Capítulo 23

Elly no volvió a ir a verlo. Pero le envió un traje nuevo, una corbata de rayas y una camisa blanca con gemelos, además de los zapatos del uniforme perfectamente lustrados para que se lo pusiera todo el día del juicio. Y una nota: «Vamos a ganar, Will. Besos, Elly.»

Se vistió pronto, se peinó con mucho cuidado. Hubiese deseado llevar el pelo más corto sobre las orejas. Volvió una y otra vez al espejo para pasarse las yemas de los dedos por la mandíbula afeitada, para retocarse el nudo de la corbata, para ponerse bien los gemelos, para desabrocharse y abrocharse de nuevo la chaqueta. Pensar que volvería a ver a Elly lo llenaba de ilusión. Anduvo arriba y abajo, hizo crujir los nudillos, se miró una vez más en el espejo. Se pasó de nuevo los dedos por el pelo, sobre las orejas, preocupado por no ir lo bastante arreglado, no para el jurado sino para ella.

«Aguanta, Ojos Verdes, no renuncies aún a mí. No soy el gilipollas que he parecido últimamente. Una vez hayamos ganado el juicio, te lo demostraré», pensó, mirándose a los ojos en el espejo.

Elly también se había esmerado mucho al vestirse. Iba de amarillo. Tenía que ser de amarillo, el color con el que se autoafirmaba. El color del sol y de la libertad. Se había confeccionado un traje de chaqueta a juego con una gabardina del color de la mantequilla batida, con hombreras y los bolsillos abrochados. Ella también regresaba con temor al espejo para mirarse: se había cortado el pelo para que, cuando apareciera en público, Will no tuviera motivos para sentirse avergonzado. Al mirarse las cejas depiladas y los labios color coral, vio a una mujer tan impecable y elegante como las que salían en las fotografías de las revistas que había en el salón de belleza de Erma.

«Espera, Will -pensó-. Cuando todo esto termine, seremos las dos personas más felices del mundo.»

Mientras esperaba sentada en el juzgado, no apartaba los ojos de la puerta por donde sabía que él iba a entrar.

Cuando lo hizo, sus ojos se encontraron y les dio un vuelco el corazón. Elly no lo había visto nunca vestido de civil. Estaba imponente, con el pelo engominado que parecía más oscuro de lo habitual, la corbata almidonada y la cara morena que resaltaba sobre el cuello blanco de la camisa.

Cuando entró, Will alzó la vista y el cuello de la camisa, de repente, le apretó. Sabía que vestiría de amarillo. ¡Lo sabía! Como si quisiera remarcarlo, el sol de las nueve de la mañana caía oportunamente sobre ella. ¡Cuánto la amaba! Quería estar libre para ella, con ella. Se sostuvieron la mirada mientras él avanzaba por la sala. El pelo, ¿qué se había hecho en el pelo? ¡Se lo había cortado! Lo llevaba corto en el cuello y sobre las orejas, con una onda a un lado y volumen en la parte superior. Le resaltaba los pómulos de un modo de lo más atractivo. Quería acercarse para decirle lo bonita que estaba, para agradecerle el traje y la nota, y decirle que la amaba. Pero como tenía a Jimmy Ray Hess a su lado, sólo pudo seguir andando y mirarla boquiabierto. Elly sonrió y lo saludó discretamente con dos dedos. El sol pareció dirigir entonces sus rayos hacia él. Notó un calor repentino como el que había notado en la estación de tren de Augusta cuando la había visto acercarse entre la multitud. Le sonrió a modo de respuesta.

La mujer sentada a la izquierda de Elly le dio un codazo suave y se agachó hacia ella para comentar algo. Se dio cuenta entonces de que era Lydia Marsh. Y a la derecha de Elly estaba sentada la señorita Beasley, severa y sobria como siempre. Sus ojos se cruzaron con los de Will, y éste la saludó con la cabeza con un nudo en la garganta.

Cuando ella asintió con la cabeza de forma apenas perceptible y lo animó con la cara, Will respiró tranquilo.

Amigas. Amigas de verdad. Lo invadió la gratitud pero, una vez más, la única forma en que pudo expresarlo fue saludando también con la cabeza a Lydia y dirigiendo una última mirada prolongada a Elly antes de llegar a la mesa de la defensa y tener que volverse de espaldas a ellas.

Collins ya estaba ahí, vestido como un conservador estrafalario de museo con un traje morado de lana arrugado, una apestosa camisa de algodón amarilla y una corbata de seda con un estampado de… ¡flamencos! Cuando le quitaron las esposas, Collins se levantó para estrecharle la mano.

– La cosa pinta bien. Veo que tiene un grupo de animadoras.

– No quiero que suba a mi mujer al estrado, Collins, recuérdelo.

– Sólo si es necesario, ya se lo dije.

– ¡No! La destrozarán. Sacarán a colación todo eso de que está chiflada. Puede subirme a mí, pero no a ella.

– No será necesario. Ya lo verá.

– ¿Dónde estaba ayer? Pedí que le avisaran de que quería verlo.

– Cállese y siéntese, Parker. Estaba fuera para salvarle el pellejo, persiguiendo a unos testigos que su mujer había encontrado.

– ¿Quiere decir que es cierto? Ha estado…

– Todo el mundo en pie, por favor -anunció con sequedad el alguacil-. El Juzgado del Condado de Gordon abre la sesión; preside la sala el honorable Aldon P. Murdoch.

Will observó boquiabierto cómo entraba Murdoch, vestido de negro, pero contuvo la necesidad de volver la cabeza para ver la reacción de Elly. Murdoch recorrió la sala con la mirada, se detuvo en Will y siguió adelante. Aunque su expresión era inescrutable, Will sólo pudo pensar una cosa: que por algún milagro, había ido a parar a las manos de un hombre justo. Ese convencimiento provenía de la imagen de dos niños sentados en una silla giratoria compartiendo una caja de puros llena de caramelos de goma.

– Siéntense, por favor -ordenó Murdoch.

Al hacerlo, Will se inclinó hacia Collins.

– No es cierto que lo sobornara, ¿verdad?

Collins echó un vistazo por encima de las gafas de cerca que llevaba apoyadas en la punta de la nariz a los documentos que estaba sacando de un maletín arañado.

– Lo dirá en broma. El juez Murdoch no se deja impresionar. Hubiera presentado cargos contra ella tan rápido que le habría centrifugado la miel.

Empezó el juicio.

Ambos abogados presentaron sus conclusiones provisionales. Collins lo hizo despacio, arrastrando las palabras, como si no hubiera dormido lo suficiente la noche anterior.

El fiscal Edward Slocum lo hizo con pasión y florituras.

Tenía la mitad de la edad de Collins y medía casi el doble. Con un cuidado traje de sarga azul, una camisa impecable y una corbata almidonada, hacía que, en comparación, Bob Collins pareciera anticuado. Al verlo hablar con su voz sonora de barítono y su gran estatura, uno no podía sino pensar que Collins ya iba camino de la tumba. Los ojos de Slocum eran negros, intensos, francos, y la onda de pelo que le cubría la parte superior de la cabeza le confería el aspecto de un gallo que retaba a cualquiera de su gallinero a cloquear sin su permiso. Era elocuente e imponía físicamente. Slocum prometió presentar al jurado pruebas irrefutables que demostrarían, más allá de toda duda, que Will Parker había asesinado a sangre fría y con premeditación a Lula Peak.

Escuchando a los dos hombres, Will no pudo evitar pensar que, de ser él miembro del jurado, se hubiera creído todo lo que Slocum dijera y se hubiera preguntado si el abogado defensor estaría tan senil como parecía.

– La acusación llama al sheriff Reece Goodloe.

Mientras interrogaba a su testigo, Slocum adoptó una actitud firme con él, a menudo con los pies separados y las rodillas rígidas. Sabía utilizar los ojos, que clavaba en el testigo como si cada respuesta fuera una información vital de la que dependiera el resultado del juicio, y miraba al jurado en el momento oportuno para inculcarle las partes más incriminatorias de la declaración.

Las palabras del sheriff Goodloe permitieron al jurado enterarse de los antecedentes penales de Will, de la existencia del trapo rasgado y de una nota que contenía las iniciales del acusado, y también de que este último había admitido que leía a menudo el Atlanta Constitution.

