Capítulo 7

Calvin Purdy compró los huevos a veinticuatro centavos la docena. El dinero era de la señora Dinsmore, pero Will tenía nueve dólares suyos bien guardados en el bolsillo de la camisa. Los tocó, resistentes y tranquilizadores bajo la batista azul, y pensó en comprarle algo. Simplemente porque decían que estaba chiflada y no lo estaba. Simplemente porque se había pasado encerrada en una casa la mayoría de su vida. Y porque habían discutido antes de que fuera al pueblo. Pero ¿qué debía llevarle? No era de la clase de mujer que se pone perfume. Y, además, el perfume era algo demasiado personal. Sabía que había hombres que compraban cintas a las mujeres, pero iba a sentirse como un tonto entrando en la tienda y pidiendo un pedazo de cinta de seda amarilla a juego con el vestido premamá de Eleanor. ¿Dulces? Pero la comida sentaba mal a Eleanor. Comía como un pajarito.

Al final, se decidió por una figurita de cristal: un ruiseñor azul pintado con colores alegres. Le gustaban los pájaros y en la casa no había demasiados adornos. El ruiseñor azul le costó veintinueve centavos, y se gastó veinte centavos más en un par de barritas de chocolate para los niños. Se guardó el cambio en el bolsillo con muchas ganas de volver a casa.

Al salir del pueblo, pasó por la casa con la valla ladeada que la rodeaba como las costillas putrefactas de un animal muerto. Se detuvo a observarla, involuntariamente fascinado por el aspecto abandonado del edificio, la hierba que cubría los peldaños delanteros, las esbeltas maravillas que se enredaban alrededor del pomo y ascendían por un enrejado tambaleante que ocupaba la entrada principal. Unos destartalados estores verdes tapaban las ventanas. Tenían la parte inferior destrozada. Al mirarlos, se estremeció, y, aun así, sintió curiosidad por ver la casa desde cerca, de echar un vistazo dentro. Pero los estores parecían advertirle que era mejor que se marchara.

¿La tenían encerrada dentro? ¿Con los estores bajados? ¿A una mujer como Eleanor, a la que le encantaban los pájaros y los saltamontes, y el cielo y los árboles frutales? Will se estremeció de nuevo y se apresuró con sus dos barritas de chocolate y su ruiseñor azul de cristal, deseando haber podido comprarle algo más. Era una sensación extraña para un hombre que no estaba acostumbrado a hacer regalos. El intercambio de regalos implicaba que una persona tenía tanto amigos como dinero, pero Will había tenido ambas cosas a la vez en contadas ocasiones. Aunque había imaginado a menudo lo bonito que sería recibir regalos, jamás había esperado que se sintiera tanta alegría al darlos. Pero ahora que conocía el pasado de Eleanor Dinsmore, estaba muy impaciente por compensarla por la amabilidad de la que la habían privado de niña.

¿Seguiría enojada con él? Al pensarlo, una inesperada inquietud le recorrió el cuerpo. Siguió adelante, estudiando el terreno. El carro de juguete traqueteaba tras él. ¿Cómo resolvían sus diferencias un hombre y una mujer? A sus treinta años, Will no lo sabía, pero de repente era fundamental que aprendiera a hacerlo. Hasta entonces, si una mujer lo hostigaba, se iba. Esto era distinto. Eleanor Dinsmore era distinta. Era una buena madre, una mujer excelente, a la que habían tenido encerrada en una casa y de la que decían que estaba chiflada. Y si él no le decía que no lo estaba, ¿quién lo haría?


Eleanor se había sentido fatal desde que Will se había ido. Había estado arisca e irascible con él, y ahora él llevaba casi tres horas fuera cuando sólo debería haber tardado la mitad de ese tiempo, así que estaba segura de que no iba a volver.

«Es culpa tuya, Elly. No puedes tratar así a un hombre libre y esperar que vuelva para recibir más.»

Mientras preparaba la comida, miraba por la puerta trasera cada tres minutos. Ni rastro de Will. Se puso un vestido limpio y se peinó. Se miró los ojos angustiados en el espejito que había en el estante de la cocina, pensando en la cara de Will cubierta de jabón de afeitar.

«No va a volver, idiota. A estas horas ya debe de estar a diez kilómetros en dirección contraria. ¿Cómo vas a cortar la leña por la mañana? ¿Qué te va a parecer comer viendo su silla vacía? ¿Y hablar sólo con los niños?»

Cerró los ojos, juntó las manos y se las llevó a los labios.

«Lo necesito, Parker -pensó-. Regrese, por favor.»


Mientras subía deprisa por el camino lleno de baches, Will oía el fuerte martilleo de su propio corazón. Cuando llegó al borde del claro, vaciló: Eleanor lo estaba esperando en el porche. A él, a Will Parker. Con el vestido amarillo y el pelo recién peinado mientras los niños retozaban a su alrededor y el olor de la comida se extendía claramente por el patio.

– ¿Por qué ha tardado tanto? -le preguntó tras saludarlo con la mano-. Estaba preocupada.

No sólo lo esperaba, sino que, además, estaba preocupada. Sonrió, eufórico, y aceleró el paso.

– Estudiar lleva tiempo.

– ¡Will! -Donald Wade se le acercó corriendo-. ¡Hola, Will!

El pequeño chocó con las rodillas de Will y se aferró a ellas con la cabeza echada hacia atrás y el pelo colgando, con lo que la bienvenida fue completa. Will le acarició la sedosa cabellera.

– Hola, renacuajo. ¿Cómo va todo por aquí?

– Todo va de perlas. -Acompasó su paso al de Will, al que ayudaba a tirar del carro de juguete.

– ¿Qué has hecho mientras he estado fuera?

– Mamá me ha obligado a dormir una siesta -explicó Donald Wade con cara de disgusto.

– Una siesta, ¿eh? -comentó Will. Al llegar a los peldaños del porche, dejó el mango del carro de juguete y alzó la vista hacia la mujer que lo estaba aguardando-. ¿Ha dormido ella la siesta contigo?

– No. Se ha bañado en el barreño grande.

– Donald Wade, cállate, por favor -lo reprendió Eleanor con las mejillas sospechosamente sonrojadas. Y, entonces, se dirigió a Will-: ¿Cómo le ha ido?

– Bien. -Le entregó el dinero-. La señorita Beasley, de la biblioteca, se ha quedado una docena de huevos a veinticinco centavos, y le he vendido el resto a Calvin Purdy, a veinticuatro centavos la docena. Está todo ahí: un dólar con veintiún centavos. La señorita Beasley me ha pedido que le dé recuerdos de su parte.

– ¿De veras? -se sorprendió Eleanor, con la palma en el aire, el dinero olvidado.

– Dijo que la recuerda de cuando iba con el quinto curso de la señorita Buttry o el sexto de la señorita Natwick.

