Capítulo 10

El olor de palomitas de maíz los recibió en el vestíbulo del cine. Con los ojos abiertos como platos y fascinados, los niños alzaron la vista hacia la máquina expendedora roja y blanca, y suplicaron después a su madre:

– ¿Podemos comprar unas cuantas, mamá?

A Will se le ablandó el corazón. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa antes de que Eleanor tuviera tiempo de negarse. Dentro de la sala en penumbras, Donald Wade y Thomas se sentaron en sus regazos, masticando, hasta que la pantalla se iluminó con los trailers de los próximos estrenos. Cuando proyectaron varias escenas de Lo que el viento se llevó, tanto sus manos como sus mandíbulas dejaron de funcionar. Y también las de Eleanor. Will la miró de reojo y vio que un sinfín de emociones se le reflejaban en la cara: sorpresa, sobrecogimiento, éxtasis.

– ¡Oh, Will! -exclamó sin aliento-. ¡Oh, Will, mira!

Lo hizo a ratos. Pero le resultaba mucho más fascinante observar sus caras, especialmente la de Eleanor, ya que se veían transportados por primera vez al mundo imaginario del celuloide.

– ¡Oh, Will, mira qué vestido!

Dirigió su atención un momento a la prenda, con su espléndida falda con aros, antes de devolverla al rostro de su mujer y percatarse de algo que desconocía sobre ella: podía encapricharse con ciertas galas. No lo hubiese dicho nunca a la vista de la sencillez con la que vestía. Pero le brillaban los ojos y daba la impresión de estar a punto de hablar a las imágenes que aparecían en pantalla.

La película de color desapareció y empezó un noticiario en blanco y negro: soldados alemanes que marchaban a paso de ganso, bombas, proyectiles de mortero, el frente de la guerra en Rusia, soldados heridos: un brusco salto de la fantasía a la realidad.

Will miró la pantalla absorto, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerse Estados Unidos fuera de la guerra, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerse él mismo fuera de ella si ocurría lo inevitable. Ahora tenía familia; a diferencia de antes; de repente su bienestar importaba mucho. Darse cuenta de ello lo dejó estupefacto.

Cuando el noticiario terminó, se volvió y pilló a Eleanor observándolo por encima de las cabezas de los niños. Le había desaparecido la alegría de los ojos y tenía el ceño fruncido de preocupación. Era evidente que la cruda realidad de la guerra había calado en ella. Sintió un gran remordimiento por haber sido él quien la había expuesto a ella, quien había propiciado que sus ilusiones se hicieran añicos al llevarla allí. Quiso pasar la mano por encima del par de cabecitas rubias para tocarle los párpados y decirle que cerrara los ojos un momento e imaginara que no pasaba nada. Que volviera a ser la feliz ermitaña que era.

Pero, como él, Eleanor no podía ignorar las batallas en Europa, y el cada vez mayor apoyo de Estados Unidos a Inglaterra y Francia. No podía seguir escondiendo la cabeza bajo el ala toda la vida y menos ahora que estaba casada con un hombre en edad militar y que, como tenía antecedentes penales, iba a ser de los primeros en ser reclutados.

El noticiario terminó, y empezó la película.

Vigilantes de la frontera resultó ser una película de Hopalong Cassidy, y la reacción de los niños hizo que los setenta y cinco centavos que Will se había gastado hubieran valido la pena. Él también se lo pasó bien, y Eleanor recuperó su entusiasmo. Pero los niños… ¡Oh, esos dos pequeños! ¡Había que verles las caras embelesadas con los ojos puestos en la gran pantalla mientras el protagonista luchaba por hacer cumplir la ley e impartir justicia a lomos de su corcel blanco, Topper. Donald Wade se quedó boquiabierto cuando Topper apareció por primera vez galopando y se empinó majestuoso mientras su jinete de pelo plateado blandía un sombrero negro como el de Will. El pequeño Thomas lo señaló con los ojos desorbitados y formó una «O» con los labios. Luego, chilló, aplaudió, y tuvieron que hacerle callar. A medida que las escenas se iban sucediendo, la expresión de maravillado asombro de Eleanor pasó a ser de placer infantil.