Cuando Bob Collins se levantó a trompicones de la silla, la mitad de los presentes en la sala contuvo un grito de aliento. Se pasaba tanto rato reflexionando sobre cada pregunta que los miembros del jurado se movían inquietos. Cuando por fin la hacía, relajaban los hombros, aliviados. Los ojos de Bob Collins rehuían todo lo que había en la sala salvo el suelo y las punteras de sus zapatos rayados. Lucía una media sonrisa en los labios, como si supiera un secreto divertido que pensara contarles a su debido tiempo.

Su contrainterrogatorio del sheriff Goodloe reveló que Will Parker había cumplido su condena en la cárcel, que había sido un preso modélico y que había salido en libertad al finalizar la pena. También reveló que el mismo sheriff Goodloe leía diariamente el Atlanta Constitution.

Las palabras de una mujer flaca y con gafas llamada Barbara Murphy, que se identificó como cajista del Atlanta Constitution, sirvieron para verificar de modo irrefutable que la nota estaba hecha con recortes de uno o varios ejemplares de ese periódico. Al contrainterrogarla, la señorita Murphy reveló que la circulación del periódico era de 143.261 ejemplares y que, puesto de Calhoun era uno de los 158 condados de ese estado, cabía la posibilidad de que llegaran a él alrededor de novecientos ejemplares diarios del Atlanta Constitution.

Las palabras de un médico forense mayor y de aspecto cansado llamado Elliot Mobridge permitieron al jurado averiguar la hora y la causa de la muerte de Lula Peak, así como que ésta estaba embarazada de cuatro meses al morir. El contrainterrogatorio estableció que no había forma de determinar quién era el padre de un feto de cuatro meses de una mujer fallecida.

La declaración de una mujer brusca de la policía científica que se identificó como Leslie McCooms reveló que se habían encontrado restos de polvo y de aceite de limón que coincidían con los del trapo rasgado en el cuello de Lula Peak, junto con magulladuras causadas por las manos de una persona, probablemente de un hombre.

La defensa no hizo preguntas a la testigo, aunque se reservó el derecho a contrainterrogarla más adelante.

Gladys Beasley, que gozaba de una gran reputación, concedió que el trapo y el aceite de limón (prueba A) podían proceder de la Biblioteca Municipal Carnegie de Whitney, donde Will Parker estaba empleado y en la que había estado trabajando la noche del asesinato de Lula Peak. La señorita Beasley admitió, asimismo, que la biblioteca disponía de dos suscripciones del Atlanta Constitution, y que ella había dado permiso a Will Parker para que se llevara a casa uno de los dos ejemplares cuando tuviera tres o más días de antigüedad. Aunque estas declaraciones eran las que Will había esperado, le impresionó lo incriminatorias que sonaban cuando las hacía un testigo bajo juramento desde una silla situada en un estrado junto a un juez.

Pero cuando Robert Collins contrainterrogó a la señorita Beasley la marea empezó a cambiar sutilmente.

– ¿Visitó Lula Peak alguna vez la biblioteca cuando el señor Parker estaba en ella?

– Pues sí.

– ¿Y habló con el señor Parker?

– Sí.

– ¿Cómo lo sabe?

– Podía oír perfectamente su conversación desde la mesa de préstamos. La biblioteca tiene forma de «U», y la mesa está situada en la zona central, de modo que puedo ver, y a menudo oír, todo lo que pasa. El techo es alto y todo resuena.

– ¿Cuándo oyó la primera de estas conversaciones entre Peak y Parker?

– El dos de septiembre de 1941.

– ¿Cómo puede estar tan segura de la fecha?

– Porque el señor Parker pidió un carné de usuario de la biblioteca y empecé a rellenarle uno antes de saber que todavía no tenía una residencia fija en Whitney. Había escrito los datos con tinta y no podía borrarlos para reutilizarlo para otro usuario, y como no me gusta desperdiciar nada, guardé el carné del señor Parker aparte para aprovecharlo cuando regresara con un comprobante de su residencia, como estaba segura de que haría. Todavía utiliza ese carné original, con la fecha del dos de septiembre tachada.

La señorita Beasley entregó el carné de usuario de la biblioteca de Will, que se presentó como prueba B.

– Así que el dos de septiembre oyó una conversación entre Lula Peak y William Parker -prosiguió Collins-. ¿Podría repetir lo que dijeron lo mejor que recuerde?

La señorita Beasley, remilgada, sobria e indudablemente exacta, repitió palabra por palabra lo que había oído ese primer día, cuando Lula se sentó delante de Will y le puso el pie entre los muslos, cuando lo acorraló entre los estantes e intentó seducirlo, cuando acusó vengativamente a su mujer de estar loca desde que era una niña, época en la que la señorita Beasley recordaba a Eleanor See como una alumna inteligente, dotada de un espíritu curioso y con un don para el dibujo. Explicó la marcha, educada pero precipitada, de Will, ese día y otros en los que Lula lo siguió hasta la biblioteca con el pretexto de querer «superarse» con libros que jamás se tomó la molestia de llevarse a casa.

Mientras oía su declaración, Will estaba tenso. Después de la bronca que le había echado, había temido su antipatía en el estrado. No debería haberlo hecho. No tenía ninguna amiga mejor que Gladys Beasley. Cuando hubo terminado de declarar, pasó junto a su silla con su típico aire de sargento, sin mirarlo, pero Will no tenía la menor duda de que su fe en él era inquebrantable.

La señorita Beasley era el último testigo de la acusación. Había llegado el turno de Collins.

Y éste se pasó treinta segundos levantándose de la silla, sesenta más mirando a los presentes y quince quitándose las gafas. Soltó una risita y bajó la vista hacia la puntera de sus zapatos.

– La defensa llama a la señora Lydia Marsh -anunció.

Lydia Marsh, angelical y preciosa con su pelo azabache y su vestido celeste, prestó juramento y declaró que estaba casada, que era madre de dos hijos y que su mando estaba combatiendo en «algún lugar de Italia». Un observador atento hubiese detectado la casi imperceptible aprobación de los miembros del jurado; suavizaron la expresión de la boca y relajaron las manos. Robert Collins la detectó, desde luego, y se dispuso a sacar partido del patriotismo que se vivía en ese momento en todo el país, incluido el jurado.

– ¿Cuánto tiempo hace que conoce a Will Parker, señora Marsh?

Las preguntas fueron rutinarias hasta que Collins pidió a Lydia que relatara lo que pasó el día que Will Parker partió hacia Parris Island para incorporarse al Cuerpo de Marines de Estados Unidos.

– Vino a mi casa -recordó Lydia-, y llamó desde la puerta de la valla. Estaba ligeramente nervioso y puede que algo avergonzado…

– Protesto, señoría. La testigo está sacando conclusiones.

– Se acepta la protesta.

Cuando Lydia Marsh prosiguió, lo hizo con la resolución de describir las cosas con absoluta exactitud:

– Al principio, el señor Parker rehuía mi mirada, y se secaba las manos nerviosamente en los muslos. Cuando bajé a saludarlo, me dio una toalla verde y un tarro de cristal lleno de miel. Me dijo que los había robado hacía casi un año y medio, cuando pasaba apuros y no tenía dinero. Cuando lo había robado, el tarro de cristal estaba lleno de suero de leche, que había tomado de nuestra nevera junto al pozo. Y había tomado la toalla verde del tendedero, junto con un conjunto de prendas de mi marido que, por supuesto, hacía mucho que habían quedado inservibles. Se disculpó y aseguró que todo ese tiempo había lamentado habernos robado y que, antes de irse a la guerra, quería rectificar lo que había hecho. Así que me traía la miel, que era lo único que tenía para compensarnos.

– ¿Porque creía que tal vez no tendría otra ocasión de hacerlo? ¿Temía que podía morir en combate?

– No dijo eso, no. No es de esa clase de hombres. Es de la clase de hombres que saben que tienen que combatir y van a hacerlo sin quejarse, igual que hizo mi marido.

– Y más recientemente, señora Marsh, desde el regreso de William Parker del Pacífico, ¿ha detectado alguna desavenencia matrimonial entre él y su esposa?

– Todo lo contrario. Son muy felices. Creo que si hubiera tenido algún motivo para buscar la compañía de una mujer como Lula Peak, yo lo habría sabido.

– ¿Y por qué cree que no lo tenía?

Los ojos de Lydia se dirigieron a Elly y brillaron de felicidad.

– Porque Elly, quiero decir, la señora Parker, me confió hace poco que está esperando su primer hijo suyo.

