Capítulo 19

Calvin Purdy dejó a Will al final del camino que llevaba hasta su casa.

– Muchísimas gracias, señor Purdy.

– No tiene que darme las gracias; es lo menos que puedo hacer por un soldado. ¿Seguro que no quiere que lo lleve el resto del camino hasta su casa?

– No, señor. Siempre me ha gustado mucho esta parte del bosque. Me apetece cruzarla tranquilamente a solas, no sé si me entiende.

– Claro que sí, hombre. No hay ningún sitio más bonito que Georgia en mayo. ¿Necesita ayuda con las muletas?

– No, gracias. Puedo solo. -Will salió del Chevrolet de Calvin Purdy mientras éste recogía el petate de Will y rodeaba el vehículo para colgárselo al hombro.

– Estaría encantado de llevarle el petate -repitió Purdy, servicial.

– Se lo agradezco, señor Purdy, pero me gustaría darle una sorpresa a Elly.

– ¿Quiere decir que no sabe que está aquí?

– Todavía no.

– Bueno, entonces ya entiendo que quiera subir solo, cabo Parker -dijo Purdy con una sonrisa. Tendió la mano a Will para estrechársela con fuerza-. Siempre que necesite que alguien lo lleve o cualquier otra cosa, avíseme. Y bienvenido a casa.

Purdy se marchó y Will se quedó un momento escuchando el silencio. Ni cañonazos a lo lejos, ni balas «clavándose» en el suelo a su lado, ni mosquitos zumbando, ni hombres gritando. Todo estaba en silencio, en el maravilloso silencio de mayo. Los árboles del bosque tenían las ramas cargadas de hojas verdes. Junto al camino, un tramo de achicorias silvestres creaba una nube de estrellas azules. Cerca de ellas, había una mata de tréboles cohibidos, lívidos en medio de su eclosión primaveral. Algún animal se había dado un banquete de zarzaparrilla y había dejado un olor refrescante en el aire. Una reinita amarilla voló armoniosamente, se posó en una rama y cantó sus siete notas claras y dulces observando a Will con la cabeza ladeada. Volvía a estar en casa.

Avanzó por el camino, bajo el arco de las ramas que permitían ver el cielo azul. Inclinó la cabeza y lo admiró, maravillado de no tener que aguzar el oído para captar el ruido de motores a lo lejos, ni que mirar con los párpados entornados para intentar identificar la forma de un ala o un sol rojo pintado en un fuselaje.

«Olvídalo, Parker, ahora estás en casa.»

El camino estaba blando, el aire era cálido y las muletas se clavaban en la tierra rojiza. Debía de haber llovido hacía poco. Lluvia. Nunca le había gustado demasiado la lluvia, ni cuando era joven y vivía casi siempre al aire libre ni, desde luego, en el canal, donde no dejaba nunca de caer aquella condenada lluvia que inundaba las trincheras, convertía los campamentos en fétidos cenagales, pudría las suelas de las botas y favorecía la presencia de mosquitos, la malaria y un montón de hongos que crecían entre los dedos de los pies, en las orejas y en cualquier sitio donde dos superficies cutáneas estuvieran en contacto.

«¡Te he dicho que lo olvides, Parker!»

Lo extraño era que, aunque ya llevaba seis meses en Estados Unidos, seguía sin poder adaptarse. Todavía escudriñaba el cielo. Todavía estaba atento por si oía algún movimiento sigiloso detrás de él. Todavía esperaba escuchar el ruido revelador de dos tallos de bambú al rozarse entre sí. Todavía se sobresaltaba con los ruidos repentinos. Cerró los ojos y respiró hondo. Allí el aire no olía a mildiu sino a tanaceto, lo que le resultaba familiar, acogedor y era muy de la zona. Durante sus años de vagabundeo, siempre que había estado resfriado se había preparado una infusión de tanaceto y, una vez que se había cortado en una mano con un alambre de espino oxidado, lo había usado para hacerse una cataplasma y le había curado la infección.

Mientras subía por el camino y reconocía el olor de tanaceto y de zarzaparrilla fue asimilando el hecho de que estaba en casa para siempre.

Cuando llegó a la acedera arbórea se detuvo, dejó caer el petate y puso el pie izquierdo en el suelo. Era real, sólido, tal vez un poco húmedo pero americano. Seguro. Un suelo al que él mismo había dado forma con una mula llamada Madam mientras un niño lo observaba sentado, y la madre del niño llevaba néctar rojo y un hermanito en un carro de juguete.

Se resistió a las ganas de dejar caer las muletas para ir a la pendiente donde crecía una hierba muy verde y florecían las aguileñas. Se cargó el petate al hombro para dirigirse hacia el oeste, hacia el claro entre los árboles.

Al llegar a él, se detuvo, sorprendido. Durante su estancia en el sur del Pacífico, cuando imaginaba su casa, solía verla como era al principio: una colección variopinta de trastos viejos y excrementos de gallina junto a una casa destartalada con remiendos de cinc. Lo que vio entonces le hizo contener el aliento y quedarse inmóvil, maravillado.