Al final, Hopalong se quedaba con la chica y, cuando la besó, Will miró a su mujer. Como si notara su mirada, ella se volvió de nuevo hacia él. Sus perfiles, iluminados por la luz parpadeante, parecían medias lunas en la sala oscura del cine mientras recordaban su primer beso, lo que les llevó a pensar en la noche. En ese breve instante, los invadió la ansiedad. Entonces sonó la música del final, Hopalong se marchó a caballo hacia el ocaso y los niños empezaron a hablar entusiasmados.

– ¿Ya se ha terminado? ¿Adónde iba Hopalong? ¿Podemos volver, Will, podemos?

Una vez en el coche, Will y Eleanor no charlaron como habían hecho por la mañana. El pequeño Thomas dormía acurrucado en el regazo de su madre. Donald Wade, con el sombrero de Will puesto, estaba apretujado contra el hombro de Will y comentaba eufórico las maravillas de Hopalong y de Topper. Aunque Will contestaba, tenía la cabeza puesta en la noche. En el momento de acostarse. Dirigió alguna que otra mirada disimulada a Eleanor, pero ella seguía con la vista al frente. Se preguntó si estaría pensando lo mismo que él.

En casa, Will realizó mecánicamente las tareas de la tarde, pensando en el dormitorio que no había visto nunca, en su primer beso, en lo cautelosos que habían sido el uno con el otro, en la noche, en una cama de verdad y en una mujer para compartirla. Pero era una mujer embarazada, lo bastante embarazada como para eliminar las posibilidades de cualquier contacto conyugal. Se preguntó qué aspecto tendría desnuda una mujer embarazada como Elly, y le afligió pensar que podría verla así y que estaría acostado con ella toda la noche sin tocarla.

De haber imaginado alguna vez su boda, no hubiera sido así: él en vaqueros, la novia embarazada de siete meses, una alianza de baratillo, cinco minutos en el despacho de un juez y una película de Hopalong Cassidy con dos niños bulliciosos. Pero los acontecimientos inusitados del día todavía no habían concluido.

Como volvieron tarde, la cena no fue ningún banquete de bodas. Huevos revueltos, judías verdes y un poco de carne de cerdo. Donald Wade berreó cuando Eleanor se negó a dejarle llevar el sombrero de Will en la mesa. El pequeño Thomas escupió las judías verdes sobre el vestido amarillo de Eleanor y, cuando ella lo riñó, lanzó el vaso de leche al otro lado de la cocina. Eleanor, con la falda empapada, se levantó de golpe y le golpeó la mano. Thomas bramó como una alarma contra incendios mientras Will seguía sentado sin saber qué hacer y se daba cuenta de que la vida familiar le deparaba algunas sorpresas. Eleanor fue a buscar un cubo y un trapo, y Will no pudo evitar pensar en lo probable que era que, si el día de su boda le estaba pareciendo algo triste a él, que no era nada sentimental, tenía que ser una decepción inmensa para ella. Cuando regresó al fiasco de la mesa, Will no le permitió que se arrodillara con su bonito vestido amarillo, más aún con lo que le costaba últimamente levantarse y agacharse.

– Dame, ya lo haré yo -dijo, y le tomó el cubo de la mano mientras trataba de imaginarse cómo sería cruzar la puerta de una suite nupcial del vigésimo piso del Hotel Ritz con una novia en brazos. Deseó poder hacer eso con ella. Pero lo único que podía hacer era sugerirle-: Ve a quitarte la mancha.

Cuando levantó la cara hacia él, vio en sus ojos verdes las mismas dudas que él tenía, la misma tensión, intensificada por el inusitado mal comportamiento de los niños esa noche, cuando era lo último que necesitaban. Ver que estaba a punto de echarse a llorar lo conmovió más aún.

– Gracias, Will.

– Ve -insistió, y la giró hacia el dormitorio antes de darle un empujoncito suave.

Era curioso cómo una ayuda daba pie a otra. Media hora después se encontró junto a ella, lavando platos, y media hora más tarde, acostando a los niños.