– ¡Figúrese! -exclamó, y sonreía asombrada-. ¡Quién hubiese imaginado que me recordaría!

– Pues la recuerda.

– Ni siquiera creía que supiera mi nombre.

– Creo que no hay demasiadas cosas que esa mujer no sepa -comentó Will con ironía.

Eleanor soltó una carcajada al recordar a la bibliotecaria.

– Seguro que se estaría a gusto en la biblioteca, ¿verdad?

– Ya lo creo. Llena de luz -dijo Will, que hizo un gesto en el aire-. Con esas ventanas tan grandes. Y también olía bien.

– ¿Ha conseguido un carné de usuario?

– No he podido. No sin usted. La señorita Beasley dice que tendrá que confirmar que trabajo para usted.

– ¿Quiere decir que tengo que ir allí? -preguntó Eleanor. En su rostro y en su voz no quedaba el menor rastro de animación-. Oh, no creo que pueda hacerlo.

El día antes le hubiese preguntado por qué. Pero, entonces, se limitó a aclarar:

– Puede escribir una nota. Ha dicho que con eso bastaría, y que puedo llevarla la próxima vez. Tengo que volver la semana que viene. La señorita Beasley me ha encargado otra docena de huevos.

– ¿En serio? -Le había vuelto la alegría con la misma rapidez con que le había desaparecido.

– Sí. Y, ¿sabe qué? He estado pensando -comentó Will, que se echó el ala del sombrero hacia atrás, puso un pie en el peldaño inferior y se apoyó una mano en la rodilla-. Si metiera la nata que sobra en tarros de medio litro, creo que también podría venderla. Sacar algo de dinero extra.

– ¡Señor Parker, no irá a convertirse en uno de esos hombres a los que les encanta el dinero! -bromeó Eleanor.

Will sabía muy bien que el comentario no era una simple broma; tras él se ocultaba su aversión al pueblo. La señorita Beasley había dicho que era una ermitaña. ¿Lo era realmente? ¿Hasta el punto de evitar el contacto con la gente aunque eso significara ganar dinero? Ni siquiera se había molestado en contar el que le había entregado. Supuso que era algo que tendrían que solucionar con el tiempo.

– No, señora -aseguró, y quitó el pie del peldaño-. Es sólo que no me parece lógico desperdiciar la oportunidad de ganarlo.

Donald Wade vio la bolsa de papel marrón que Will llevaba y le tiró de la manga.

– Oye, Will -dijo-, ¿qué tienes ahí?

A regañadientes, Will dejó de prestar atención a Eleanor, hincó una rodilla en el suelo junto al carro de juguete y rodeó la cintura del niño con un brazo.

– Bueno, ¿tú qué crees? -preguntó, y cuando Donald Wade se encogió de hombros sin apartar los ojos de la bolsa, añadió-: Tal vez deberías mirar dentro para verlo.

A Donald Wade le brillaron los ojos de entusiasmo cuando se asomó a la bolsa. Entonces alargó la mano y sacó las dos barritas.

– Caramelo -dijo en voz baja, atónito.

– Chocolate -le corrigió Will con los codos sobre la rodilla y una sonrisa en los labios-. Una barrita para ti y otra para tu hermanito.

– Chocolate -repitió Donald Wade antes de dirigirse a su madre-: ¡Mira, mamá, Will nos ha traído chocolate!

Los ojos agradecidos de Eleanor buscaron los de Will, y éste se sintió como si acabaran de atarle un lazo alrededor del corazón.

– Es todo un detalle. Dale las gracias al señor Parker, Donald Wade.

– ¡Gracias, Will!

Will tuvo que esforzarse para prestar atención al niño.

– Quítale el envoltorio a la de Thomas, ¿quieres?

Con una sonrisa, observó cómo los niños se sentaban uno junto a otro en el peldaño y empezaban a formárseles unos cercos marrones alrededor de los labios.

– Le agradezco que haya pensado en ellos, señor Parker.

Se levantó despacio y alzó la mirada hacia el rostro de Eleanor. Tenía los labios ligeramente curvados hacia arriba. Llevaba el pelo recogido en una gruesa trenza del color del grano en otoño. Sus ojos eran tan verdes como el jade. ¿Cómo podía alguien haberla encerrado en una casa?

– Los niños tienen que disfrutar de alguna golosina de vez en cuando. También le he traído algo a usted.

– ¿A mí? -Se llevó una mano al pecho.

– No es gran cosa -aseguró Will tras alargarle la bolsa que sujetaba con dos dedos.

– Pero eso no importa… -Elly metió la mano, muy ilusionada, sin desperdiciar ni un segundo en disimular absurdamente. Tras sacar la figurita, la sostuvo a la altura del hombro-. ¡Madre mía! ¡Oh, señor Parker! -exclamó. Se tapó entonces la boca con la mano y parpadeó con fuerza-. ¡Madre mía! -repitió, mirando el ruiseñor azul que sujetaba con el brazo extendido, y contuvo el aliento-. ¡Caramba, es precioso!

– Tenía un poco de dinero mío -aclaró Will, puesto que ella no se había molestado en contar el dinero de los huevos y no quería que pensara que se había gastado nada del suyo.

Por su expresión, vio que ni siquiera se le había ocurrido la idea. Sonreía mientras admiraba, deleitada, el ojo pintado del ruiseñor azul.

– Un ruiseñor azul… Figúrate. -Apretó la figurita contra su corazón y sonrió encantada a Will-. ¿Cómo sabía que me gustan los pájaros?

Lo sabía. Lo sabía.

Se la quedó mirando, a punto de explotar de satisfacción mientras ella examinaba el pájaro desde todos los ángulos.

– Me encanta -aseguró, y le dirigió otra sonrisa afectuosa-. Es el regalo más bonito que me han hecho nunca. Gracias.

Will asintió.

– Mirad, niños. -Se agachó para mostrárselo-. El señor Parker me ha traído un ruiseñor azul. ¿No es la cosa más bonita que habéis visto? A ver, ¿dónde deberíamos ponerlo? Estaba pensando en la mesa de la cocina. No, tal vez en mi mesilla de noche. Aunque quedaría bien en cualquier parte, ¿no os parece? Venid y ayudadme a decidirlo. Usted también, señor Parker.

Se metió en la casa tan emocionada que se le olvidó sujetar la puerta abierta para que Thomas pudiera entrar. Will lo recogió del peldaño y se manchó la camisa de chocolate. Pero ¿qué era un poco de chocolate para un hombre tan feliz? Se quedó en el umbral de la cocina con el pequeño en brazos mientras Eleanor probaba el pájaro en todas partes: en la mesa, en el tablero, junto al bote de las galletas.

– ¿Dónde deberíamos ponerlo, Donald Wade?

Siempre hacía sentir importante al niño. Y ahora también a Will.

– En el alféizar de la ventana para que los demás pájaros lo vean y se acerquen.