La impresión dejó pasmado a Will. Se dio la vuelta en la silla y su mirada se encontró con la de Elly. Empezó a levantarse, pero su abogado le obligó con suavidad a sentarse de nuevo. La alegría le iluminó el rostro mientras bajaba la vista hacia el vientre de su mujer y volvía a levantarla hacia sus mejillas sonrojadas.

«¿Es verdad, Elly?» Las palabras no fueron pronunciadas, pero todos los presentes en la sala las captaron con el corazón en lugar de hacerlo con los oídos. Y todos los presentes vieron la sonrisa y el ligerísimo movimiento de la cabeza con que Elly las respondía. Vieron también la sonrisa deslumbrante y pletórica de Will. Y eso tocó la fibra sensible de los doce miembros del jurado, que eran madres y padres.

Un murmullo recorrió la sala y sólo se acalló cuando Collins dijo a la testigo que podía retirarse y anunció que el alguacil leería el expediente militar de Will Parker para que constara como prueba. El alguacil, un hombre menudo y afeminado con la voz aguada, leyó el contenido del expediente con las cejas arqueadas. Según constaba en él, el Cuerpo de Marines de Estados Unidos calificaba a William L. Parker de recluta duro, que sabía seguir órdenes y tener hombres a su cargo, lo que le había valido el honor de ser nombrado jefe de pelotón durante la instrucción básica y en combate, y el de ser ascendido a cabo antes de su baja absoluta por motivos médicos en mayo de 1943. También figuraba una mención del coronel Merritt A. Edson, comandante del Primer Batallón de Asalto del Cuerpo de Marines, en la que elogiaba la valentía de Will en combate y describía los actos valerosos que le habían hecho merecedor del Corazón Púrpura en la que, para entonces, los corresponsales habían apodado «la batalla más sangrienta que se había librado en el Mar del Coral, la Batalla de Bloody Ridge».

La sala guardó un respetuoso silencio cuando el alguacil cerró el expediente. Collins se había metido a los miembros del jurado en el bolsillo y lo sabía. Se los había ganado con respetabilidad, honestidad y valor militar. Ahora iba a ganárselos con un poco de frivolidad.

– La defensa llama a Nat MacReady al estrado.

Nat abandonó el sitio que ocupaba junto a Norris y avanzó con rapidez por la sala. Aunque iba encorvado, andaba con una agilidad sorprendente para su edad. Tenía un aspecto estupendo, con la guerrera de lana de su uniforme del Ejército de Tierra de la Primera Guerra Mundial; lucía sus deslustradas estrellas doradas y sus galones de teniente. Saltaba a la vista que Nat estaba orgulloso de que le pidieran ayuda para impartir justicia. Cuando le preguntaron si diría la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, respondió: «Puedes apostarte lo que quieras a que lo haré, muchacho.»

El juez Murdoch frunció el ceño, pero permitió las risitas del público asistente mientras Nat, con una expresión entusiasta, se sentaba en el borde de la silla.

– Diga su nombre.

– Nathaniel MacReady.

– Y su profesión.

– Soy un empresario jubilado. Llevé la nave frigorífica que hay al sur del pueblo desde los veintiséis años junto con mi hermano Norris.

– ¿A qué pueblo se refiere?

– Pues a Whitney, por supuesto.

– Ha vivido allí toda su vida, ¿verdad?

– Sí, señor. Toda salvo los catorce meses de 1917 y 1918 en que el Tío Sam me llevó gratis a Europa.

Hubo risitas ahogadas de reconocimiento. Collins retrocedió un poco para dejar que el uniforme hablara por sí solo; a nadie podía escapársele lo orgulloso que estaba Nat de volver a llevarlo.

– ¿Y cuántos años hace que se jubiló?

– Quince.

– Quince años… -Collins se rascó la cabeza y contempló el suelo-. Tiene que estar algo aburrido después de pasarse quince años sin hacer nada.

– ¡Sin hacer nada, dice! Sepa, joven, que mi hermano y yo organizamos la Patrulla Civil, y que salimos todas las noches a recorrer las calles para asegurar el cumplimiento del toque de queda y para estar pendientes de posibles aviones japoneses, ¿no es cierto, Norris?

– ¡Y que lo digas! -contestó Norris desde la zona del público, y se produjo otra oleada de carcajadas a las que el juez Murdoch tuvo que poner fin con un mazazo.

– La defensa pedirá a su testigo que dirija sus respuestas al tribunal y no al público -ordenó Murdoch.

– Sí, señoría -respondió Collins dócilmente antes de rascarse la cabeza de nuevo mientras esperaba a que la sala se calmara-. Antes de que abordemos sus tareas como voluntario de la Patrulla Civil, me gustaría que echara un vistazo a algo -dijo. Se sacó una pequeña talla de madera del bolsillo del pantalón y se la entregó a Nat-. ¿La hizo usted?

– Sí, parece mía -contestó Nat, que le dio la vuelta para examinarla de cerca y añadió-: Sí que lo es. Tiene mis iniciales en la parte inferior.

– Diga a la sala qué es.

– Es un pavo tallado en madera. ¿Dónde lo consiguió?

– En una tienda de Whitney. Pagué veinticinco centavos por ella.

– ¿Pidió a Haverty que la registrara en sus libros para que yo pueda cobrar mi parte?

– Por supuesto, señor MacReady -contestó Collins, acompañado de las carcajadas discretas de los asistentes, y continuó enseguida con el interrogatorio para no provocar más la cólera del juez Murdoch, que lo presenciaba todo muy serio-. ¿Y dónde hizo esta talla?

– En la plaza.

– ¿En qué plaza?

– Pues en la plaza del pueblo, en Whitney. Mi hermano y yo nos pasamos la mayor parte del tiempo en ella, en el banco que hay bajo el magnolio.

– ¿Tallando?

– Naturalmente, tallando. Un hombre mayor que tiene las manos ociosas acaba con su nombre en una esquela en menos de un año.

– Y mientras tallan, ven casi todo lo que ocurre en la plaza, ¿verdad?

– Bueno -dijo Nat rascándose la sien-, supongo que puede decirse que no se nos escapa gran cosa, ¿verdad, Norris?

Soltó una risita que provocó un sonido parecido de los presentes en la sala, que sabían exactamente lo poco que se les escapaba al par de hermanos.

Esta vez, Norris sonrió y evitó responder.

Collins sacó una navaja y empezó a limpiarse las uñas como si la pregunta siguiente no tuviera ninguna trascendencia.

– ¿Vio usted alguna vez a Lula Peak por la plaza?

– Casi todos los días. Trabajaba de camarera en el Café de Vickery, ¿sabe? Y desde donde está nuestro banco lo vemos claramente, lo mismo que la biblioteca y casi todo lo que se mueve por esa plaza.

– ¿Así que, a lo largo de los años, vio muchas idas y venidas de Lula Peak?

– Por supuesto.

– ¿La vio con algún hombre?

Nat se echó a reír y se dio una palmada en la rodilla.

– ¡Jo, jo, jo! ¡Esta sí que es buena! ¿Verdad, Norris? -Toda la sala se rio con él.

– Conteste la pregunta, señor MacReady -intervino el juez.

– ¡La vi con más hombres que la flota del Pacífico!

Toda la sala estalló en carcajadas, y el juez Murdoch tuvo que servirse de nuevo del mazo.

– Díganos algunos de los que vio con ella -pidió Collins.

– ¿Cuánto quiere que me remonte?

– Hasta donde recuerde.

– Bueno… -Nat se rascó la barbilla, bajó la vista hacia la puntera de su zapato marrón-. A ver, eso abarca mucho tiempo. Siempre le gustaron los hombres. Supongo que no sabría decirle con cuál la vi primero, pero cuando apenas era lo bastante mayor como para tener vello corporal, hubo ese feriante moreno que llevaba la noria durante las fiestas de Whitney. Puede que fuera en el veinticuatro…

– Fue en el veinticinco -lo interrumpió Norris desde la zona del público.

Slocum se puso de pie de un salto.

– ¡Protesto! -exclamó a la vez que el juez daba un golpe con el mazo-. ¡No estamos juzgando a Lula Peak, sino a William Parker!

– Señoría -replicó Collins con calma-, en este caso, la reputación de la fallecida es de suma importancia. Intento establecer que, debido a su promiscuidad, Lula Peak podría haberse quedado embarazada de varios hombres con los que se sabe que había mantenido relaciones.