Los dos pequeños habían tenido un día agotador y se abandonaron a sus almohadas con una docilidad sorprendente. Mientras Eleanor los arropaba, él recorría la habitación recogiendo la ropa que se habían quitado: prendas pequeñas que olían a leche derramada, a primer viaje a la ciudad, a palomitas de maíz y a vaqueros montados en palos de escoba. Situado junto a una cómoda rayada, Will observó con una sonrisa en los labios cómo Eleanor los besaba para darles las buenas noches. Dos niños con pijama y la cara recién lavada a quienes su madre les aseguraba que los quería a pesar de su mala conducta reciente. Eleanor se había cambiado de ropa y llevaba un vestido ancho de color marrón que le marcó la tripa cuando se agachó para besar a Donald Wade en la mejilla. Tras acariciarle la nariz con la suya, le murmuró algo al oído. Y, a continuación, se inclinó hacia el pequeño Thomas, en la cuna, para besarlo y ayudarlo a tumbarse. Cuando el pequeño se aferró a su manta favorita y se metió el pulgar en la boca, le acarició el pelo hacia atrás.

Will, que observaba la escena con un codo apoyado en la cómoda, sonreía con ternura. Volvió a ansiar las cosas que no había tenido, pero verlas era casi tan bueno como participar en ellas. En esos momentos, su amor por Eleanor creció, se convirtió en algo más que el amor de un marido por una esposa. Eleanor pasó a ser la madre que jamás había conocido, los niños pasaron a ser él mismo: protegidos, seguros, bien cuidados.

Asombrado, se percató de que todas las noches formaría parte de aquella escena. Podría lavar caras pecosas, meter bracitos en mangas de pijama, recoger prendas sucias y presenciar sus cariñosos besos de buenas noches. Podría vivir a través de ellos una parte de lo que no había tenido nunca.

El ritual terminó. Eleanor levantó la barandilla de la cuna y movió dos dedos hacia Donald Wade. De repente, el pequeño se incorporó.

– Quiero dar un beso de buenas noches a Will -exigió.

A Will se le resbaló el codo de la cómoda; tenía la sorpresa reflejada en el rostro. Eleanor se volvió para mirarlo a la luz de la lámpara.

Notó que Will vacilaba, pero detectó que la expectativa era más fuerte.

– Donald Wade quiere darte las buenas noches -repitió. -¿A mí?

Se sentía como un intruso, pero le hacía muchísima ilusión. Donald Wade levantó los brazos. Will miró de nuevo a Eleanor, soltó una risita, se rascó el mentón y cruzó la habitación sintiéndose extraño y fuera de lugar. Se sentó en el borde de la cama, y los brazos del niño le rodearon el cuello sin moderación. La boquita, húmeda y con un vago olor de leche, se posó sobre la mejilla de Will un instante. Fue tan inesperado, tan… tan… auténtico. No había besado nunca a un niño para darle las buenas noches, no había imaginado nunca lo que te hacía sentir por dentro, ni lo reconfortante que era.

– Buenas noches, Will.

– Buenas noches, kemo sabe.

– Soy Hopalong.

– Oh, perdona, qué fallo -rio Will-. Tendría que haber comprobado qué caballo está atado en la puerta.

Cuando Will se levantó de la cama de Donald Wade, el pequeño Thomas ya no estaba tumbado. Estaba de pie tras la barandilla de la cuna con los mofletes hinchados y los ojos muy abiertos, observando. El pequeño Thomas…, que había tardado más en aceptarlo. El pequeño Thomas…, al que el hombre adulto seguía intimidando a veces. El pequeño Thomas…, que imitaba todo lo que hacía su hermano mayor. Su beso fue sin abrazo, pero su boquita estaba cálida y húmeda cuando Will se agachó para recibirlo.

Por Dios santo, no había imaginado nunca cómo un par de besos de buenas noches podían hacer sentir a un hombre. Querido. Amado.

– Buenas noches, Thomas.

Thomas lo miró con sus grandes ojos castaños.

– Di buenas noches a Will -lo animó su madre en voz baja.

– Benas notes, Ui.