– Mmm… En el alféizar de la ventana -repitió, antes de morderse el labio inferior y analizarlos todos: este, sur y oeste. La cocina sobresalía de la parte principal del edificio y disponía de mucha claridad-. Pues claro. ¿Cómo no se me había ocurrido?

Dejó el ruiseñor azul en el alféizar que daba al oeste, con vistas al patio trasero, donde Will había enderezado el tendedero, que una vez reparado era muy resistente. Se inclinó hacia atrás, dio una palmada y juntó las dos manos bajo el mentón.

– ¡Oh, sí! -exclamó-. ¡Es exactamente lo que le faltaba a este sitio!

Le faltaba mucho más que una figurita barata de cristal, pero cuando Eleanor empezó a bailar por la cocina y le pellizcó el brazo, Will se sintió como si acabara de comprarle una pieza de coleccionista.


Si Will había deseado hacer mejoras en la granja antes de su visita al pueblo, después de haber ido trabajaba con más ahínco todavía, impulsado por las ganas de expiar un pasado del que no era en absoluto responsable. Se pasaba horas pensando en las personas que la habían encerrado en esa casa con los estores verdes bajados. Y en cuánto tiempo se había pasado ahí y en el porqué. Y en el hombre que se la había llevado de allí, al que ella afirmaba seguir amando. Y en cuánto tiempo podría tardar ese amor en empezar a extinguirse.

Fue durante esos días cuando Will se percató de cosas en las que nunca antes se había fijado: que no tenía cortinas en ninguna ventana, que se paraba para disfrutar del sol cada vez que salía, que siempre encontraba motivos para elogiar el día, algo por lo que maravillarse tanto si llovía como si estaba despejado, y que, por la noche, cuando Will salía del establo a orinar, siempre, no importaba la hora que fuera, había luz en su habitación. Hasta que lo hubo visto varias veces no cayó en la cuenta de que no se trataba de que hubiera ido a ver a los niños, sino de que dormía con la luz encendida.

¿Por qué le habría hecho aquello su familia?

Pero si alguien respetaba el derecho a la intimidad de una persona, ése era Will. No necesitaba conocer la respuesta para aceptar que ya no estaba trabajando sólo para tener un techo que lo cobijara, sino para complacerla.

Arregló el camino: engrasó el arnés y enganchó a Madam una pesada traílla de acero en forma de pala gigante y con unos mangos como de carretilla con la que costaba mucho trabajar. Pero con Madam tirando y Will empujándola y dirigiendo la hoja de acero para que surcara la tierra, lograron llevar a cabo la ardua tarea. Rebajaron los montículos, llenaron los baches, apartaron las piedras hacia los lados y arrancaron las raíces que sobresalían del suelo.

Donald Wade se convirtió en el compañero inseparable de Will. Se sentaba en una protuberancia o en una rama para observarlo, para escucharlo, para aprender. Will le daba a veces una pala y le dejaba que apartara piedrecitas hacia los lados, y lo alababa después por su incipiente trabajo como había oído hacer a Eleanor.

– Mi padre no trabajaba demasiado -comentó Donald Wade un día-. No como tú.

– ¿Qué hacía, entonces?

– Cosillas aquí y allá. Así es cómo mamá lo llamaba.

– Cosillas aquí y allá, ¿eh? -Will reflexionó un momento y preguntó-: Pero trataba bien a tu madre, ¿no?

– Supongo. A ella le gustaba -respondió el niño y, pasado un segundo, añadió-: Pero él no le regalaba ruiseñores azules.

Mientras Will pensaba en ese comentario, Donald Wade le lanzó otra pregunta sorprendente.

– ¿Eres tú mi papá ahora?

– No, Donald Wade. Lamento decir que no.

– ¿Lo serás?

Will no tenía respuesta para eso. La respuesta dependía de Eleanor Dinsmore.

Ella iba dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, tirando del pequeño Thomas y de una jarra de zumo de frambuesa fresco en el carro de juguete. Y se sentaban todos juntos a la sombra de su acedera arbórea preferida para deleitarse con la bebida mientras les iba señalando los pájaros que conocía. Y parecía conocerlos todos: palomas, halcones, gorriones y pinzones. Y también los árboles: la acedera arbórea bajo la que estaban, el tulipero, el árbol de Judas, el tilo americano, el sauce y muchos otros en los que Will jamás se había fijado. También conocía los arbustos: el viburno, la retama negra, el zumaque, el hinojo, y uno con un nombre precioso, el saúco negro. Cuando nombraba este último sus labios adoptaban una forma cautivadora, y él los observaba con más atención que a la planta.

Esos minutos pasados descansando bajo la acedera arbórea eran de los mejores de la vida de Will.

– Caramba -decía Eleanor-, qué bien quedará el camino.

Y eso era todo lo que Will necesitaba para volver a tomar la trailla y empujarla con más fuerza que antes.

El día que el camino estuvo terminado, Will dio las gracias a Madam susurrándole al oído, le ofreció una zanahoria estupenda del huerto y le dio un baño como recompensa. Después de comer, Eleanor y él llevaron a los chicos a dar un paseo en el carro de juguete por la tierra recién trabajada que se elevaba hacia los árboles antes de descender para unir su casa con la carretera secundaria que pasaba un poco más abajo.

– Es un camino precioso, Will -lo alabó, y éste sonrió satisfecho.

Al día siguiente, arregló un carro, le sustituyó dos tablas de la base, lo enganchó a Madam y llevó la primera carga de trastos viejos al vertedero de Whitney. También llevó una nota de Eleanor y los huevos a la señorita Beasley, así como unas cuantas docenas más y cinco tarros de nata, uno de los cuales no llegó a salir nunca de la biblioteca.

– ¡Nata! -exclamó la señorita Beasley-. Madre mía, últimamente me apetece muchísimo tomar tarta de fresas, ¿y qué es una tarta de fresas sin nata montada? -Soltó una risita y sacó el monedero negro.

Y, a pesar de que Will se llevaba prestados sus primeros libros con su carné de usuario, justo antes de que se fuera, recordó algo.

– Oh, finalmente encontré unos folletos sobre apicultura cuando estaba ordenando el despacho. No es necesario que me los devuelva -aseguró, y depositó en la mesa un sobre amarillo mostaza que llevaba escrito su nombre-. Los publica el Servicio de Extensión Agrícola del condado… cada cinco años, no se lo pierda, ¡cuando la abeja es el único ser de la creación que no ha cambiado de costumbres ni de habitat desde que el mundo es mundo! Pero cuando llegan los folletos nuevos, hay que tirar los viejos, tanto si son útiles como si no -protestó, indignada, ocupando las manos en algo y evitando mirar a los ojos a Will-. Tengo la intención de escribir a mi comisionado del condado para quejarme de que se desperdicie así el dinero de los contribuyentes.

Will estaba encantado.