– ¿Dando a entender que el feto podría haber sido concebido en 1925? -replicó Slocum, indignado-. ¡Esta línea de interrogatorio es ridícula, señoría!

– Estoy intentando demostrar una pauta sexual en la vida de la fallecida, señoría, si usted me lo permite.

La protesta fue desestimada, pero con una advertencia para que Collins controlara la tendencia de su testigo a hablar a los asistentes y a pedirles que respondieran.

– ¿Vio alguna vez a Lula Peak acompañada de Will Parker?

– La vi intentarlo. Bueno, ya lo creo que lo intentó, empezando por el primer día que llegó al pueblo y entró en el local donde ella trabajaba.

– Por el local se refiere al Café de Vickery.

– Sí, señor. Y, después de eso, todos los días, cuando lo veía llegar al pueblo y cruzar la plaza, salía a barrer la entrada, y cuando él no le prestaba ninguna atención, lo seguía dondequiera que él fuera.

– Como… -lo animó Collins.

– Bueno, como a la biblioteca, cuando iba a pedir libros prestados o a vender leche y huevos a la señorita Beasley. Lula no tardaba ni dos minutos en quitarse el delantal y salir a toda prisa tras el joven Parker. Soy un hombre mayor, señor Collins, pero no demasiado para reconocer a una mujer en celo, ni a una que ha sido rechazada por un hombre…

– ¡Protesto!

– … y cuando Lula salía de esa biblioteca echando sapos y culebras…

– ¡Protesto!

– … no se la veía nada estrujada.

– ¡Protesto!

Pasó un minuto entero antes de que el alboroto se calmara. Aunque el juez ordenó que las opiniones de Nat no constaran en acta, Collins sabía que constarían en las mentes del jurado. Lula Peak era una fulana y, antes de que él terminara, todos lo sabrían y la condenarían a ella y no a Will Parker.

– Señor MacReady-explicó Collins tranquilamente-, ¿comprende que tenemos que hablar de hechos, sólo de hechos, y no de opiniones?

– Sí, sí, claro.

– Hechos, señor MacReady. A ver, ¿sabe a ciencia cierta que Lula Peak tuviera relaciones licenciosas con más de un hombre en Whitney?

– Sí, señor. Por lo menos si puede creerse lo que dice Orlan Nettles. Una vez me dijo que se la había agenciado bajo la tribuna del campo de béisbol durante la séptima entrada del partido entre los Whitney Hornets y los Grove City Tigers.

– «Se la había agenciado.» ¿Podría ser más específico?

– Hombre, podría, pero hay señoras presentes.

– ¿Fue «agenciado» la palabra que usó Orlan Nettles?

– No, señor.

– ¿Qué palabra usó?

Nat se ruborizó y se volvió hacia el juez.

– ¿Tengo que decirla, señoría?

– Está bajo juramento, señor MacReady.

– Muy bien, entonces. «Follado», señoría. Orlan dijo que se había follado a Lula Peak bajo la tribuna del Skeets Hollow Park durante la séptima entrada de un partido entre los Whitney Hornets y los Grove City Tigers.

En el fondo de la sala se oyó un grito ahogado de Alma Nettles, la mujer de Orlan. Collins se fijó en que los ojos de los miembros del jurado se dirigían hacia ella y esperó a contar de nuevo con toda su atención.

– ¿Cuándo fue eso?

– La noche que los Hornets ganaban siete a seis en la parte alta de la novena entrada, cuando Willie Pounds atrapó tendido en el suelo una pelota que iba rasa y la lanzó con muchísima fuerza a la base de meta para lograr la última eliminación. Norris y yo no nos perdemos ningún partido y conservamos las tarjetas con los resultados, ¿verdad, Norris? -Norris asintió mientras Nat entregaba a Collins un pedazo de papel blanco-. Aquí está, el 11 de julio del verano pasado, aunque no sé por qué era necesario traerla. La mitad de los hombres de Whitney saben qué fecha era porque Orlan se lo contó a un montón, ¿verdad, Norris?

– Que no conste en acta ese último comentario -ordenó el juez Murdoch mientras una matrona atenta se llevaba a Alma de la sala entre sollozos.

– ¿Vio alguna vez a Lula Peak con un hombre en… digamos, una situación comprometedora? -preguntó Collins a Nat por encima de los murmullos de los asistentes.

– Sí, señor. Había un ingeniero del ferrocarril que se hospedaba en la pensión de la señorita Bernadette Werm. No sé muy bien cómo se llamaba, pero tenía una tupida barba roja y llevaba tatuada una serpiente en el brazo; la señorita Werm recordará su nombre. Bueno, el caso es que un día me los encontré en pleno acto, podríamos decir, junto al río Oak, donde había ido a pescar. Desnudos como Dios los trajo al mundo, así estaban, y cuando me topé con ellos, Lula echó la cabeza hacia atrás, soltó una carcajada y me dijo: «No se escandalice tanto, señor MacReady. ¿Por qué no se une a nosotros?»

Entre el público un coro de voces femeninas exclamó: «¡Oh!»

– Sólo para dejar las cosas completamente claras, señor MacReady, ¿cuando dice que se los encontró en pleno acto, se refiere a que estaban copulando?

– Sí, señor.

Collins tardó una cantidad desmesurada de tiempo en sacarse un pañuelo arrugado del bolsillo y sonarse la nariz para dejar que la última parte de la declaración calara en todos los cerebros que importaban y en muchos que no. Finalmente, se guardó el pañuelo y se dirigió de nuevo al testigo.

– A ver, volvamos a hablar, si le parece, de su importante trabajo como miembro de la Patrulla Civil. Cuando ha recorrido las calles de noche los últimos meses y las últimas semanas, ¿es cierto que ha visto concretamente un coche estacionado varias veces en la parte posterior de la casa de Lula Peak?

– Sí, señor.

– ¿Sabe de quién es ese coche?

– Sí, señor. Es de Harley Overmire. Un Ford negro, matrícula número PV628. Lo estaciona detrás de los enebros, en el callejón. Lo he visto muchas veces allí, por lo menos un par de noches a la semana durante el último año. También he visto a Harley ir a veces a casa de Lula Peak a mediodía, cuando ella no está trabajando. Estaciona el coche en la plaza, entra en el café como si fuera a almorzar y sale por la puerta trasera para ir por el callejón hasta su casa, que está a la vuelta de la esquina.

– ¿Y ha visto a Lula Peak con alguien más últimamente?

– Sí, señor, y a decir verdad, detesto decirlo en público porque a nadie le gusta perjudicar a un chico de esa edad. Y lo más probable es que sea demasiado joven para darse cuenta…

– Díganos qué vio, señor MacReady -lo interrumpió Collins.

– A Ned, el hijo menor de Harley.

– ¿Se refiere a Ned Overmire, el hijo de Harley Overmire?

– Sí, señor.

– Díganos cuántos años puede tener Ned Overmire.

– Oh, diría que unos catorce. No más de quince, eso seguro. Está en primero de secundaria. Lo sé porque mi sobrina, Delwyn Jean Potts, es su profesora este año.

– ¿Y vio a Lula Peak con Ned Overmire?

– Sí, señor. Justo delante del Café de Vickery. Estaba barriendo de nuevo, siempre barría cuando quería… bueno… ya sabe… conseguirse un hombre, podríamos decir. Bueno, el caso es que, hace semanas, el joven Ned se acercaba un día por la acera y lo paró como la había visto parar a muchos otros, poniéndole esa larga uña que tenía en la pechera y acariciándole el tórax. Dijo que hacía calor y que, si entraba, le serviría un helado gratis. Pude oírla claramente. ¡Qué caray, creo que quería que la oyera! Siempre se burlaba de mí desde que la encontré con el del ferrocarril. Un helado… Sí, claro. ¡Seguro!

– ¿Y entró con ella el muchacho?

– Sí. Gracias a Dios volvió a salir en un par de minutos con un helado de cucurucho, y Lula lo siguió hasta la puerta para gritarle: «Vuelve, ¿me oyes?»

– ¿Y lo hizo?

– Que yo viera, no.

– Bueno, demos gracias al Señor por ello -murmuró Collins, cuya reacción provocó un mazazo pero le valió la aprobación de los miembros del jurado-. Pero está seguro de que Lula tuvo encuentros sexuales con estos otros hombres que ha mencionado.