Era la primera vez que Thomas decía su nombre. La mala pronunciación le llegó al alma mientras miraba cómo Eleanor volvía a acostarlo una segunda vez antes de reunirse con él en el umbral.

Se quedaron ahí un momento, codo con codo, contemplando a los niños. Surgió entre ellos una intimidad que los unió con una armonía que terminó con las muchas deficiencias de ese día y les hizo confiar en que llegarían cosas mejores.

Dejaron la puerta de los niños entreabierta y entraron en el salón. Estaba a oscuras, salvo por la luz que llegaba de la lámpara de los niños y de la que había en la mesa de la cocina.

Will se pasó una mano por el pelo, se rodeó el cuello con ella y sonrió al suelo. Pasado un momento, soltó una risita de felicidad.

– No lo había hecho nunca.

– Ya lo sé.

Buscó una forma de expresar la plenitud que sentía. Pero no la había. No había ninguna forma de expresar lo que esos últimos cinco minutos habían significado para él, un huérfano que se había convertido en vagabundo, un vagabundo que se había convertido en reo, un reo que se había convertido en jornalero, un jornalero que se había convertido en padre sustituto. Sólo pudo mover la cabeza maravillado.

– Es estupendo, ¿verdad? -alcanzó a soltar.

Eleanor lo comprendió. Su sorpresa y su asombro lo decían todo. No había esperado que tener derecho a su casa implicara tener derecho a sus hijos. Pero Eleanor veía el cariño creciente que Will sentía por ellos, veía claramente la clase de padre que sería: tierno, paciente, la clase de padre que no da por sentado ninguno de los pequeños placeres.

– Sí que lo es -contestó.

Will dejó caer la mano y levantó la cabeza con una sonrisa dulce en los labios.

– Me gustan mucho esos dos críos, ¿sabes?

– ¿A pesar de cómo se han portado durante la cena?

– Oh, eso… No ha sido nada. Han sido muchas emociones para un solo día. Me imagino que los muelles todavía les seguían vibrando.

Eleanor sonrió.

Él también lo hizo durante un instante, pero acabó poniéndose serio.

– Quiero que sepas que me portaré bien con ellos.

– Oh, Will… -Eleanor había suavizado la voz-. Eso ya lo sé.

– Bueno -prosiguió Will casi con vergüenza-. Son muy especiales.

– Yo también lo creo.

Sus miradas se encontraron un momento. Ambos buscaban algo que decir, algo que hacer. Pero era la hora de acostarse; sólo había una cosa que hacer. Y, sin embargo, tanto ella como él eran reacios a sugerirla. En la cocina, la radio emitía Chattanooga Choo Choo. Los compases de la canción llegaban desde la puerta iluminada hasta las sombras, donde se detuvieron, indecisos. Frente a la habitación de los niños, la puerta de su dormitorio estaba abierta y dejaba ver una sombra que los estaba aguardando en su seno. Tras esa puerta los esperaban la inseguridad y la timidez.

Eleanor se toqueteaba las manos mientras buscaba un tema para posponer la hora de acostarse.

– Gracias por la película, Will. Los niños no lo olvidarán nunca, y yo tampoco.

– Yo también me lo he pasado bien.

Fin del tema.

– También me han gustado las palomitas de maíz -añadió enseguida.

– A mí también.

De nuevo, fin del tema.

Esta vez fue Will quien encontró un modo de llenar el silencio: la ropa de los niños, que todavía llevaba hecha una pelota en las manos.

– ¡Oh, ten! -La puso en las de ella-. Se me había olvidado que la llevaba -comentó, y se metió las manos con fuerza en los bolsillos.

– Gracias por ayudarme a acostarlos -dijo Eleanor con la mirada puesta en la camisa manchada de leche de Thomas.

– Gracias por dejarme hacerlo.

Un intercambio rápido de miradas, dos sonrisas nerviosas y otro silencio, inmenso y abrumador, mientras seguían ahí de pie, cerca, observando las prendas que Eleanor tenía en las manos. Era la casa, la habitación de Elly. Will se sentía como una visita que está esperando a que la inviten a quedarse a dormir, pero ella seguía sin mencionar que fuera hora de acostarse. Oyó su propio pulso martilleándole en los oídos y se sintió como si llevara puesta una camisa prestada cuyo cuello le iba demasiado pequeño. Alguien tenía que romper el hielo.