¡Flores! Por todas partes había flores… ¡y eran todas azules! Flores alegres, indómitas, que crecían libremente sin el menor orden. Con una sonrisa en los labios pensó que era muy propio de Elly lanzar las semillas sin planificación y dejar que la lluvia, el sol y todos esos años de abono de gallina hicieran lo demás. Recorrió el claro con la vista. Azul… ¡Por Dios, jamás había visto tanto azul! Había flores de todos los tonos de azul que la naturaleza había creado. Las conocía todas de cuando se había informado sobre las abejas.

Junto a la casa había grandes Phlox de Persia azules que bordeaban el porche, gruesos, altos y copetudos, y daban paso a las campánulas, cuyos colores iban desde el púrpura más intenso hasta un violeta pálido. A los pies de Will empezaba una extensión de helio-tropos de una tonalidad violeta azulada. Una clemátide se enredaba por un entramado de cordel contra la pared del gallinero, a partir del cual se extendía una alfombra de acianos de tallo alto, de un azul tan intenso como el cielo, que continuaba a lo largo de la alambrada adyacente formando una pared de color espectacular. En el extremo sombreado, bajo los árboles, empezaban las violetas de color pálido, seguidas de nomeolvides de tonos intensos que invadían la zona situada a pleno sol hasta encontrarse con una extensión de verbenas azules. En el lado opuesto del patio, una rueda de madera de carro pintada de blanco servía de fondo a un grupo de espuelas de caballero majestuosas que abarcaba toda la gama de azules, del morado al celeste pasando por el añil. Delante había una zona de flores de lino, mucho más cortas y delicadas, que la brisa agitaba en el extremo de unos tallos parecidos a heléchos. Y, en medio de ese conglomerado, se distinguían también petunias púrpura en flor. Will las olió mientras recorría el camino bordeado de frondosos agératos. Donde ese camino llevaba a la parte trasera de la casa había una pérgola nueva, cargada de dondiegos de día con las flores mirando al cielo. Había pájaros volando como flechas por todas partes en una cacofonía de voces. Un colibrí en los dondiegos. Varios chochines lo bombardeaban con su canto desde la rama baja de un manzano silvestre, lo mismo que un par de ruiseñores adecuadamente azules que estaban cerca de una calabaza. Viéndolos recordó con una sonrisa cuando Donald Wade había sugerido que su madre pusiera el ruiseñor azul de cristal en el alféizar de la ventana. Bueno, ahora tenían sus propios ruiseñores azules.

Y abejas…, abejas por todas partes, colectando néctar y polen del mar de color que más les gustaba, zumbando, elevándose con unas alas sedosas para desplazarse hacia la flor siguiente y unir la música de su aleteo a la de los pájaros.

No se encontró con algo de color rojizo hasta que se acercó más a la casa. A poca distancia del último peldaño del porche, había un barreño grande pintado de blanco del que sobresalían las rosas, en tal cantidad que caían en cascada por encima de los bordes. Las había de color carmesí, coral y rosa, y eran tan fragantes que le dio vueltas la cabeza. En los peldaños del porche había unas cuantas aplastadas, marchitas. Las levantó para olerlas y echó un vistazo al claro antes de volver a dejarlas como estaban, con cuidado, como si fueran los adornos de una ceremonia religiosa.

Alzó los ojos hacia la puerta mosquitera, subió los peldaños y la abrió esperando oír en cualquier momento a Elly o a los niños preguntar quién era.

En la cocina no había nadie.

– ¿Elly? -gritó, dejando caer el petate.

En medio del silencio que le respondió observó los rayos de sol que cruzaban el suelo y subían por el zócalo. La cocina olía bien, a pan y a especias. En la mesa había un tapetito de ganchillo y un jarro de loza gruesa blanca lleno de una selección de flores del patio; en el alféizar de la ventana, el ruiseñor azul de cristal. La habitación estaba ordenada, limpia. Recorrió con los ojos el armario donde había una tartera de esmalte blanco cubierta con un paño de cocina. Levantó una esquina del trapo y vio qué había debajo: barritas de miel con pacanas sin glasear, a medias. Tomó un pellizco, se lo puso en la boca y asomó la cabeza al salón.

– ¿Elly?

Silencio. Un silencio de tarde de primavera que le envolvió el alma.

En su dormitorio tampoco había nadie. Se quedó en la puerta saboreando los detalles conocidos: el juego de tocador de encaje de Madeira, una bandejita en forma de zapatilla que contenía horquillas, un montón de pañales limpios doblados… La cama. Descubrió que no era ninguna decepción haberse encontrado la casa vacía al llegar. Había tenido muy poco tiempo para estar solo. Esos minutos de readaptación le resultaron de lo más reparadores.

Tampoco había nadie en la habitación de los niños. Observó que la cuna de la pequeña estaba ahora allí.

De vuelta en la cocina, tomó una de las barritas doradas y le dio un mordisco (miel, pacanas, clavo y canela). Mmm… Delicioso. Se metió el pedazo que le quedaba en la boca y se acercó cojeando hacia la puerta para salir de la casa.

– ¿Elly? -gritó desde el porche antes de detenerse para escuchar-. ¿Ellyyyyyyyy?

Desde el otro lado del establo, una mula rebuznó como si protestara por que la hubieran despertado. Madam. Se encaminó hacia allí y encontró al animal, pero no a Elly. Fue a mirar en el gallinero; estaba despejado; todos los cobertizos tenían las puertas cerradas; en el huerto no se veía a nadie, y por último, fue al patio trasero, donde pasó bajo la pérgola con su toldo de dondiegos de día. Tampoco había nadie en el tendedero.