– Sí, señor.

– Y, que usted sepa, ¿logró alguna vez Lula Peak captar la atención de Will Parker?

– No, señor. Nunca lo logró. No que yo sepa. No.

– Su testigo.

Slocum intentó desacreditar a Nat MacReady por senil, duro de oído y corto de vista, pero fue en vano. MacReady tenía una memoria envidiable, y adornaba sus recuerdos con anécdotas que eran tan evidentemente reales que su contrainterrogatorio acabó resultando más provechoso para la defensa que para la acusación.

Cuando Nat se bajó del estrado, Collins se puso de pie.

– La defensa llama a Norris MacReady -anunció.

Norris ocupó su sitio vistiendo, como su hermano, su uniforme de la Primera Guerra Mundial, que le quedaba un poco ancho en el cuello arrugado. La frente le brillaba de habérsela restregado hacía poco, lo que le había realzado las manchas de la vejez como si formaran parte de un estampado de topos. Slocum apretó los labios, maldijo entre dientes y se pasó una mano por el pelo de modo que se chafó la cresta.

– Diga su nombre.

– Norris MacReady.

– Profesión.

– Jubilado de la nave frigorífica el mismo año que Nat.

Tras una serie de preguntas relativas a la creación de la Patrulla Civil de Whitney y a su función, Collins pasó a abordar otras más sustanciosas.

– La noche del 17 de agosto de 1943, mientras patrullaba para comprobar el cumplimiento del toque de queda, ¿oyó una conversación en la puerta trasera de la Biblioteca Municipal Carnegie de Whitney?

– Sí.

– ¿Le importaría contárnosla, por favor?

Norris abrió los ojos como platos y se volvió hacia el juez.

– ¿Cree que tengo que repetir exactamente lo que dijo Lula?

– Exactamente tal como lo oyó, sí -contestó el juez.

– Bueno, está bien, señoría…, pero a las señoras de la sala no va a gustarles.

– Está bajo juramento, señor MacReady.

– Muy bien… -vaciló Norris, que era un caballero de los de antes, y a continuación añadió-: ¿Cree que pasaría nada si lo leyera en lugar de decirlo?

Slocum se levantó de un salto para protestar.

– Permítame establecer que el material de lectura es admisible, señoría -intervino rápidamente Collins.

– Se desestima la protesta, pero establézcalo con una sola pregunta, ¿entendido, señor Collins?

– Sí, señoría. -Collins se volvió hacia Norris-. ¿Qué le gustaría leer?

– Nuestro diario. Nat y yo lo anotamos todo fielmente en un diario, ¿verdad, Nat?

– Ya lo creo -respondió Nat desde la zona del público.

Esta vez nadie elevó ninguna protesta. La sala se quedó tan silenciosa como el espacio sideral.

– ¿Llevan un diario mientras patrullan? -dijo Collins.

– Oh, tenemos que hacerlo. Lo dice el Gobierno. Tenemos que anotar todos los aviones que veamos y todas las personas que violen el toque de queda. Esta guerra es distinta a la Primera Guerra Mundial. En ésa no tuvimos que preocuparnos nunca por si había algún espía entre nosotros como ocurre esta vez, por eso tenemos que llevar unos registros tan exactos.

– Puede leer la entrada del diecisiete de agosto, señor MacReady.

Norris se sacó un libro con las cubiertas verdes y los bordes gastados del bolsillo interior del uniforme. Se puso unas gafas con montura metálica en la nariz y tardó un buen rato en situarse las patillas en las orejas. Luego, echó la cabeza hacia atrás, se humedeció un dedo y pasó las páginas tan despacio que empezaron a oírse risitas ahogadas en la sala. Por fin encontró el punto exacto.

– «Diecisiete de agosto de 1943 -empezó a leer con voz ronca, se detuvo y carraspeó-. Nat y yo salimos a patrullar a las nueve. No vimos a nadie en las calles aparte de a Carl y Julie Draith, que volvían de la partida de bridge en casa de los Nelson, sus vecinos. A las diez, al subir por la calle Comfort, oímos que alguien entraba por la puerta trasera de la biblioteca. Yo me quedé donde estaba mientras Norris se situaba tras los arbustos para ver quién era. Norris me hizo una seña para que me acercara y esperamos. Menos de cinco minutos después la puerta se abrió de golpe y un zapato de tacón alto salió volando y dio a Nat en el hombro, lo que le provocó que se le formara un cardenal. Will Parker y Lula Peak se estaban peleando de lo lindo. Parker la echó a empujones por la puerta trasera de la biblioteca y le gritó: «Si estás caliente, ve a buscarte a otro.» Le cerró la puerta en las narices y ella la golpeó con el puño y lo llamó gilipollas, imbécil y marine de mierda. Después, gritó (lo bastante fuerte como para resucitar a un muerto: "¡Seguro que tu polla ni siquiera me llenaría la oreja!" Menudas palabrotas para una mujer.»

Norris se sonrojó. Nat se sonrojó. Will se sonrojó. Elly se sonrojó. Collins tomó educadamente el diario de MacReady y lo presentó como prueba C antes de dejar a su testigo para que el fiscal lo contrainterrogara.

Esta vez Slocum pensó con la cabeza y dejó que Norris se marchara sin preguntarle nada más. La sala empezó a agitarse. Se oían continuamente murmullos de los asistentes, que se habían sentado en la punta de sus sillas mientras Collins llamaba a su siguiente testigo.

– La defensa llama al doctor Justin Kendall.

Kendall recorrió a zancadas el pasillo central. Era un hombre imponente de más de metro ochenta, con un traje hecho a medida de sarga marrón y una frente alta que daba la impresión de que se la hubiera frotado con un cepillo quirúrgico. Llevaba unas gafas sin montura que le conferían aspecto de experto. Cuando repetía el juramento con la mano levantada, se le vieron los dedos largos y limpios. Cuando se tiró de los pantalones para sentarse en el estrado, Collins ya le estaba haciendo la primera pregunta.

– Diga su nombre y su profesión, por favor.

– Justin Ferris Kendall, médico.

– Tiene su consulta aquí, en Calhoun, ¿es eso correcto?

– Sí.

– ¿Y reconoció hace poco a la fallecida, Lula Peak?

– Sí, señor, el veinte de octubre del año pasado.

– ¿Y confirmó en ese momento que estaba embarazada de aproximadamente dos meses?

– Sí.

– ¿Le confirmó que estaba embarazada de dos meses, dos meses después de que se oyera a Will Parker diciéndole que si estaba caliente, se buscara a otro?

– Sí, señor.

– ¿Y trabaja para usted una enfermera titulada que se llama Miriam Gaultier y que hace también las veces de recepcionista?

– Sí.

– Gracias. Su testigo.

Evidentemente, Slocum no podía adivinar el motivo de esta línea de interrogatorio y echó un vistazo a su alrededor, desconcertado ante el cambio brusco de testigos de la defensa.

– No hay preguntas, señoría -dijo, levantado a medias de la silla.

– La defensa llama a Miriam Gaultier al estrado.

La gente volvió la cabeza para ver a la mujer menudita que cruzaba la baja puerta de vaivén de la barandilla de madera y sonreía al doctor Kendall, que se la sujetaba abierta.

– Diga su nombre y su profesión, por favor.

– Miriam Gaultier. Soy enfermera y recepcionista del doctor Justin Kendall.

– Acaba de oír al doctor Kendall declarar que la fallecida, Lula Peak, fue a verlo el veinte de octubre del año pasado. ¿Trabajó usted ese día en la consulta del médico?

– Sí, señor.

– ¿Y habló con Lula Peak?

– Sí, señor.

– ¿Y sobre qué fue esa conversación?

– Pregunté a la señorita Peak su dirección para poder enviarle la factura.

– ¿Y se la dio?

– No, señor, no lo hizo.

– ¿Por qué no?

– Porque me pidió que enviara la factura a Harley Overmire, de Whitney, Georgia.

Nadie oyó cómo Collins cedía el turno de preguntas de su testigo al fiscal Slocum, pero sí vieron todos cómo el sudor manaba de los poros de Harley Overmire mientras la acusación contrainterrogaba a Miriam Gaultier en la silenciosa sala.

– ¿Se llegó a pagar la factura, señorita Gaultier?

– Sí, señor.

– ¿Puede afirmar, sin lugar a dudas, que no la pagó la señorita Peak?