– Gracias, señorita Beasley.

– No es necesario que me dé las gracias por algo que hubiese ido a parar a la basura -replicó la señorita Beasley, que seguía sin mirarlo.

Pero, tras esa cortina de humo, Will vio a una mujer a la que le costaba entablar amistad con los hombres, y eso le llegó todavía más al alma.

– Nos veremos la semana que viene.

No alzó la vista hasta que él ya tenía la mano en el pomo de metal, pero aun desde esa distancia, Will pudo verle el color sonrojado de las mejillas.

Sonriendo para sus adentros, bajó los peldaños de la biblioteca con los libros apoyados en una cadera y dándose golpecitos con el sobre amarillo en el muslo.

– Caramba, caramba… Pero si es el señor Parker.

Se detuvo en seco al ver a Lula Peak dos peldaños más abajo, sonriéndole con ojos insinuantes. Llevaba su habitual peinado a lo Betty Grable, los labios pintados del color de un coágulo de sangre y mantenía una cadera ladeada para apoyar en ella una mano.

– Buenas tardes. -Trató de esquivarla, pero ella se desplazó hábilmente para impedírselo.

– ¿Qué prisa tiene? -soltó. Masticaba chicle con la misma gracia que un caimán roe carne cruda.

– Llevo nata en el carro, y no puede permanecer mucho rato al sol.

Lula se levantó el pelo que le caía en la nuca y, tras alzar la cabeza, se recorrió el escote del uniforme con la yema de tres dedos.

– Hay que ver el calor que hace -comentó. Subió un peldaño, de modo que su nariz casi le llegaba al ombligo a Will. Deslizó la mirada perezosamente por su camisa y sus vaqueros hasta el sobre en el que la señorita Beasley había escrito su nombre-. Así que se llama Will, ¿no? -dijo mientras le tocaba la hebilla del cinturón con la punta de una uña escarlata-. Bonito nombre… Will.

Will tuvo que contenerse para no saltar hacia atrás cuando lo tocó, pero se mantuvo educadamente firme mientras ella echaba la cabeza hacia atrás y movía los hombros.

– Dígame, Will Parker, ¿por qué no se viene al café para que le prepare un buen vaso de té helado? Sabe muy rico en un día caluroso como éste. ¿Qué me dice?

Por un aterrador instante, Will creyó que podría bajarle esa uña hacia la entrepierna. Se movió antes de darle ocasión.

– No creo que tenga tiempo. -Esta vez, Lula lo dejó pasar-. Tengo cosas que hacer.

Notó cómo lo seguía con los ojos cuando se subía al carro, tomaba las riendas y cruzaba con él la plaza hacia la tienda de Purdy.

Esa mujer era un problema con mayúsculas, y eso era lo último que le faltaba. Tanto el problema como ella. Se aseguró de no dirigir la mirada al otro lado de la plaza cuando entró en la tienda.

Purdy le compró la nata y los huevos, y le pidió que siempre que tuviera productos frescos se los llevara. Los vendía bien.

Cuando salió de la tienda, Lula ya no estaba, pero el numerito que le había montado lo hacía sentir sucio y con ganas de regresar a casa.

Esta vez, Eleanor y los niños lo estaban esperando bajo su acedera arbórea preferida. Will se encaminó hacia ellos como la aguja de una brújula vira hacia el Polo Norte. Ese era su lugar, ahí, con esa mujer sin malicia cuya sencillez hacía que Lula pareciera chabacana, cuya naturalidad hacía que Lula pareciera postiza. Le costaba creer que, en sus años mozos, hubiera preferido a una mujer como Lula en lugar de a una como aquélla.

Cuando se acercó y tiró de las riendas de Madam, Eleanor se levantó y se sacudió la parte posterior de la falda.

– ¿Ya está aquí?

– Sí.

Se sonrieron, y vivieron un momento de sutil gratitud mutua. Eleanor subió a los niños al asiento del carro y él los dejó en la parte trasera, balaceándolos a cierta altura y haciéndolos reír.

– Sentaos aquí detrás para no caeros -les indicó.

Los pequeños le obedecieron, y Will se inclinó para tender la mano a su madre y ayudarla. Le sujetó la palma, y ninguno de los dos se movió por un instante. Ella, con un pie en un apoyo del carro y los ojos verdes fijos en las pupilas castañas de él. De repente, se encaramó y se sentó, como si ese momento no hubiese existido.

Will pensó en ello en los días posteriores, mientras seguía arreglando la casa. Rascó paredes y techos, terminó de enyesar y pintar paredes que parecían no haber visto nunca la pintura. Puso puertas en los armarios inferiores de la cocina e hizo otras nuevas para los superiores. Intercambió un fregadero usado por un pedazo de linóleo (ambas cosas muy valoradas y cada vez más escasas) con el que recubrió el tablero del nuevo armario. El linóleo era amarillo, veteado, como los rayos del sol que se filtran a través de los pétalos de una margarita; amarillo, un color que favorecía mucho a Eleanor y le realzaba los ojos verdes.

A Eleanor le había crecido la tripa y se movía más despacio. Día tras día, veía cómo iba a vaciar barreños y cubos de agua sucia al patio. Ahora sólo lavaba los pañales de un niño, pero pronto tendría que lavar los de dos. Así que cavó un pozo negro y conectó un desagüe bajo el fregadero que suprimía la necesidad de cargar barreños y cubos fuera.

Radiante de felicidad, Eleanor se apresuró a verter un primer barreño de agua por el desagüe y se regocijó cuando el agua desapareció sola como por arte de magia. Dijo que no importaba que no hubiera podido encontrar linóleo suficiente para recubrir el suelo también. La cocina estaba más iluminada y más limpia que nunca.

La falta de linóleo para el suelo había decepcionado a Will. Él quería que la cocina estuviera perfecta para ella, pero cada vez era más y más difícil conseguir linóleo, bañeras y muchos otros artículos, ya que todo tipo de fábricas se estaba dedicando a la producción de material de guerra. En la cárcel, Will leía diariamente el periódico, pero ahora sólo se ponía al día de las noticias internacionales cuando iba a la biblioteca. Aun así, estaba enterado de los combates en Europa y se preguntaba cuánto tiempo podría Estados Unidos suministrar aviones y tanques a Inglaterra y Francia sin participar en el conflicto. Se estremeció de pensarlo mientras llevaba la primera carga de chatarra al pueblo; le pagaron cuarenta y cinco centavos por cada kilo de «trastos viejos» de Glendon Dinsmore.

Se hablaba de que Estados Unidos iba a incorporarse activamente a la guerra, aunque los integrantes del Comité America First, entre los cuales figuraba el aviador Charles Lindbergh, se mostraban contrarios a ello. Pero Roosevelt reforzaba las defensas del país. Ya se estaba llamando a filas, y él era mayor de edad y estaba sano y soltero. Mientras tanto, Eleanor vivía feliz ignorando lo que sucedía en el mundo más allá del final del camino que conducía hasta su casa.