Con todas esas flores y con las temperaturas calurosas, habría miel, sin duda. Bajó al colmenar a comprobarlo, para pasar el rato volviendo a familiarizarse con las abejas mientras esperaba a Elly.

La tierra estaba cubierta de un manto de hierba tupida, pero no tenía problemas para avanzar con las muletas por el camino abandonado que el tractor de Glendon Dinsmore había compactado hacía mucho. Todo estaba como lo recordaba: los nogales y los robles, verdes como la cáscara de una sandía, los saltamontes jugueteando entre la larga hierba, la rama muerta en forma de pata de perro y, mucho más adelante, el magnolio al que le crecía un roble en una cavidad del tronco. Culminó una pequeña cuesta y vio el colmenar en la colina siguiente, bajo el cálido sol de mayo, mientras olía ligeramente la fruta fermentada de años anteriores y las plantas silvestres que bordeaban los árboles y el bosque circundante. Dejó que sus ojos vagaran admirados por los árboles achaparrados (melocotoneros, manzanos, perales y membrillos) de la ladera oriental de la colina, ordenados como si estuvieran en formación. Y, a lo largo del extremo sur, las colmenas con la base de color rojo, azul, amarillo y verde que él había pintado. Y a medio camino… una… ¿una mujer? Will estiró el cuello. ¿Lo era? ¿Con un sombrero con velo y pantalones? ¿Llenando las bandejas de agua salada? ¡No, no podía ser! ¡Pero lo era! Una mujer trabajaba con unos guantes amarillos de agricultor que le llegaban a los puños de una de sus viejas camisas de batista azul, con el cuello abrochado y vuelto hacia arriba para cubrirle las mandíbulas. Llevaba dos cubos en el carro de juguete de los niños y estaba agachada para verter el agua con un cazo de metal en las bandejas. ¡Una mujer, su mujer, se ocupaba de las abejas!

Sonrió y sintió que lo invadía un amor lo bastante fuerte como para terminar la guerra si se hubiera podido contener y canalizar.

– ¿Elly? -gritó lleno de júbilo mientras la saludaba con una mano.

Elly se enderezó, lo miró, forzó la vista, se levantó el velo de la cara, se llevó una mano a la frente para protegerse los ojos del sol… y, finalmente, lo reconoció.

– ¡Will! -Dejó caer el cazo y corrió. A toda velocidad, con los brazos y las piernas a pleno rendimiento-. ¡Will! -gritó. El sombrero se le cayó, pero siguió corriendo y saludándolo con la mano enguantada-. ¡Will! ¡Will!

Will sujetó con fuerza las muletas y avanzó cojeando hacia ella, de prisa, con fuerza, de modo que el cuerpo se le balanceaba como la campana de una iglesia un domingo por la mañana. Sonriente. Con el corazón acelerado. Con los ojos húmedos de lágrimas, viendo cómo Elly corría hacia él y los niños salían de entre los árboles y corrían también al oír que su madre gritaba:

– ¡Will está en casa! ¡Will! ¡Will!

Se encontraron junto a un manzano alto y delgado con la fuerza suficiente para tirar una muleta al suelo, y también a Will si no hubiera estado ella ahí para sujetarlo. Brazos, bocas y almas unidos de nuevo mientras las abejas zumbaban una canción de reencuentro y el sol caía sobre una gorra de soldado que yacía sobre el verdor del suelo. Lenguas y lágrimas, y dos cuerpos que se anhelaban mutuamente en medio de un torrente de besos apasionados, apresurados, incrédulos. Se aferraron, embargados de emoción, hundiendo la cara en el otro, oliendo al otro (jabón de afeitar y rosas aplastadas), bocas y lenguas unidas para saborearse una vez más. Y, para ellos, la guerra había terminado.

Los niños llegaron a toda pastilla gritando su nombre y Lizzy P. salió de entre los árboles llorando, olvidada.

– ¡Kemo sabe! ¡Renacuajo!

Will se agachó con rigidez para abrazarlos contra sus piernas. Los rodeó con los brazos y les besó las caras calientes, pecosas, acercándoselos más al cuerpo, oliéndolos también: un par de niños sudorosos que habían estado jugando al sol un buen rato.

– Cuidado con la pierna de Will -advirtió Elly, pero los abrazos siguieron en cuarteto, sin que ella hubiera apartado los brazos de Will, ni siquiera cuando éste saludaba a los niños. Todos se besaban, reían y se tambaleaban al unísono mientras, más abajo, Lizzy estaba quieta al sol, frotándose los ojos y llorando.

– ¿Por qué no nos has avisado de que venías?

– Porque quería sorprenderos.

Elly se secó las lágrimas con los guantes y, luego se los quitó de un tirón.

– Madre mía, ¿pero qué hago con guantes?

– Ven aquí. -Will la sujetó por la cintura, la besó de nuevo en medio de los niños, que no paraban quietos sin soltarlo ni un minuto mientras lo acribillaban a preguntas y a comentarios: «¿Te quedarás en casa? Tenemos gatitos. Caramba, ¿es éste tu uniforme? Tengo vacaciones. ¿Mataste algún japonés? Oye, Will, ¿sabes qué?»

De momento, ni Elly ni Will prestaban atención a los crios.