– Bueno…

– Sin lugar a dudas, señorita Gaultier -repitió Slocum, mientras le clavaba los ojos oscuros.

– La pagaron en efectivo.

– ¿En persona?

– No, el dinero llegó por correo.

– Gracias, puede retirarse.

– Pero lo enviaron en un sobre de…

– ¡Puede retirarse, señorita Gaultier!

– … la compañía eléctrica, como si quien lo había enviado…

¡Clac! ¡Clac! Murdoch dio unos mazazos.

– ¡Eso es todo, señorita Gaultier!

Las cosas iban mejor aún de lo que Collins había esperado. Llamó rápidamente a su siguiente testigo mientras el viento soplaba a su favor.

– La defensa vuelve a llamar a Leslie McCooms.

El alguacil recordó a la doctora McCooms que seguía estando bajo juramento y Collins fue al grano sin histrionismos.

– Cuando examinó el cadáver de Lula Peak, descubrió que no le habían causado la muerte con el trapo como se había creído en un principio sino con la presión de unas manos, probablemente de un hombre. ¿Es eso cierto?

– Sí.

– Dígame, doctora McCooms, ¿cuántas huellas encontró en el cuello de Lula Peak?

– Nueve.

– ¿Y a qué dedo correspondía la huella que faltaba?

– Al índice de la mano derecha.

– Gracias… Su testigo.

Will sintió que lo invadía la esperanza. Con una mano alrededor de la otra, se apretó los labios con los nudillos del pulgar y se advirtió que aquello todavía no se había acabado. Pero no pudo evitar volverse para mirar a Elly un instante. Tenía la cara sonrojada de entusiasmo. Se llevó un puño hacia el corazón, lo que motivó que el de Will latiera con renovadas esperanzas.

Slocum tomó la palabra, evidentemente agitado.

– ¿Es verdad, doctora McCooms, que es posible que una víctima sea estrangulada por alguien que tiene diez dedos y le deje menos de diez huellas?

– Sí, lo es.

– Gracias. Puede retirarse.

Will volvió a perder la esperanza, pero no tuvo tiempo para desanimarse. El sorprendente Collins mantenía un ritmo rápido, sabedor de lo valiosa que era la conmoción que había provocado.

– La defensa llama a Harley Overmire.

Overmire, con el aspecto de un simio peludo y asustado, recorrió el pasillo central, embutido en un traje azul claro con las mangas quince centímetros demasiado largas para sus brazos regordetes, tanto que casi le tapaban las manos.

– Levante la mano derecha, por favor -ordenó el alguacil con la Biblia preparada.

Harley tenía la cara pálida como una luna llena. Gotas de sudor le perlaban en el labio superior y dos redondeles le oscurecían los sobacos del traje.

– Levante la mano derecha, por favor -repitió el alguacil.

Harley no tuvo más remedio que hacer lo que le pedía. Titubeante, levantó el brazo y, al hacerlo, la manga le resbaló un poco hacia abajo. Todas las miradas de la sala se fijaron en esa mano rolliza que se recortaba contra la pared blanca del juzgado y que carecía de dedo índice.

– ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?

La voz de Harley sonó como el chillido de un ratón cuando se cierra la trampa.

– Lo juro.

Mientras el alguacil seguía el procedimiento con su voz monótona, Collins echó un vistazo a los miembros del jurado y comprobó que todos tenían los ojos clavados en la temblorosa mano con cuatro dedos de Overmire.

– Diga su nombre y su profesión, por favor.

– Harley Overmire, encargado del aserradero de Whitney.

– Puede sentarse.

Collins fingió repasar sus notas durante treinta largos segundos mientras Harley se sentaba deprisa y escondía la mano derecha en su costado. El ambiente era electrizante. Collins dejó que el voltaje fuera aumentando mientras miraba de forma significativa por encima de las medias gafas la mano que Harley escondía, la mano infame que ya le había valido en todo el condado la fama de desertor del ejército. Collins se quitó las gafas, se puso de pie como si el reumatismo lo estuviera matando y se acercó al estrado. Se llevó un dedo al mentón, se quedó pensativo un instante y regresó a su mesa como si se hubiera dejado algo en ella. A medio camino, giró bruscamente y observó en silencio a Overmire. Los asistentes estaban tan callados que hubiera podido oírse cómo una araña tejía su tela. Collins repasó todos los rostros del jurado antes de posar su mirada en el presidente.

– No hay preguntas -dijo en un tono cargado de connotaciones.

Eran las cuatro y veinte de la tarde. A todos les sonaban las tripas, pero nadie pensaba en ir a comer. El juez Murdoch tampoco echó ningún vistazo al reloj. Pidió a los abogados que expusieran sus conclusiones finales.

Y, para deleite de Collins, fueron anticlimáticas. Tal como él las quería. Tenía un jurado hambriento, un juez y un público subyugados, y un testigo preocupado.

Cuando el jurado se marchó, dejó la sala de un modo insólito: inmóvil.

Todos los presentes permanecieron en sus asientos como si supieran que la espera sería corta. Incluido el juez Murdoch, que esperó reverentemente en silencio, con demasiado calor y mucha hambre pero sin querer perderse el sonido del primer paso que indicara la vuelta del jurado.

Pasados exactamente siete minutos, doce pares de zapatos repiquetearon en la madera de la tarima donde había doce sillas esperando. Cuando los miembros del jurado estuvieron sentados, una pregunta se elevó hacia el alto techo.

– Señoras y señores del jurado, ¿han llegado a un veredicto?

– Sí, señoría.

– ¿Podrían dárselo al alguacil, por favor?

El alguacil lo recogió y se lo entregó a Murdoch, que desdobló la hojita de papel blanco y la leyó en silencio antes de devolvérsela al presidente del jurado.

– Puede leer el veredicto a la sala.

Las manos de Elly aferraron las de Lydia y las de la señorita Beasley. Will contuvo la respiración.

– Nosotros, los miembros del jurado, encontramos al acusado, William Lee Parker, inocente.

Fue un caos. Will se dio la vuelta. Elly se llevó las manos a la boca y se echó a llorar. La señorita Beasley y Lydia intentaron abrazarla. Collins intentó felicitar a Will, pero tanto éste como Elly tenían una única idea en la cabeza: reunirse. Se abrieron paso entre la gente mientras les daban palmaditas en la espalda, pero no las notaban. Distintas voces los felicitaban, pero no las oían. Les dirigían un montón de sonrisas, pero ellos sólo se veían el uno a la otra… Will… y Elly. Chocaron y se enlazaron en medio de la multitud. Se besaron apasionada y precipitadamente. Hundieron la cara en el cuello del otro, donde se refugiaron y se sostuvieron mutuamente.

– Elly… ¡Oh, Dios mío…!

– Will… Mi querido Will…

Will la oyó sollozar.

Elly lo oyó tragar saliva con fuerza.

Con los ojos cerrados, mecieron sus cuerpos, se olieron, se sintieron, se aislaron de todo lo demás.

– Te amo -logró decirle Will al oído-. Nunca dejé de amarte.

– Ya lo sé. -Le besó la mandíbula.

– Y siento mucho lo que pasó.

– También lo sé -aseguró Elly, y soltó una carcajada que un sollozo entrecortó.

La gente chocaba con ellos. Un reportero llamó a Will. Los testigos esperaban para felicitarlos.

– No te alejes de mí -ordenó Will con firmeza a Elly en el oído antes de atraerla hacia sí. Ella le rodeó la cintura con los brazos y se apretujó contra su cuerpo mientras Will hacía lo que se esperaba de él.

Estrechó la mano de Collins y recibió una fuerte palmada en la espalda.

– Bueno, joven, ha sido un placer de principio a fin.

– Eso será para usted -rio Will.

– No dudé ni un instante que usted iba a ganar.

– Querrá decir que íbamos a ganar.

– Sí -afirmó Collins poniendo la mano libre en el hombro de Elly para incluirla-, supongo que tiene razón: «Que íbamos a ganar.» -Soltó una risita y añadió-: Si alguna vez busca trabajo, jovencita, conozco a unos cuantos buenos abogados que le pagarían un buen sueldo para que empleara sus artimañas para ayudar a sus clientes. Tiene intuición y habilidad.

Elly rio y separó la mejilla de la solapa de Will el tiempo suficiente para mirarle los felices ojos castaños.