Entonces, un día, Will rescató una radio de uno de los cobertizos. Le costó lo suyo encontrar una pila, porque también las acaparaba Inglaterra para mantener en funcionamiento los walkie-talkies. Pero consiguió una a cambio de una lata de pintura que le sobraba, aunque la radio siguió negándose a funcionar incluso con la pila nueva. La señorita Beasley encontró un libro en el que aprendió cómo arreglarla.

Cuando logró ponerla en marcha estaban emitiendo una radio-novela. Los niños dormían la siesta y Eleanor planchaba. En cuanto el programa se oyó, lleno de interferencias, en la cocina, los ojos se le iluminaron como el dial del aparato.

– ¡Qué te parece…, funciona! -exclamó Will, asombrado.

– ¡Shhh! -pidió Eleanor, que corrió una silla mientras Will se arrodillaba en el suelo para escuchar juntos la última aventura de la viuda Perkins, que regentaba un almacén de maderas en Rushville Center, Estados Unidos, donde vivía con sus tres hijos, John, Evey y Fay. Cualquiera que quisiera tanto a sus hijos como esa madre caía bien a Eleanor, y Will se dio cuenta de que mamá Perkins se había ganado una oyente fiel.

Esa tarde se congregaron todos junto a la cajita mágica. Will y Eleanor contemplaban cómo a los niños les brillaban los ojos escuchando al Llanero Solitario y a Toro, su fiel amigo indio, que lo llamaba kemo sabe.

A partir de entonces Donald Wade no volvió a caminar: galopaba, relinchaba, se encabritaba, hacía ruido de cascos con la lengua y ataba a Silver en la puerta cada vez que entraba en casa. Un día Will lo llamó en broma kemo sabe, y desde aquel momento DonaldWade puso a prueba su paciencia llamando a todo el mundo kemo sabe cien veces al día.

La radio no sólo les trajo fantasías. También les trajo realidades mediante Edward R. Murrow y las noticias. Cada noche, después de cenar, Will la encendía. La voz grave de Murrow llenaba la cocina con sus características pausas: «Estamos en… Londres.» De fondo podía oírse el zumbido de los bombarderos alemanes, el gemido de la sirena y el estruendo del fuego antiaéreo. Pero Will tenía la impresión de que él era el único de la cocina consciente de que eran sonidos reales.

Aunque Elly se negaba a hablar de ello, la guerra se acercaba y, cuando llegara, era posible que lo llamaran a filas. Se esforzó más aún.

Preparó la leña del año siguiente, rascó el linóleo del suelo de la cocina, lo pulió y lo barnizó, y empezó a soñar con instalar un cuarto de baño si podía conseguir los elementos.

Y, a escondidas, se informaba sobre las abejas.

Esos insectos ejercían una innegable fascinación sobre él. Se pasaba horas observando desde lejos las colmenas, esas colmenas que al principio había creído, erróneamente, que las abejas habían abandonado. Ahora sabía que no era así. Que sólo hubiera unas pocas en la entrada de la colmena no significaba nada, porque la mayoría estaban dentro atendiendo a la reina, o fuera, en los campos, recolectando polen, néctar y agua.

Leyó más y aprendió más: que las obreras transportaban el polen en las patas traseras; que necesitaban beber diariamente agua salada, que la miel se fabricaba en unos cuadros situados en unos cajones apilables llamados alzas, que el apicultor añadía cajones en la parte superior a medida que se iban llenando los inferiores; que las abejas se comían su propia miel para sobrevivir durante el invierno; que en verano, la época de mayor producción, si no se quitaban los cuadros cargados la miel acababa pesando tanto que las abejas tenían que salir y enjambrar.

Un día hizo el experimento de llenar de agua salada una bandeja. Al día siguiente estaba vacía, de modo que supo que las colmenas estaban activas. Observó cómo las obreras salían con las patas traseras delgadas y volvían con los cestillos llenos de polen. Will supo que tenía razón sin tener que abrir siquiera las colmenas para echar un vistazo dentro. Glendon Dinsmore había fallecido en el mes de abril. Si no se había añadido ninguna alza desde entonces, las abejas podrían enjambrar en cualquier momento. Si no se había retirado ninguna desde entonces, estarían cargadas de miel. De mucha miel, y Will Parker quería venderla.

El tema no había vuelto a surgir entre Eleanor y él. Y ella tampoco le había entregado ningún velo con sombrero ni ningún ahumador, así que decidió probar sin ellos. Todos los libros y los folletos advertían que el primer paso para convertirse uno en apicultor era averiguar si se era inmune a las abejas.

Y eso hizo Will. Un día cálido de finales de octubre, siguió minuciosamente las instrucciones: se dio un baño para eliminar todo rastro de olor de Madam del cuerpo, saqueó el lugar donde Eleanor cultivaba la menta, se frotó la piel y los pantalones con hojas trituradas, se subió el cuello de la camisa, se bajó las mangas, se ató con cuerda las vueltas de los pantalones y se dirigió al Whippet abandonado para averiguar qué pensaban las abejas de él.

Cuando llegó al automóvil, notó que empezaban a sudarle las palmas de las manos. Se las secó en los muslos y se acercó más, recitando en silencio: «Muévete despacio…, a las abejas no les gustan los movimientos bruscos.»

Avanzó muy lentamente hacia el coche…, se sentó delante…, sujetó el volante… y esperó con el corazón en un puño.

No tuvo que esperar demasiado. Llegaron por detrás, primero una, luego otra, y en menos que canta un gallo lo que parecía una colonia entera. Se obligó a seguir sentado sin moverse mientras una le aterrizaba en el pelo y se paseaba por él, zumbando, y las demás seguían volándole alrededor de la cara. Otra se le posó en la mano. Esperaba que lo acribillara, pero en lugar de eso se dedicó a investigar el vello moreno de la muñeca de Will, le recorrió los nudillos y se marchó zumbando, sin mostrar el menor interés por él.

«Bueno, que me aspen.»

Contárselo a Eleanor resultó más peligroso que exponerse a los aguijones de las abejas.

– ¿Qué dices que has hecho?

Se había girado con los brazos en jarras y los ojos furiosos de rabia.

– He ido a sentarme en el Whippet para ver si soy inmune a las abejas.

– ¡Sin llevar ni siquiera un velo!

– Suponía que no lo habías encontrado.

– ¡Porque no quería que fueras ahí!

– Pero ya te lo he dicho; antes me froté menta en el cuerpo y me lavé para no oler a Madam.

– ¡Madam! ¿Qué diablos tiene que ver ella en todo esto?

– Las abejas detestan el olor de los animales, especialmente de los caballos y los perros. Las enfurece.

– Pero podrían haberte picado. ¡Y mucho! -Estaba pálida.