– ¿Estás cansada? -preguntó.

– ¡No! -respondió Elly, demasiado rápido, con los ojos demasiado desorbitados. Luego agachó la cabeza-. Bueno…, sí, un poco.

– Saldré un momento, entonces.

Cuando se hubo ido, Elly dejó caer los hombros, cerró los ojos y hundió las mejillas ruborizadas en las prendas sucias.

«¡Qué tonta eres! ¿A qué viene estar tan nerviosa? Va a compartir tu colchón y tus sábanas, ¿y qué?»

Se soltó el pelo, se lavó la cara y se preparó para acostarse en un tiempo récord. Para cuando oyó que Will volvía a entrar en la cocina, ya estaba bien metida en la cama con un camisón de muselina blanca y las sábanas hasta los sobacos. Yacía rígida, escuchando el ruido que Will hacía al lavarse para acostarse. Oyó que apagaba la radio, comprobaba que el fuego estuviera extinguido y ponía el último aro en la cocina. Luego, todo quedó en silencio. Sólo oía su propio pulso en los oídos y el tictac del reloj despertador junto a la cama. Pasaron minutos antes de que oyera cómo cruzaba el salón y se detenía. Se quedó mirando la puerta, imaginándolo allí, armándose de valor mientras a ella el corazón le latía con tanta fuerza que parecía el triquitraque del tractor de Glendon aquella vez que había ido en él.

Will se detuvo frente a la puerta del dormitorio e inspiró hondo para darse ánimo. Cruzó el umbral y se encontró con que Eleanor yacía boca arriba con un recatado camisón blanco de manga larga. Tenía el pelo suelto extendido sobre la almohada blanca, y las manos cruzadas sobre el elevado montículo que formaba su barriga bajo las sábanas. Aunque su expresión era cuidadosamente insulsa, tenía dos manchas coloradas en las mejillas, como si un angelito hubiera entrado volando en la habitación y le hubiera dejado un pétalo de rosa sobre cada una.

– Pasa, Will.

Recorrió lentamente con la mirada el dormitorio: una ventana sin cortina, una alfombra de retales hecha en casa, una colcha de retazos hecha a mano, el cabecero de hierro de la cama pintado de blanco, un armario con la puerta entreabierta, una mesilla de noche y una lámpara de queroseno, una cómoda alta cubierta con un tapete donde descansaba el retrato de un hombre medio calvo con las orejas grandes.

– No había visto nunca esta habitación.

– No es gran cosa.

– Es cálida y está limpia -la contradijo, antes de avanzar sólo dos pasos para obligar a sus ojos a vagar un poco más por ella hasta que volvieron, en contra de su voluntad a fijarse en el retrato-. ¿Es Glendon?

– Sí.

Se acercó a la cómoda, tomó la foto enmarcada y la sostuvo en la mano, sorprendido por la edad y la falta de atractivo físico del hombre. Tenía una nariz bastante grande y una cara huesuda con los ojos hundidos y los labios finos.

– Era algo mayor que tú.

– Cinco años.

Will observó la fotografía en silencio, pensando que el hombre parecía mucho mayor.

– No era demasiado guapo. Pero era un buen hombre.

– Estoy seguro de ello. -Un buen hombre. A diferencia de él, que había violado las leyes tanto de Dios como del hombre. ¿Podría una mujer olvidar semejantes transgresiones? Dejó el retrato en su sitio.

– ¿Te importaría que dejara la fotografía ahí… para que los niños no lo olviden? -quiso saber Eleanor.

– No, en absoluto. -¿Sería un recordatorio de que Glendon Dinsmore todavía ocupaba un lugar especial en su corazón? ¿De que, aunque Will Parker pudiera compartir su cama esa noche, no tenía ningún derecho a esperar compartir nada más… nunca?

Se sacó los faldones de la camisa de los pantalones de cara a la pared, para no imponerle nada, ni siquiera una breve imagen de su piel desnuda.