– Oh, Will… -exclamó Elly con los ojos brillantes de alegría-. No me puedo creer que estés aquí. ¿Cómo tienes la pierna? -Se acordó de repente-. Niños, va, apartaos para que Will pueda sentarse. Puedes sentarte en la hierba, ¿no?

– Sí -confirmó, bajando el cuerpo con rigidez tras inspirar una buena bocanada de aire del huerto frutal.

Más abajo, Lizzy seguía llorando. Donald Wade se probó la gorra de Will, que le tapaba las cejas y las orejas.

– ¡Vaya! -alardeó-. ¡Miradme! ¡Soy un soldado!

– ¡Dame! -pidió Thomas-. ¡Quiero ponérmela!

– ¡No, es mía!

– ¡No es verdad! ¡Yo también quiero!

– Niños, id a buscar a vuestra hermana y traedla aquí.

Salieron disparados como cachorrillos tras una pelota. Donald Wade iba delante, con la gorra puesta, y Thomas le pisaba los talones. Elly se sentó sobre las rodillas junto a Will y le rodeó el cuello.

– Qué buen aspecto tienes, tan moreno y tan guapo.

– ¡Guapo! -rio, y le acarició la cadera.

– Bueno, más que yo con estos pantalones y tu vieja camisa. -No podían dejar de tocarse, de mirarse.

– Yo te veo estupenda. Para comerte.

Le mordisqueó juguetonamente la mandíbula. Elly rio y encorvó un hombro. La risa remitió cuando sus miradas se encontraron, lo que provocó otro beso, esta vez tierno, pausado, nada sexual. Una formalización. Cuando terminó, Will aspiró la fragancia de su mujer con los ojos todavía cerrados.

– Elly… -dijo como si diera las gracias a Dios.

Por fin, salieron de su ensimismamiento.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó entonces Will.

– Ocuparme de tus abejas.

– Eso me ha parecido. ¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo?

– Desde que te fuiste.

– ¿Por qué no me lo contaste en tus cartas?

– ¡Porque yo también quería darte una sorpresa!

Había mil cosas que quería decir, como haría un poeta. Pero era un hombre corriente, ni era elocuente ni tenía nada de labia. Sólo pudo decirle en voz baja:

– Eres una mujer increíble, ¿lo sabías?

Elly sonrió y le tocó el pelo, que volvía a llevar largo, con mechones rubios, y le caía sobre la cara como a ella le gustaba. Apoyó los codos en los hombros de Will para rodearle la cabeza con los brazos y sujetarlo, de modo que él volvió a sentir la fragancia de rosa de su piel. Hundió la nariz en el cuello de Elly.

– ¡Dios mío, qué bien hueles! Como si te hubieras restregado el cuerpo con flores.

– Lo he hecho -rio Elly-. No me gustó la menta y, después de leer tus folletos, pensé que podía probar con rosas y me fue bien, así que me las paso por el cuerpo. ¿Sabes qué, Will? -preguntó, entusiasmada. Echó el cuerpo hacia atrás para verle la cara pero sin dejar de rodearle el cuello con los brazos.

– ¿Qué?

– Tenemos miel.

Will cerró los ojos, hizo un gesto sugestivo con los labios y le rodeó los pechos, ocultos entre ambos, con las manos.

– Ya lo sé, cariño. He comido un poco en casa. ¿Quieres probarla?

Elly notó que el corazón se le aceleraba y sintió algo maravilloso en lo más profundo de su ser.

– Más que nada en el mundo -susurró, y le rozó los labios con los suyos.

Como los niños estaban cerca, Will se echó hacia atrás con las manos apoyadas en la hierba cálida mientras ella inclinaba la cabeza para saborearlo a fondo. Cuando Will abrió la boca, inmóvil, la lengua de Elly jugueteó con la suya en una serie de movimientos provocativos. El le devolvió el favor cubriéndole la boca con besos apasionados en los que le chupaba el labio inferior.

– ¿Qué estáis haciendo? -preguntó Donald Wade, que había llegado a su lado con Lizzy P. apoyada en la cadera mientras Thomas se acercaba con la gorra de Will puesta.

– Nos estamos besando -respondió Elly, que había vuelto la cabeza hacia su hijo sin apartar los brazos de Will-. Será mejor que os acostumbréis porque vamos a hacerlo mucho.

Imperturbable, se sentó en la hierba junto a su marido y alargó las manos hacia la pequeña para sujetarla.

– Ven aquí, cielo. Ven a ver a papá. Pero bueno, qué forma de llorar. ¿Acaso creías que íbamos a dejarte sola?

Soltó una risita y apoyó la mejilla de la niña contra la suya antes de sentársela en el regazo para empezar a secarle las lágrimas de la cara. La pequeña miraba atentamente a Will.

Los niños se dejaron caer en la hierba e hicieron lo que hacen los hermanos mayores. Thomas tomó la palma de la mano de Lizzy y la volvió a soltar.

– Lizzy -dijo a la vez, para llamar su atención.

– Este es Will, Lizzy -le explicó alegre Donald Wade, que se había agachado hasta poner sus ojos a la altura de los de la niña-. ¿Puedes decir «papá»? Di «papá», Lizzy -pidió antes de volverse a Will y explicar-: Sólo habla cuando quiere.