– El libro dice que un apicultor debe esperar que lo piquen de vez en cuando. Forma parte del trabajo. Pero, pasado un tiempo, ya apenas lo notas.

– ¡Oh, qué bien! -exclamó levantando una mano con desdén-. ¿Y se supone que eso me hará sentir mejor?

– Bueno, cuando leí el folleto me pareció la mejor forma de empezar. Y el libro…

– ¡El libro! -se burló-. No me hables de libros. ¿Te has puesto guantes?

– No. Quería averiguar si…

– ¡Y tampoco te has llevado el ahumador!

– Lo hubiese llevado si me lo hubieras dado.

– ¡No me culpes de tu estupidez, Will Parker! ¡Has hecho una tontería y tú lo sabes!

Estaba tan alterada que no pudo mirarlo más. Se volvió hacia el pastel que estaba preparando, tomó un huevo y lo golpeó en el borde del cuenco con tanta fuerza que destrozó la cáscara.

– ¡Maldita sea! ¡Mira lo que me has hecho hacer!

– Bueno, de haber sabido que ibas a enfadarte…

– ¡No estoy enfadada! -Recogió la cascara destrozada y la echó a un lado con vehemencia.

– No estás enfadada -repitió Will irónicamente.

– ¡No, no lo estoy!

– ¿Y por qué gritas entonces?

– ¡No estoy gritando! -gritó, y se volvió de nuevo para mirarlo-. Es que no sé qué les pasa por la cabeza a los hombres a veces, eso es todo. ¡Por Dios, a Donald Wade jamás se le hubiera ocurrido acercarse a una colmena sin más protección que haberse frotado menta!

– Pero no me han picado, ¿no? -preguntó Will con aire de suficiencia.

Eleanor se lo quedó mirando con las mejillas coloradas y la boca fruncida hasta que, por fin, le dio la espalda, demasiado frustrada para seguir enfrentándose con él.

– Largo. -Dio la orden en voz baja, con rabia-. Fuera de mi cocina.

Golpeó otro huevo contra el borde del cuenco y lo espachurró.

Will estaba a pocos metros de distancia, con los brazos cruzados y un hombro apoyado indolentemente en el marco de la puerta del salón, admirando su cara enojada, el mentón desafiante, el movimiento de sus pechos mientras removía la mezcla.

– ¿Sabes qué? Para no estar enfadada, te has lucido con las cáscaras de esos huevos.

Cuando quiso darse cuenta, un huevo llegó surcando el aire y le dio en medio de la frente.

– Elly, ¿qué diablos…?

Se inclinó hacia delante mientras la yema le resbalaba por la nariz y la clara le colgaba de la barbilla y le goteaba sobre las botas.

– ¡Ya que te hace tanta gracia, ve a meter la cabeza en una colmena y deja que las abejas te limpien la cara! -exclamó y, tras señalar la puerta con un dedo, sentenció-: ¡Te he dicho que te vayas! ¡Sal de mi cocina!

Will se volvió para obedecerla pero, antes de llegar al umbral, ya se estaba riendo. Soltó la primera carcajada al cruzar la puerta mosquitera y la segunda cuando bajaba los peldaños quitándose el huevo de la cara. Para cuando recorría el patio, se estaba partiendo de risa.

– ¡Vete!

Sacudió la cabeza como un perro al salir del agua y se carcajeó feliz. Oyó que la puerta mosquitera se abría tras él y alcanzó a girarse justo a tiempo de juntar las manos como si fueran un guante de béisbol para recoger el siguiente huevo que Elly le había lanzado. Se le rompió en las palmas, contra la cadera.

– ¡Oye! -Se rio mientras daba unos saltitos hacia atrás-. ¡Cuidado, Joe DiMaggio!

– ¡Maldito seas, Parker!

– ¡Ja, ja, ja!

Siguió riendo hasta llegar a la bomba de agua, y también mientras se miraba la camisa, se la quitaba, la enjuagaba y se lavaba. Seguía carcajeándose al colgarla en la estaca de una valla para que se secara.

Entonces cayó en la cuenta y se quedó callado como si se hubiera sumergido en el agua. «¡Le importas!»

Fue como si le lanzaran un uppercut en el mentón que le obligara a erguirse y quedarse mirando la casa.

«¡Le importas, Parker! ¡Y ella te importa a ti!»

El corazón empezó a latirle con fuerza mientras permanecía inmóvil bajo el sol con el agua resbalándole por la cara y el tórax.

«¿Te importa? Admítelo, Parker, la amas.» Se pasó una mano por la cara, la agitó para sacudirse el agua y siguió mirando la casa mientras asumía que estaba enamorado de una mujer que acababa de lanzarle un huevo, de una mujer que estaba embarazada de siete meses de otro hombre, de una mujer a la que apenas había tocado, jamás había besado y jamás había deseado carnalmente.

Hasta entonces.

Se acercó a la casa a pasos largos, tranquilos, sintiendo el impresionante martilleo de su pulso en el pecho y en las sienes, pensando en qué diría cuando se reuniera con ella.

Cuando abrió la puerta mosquitera y dejó que se cerrara a su espalda, Elly estaba arrodillada con un cubo y un trapo, y siguió fregando el suelo, absorta. Los niños dormían la siesta, la radio estaba apagada. Will se quedó al otro lado de la cocina, observando, pensando, esperando.

«Adelante. Levántala y comprueba si tenías razón, Parker.»

Avanzó hacia ella, pero Elly siguió concentrada en lo que estaba haciendo, balanceando todo el cuerpo mientras fregaba el suelo con el triple de la energía necesaria para limpiar un simple huevo.

– ¿Eleanor?

No la había llamado nunca por su nombre de pila completo y eso le hizo adquirir mayor conciencia de ella como mujer, y a ella de él como hombre.

– Vete.

– Eleanor -dijo en voz más baja a la vez que le sujetaba el brazo como si fuera a levantarla.

Eleanor echó la cabeza hacia atrás, con lo que pudo ver que tenía los ojos llenos de lágrimas.

Estaba enojada, y mucho. El tono cariñoso de Will la enfureció todavía más, aunque no comprendía del todo por qué. Se secó las exasperantes lágrimas y recorrió el tórax desnudo y húmedo de Will con la mirada hasta llegar a su atractivo rostro, todavía mojado, con el pelo formando regatos. Sus ojos parecían preocupados, y las pestañas le brillaban debido al agua. Estaba moreno de haber pasado todo el verano trabajando con el torso desnudo, y había ganado peso hasta tener un aspecto esbelto y saludable. Se estremeció nada más verlo. Era todo lo que Glendon no había sido: ágil, fuerte y guapo. Pero ¿qué hombre con un aspecto así desearía el cariño de una mujer chiflada y poco atractiva que estaba embarazada de siete meses e hinchada como un globo?