– Lo siento, señor Collins, pero ya tengo trabajo, y no lo cambiaría por nada del mundo.

Will le besó la nariz y los tres compartieron un montón de manos entusiasmadas que querían estrechar las suyas, hasta que Lydia Marsh los interrumpió rodeando el cuello de Elly.

– ¡Oh, Elly, me alegro tanto por ti! -Le puso una mejilla en la de ella-. Y por usted también, Will -dijo, antes de ponerse de puntillas para darle un abrazo impulsivo.

– No sé cómo darle las gracias, señora Marsh -aseguró Will con el corazón a punto de estallarle.

Lydia sacudió la cabeza conteniendo las lágrimas, incapaz de expresar su cariño de otra forma que no fuera tocándole la mejilla. Después, dio un beso a Elly.

– Nos veremos pronto -prometió, y se marchó.

– Señor Parker -lo llamó un segundo reportero-, ¿podría hablar con usted un minuto?

Pero ahí estaban Nat y Norris MacReady, sonriendo como un par de sujetalibros añejos, luciendo orgullosos sus uniformes militares que olían a bolas de naftalina.

– Nat… Norris… -Will les estrechó con ímpetu la mano y les dio una palmadita campechana en el cuello a ambos-. ¡No saben lo contento que he estado de tenerlos a mi lado! ¿Qué puedo decir? Sin ustedes, puede que todo hubiera terminado de otra forma.

– Lo que sea por un veterano -respondió Nat.

– Díganos que seguiremos teniendo miel -intervino Norris.

Mientras reían, la señora Gaultier y el doctor Kendall se les acercaron y tocaron los hombros de Will con una sonrisa en los labios.

– Felicidades, señor Parker.

El reportero sacó una fotografía mientras Will les estrechaba la mano y les daba las gracias.

Con la impresión de estar atrapado en una vorágine, Will se vio obligado a entregarse a desconocidos y a amigos por igual mientras los reporteros le seguían disparando preguntas.

– Señor Parker, ¿es verdad que Harley Overmire lo había despedido del aserradero tiempo atrás?

– Sí.

– ¿Porque había estado en la cárcel?

– Sí.

– ¿Es verdad que se cortó el dedo para evitar incorporarse al ejército?

– No puedo especular sobre eso. Escuchen, ha sido un día muy largo y…

Trató de acercarse a la puerta, pero la multitud bienintencionada pululaba a su alrededor como las polillas alrededor de la luz.

– Señor Parker…

– Felicidades, Will…

– Y a ti también, Eleanor…

– Enhorabuena, joven. Usted no me conoce pero soy…

– Señor Parker, ¿podría firmarme un autógrafo? -dijo un muchacho que llevaba una gorra de béisbol.

– Muy bien, Will…

– Nos alegramos tanto por los dos, Elly…

– Felicidades, Parker. Venga con la parienta al café y los invitaré a comer…

Will no deseaba ser la actuación principal de un circo de tres pistas, pero aquellas personas eran vecinos del pueblo que por fin los acogían a él y a Elly en su seno. Les estrechó la mano, les devolvió la sonrisa y se mostró debidamente agradecido. Hasta que ya no pudo más y tuvo que escaparse para estar a solas con Elly. Como respuesta a las bromas de alguien, estrechó con más fuerza a Elly contra su cuerpo, la levantó hasta que uno de sus pies dejó de tocar el suelo y le besó la sien.

– Marchémonos de aquí -le susurró entonces, y ella le abrazó la cintura para dirigirse con él hacia la puerta.

Y allí estaba la señorita Beasley, esperando pacientemente su turno.

El reportero persiguió a Will y a Elly cuando se acercaron a la bibliotecaria.

– Señor Parker, señora Parker, ¿podría alguno de los dos hacer un comentario sobre la detención de Harley Overmire?

Ignoraron la pregunta.

La señorita Beasley llevaba un vestido de color verde apagado y tenía las manos cruzadas bajo sus abundantes pechos, con el bolso colgado de una muñeca. Will empujó ligeramente a Elly hacia delante, hasta que los dos estuvieron a medio metro de la bibliotecaria. Entonces soltó a su mujer.

– Señor Parker -lo importunó una voz de hombre-, soy del Atlanta Constitution. ¿Podría…?

Elly combatió la intromisión por él.

– Ahora mismo está ocupado. ¿Por qué no espera fuera?

Sí, Will estaba ocupado. Luchando una batalla perdida contra las intensas emociones que lo inundaban mientras estrechaba a Gladys Beasley entre sus brazos con el mentón apoyado en sus rizos azulados y la sujetaba con fuerza, medio asfixiado por la fragancia de rosas pero disfrutando hasta el último segundo.

Increíblemente, la señorita Beasley le devolvió el gesto afectuoso y le puso las palmas de las manos en la espalda.

– Me dejó helado, ¿sabe? -comentó Will con la voz ronca de emoción.

– Necesitaba una reprimenda por ser tan obstinado.

– Ya lo sé. Pero creí que la había perdido, y también a Elly.

– Oh, tonterías, señor Parker. Tendrá que hacer mucho más que portarse como un auténtico imbécil para perdernos a ninguna de las dos.

Will soltó una risita, que se le escapó a regañadientes de la garganta tensa. Se mecieron abrazados unos segundos.

– Gracias -susurró Will, y le besó la oreja.

La señorita Beasley le dio unas palmaditas en la espalda de modo que el bolso chocaba suavemente en la cadera de Will. Después parpadeó enérgicamente, se separó de él y adoptó de nuevo su actitud didáctica.

– Le espero de vuelta en el trabajo el próximo lunes, como de costumbre.

Con las manos apoyadas en los hombros de la mujer, Will posó los atractivos ojos castaños en su cara.

– Sí, señorita Beasley -soltó con una sonrisa torcida.

Collins lo interrumpió.

– ¿Va a sujetarla todo el día o va a dejar que alguien más intente algo con ella?

– Toda suya -respondió Will, que retrocedió, sorprendido.

– Bueno, menos mal, porque había pensado que podría llevarla a mi casa para ofrecerle una copita de brandy y ver qué pasa. ¿Qué me dices, Gladys? -preguntó Collins, y se la llevó, ruborizada como un tomate, sin dejar de hablar-. ¿Sabes qué? Cuando íbamos al instituto siempre quise pedirte que saliéramos, pero eras tan inteligente que me imponías mucho. ¿Recuerdas cuando…?

Su voz se fue apagando mientras la conducía hacia la puerta. Elly tomó a Will del brazo y, juntos, contemplaron cómo se iba la pareja.

– Parece que la señorita Beasley ha conseguido por fin un admirador.

– Dos -sonrió Elly.

Will puso una mano sobre la de ella y la estrechó con fuerza contra su brazo sin dejar de mirarla a los ojos.

– Tres -sentenció.

– Señor Parker, soy del Atlanta Constitution…

– Atiéndelo, por favor -le susurró Elly, de puntillas, al oído-. Así podremos librarnos de él. Te esperaré en el coche.

– ¡No, ni hablar! -La sujetó con más fuerza-. Tú te quedas aquí conmigo.

Se enfrentaron juntos a las preguntas, lamentando cada instante que éstas les impedían estar a solas, pero se enteraron así de que ya se había ordenado y llevado a cabo la detención de Harley Overmire.

– Necesitará un buen abogado, y yo podría recomendarle a uno buenísimo -fue lo único que comentó Will cuando le pidieron su opinión al respecto.

Cuando él y Elly pudieron finalmente ir hacia su coche, ya oscurecía. El sol brillaba a poca altura sobre el edificio de piedra que dejaban atrás y le confería un color cobrizo. En los jardines del juzgado, las camelias estaban en plena floración, aunque las ramas de los fresnos estaban peladas y proyectaban unas sombras largas y finas sobre el capó de su destartalado automóvil, que tenía el parachoques delantero abollado y un guardabarros azul que contrastaba con la carrocería negra.

Cuando Elly se dirigió al asiento del copiloto, Will la empujó en dirección contraria.

– Conduce tú -ordenó.

– ¡Yo!

– Según dicen, ya sabes.

– No sé si la señorita Beasley estaría de acuerdo con eso.

– Le has dado algún que otro golpe, ¿no? -comentó Will mientras echaba un vistazo al parachoques y al guardabarros.

– Sí.

– ¿Quién le cambió el guardabarros?

– Yo, con la ayuda de Donald Wade.