Lizzy no dijo «papá» ni «Will», sino que, cuando éste la tomó en brazos, le empujó el tórax esforzándose y retorciéndose para volver con su madre. También volvió a llorar, de modo que, al final, Will se vio obligado a soltarla hasta que se familiarizara de nuevo con él.

– El huerto frutal tiene buen aspecto -dijo-. ¿Hiciste fumigar los árboles?

– No los hice fumigar, los fumigué yo.

– Y el jardín, es lo más bonito que he visto en años. ¿También lo has hecho tú?

– Sí. Con los niños.

– ¡Mamá me dejó poner semillas en los agujeros! -intervino, feliz, Thomas.

– Pues lo hiciste muy bien. ¿Y quién construyó la pérgola para las maravillas?

– Mamá.

– Lo hicimos Donald Wade y yo -añadió Elly-. ¿Verdad, cielo?

– ¡Sí! ¡Y yo puse los clavos y todo!

– ¿En serio? -dijo Will con el debido entusiasmo-. Muy bien hecho.

– Mamá dijo que te gustaría.

– Y tenía razón. Cuando he visto el jardín, creía que me había equivocado de casa.

– ¿De verdad?

Will soltó una carcajada y apretó la nariz chata de Donald Wade con la punta de un dedo.

Se quedaron callados mientras oían el zumbido de las abejas y el viento en las ramas de los árboles que los rodeaban.

– Puedes quedarte en casa, ¿verdad? -quiso saber Elly en voz baja.

– Sí. Me han concedido la licencia absoluta por razones médicas.

Sin dejar de rodear las caderas de Lizzy con un brazo, encontró los dedos de Will en la hierba, detrás de ambos, y los entrelazó con los de ella.

– Eso está bien -se limitó a comentar mientras pasaba una mano por el pelo de Lizzy sin apartar los ojos del rostro de su mando, que estaba moreno e irresistiblemente atractivo con la corbata y la camisa de su uniforme bien abrochada-. Eres un héroe, Will. Estoy muy orgullosa de ti.

– Bueno -dijo Will, que había torcido la boca y reía avergonzado-, yo no lo tengo tan claro.

– ¿Dónde está tu Corazón Púrpura?

– En casa, en mi petate.

– Deberías llevarlo puesto aquí -aseguró Elly apoyándole una mano en la solapa. Luego la deslizó debajo porque no podía dejar de tocarlo.

Notó los latidos fuertes y saludables del corazón de Will bajo los dedos, y recordó todas las imágenes terribles que la habían acosado sobre cómo lo acribillaban a balazos y caía al suelo de la selva, sangrando. Su querido y valioso Will.

– La señorita Beasley se lo contó a los periódicos y publicaron un artículo -explicó entonces a su marido-. Ahora todo el mundo sabe que Will Parker es un héroe.

Will adoptó una expresión pensativa con la mirada puesta en una de las colmenas.

– En esta guerra, todos son héroes. Tendrían que conceder un Corazón Púrpura a todos los soldados que combaten en ella.

– ¿Disparaste a alguien, Will? -preguntó Donald Wade.

– Por favor, Donald Wade, no tendrías que…

– Sí, hijo, y es algo terrible.

– Pero eran malos, ¿no?

La mirada de angustia de Will se fijó en Elly, pero en lugar de verla a ella vio una trinchera inundada por quince centímetros de agua, a su amigo Red, y una bomba que caía silbando del cielo y lo volvía todo colorado ante sus ojos.

– Por favor, Donald Wade, Will acaba de llegar y ya lo estás acribillando a preguntas.

– No pasa nada, Elly -aseguró Will antes de dirigirse al niño-: Eran personas, como tú y como yo.

– Oh.

Donald Wade se puso serio para reflexionar sobre aquello. Su madre se levantó.

– Tengo que acabar de llenar las bandejas de agua. No tardaré nada.

Besó la ceja izquierda de Will, se puso los guantes de agricultor y lo dejó con los niños para volver al trabajo. Mientras se alejaba, se volvió una vez para volver a ver a su marido e intentar asimilar que estaba allí para quedarse.

– ¡Te amo! -le gritó delante de un peral nudoso.

– ¡Yo también te amo!

Elly sonrió y siguió adelante.

Los niños observaron el uniforme de Will: los galones, las insignias. Lizzy ya no recelaba tanto de él y empezó a dar pasos vacilantes por la hierba. El sol caía a plomo, y Will se quitó la guerrera, la dejó a un lado y, tras tumbarse de espaldas, cerró los ojos a la luz brillante que los rodeaba. Pero tras sus párpados cerrados, esa luz se volvió roja. Como la sangre. Y lo vio pasar todo otra vez. Vio a Red gateando como podía por una extensión de carrizo, junto al río Matanikau, y quedarse de repente inmóvil, a descubierto, mientras desde la otra orilla, en manos enemigas, las armas del calibre veinticinco restallaban como látigos, las metralletas retumbaban y un lanzagranadas enviaba sus mortíferos proyectiles cada vez más cerca. Y ahí estaba el pobre Red, en el suelo, sin cobertura, boca abajo, temblando, mordiendo la hierba, paralizado por un pánico terrible que un soldado afortunado no llega a conocer. Se vio a sí mismo saliendo a gatas bajo el fuego enemigo, oyó el suspiro engañosamente suave de las balas que pasaban volando por encima de su cabeza, el ruido sordo de algo que golpeaba detrás de él, a la izquierda, a la derecha. Cuando una granada cayó a cuatro metros y medio, llovió tierra hacia arriba.