Bajó la barbilla, pero Will se la levantó con un dedo y le examinó la cara con una mirada que la desarmó.

– Tienes un brazo excelente, ¿lo sabías? -dijo con una sonrisa burlona.

Apartó el mentón de su mano y sintió que el encanto de Will le calaba hondo, pero como nada la haría creer que pudiera atraer a un hombre como él, supuso que se estaba burlando de ella.

– No tiene gracia, Will.

Will sintió una profunda decepción. Se puso en cuclillas y le miró las manos, apoyadas despreocupadamente en el borde de un cubo de esmalte blanco.

– No, no la tiene -contestó en voz baja-. Creo que deberíamos hablar de ello.

– No hay nada de qué hablar.

– ¿Ah, no?

De repente, Eleanor formó una «L» con un brazo y apoyó la cabeza en él.

– No llores -le pidió Will.

– No estoy llorando -mintió. No entendía qué le estaba pasando. Ella jamás lloraba, y era embarazoso hacerlo así delante de Will Parker sin ninguna razón de peso.

Will esperó, pero ella siguió sollozando en voz baja, moviendo la panza.

– Para… -susurró, apenado.

– Las mujeres embarazadas lloran a veces, eso es todo -soltó tras levantar la cabeza, secarse las lágrimas y sorberse la nariz.

– Siento haberme reído.

– Sí, y yo siento haberte lanzado ese huevo. -Se secó bruscamente la cara con el delantal-. Pero tienes que comprender lo de las abejas, Will.

– No, tú tienes que comprender lo de las abejas.

– Pero Will…

– Espera un momento antes de decir nada -pidió con ambas manos levantadas-. No voy a mentirte. He estado en el colmenar… muchas veces. Pero yo no soy él, Eleanor. No soy Glendon. Soy precavido y no me voy a lastimar.

– ¿Cómo lo sabes?

– De acuerdo, no lo sé. Pero no puedes vivir rehuyendo las cosas por lo que temes que pueda pasar. Lo más probable es que nunca pase. -De repente se arrodilló en el suelo y, tras apoyarse las manos en los muslos, se inclinó hacia delante, muy serio-. Hay abejas por todas partes, Elly. Y también hay miel, y mucha. Quiero recogerla y venderla.

– Pero…

– Espera un momento, déjame terminar. Todavía no lo has oído todo -aseguró, así que inspiró hondo antes de proseguir-. Necesitaré tu ayuda. No con las colmenas; yo me encargaré de esa parte para que tú no tengas que acercarte a ellas. Pero sí con la extracción y el embotellado.

– Por dinero, supongo -dijo Elly, y había desviado la mirada.

– Bueno, ¿por qué no?

Lo miró de nuevo con las palmas extendidas.

– Es que no me importa el dinero.

– Bueno, puede que a mí sí. Si no por mí, sí por este sitio, por ti y por los niños. Mira, hay cosas que me gustaría hacer. He pensado instalar electricidad… y tal vez un cuarto de baño. Pensé que tú también querrías esas cosas con la llegada del bebé. ¿Y qué me dices de él? ¿De dónde sacarás el dinero para pagar al médico?

– Ya te lo dije una vez; no necesito ningún médico.

– Puede que no lo necesitaras el día que las abejas picaron a los niños; ese día tuvimos suerte. Pero lo necesitarás cuando nazca el bebé.

– No va a haber ningún médico -afirmó con terquedad.

– ¡Pero eso es absurdo! ¿Quién va a ayudarte cuando llegue el momento?

Eleanor levantó la cabeza y lo miró directamente a los ojos.

– Esperaba que lo hicieras tú.

– ¿Yo? -Will arqueó las cejas y lanzó la cabeza hacia delante-. ¡Pero si no tengo ni idea!

– No es nada del otro mundo -se apresuró a responder Eleanor-. Yo te diré antes todo lo que tienes que saber. Lo único que hay que hacer es atar el…

– ¡Oye, espera un momento! -Se puso de pie de un salto con las dos manos en alto, como un guardia urbano.

– Tienes miedo, ¿verdad? -comentó Eleanor sin apartar los ojos de él mientras se levantaba con torpeza.

Will se metió las manos en los bolsillos traseros, muy tenso. Se le formaron un par de arrugas en el entrecejo.

– Ya lo creo que tengo miedo. Y no tiene ningún sentido, no cuando hay un médico cualificado en el pueblo que puede hacerlo.

– Ya te lo dije una vez: no necesito nada del pueblo y el pueblo no necesita nada de mí.

– Pero eso es una lo… -Se detuvo en seco.

– ¿Una locura? -terminó Eleanor por él.

– No quería decir eso -aseguró mientras maldecía su falta de tacto-. Es arriesgado. Podría pasar de todo. ¿Y si tuviera el cordón umbilical envuelto alrededor del cuello o si viniera de nalgas? ¿Qué pasaría entonces?

– No pasará. He tenido dos que llegaron sin ningún problema. Lo único que tienes que hacer…

– ¡No! -dijo, y se alejó de ella unos dos metros antes de volver a mirarla con el ceño fruncido-. ¡No soy ninguna comadrona, maldita sea!

Era la primera vez que Elly lo había visto realmente enojado, y no sabía muy bien cómo manejarlo. Estaban frente a frente, tan inmóviles como piezas de ajedrez, sonrojados y con los labios apretados. Elly empezó a tener dudas. Lo necesitaba, pero él no parecía entenderlo. Tenía miedo, pero no podía permitir que se le notara. Y si lo que estaba a punto de decir le salía mal, sería la mujer más desdichada del condado de Gordon.

– Bueno, pues quizá será mejor que recojas tus cosas y te largues.

Una oleada de pánico sacudió a Will. ¡Y él, como un iluso, pensando en el amor! ¿Cuántas veces había pasado por eso en su vida? «Lo siento, chico, pero no hace falta que vuelvas. Nos gustaría seguir contando contigo, pero…» Daba igual lo mucho que se esforzara por demostrar lo que valía, el final era siempre inevitable. A esas alturas, ya tendría que haberse acostumbrado. Pero le dolía. ¡Maldita sea, cómo le dolía! Y no era razonable que Elly esperara eso de él.

Inspiró hondo, agitado, con el estómago hecho un nudo.

– ¿Podemos hablar de ello, Eleanor?

Le encantaba cómo sonaba su nombre cuando él lo pronunciaba. Pero no iba a tenerlo allí sólo de adorno. Si iba a quedarse, tendría que entender por qué lo hacía. Obstinadamente, se arrodilló y siguió fregando el suelo.

– Puedo hacerlo sola. No te necesito.

No, nadie lo había necesitado nunca. Había creído que esa vez quizá sería diferente. Pero Eleanor Dinsmore podía prescindir de él como todos los demás, empezando por su madre en el estado de Tejas. Podría rendirse y marcharse, alejarse de ella, pero tanto si lo amaba como si no, él era feliz allí, mucho más de lo que recordaba haberlo sido jamás. Sí, era feliz, estaba a gusto y ocupado, y prosperaba. Y valía la pena luchar por eso.