Eleanor observó cómo se desabrochaba la camisa, cómo se la quitaba y la colgaba del pomo de la puerta del armario. Su fascinación la sorprendió. Tenía lunares en la espalda, y una piel firme, morena. Era ancho de espaldas, y en los dos meses que llevaba allí le habían engordado bastante los brazos. Aunque se sentía como una mirona, siguió contemplándolo. Vio cómo se desabrochaba el cinturón y bajó los ojos hacia sus caderas, delgadas, puede que incluso huesudas bajo los vaqueros. Cuando se sentó en la cama, el colchón se hundió bajo su peso y a ella se le aceleró el corazón; después de tener la cama para ella sola más de medio año, hasta eso le parecía íntimo. Will levantó un pie, se quitó la bota campera y la dejó en el suelo, seguida de su pareja. Se levantó para dejar caer los pantalones al suelo y se metió en la cama con un movimiento ágil, sin revelar nada más que un instante unos muslos recubiertos de vello oscuro y un viejo par de calzoncillos de Glendon antes de que las sábanas lo taparan y se echara junto a ella con los brazos debajo de la cabeza.

Ambos miraban el techo, acostados como sujetalibros a juego, asegurándose de que ni siquiera el vello de sus brazos se rozara, escuchando el tictac del reloj, que sonaba como si se estuviera disparando un rifle.

– Puedes bajar un poco la luz. No es necesario que esté tan fuerte.

Will se volvió y alargó la mano, con lo que tiró de las sábanas.

– ¿Qué tal así? -preguntó, mirándola por encima del brazo extendido mientras la luz se reducía y realzaba las sombras.

– Bien.

Se colocó de nuevo boca arriba. El silencio los envolvía. Ninguno de los dos se arriesgaba a efectuar los movimientos que se suelen hacer los primeros minutos que se pasan en la cama para ponerse cómodo. En lugar de eso, yacían con las manos remilgadamente juntas sobre la colcha, intentando asimilar la idea de que iban a compartir el lugar donde dormían, encontrando temas de conversación y descartándolos, poniéndose tensos en lugar de relajándose.

Entonces, Will se rio entre dientes.

– ¿Qué? -preguntó Eleanor, que lo miró con recelo. Y cuando Will volvió la cara hacia ella, se apresuró a mirar de nuevo al techo.

– Esto es raro.

– Sí.

– ¿Vamos a acostarnos cada noche en esta cama y a fingir que el otro no está?

Eleanor soltó el aire con fuerza y lo miró. Will tenía razón. Era un alivio admitir sencillamente que había otra persona en la cama.

– No me hacía demasiada ilusión esto. Creía que sería violento, ¿sabes?

– Lo ha sido. Lo es -admitió Will por ambos.

– He estado hecha un manojo de nervios desde la cena.

– Desde esta mañana, querrás decir. Lo más difícil que he tenido que hacer en mi vida ha sido entrar en la cocina esta mañana.

– ¿Quieres decir que tú también estabas nervioso?

– ¿No se me notaba?

– Un poco, pero creía que yo lo estaba mucho más que tú.

Reflexionaron en silencio un rato antes de que Will comentara:

– Ha sido un día de boda bastante raro, ¿verdad?

– Bueno, supongo que era de esperar.

– Siento lo del juez y el beso, ya sabes.

– No ha estado tan mal. Hemos sobrevivido, ¿no?

– Sí, hemos sobrevivido. -Cruzó las manos bajo la cabeza y contempló el techo, de modo que la obsequiaba con una axila peluda que olía a jabón de olor.

– Me sabe mal lo de la lámpara. No te dejará dormir, ¿verdad?

– Puede que un rato, pero da igual. Si llevaras tanto tiempo como yo sin dormir en una cama de verdad, tú tampoco te quejarías por una lámpara encendida -aseguró y, tras bajar una mano y pasarla por la burda sábana limpia que olía a jabón de sosa y a aire fresco, añadió-: Esto es un auténtico lujo. Sábanas de verdad. Almohadas. De todo.