– ¡Por el amor de Dios, hombre, tienes que salir de aquí! -gritó a Red, que yacía sin moverse, incapaz. Will sintió su propio pánico, la subida de adrenalina mientras sujetaba a Red para arrastrarlo hacia atrás por el barro y entre matas de hierba arrancadas y llevarlo hacia una trinchera con quince centímetros de agua turbia-. Quédate aquí, macho. ¡Voy a por esos hijos de puta!

Luego volvió a salir con los dientes apretados, reptando, impulsándose con los codos de modo que la punta de la bayoneta se movía a derecha y a izquierda. Entonces aparecieron los aviones de la nada, se oyó el silbido de advertencia mientras Red seguía detrás de él, en la trinchera, donde cayó la bomba.

Will se estremeció, abrió los ojos y se incorporó. A su lado los niños seguían jugando. Las abejas aterrizaban en las aberturas de las colmenas con lo que habían recolectado. Elly regresaba tirando del carro de juguete y los dos cubos vacíos repiqueteaban como un carillón cada vez que las ruedas pillaban un bache en el terreno desigual. Parpadeó para borrar el recuerdo y observó cómo su mujer se acercaba con su atuendo masculino.

«No pienses en Red, piensa en Elly», se dijo. La miró hasta que su sombra le cubrió el regazo.

– Ven aquí -dijo en voz baja con el brazo extendido y, cuando ella se arrodilló, la sujetó. Nada más. Esperaba que ella bastara para sanarlo.


Esa noche, cuando hicieron el amor, fue excelente.

Pero cuando terminaron, Elly notó que Will se alejaba de algo más que de su cuerpo.

– ¿Qué te pasa?

– ¿Qué?

– ¿Qué te pasa?

– Nada.

– ¿Te duele la pierna?

– No mucho.

No lo creyó, pero no era de los que se quejaban, nunca lo había sido. Notó que alargaba la mano hacia el paquete de Lucky Strike para fumar en la oscuridad y vio que la punta del cigarrillo se ponía incandescente cuando Will le daba la primera calada.

– ¿Quieres hablar de ello?

– ¿De qué?

– De lo que sea. De tu pierna…, de la guerra. Creo que no mencionabas las cosas malas en tus cartas por mi bien. Tal vez ahora quieras hablar de ello.

El arco rojo que describió el cigarrillo al llevárselo a la boca creó una barrera más palpable que un alambre de púas.

– ¿Qué sentido tiene hablar de ello? Fui a una guerra, no a una fiesta. Cuando me alisté ya lo sabía.

Se sintió excluida y dolida. Tenía que darle tiempo para que se abriera, porque esa noche no iba a hacerlo, eso seguro. Así que buscó temas para acercarlo de nuevo a ella.

– Seguro que la señorita Beasley se sorprendió al verte.

– Sí -rio Will.

– ¿Te enseñó el álbum de recortes de periódico que hizo sobre toda la acción en el sur del Pacífico?

– No, no lo mencionó.

– Recortó artículos sólo sobre las zonas donde creía que podrías estar combatiendo.

Will rio entre dientes.

– ¿Sabes qué? -dijo Elly entonces.

– ¿Qué?

– Creo que la tienes cautivada.

– ¡Oh, venga ya! Podría ser mi abuela.

– Las abuelas también tienen sentimientos.

– ¡Por favor!

– ¿Y sabes qué más? Creo que tú sientes algo parecido por ella.

Will notó que se ruborizaba en la oscuridad al recordar las veces que había usado a propósito sus encantos con la bibliotecaria.

– Estás loca, Elly.

– Sí, ya lo sé, pero no me importa. Después de todo, nunca tuviste abuela, y que la quieras un poquito no me quita a mí nada.

Will apagó el cigarrillo, la acercó de nuevo hacia sí y le besó la parte superior de la cabeza.

– Eres una mujer increíble, Elly -dijo.

– Sí, lo sé.

Se apartó un poco para mirar la cara de su mujer, olvidando momentáneamente las visiones inquietantes que le acudían a la cabeza sin que él quisiera. Soltó una carcajada, y Elly volvió a apoyarle una vez más la mejilla en el pecho.

– Sea como sea -comentó para seguir distrayéndolo-, la señorita Beasley se ha portado de maravilla mientras has estado fuera, Will. No sé qué hubiera hecho sin ella. Y Lydia también. Lydia y yo nos hemos hecho muy buenas amigas. ¿Y, sabes qué? No había tenido nunca una amiga. -Reflexionó un momento antes de continuar-. Podemos hablar de cualquier cosa… -comentó mientras jugueteaba con el vello del pecho de Will-. Me gustaría que viniera un día con los niños para que pudieras conocerla mejor. ¿Qué me dices, Will?

Esperó, pero Will no contestó.

– ¿Will?

Silencio.

– ¿Will?

– ¿Qué?

– ¿Has oído lo que te decía?

Will apartó el brazo y lo estiró para tomar otro cigarrillo. Elly comprendió que había vuelto a alejarse de ella.