– Eres una mujer increíble, ¿lo sabías? -le dijo, con los ojos brillantes.

– Lo soy desde que te conocí -respondió en voz baja Elly, radiante de felicidad.

– Sube -ordenó Will después de habérsela quedado mirando con devoción otro instante-. Enséñame lo que has aprendido.

Se sentó en el asiento del copiloto y no le dio opción. Una vez hubo acelerado el motor, Elly se aferró al volante, puso con dificultad la primera e inspiró hondo.

– Bueno…, allá vamos.

Subió inmediatamente a la acera, y pisó el freno a fondo, asustada. El coche se zarandeó de tal modo que ambos golpearon el techo con la cabeza y rebotaron hacia el parabrisas.

– ¡Maldita sea, Will, este trasto me da pánico! -exclamó arreando un porrazo al volante-. ¡Nunca va por donde yo quiero!

Will soltó una carcajada frotándose la coronilla.

– Te llevó a Calhoun a contratar un abogado, ¿no?

Elly se sonrojó. Quería parecer competente y demostrarle lo sofisticada que se había vuelto durante su ausencia.

– No te burles, Will. No mientras este… este pedazo de chatarra hace de las suyas.

La voz de Will se suavizó y perdió el tono burlón al volver a hablar.

– Y te llevó a Calhoun a visitar a tu marido.

Sus miradas se encontraron: miradas discretas, anhelantes. Will puso una mano sobre la que ella tenía en el volante y le acarició los nudillos con el pulgar.

– ¿Es cierto, Elly? -preguntó entonces-. ¿Estás embarazada?

Asintió con una sonrisa temblorosa en los labios.

– Vamos a tener un hijo, Will. Esta vez tuyo y mío.

Las palabras le eludieron. La emoción le ocluyó la garganta. Estiró los brazos y puso una mano en la nuca y otra en el vientre de Elly, y la acercó hacia sí para darle un beso en la frente. Elly cerró los ojos y cubrió con ambas manos la que él tenía extendida sobre su tripa, sobre la vida que llevaba en sus entrañas.

– Un hijo -soltó Will por fin-. Figúrate.

Elly se separó un poco para verle los ojos. Se miraron unos segundos infinitos y, de repente, ambos se echaron a reír.

– ¡Un hijo! -exclamó Will, feliz.

– ¡Sí, un hijo! -Elly le tomó la cabeza con ambas manos y le alborotó el pelo-. Con el pelo rubio enmarañado, los ojos grandes y castaños y una boca preciosa como tú.

Lo besó y Will abrió la boca para saborearla, para poseerla, para satisfacerla. Le desplazó la mano por el vientre, la deslizó hacia abajo e hizo estremecer a Elly.

– Cuando nazca, te atenderá un médico -dijo en sus labios.

– De acuerdo, Will -respondió Elly, dócil.

Intensificó el beso y las caricias.-Will, todavía pasa gente -se vio obligada a recordarle Elly.

– Quizá sea mejor que conduzca yo -comentó Will después de soltarla a regañadientes-. Llegaremos más deprisa.

Cerró la puerta y rodeó el capó mientras ella se cambiaba de asiento dentro del coche.

– Sujeta fuerte al pequeño, no se vaya a zarandear demasiado -advirtió al poner la marcha atrás para retroceder y bajar de la acera, con lo que botaron una segunda vez. Los dos rieron mientras Elly se sujetaba el vientre con las dos manos.

Recorrieron la plaza donde estaba el juzgado y tomaron la carretera hacia el sudeste. Detrás de ellos, el sol estaba más bajo aún. Delante, la carretera dejaba el valle y ascendía entre un bosque que pronto se teñiría de verde. Will bajó la ventanilla e inspiró el aire frío del invierno. Afianzó los codos, sujetó el volante con los pulgares y echó las muñecas hacia delante mientras saboreaba la libertad, como un sediento que bebe agua.

Era libre. Y lo amaban. Y pronto sería padre. Y tenía amigos. Y era aceptado, incluso admirado por un pueblo que había salido en su defensa. Y todo gracias a una mujer.

Eso lo abrumaba. Ella lo abrumaba.

De golpe, se desvió hacia un camino agrícola y se detuvo detrás de un grupo de sauces sin hojas. Con un solo movimiento, apagó el motor y se volvió hacia su mujer.

– Ven aquí, Ojos Verdes -susurró, aflojándose el nudo de la corbata.

Elly se acercó a él como un rayo. Sus labios y sus pechos se unieron, y sus lenguas, una vez abandonada la prudencia, se movieron inquietas. Apretujados, se sanaron.

– Te he echado muchísimo de menos -afirmó Will, que se había apartado un poco para sujetarle la cabeza y mirarla a los ojos.

– No tanto como yo a ti.

– Te has cortado el pelo. -Se lo apartó hacia atrás con ambas manos para despejarle la cara y admirarla mejor.

– Para estar más moderna, para ti.

Will le observó el semblante desde el nacimiento del pelo hasta el mentón.

– ¿Qué habré hecho para merecerte? -preguntó.

– No tienes que agradecerme nada, Will. Yo…

La interrumpió con un beso. Lo prolongaron hasta que les faltó el aire, y notaron que el vínculo entre ambos se fortalecía.

– Sé todo lo que hiciste -comentó Will cuando el beso terminó-. Sé lo de la miel y lo de los anuncios. Sé que te dedicaste a encontrar testigos, que aprendiste a conducir el coche y que tuviste que enfrentarte con el pueblo. Pero la casa, Elly… Dios mío, te enfrentaste con esa casa, ¿verdad?

– ¿Qué otra cosa podía hacer, Will? Tenía que demostrarte que no era cierto lo que me viste en la cara el día que te detuvieron. No creí que lo hubieras hecho, Will… Es que… -Se echó a llorar, y Will le atrapaba las lágrimas con los labios, que deslizaba por su cara como para sustentarse.

– No tenías que demostrarme nada. Tenía miedo, fui terco y me porté como un imbécil, como dijo la señorita Beasley. La primera vez que viniste a verme, estaba dolido y quería hacerte daño. Pero lo que dije no era cierto, Elly, te lo aseguro. -Le besó los ojos antes de murmurar-: No era cierto, Elly. Perdóname.

– Ya lo sé, Will, ya lo sé.

Le sujetó de nuevo la cara para mirarle los ojos.

– Y la segunda vez que viniste, no dejaba de decirme a mí mismo que te pidiera perdón, pero Hess estaba ahí escuchando, así que me dediqué a hablar sobre cosas sin importancia. Los hombres podemos ser muy tontos.

– Ya no importa, Will, no…

– Te amo -aseguró, abrazándola posesivo.

– Yo también te amo.

– Vamos a casa -dijo Will después de estar un rato abrazados.

A casa.

La imaginaron, sintieron que los llamaba.

– Vamos con los niños, a nuestra casa, a acostarnos en nuestra cama -prosiguió Will tras tomarle un mechón de pelo para frotarlo entre sus dedos-. La he echado de menos.

– Vamos -dijo Elly, acariciándole el cuello.


Condujeron hacia casa al ocaso por las colinas de Georgia, y dejaron atrás los rápidos y los pinares, dejaron atrás un tranquilo pueblo con una biblioteca, un magnolio y una plaza donde un banco vacío esperaba a dos hombres mayores cuando se hiciera de día. Dejaron atrás una casa en la que ya no había valla, ni maravillas ni estores verdes. El césped del jardín estaba recortado, habían rascado el revestimiento exterior y la luna que acababa de salir se reflejaba en las ventanas. Cuando pasaron por delante, Elly se arrimó a Will, le rodeó los hombros con un brazo y le puso la mano libre en el muslo.

Will giró la cabeza y vio que Elly tenía los ojos puestos en la casa mientras el coche pasaba por delante de ella.

Elly notó su mirada y le sonrió.

«¿Estás bien?», preguntó Will con los ojos.

«Estoy bien», contestó Elly con los suyos.

Will le besó la nariz y entrelazó los dedos con los de ella.

Contentos, siguieron adelante en la oscuridad nocturna y tomaron por un camino empinado y rocoso que los condujo, pasando por delante de una acedera arbórea, hacia un claro donde un mar de flores azules llegaba casi a tocar una casa blanca. En ella dormían tres niños, que pronto serían cuatro. En ella una cama esperaba… y esperaría siempre… y las abejas no tardarían en producir miel.

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