Se tragó el orgullo, cruzó la cocina a medio fregar y se puso en cuclillas junto a ella, con los codos apoyados en las rodillas.

– No quiero irme…, pero no vine aquí para traer niños al mundo -argumentó en voz baja, con toda la razón-. Es algo un poco… personal, ¿no te parece? -sentenció después de tragar saliva con fuerza.

– Supongo que eso te molestaría -replicó Eleanor con firmeza, sin dejar de fregar, atacando una zona distinta del suelo para evitar su mirada.

Will reflexionó un buen rato con la atención puesta en la parte superior de la cabeza de Elly.

– Sí… Sí, me molestaría.

– Glendon lo hizo… dos veces.

– Eso era distinto. Él era tu marido.

– Tú también podrías serlo -comentó sin dejar de fregar.

La sorpresa lo dejó anonadado. Pero ¿y si lo había entendido mal? Sopesó las palabras que acababa de oír mientras observaba cómo ella se balanceaba sobre el trapo mientras extendía el agua enjabonada por el suelo.

– Bueno -aclaró ruborizada-, lo he estado pensando y me parecería bien que diéramos el paso y nos casáramos. Creo que nos llevamos bien, les gustas mucho a los niños y eres muy bueno con ellos y… y tampoco es que lance huevos demasiado a menudo -terminó sin alzar la vista hacia él.

Will contuvo una sonrisa mientras el corazón le repiqueteaba con fuerza en el pecho.

– ¿Es eso lo que quieres? -preguntó.

– Supongo.

«Pues mírame, entonces. Deja que te lo vea en los ojos.»

Pero cuando por fin lo miró, sólo vio vergüenza por habérselo pedido. Así que no estaba enamorada, sino sólo en un apuro… y él le venía bien. Bueno, al fin y al cabo, eso lo había sabido desde el principio, ¿no?

El silencio entre ambos era tenso. Will se puso de pie y se dirigió a una ventana desde donde vio el patio trasero que él había limpiado, con el tendedero que él había reforzado, pensando en lo mucho más que quería hacer por ella.

– ¿Sabes qué, Eleanor? Es absurdo que lo hagamos sólo porque tú pusiste un anuncio en el aserradero y sólo porque yo respondí a él. Ése no es motivo suficiente para que dos personas se unan para toda la vida, ¿no crees?

– ¿No quieres hacerlo?

Volvió la cabeza y vio que lo estaba mirando coloradísima.

– ¿Y tú?

«Estoy embarazada, no soy demasiado inteligente ni nada bonita», pensó.

«Estuve en la cárcel por asesinar a una mujer», pensó Will a su vez.

Y ninguno de los dos expresó sus sentimientos en voz alta.

Al final, Will miró de nuevo por la ventana.

– Me parece que debería haber algún… algún sentimiento o algo entre dos personas -dijo, y se ruborizó aunque no permitió que ella lo viera.

– Me gusta cómo eres, Will. ¿No te gusta cómo soy yo?

Por lo inexpresivo que había sido su tono de voz, podría haber estado comentando qué clase de rastrillo había que comprar.

– Sí -dijo Will con voz gutural pasado un momento-. Me gusta cómo eres.

– Entonces, creo que deberíamos hacerlo.

Así, sin más. Sin música de violín que llegara del cielo, sin beso bajo las estrellas. Sólo Elly, embarazada de siete meses, levantándose con dificultad del suelo y secándose las manos en el delantal. Y Will, de pie a dos metros de ella, mirando en dirección contraria. En la forma en que lo expusieron, daba la impresión de ser tan apasionante como la Ley de Préstamo y Arriendo del presidente Roosevelt. Bueno, todo tenía un límite. Antes de aceptar, Will iba a averiguar en qué se estaba metiendo exactamente. Se volvió para mirarla con decisión.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Adelante.

– ¿Dónde dormiría?

– ¿Dónde querrías dormir?

En realidad, no estaba seguro. Sería duro dormir con ella, yacer junto a su cuerpo embarazado y no tocarlo. Pero se sentía muy solo en el establo por la noche. Decidió no revelar ni más ni menos de lo necesario.

– Empieza a hacer mucho frío en ese establo por la noche.

– Pues el único sitio que hay en toda la casa es donde dormía Glendon.

– Ya lo sé -afirmó y, pasado un momento, soltó-: ¿Y?

– Serías mi marido.

– Sí -dijo, inexpresivo, al darse cuenta de que la idea no entusiasmaba demasiado a Eleanor.

– Es que… duermo con la luz encendida.

– Ya lo sé.

– ¿Lo sabes? -Arqueó las cejas.

– Me he levantado por la noche y lo he visto.

– Lo más seguro es que no te dejara dormir.

¿Qué hacía poniendo pegas cuando la idea la dejaba sin aliento?

Después de reflexionar mucho, Will confió lo suficiente para dejar ver una grieta en sus defensas.

– En la cárcel tampoco estaba nunca oscuro del todo.

Notó cómo la expresión de Eleanor se suavizaba y se preguntó si algún día podría confiarle sus demás vulnerabilidades.

– Bueno, en ese caso…

El silencio los envolvió mientras intentaban pensar qué decir o hacer a continuación. Si hubiera sido una propuesta normal con las emociones esperadas en las dos partes, el momento habría sido, sin duda, íntimo. Como no lo era, la tensión se multiplicó.

– Bueno… -dijo Will, y se frotó la nariz y soltó una risita nerviosa.

– Sí… Bueno. -Eleanor extendió las manos y las juntó después bajo su protuberante panza.

– No sé cómo se casa uno.

– Tenemos que hacerlo en el juzgado de Calhoun. Podemos conseguir la licencia allí mismo.

– ¿Quieres que vayamos mañana, entonces?

– Mañana estaría bien.

– ¿A qué hora?

– Tendríamos que salir temprano. Tendremos que ir en carro, porque los niños vendrán con nosotros. Y, como sabes, Madam es bastante lenta.

– ¿Te parece a las nueve?

– A las nueve estaría bien.

Se miraron un momento, en el que se percataron de lo que acababan de acordar. Qué embarazoso. Qué increíble. La timidez los asaltó a ambos a la vez. Will levantó una mano para calarse más el sombrero, pero resultó que se lo había dejado colgado en la estaca de la valla. Así que se metió el pulgar en el bolsillo trasero y retrocedió un paso.

– Bueno…, tengo que acabar de trabajar -indicó a la vez que señalaba hacia atrás con el pulgar.

– Yo también.

Retrocedió dos pasos más pensando qué haría Eleanor si cambiara de dirección y la besara. Pero, al final, siguió su propio consejo y se marchó sin intentarlo.

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