No había ninguna duda, Will estaba cambiado. No sólo era la cojera, eran también los silencios. Los tuvo a menudo los días posteriores: silencios prolongados en que se quedaba absorto pensando en cosas que se negaba a explicar. Una conversación se convertía en un monólogo, y al volverse, Elly veía que tenía la mirada perdida y que estaba absorto, a kilómetros de distancia. También había otros cambios, como el insomnio. A menudo se despertaba y se lo encontraba sentado, fumando a oscuras. A veces soñaba y hablaba dormido, maldecía, gritaba, agitaba brazos y piernas. Pero cuando lo despertaba y lo animaba a hablar, le contestaba que no era nada, que sólo había sido un sueño. Después, se aferraba a ella hasta volver a quedarse dormido e, incluso entonces, seguía teniendo las palmas de las manos sudadas.

Necesitaba pasar tiempo a solas. A menudo bajaba al colmenar a pensar, a sentarse mirando las colmenas y reflexionar sobre lo que fuera que lo perseguía.

Hasta el ruido más insignificante lo sobresaltaba. Un día que a Lizzy se le cayó el vaso de leche de la trona, se levantó de golpe de la silla, explotó y se fue de la casa sin terminar de comer. Regresó treinta minutos más tarde, excusándose, abrazando y besando a Lizzy como si le hubiera pegado. A modo de disculpa, llevó a la niña un juguete sencillo, una bramadera que había hecho él mismo.

Esa tarde se pasó una hora entera con los tres niños en el patio, haciendo girar la madera situada en el extremo de la larga cuerda hasta que hacía un ruido que recordaba el de un motor acelerando. Y, después de haber estado con los niños, parecía más tranquilo.

Hasta la noche que hubo una tormenta a las tres de la madrugada. Un trueno tremendo zarandeó la casa, y Will se levantó de un salto de la cama gritando como si tuviera que hacerse oír por encima de un bombardeo:

– ¡Red! ¡Dios mío, Reeed!

– ¿Qué pasa, Will?

– Elly, oh, Dios mío, abrázame.

Volvió a ser su salvación, pero aunque Will temblaba violentamente y sudaba como si estuviera bajo los efectos de una fiebre tropical, se guardó sus terrores para sí.

Físicamente, seguía sanando. Al cabo de una semana de regresar estaba impaciente por andar sin muletas y, al cabo de un mes, no se resistió más y lo hizo. Le encantaba la bañera, tomaba largos baños con sales que aceleraban la curación y aceptaba siempre encantado la oferta de Elly de frotarle la espalda. Aunque los médicos de la Armada le habían ordenado que se hiciera reconocimientos quincenales, se saltó la orden y se puso a cuidar de las abejas antes incluso de haber prescindido de las muletas, y volvió a trabajar en la biblioteca a las seis semanas de estar en casa, sin consultar a ningún facultativo. Hacía las mismas horas que antes, lo que le dejaba los días libres. Así que pintó un cartel que colocó en la parte inferior del camino de su casa: piezas y llantas usadas de automóvil. De este modo empezó a dedicarse a la venta de chatarra, lo que reportó una cantidad sorprendente de dinero regular. Junto con el sueldo de la biblioteca, el cheque por discapacidad del Gobierno y los beneficios de la venta de huevos, leche y miel, productos de los que había constante demanda debido a que el azúcar estaba racionado, sus ingresos subieron hasta un punto totalmente desconocido hasta entonces por Will o por Elly.

Ahorraban la mayor parte del dinero porque, aunque Will seguía soñando con proporcionar lujos a Elly, la Junta de Producción Bélica había detenido hacía mucho la producción de la mayoría de artículos para el hogar, de modo que la ropa, los alimentos y los enseres domésticos estaban estrictamente racionados, y en la tienda de Purdy los puntos que valían figuraban junto a los precios en los estantes. Lo mismo ocurría en la gasolinera, aunque Will y Elly estaban catalogados como agricultores, con lo que recibían más cupones de racionamiento de los que necesitaban.

El único lugar en el que podían disfrutar de su dinero era el cine de Calhoun. Iban todos los sábados por la noche, aunque Will se negaba a hacerlo si daban una película de guerra.

Entonces, un día, llegó una carta de Lexington, Kentucky. La enviaba Cleo Atkms. Elly la dejó apoyada en la mesa de la cocina y, cuando Will entró, se la señaló.

– Hay algo para ti -se limitó a decir antes de volverse.

– Oh… -Will la recogió, leyó el remite y repitió en voz más baja-. Oh.

Pasado un minuto de silencio, Elly se giró hacia él.

– ¿No vas a abrirla?

– Sí, claro. -Pero no lo hizo. Se quedó mirándola y pasando el pulgar por las letras escritas.

– ¿Por qué no te la llevas al huerto de árboles frutales para leerla, Will?

– Sí, eso es lo que haré -contestó tras alzar los ojos, llenos de dolor, y tragar saliva con fuerza…

Cuando se hubo ido, Elly se sentó pesadamente en una silla de la cocina y se tapó la cara con las manos, llorando por él, por la muerte de su amigo al que no podía olvidar. Recordó que hacía mucho le había hablado del único otro amigo que había tenido, el que lo había traicionado y había declarado en su contra. ¡Qué solo debía de sentirse ahora! Era como si cada vez que tendía la mano a otro hombre esa amistad le fuera arrebatada. Antes de la guerra, no hubiese imaginado nunca lo valioso que era un amigo. Pero ahora tenía dos amigas, la señorita Beasley y Lydia, de modo que entendía el dolor de Will por la pérdida de su compañero de fatigas.

