuró con furia.
Cruzó un brazo por delante de Anna y le apretó el brazo. Su propio antebrazo estaba apoyado en la garganta de Anna, y él pudo sentir cuando ella tragó. La atrajo hacia él, contra su corazón convulsionado por el dolor, sujetándola con ese abrazo de acero, deseoso de que la muchacha dejara de decir cosas que él no quería escuchar.
– Pagó para usar una de las habitaciones en el que había sido nuestro único hogar durante toda la vida, el de James y el mío. Cuando me hizo entrar, yo sabía que todos los otros sabían y quise gritar que yo no era como esas mujeres, para nada. Pero no pude hacer otra cosa. Pensé que, con suerte, algún milagro de último momento me salvaría, pero no hubo milagro. Él era grande y pesado y tenía las manos sudorosas y repetía, todo el tiempo, cuánto hacía que no había poseído a una virgen y cuánto me pagaría y… y…
– ¡Anna, para, por favor, para! ¿Por qué continúas?
– Porque tienes que saber. Aunque yo consentí, fue en contra de mi voluntad. ¡Debes saber que me sentía asqueada! Debes saber que fue horrible y triste y doloroso y degradante y cuando todo terminó, quise morir. En cambio, tomé su dinero y vine hacia ti, trayendo a mi hermano conmigo.
“Cuando llegué aquí, a pesar de que parecías una persona amable, Karl, volví a revivir aquel episodio, pensando en cómo me dolería, en lo horrible que sería pasar por eso otra vez. Sólo que nada fue igual, Karl. Contigo, fue algo sano y bueno. Contigo, fue… fue… como si me sintiera más y no menos. Oh, Karl, contigo aprendí. Tienes que creerme. Me enseñaste, me sacaste el miedo e hiciste que todo pareciera hermoso. Y cuando todo terminó, me sentí aliviada de que no hubieras adivinado la verdad sobre mí.
Dejaron que el silencio cayera sobre ellos. Se sintieron embargados por pensamientos densos e indeseados, mientras seguían sentados en el borde de la cama, con el brazo de Karl aún cruzado sobre el pecho de Anna.
Anna se sentía agotada, vencida por un cansancio tal, que el trabajo de la cabaña y de la huerta parecía leve en comparación. Al volcar la cabeza hacia adelante, sus labios descansaron sobre el grueso antebrazo de Karl y pudo sentir, entonces, el vello sedoso y la firmeza del músculo. ¡Cuánto hacía que sus labios no lo tocaban!
La voz de Karl llegó al fin, lenta, cansada y abatida.
– Anna, lo entiendo mejor ahora. Pero debo pedirte que tú también comprendas lo que me pasa a mí; lo que me enseñaron a creer, en cómo eran mamá y papá. Fue una educación totalmente diferente de la tuya. Las reglas por las que yo me guiaba no permitían la existencia de un modo de vida como el de tu madre. Tenía la edad que tú tienes ahora cuando me enteré de esas cosas. Y ahora, he aprendido tanto y en tan poco tiempo, que debo pasarlo todo por un filtro y acostumbrarme a ello. Llegar a admitir verdades como la tuya, me pone en lucha conmigo mismo y debo encontrar mis respuestas. Necesito más tiempo, Anna. Te pido que me des más tiempo, Anna.
Sintió impulsos de besar su pelo, pero no pudo hacerlo. Las imágenes que Anna acababa de presentarle eran demasiado frescas y dolorosas. Habían abierto heridas que necesitaban cicatrizar.
– James me decía todo el tiempo que tú eras un hombre bueno, que debía contarte la verdad de una vez, toda la verdad quiero decir. Pero James ignora lo que acabo de contarte.
– Es un buen muchacho. Nunca lamenté que lo hubieras traído.
– Haré cualquier cosa para que llegues a sentir lo mismo sobre mí. No soy demasiado buena para lo que se hace aquí, pero haré lo imposible para aprender.
Anna no pudo dejar de pensar en Kerstin, con sus rubias trenzas, su ropa impecable, sus cualidades y su idioma sueco. Y en… por lo que parecía… su virginidad. Todas esas cosas Karl las habría encontrado en una esposa, si sólo hubiera esperado otro mes antes de hacer venir a Anna.
Karl respiró profundamente.
– Sé que lo harás, Anna. Ya lograste mucho. Has aprendido bastante y te empeñas tanto como tu hermano. Lo puedo ver con mis propios ojos.
– Pero eso no es suficiente, ¿no?
Como respuesta, Karl le dio un apretón en el brazo y retiró luego el suyo.
– Debemos tratar de dormir un poco, Anna. Ha sido una jornada muy larga.
– Muy bien, Karl -dijo obedientemente.
– Ven, métete en la cama y trata de dormir.
Karl sostuvo la manta y Anna se deslizó de su lado. Se quitó enseguida la ropa y se acostó de espaldas, con un suspiro de cansancio. Esos días, Karl usaba su ropa interior como una armadura.
No fue solamente el aguijón de los mosquitos lo que mantuvo despierta a Anna. Fue también el aguijón del arrepentimiento.