Le dio media hora y fue a buscarlo. Estaba sentado al pie de un manzano viejo y nudoso cargado de fruta verde, con la carta en el suelo, junto a la cadera. Con las rodillas dobladas, los brazos cruzados y la cabeza agachada, era la viva estampa del abatimiento. Se acercó sin hacer ruido por la hierba y se arrodilló delante de él para ponerle las palmas de las manos en los antebrazos y apoyarle la cara en un hombro. Y él empezó a sollozar. Elly le deslizó las manos hacia la espalda y lo sujetó cariñosamente mientras él depuraba sus penas.

– Dios mío, Elly -soltó por fin-. Yo lo maté. Lo llevé hasta esa trinchera y lo dejé en ella, y entonces le cayó una bomba de lleno, y me volví y vi su pelo rojo volando en pedazos y grité…

– Ssss…

– ¡Red! ¡Reeeeeed! -gritó de nuevo entonces con la cara levantada hacia un cielo silencioso. Fue un grito tan largo y tan fuerte que las venas de las sienes, del cuello y de los puños cerrados le sobresalieron como si estuvieran grabadas en mármol.

– Tú no lo mataste; intentabas salvarle la vida.

La rabia sustituyó al pesar.

– ¡Maté a mi mejor amigo y me dieron un condenado Corazón Púrpura por ello!

Hubiera podido replicarle que se había ganado el Corazón Púrpura merecidamente, en otra batalla, pero vio que no era el momento de razonar. Will necesitaba expresar su rabia, expulsarla como el pus de una herida. Así que le acarició los hombros, contuvo sus propias lágrimas y le ofreció el apoyo silencioso que sabía que necesitaba.

– Y ahora su prometida me escribe. ¡Dios mío, cuánto la amaba Red! Y va y me dice: «No tiene que culparse de nada, cabo Parker.» -Agachó la cabeza de nuevo entre sus brazos-. ¿Es que no comprende que yo tengo la culpa de todo? Él siempre estaba hablando sobre cómo los cuatro nos veríamos después de la guerra, y que quizá podríamos comprar un coche e ir de vacaciones juntos a la montaña, tal vez a las Smoky Mountains, donde el verano es fresco, y él y yo podríamos ir a pescar.

Se volvió y se lanzó a los brazos de Elly, impulsado por la fuerza del sufrimiento. Se aferró a ella, acurrucado, y aceptó por fin el consuelo que ella le ofrecía. Elly lo abrazó, lo meció, dejó que le empapara el vestido con sus lágrimas.

– Ay, Elly… Elly… Maldita guerra.

Elly le sujetó la cabeza como si fuera tan pequeño como Lizzy, cerró los ojos y lloró con él, por él, y volvió a ser una vez más la madre/esposa que él siempre necesitaría que fuera.

Al final, la respiración de Will empezó a normalizarse, su abrazo a suavizarse.

– Red era un buen amigo -concluyó.

– Háblame de él.

– ¿Quieres leer la carta?

– No. Ya leí más que suficientes cuando estabas fuera. Cuéntamelo tú.

Y él lo hizo. Esta vez tranquilamente, le contó lo que había sido realmente estar en Guadalcanal. Le habló del sufrimiento, del miedo, de las muertes y de la carnicería. De la «última cena» a bordo de The Argonaut, con bistec y huevos ilimitados para llenar la tripa a cualquiera antes de llegar a la playa donde se esperaba que se la vaciaran a tiros; de la balsa neumática en la que se embarcaron en medio de un mar terrible que bramaba tan fuerte en los imbornales del submarino que nadie podía oír nada por encima del ruido; del trayecto lleno de sacudidas sobre un coral peligrosísimo que amenazaba con rasgar las embarcaciones neumáticas, de modo que todos sus ocupantes se hubieran ahogado antes incluso de llegar a la costa infestada de japoneses. De lo que era llegar empapado y seguirlo estando los siguientes tres meses; ver cómo el enemigo hacía huir a tu flota y te dejaba sin suministros por tiempo indefinido; atacar una choza con el dedo en el gatillo y ver a seres humanos salir disparados hacia atrás y caer con la sorpresa reflejada aún en sus rostros; aprender qué tres especies de hormigas son comestibles mientras permanecías dos días tumbado boca abajo con un francotirador esperando en un árbol, y las hormigas que te pasaban por debajo de la nariz se convertían en tu alimento. Le contó la sangrienta batalla de Bloody Ridge; lo que había sido ver a hombres sufrir lo indecible durante días mientras las moscas ponían huevos en sus heridas; comer cocos hasta que preferías tener malaria a tener diarrea. Le habló de lo que un cuerpo humano se retorcía incluso después de muerto. Y, por último, de Red, del Red que él había querido. Del Red vivo, no del muerto.

Y cuando Will se hubo depurado, cuando se sintió vacío y exhausto, Elly le tomó la mano y volvieron a casa juntos bajo el sol de última hora de la tarde, cruzando el huerto de árboles frutales y pasando por debajo de la pérgola cargada de flores, para empezar la ingrata tarea de olvidar.

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