A Eleanor no se le ocurrió ninguna respuesta, así que no dijo nada mientras se adaptaba a la sensación de tenerlo cerca y a su olor. Fuera de la casa, un chotacabras cantó, y de la habitación de los niños les llegó el ruido de la cuna al darse la vuelta Thomas.

– ¿Eleanor?

– ¿Sí?

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Por supuesto.

– ¿Te da miedo la oscuridad?

Tardó en contestar.

– No es que me dé miedo exactamente… Bueno, no lo sé. Puede. -Reflexionó un momento-. Sí, puede que sí. Llevo tanto tiempo durmiendo con la lámpara encendida que ya no lo sé.

– ¿Por qué? -preguntó Will, que había vuelto la cabeza para mirarle el perfil.

Lo miró a los ojos, y pensó en sus fanáticos abuelos, en su madre, en todos aquellos años detrás de los estores verdes. Pero si le hubiera hablado de ello le habría parecido una excéntrica, y no quería que eso sucediera. Tampoco quería arruinar el día de su boda con recuerdos dolorosos.

– ¿Acaso importa? -dijo.

Will le examinó minuciosamente los ojos verdes, deseando que confiara en él, que le contara la verdad que se ocultaba tras las habladurías de Lula. Pero fueran cuales fueran los secretos que Eleanor guardaba, no iba a oírlos esa noche.

– Háblame de Glendon -pidió entonces.

– ¿De Glendon? ¿Quieres hablar de él… esta noche?

– Sí tú quieres.

Pensó un momento antes de preguntar:

– ¿Qué quieres saber?

– Lo que quieras contar. ¿Dónde lo conociste?

Sin dejar de mirar el tenue círculo de luz en el techo, empezó a recordar.

– Cuando era pequeña, Glendon traía hielo a nuestra casa. Mi madre, mis abuelos y yo vivíamos entonces en el pueblo. El abuelo era predicador y solía seguir una ruta que lo tenía fuera de casa varias semanas seguidas. -Miró a Will con el rabillo del ojo y esbozó una sonrisa extraña-. El fuego eterno y todo eso, ya sabes. Con una voz como un ciclón que zarandeaba la casa.

Eligió lo que le contaba, suprimiendo cualquier referencia a su juventud penosamente solitaria, a la verdad sobre su familia, a los malos recuerdos del colegio. Le habló con más franqueza de Glendon, de quien le contó sus encuentros en el bosque cuando todavía era una niña, y del respeto que ambos sentían por los animales salvajes.

– Lo primero que me regaló fue un saco de maíz para los pájaros, y a partir de ese momento, fuimos amigos. Me casé con él cuando tenía diecinueve años y llevo viviendo aquí desde entonces -terminó.

Cuando Eleanor terminó su relato, Will estaba decepcionado. No había averiguado nada de la casa del pueblo ni de por qué la tenían encerrada en ella; ninguno de los secretos de Eleanor Dinsmore Parker. Era extraño: aunque era su esposa, sabía menos de ella que de algunas de las prostitutas que había frecuentado en su día. Quería que le explicara lo de esa casa para poder asegurarle que no le importaba en absoluto. Tal vez, con el tiempo, le contara más cosas. Por el momento respetaría su intimidad. Él también tenía penas secretas que todavía le dolían demasiado para revelarlas.

– Ahora te toca a ti -comentó Eleanor.

– ¿A mí?

– Háblame de ti. ¿Dónde viviste de niño? ¿Cómo terminaste aquí?

Empezó por cosas asépticas.

– Viví básicamente en Tejas, pero en tantos pueblos que no podría mencionarlos todos. A veces en orfanatos, a veces con gente que me recogía. Nací cerca de Austin, según me dijeron, pero todo lo que recuerdo de allí es de una vez que regresé, más adelante, cuando me dedicaba a los rodeos.

– ¿Qué recuerdas de entonces?

– ¿Te refieres a mis primeros recuerdos?

– Sí.

Will se lo pensó bien. Le vino a la cabeza despacio, dolorosamente.

– Se me cayó comida de un plato, cereales del desayuno, creo, y me dieron tantos azotes que se me olvidó que tuviera hambre.

– Oh, Will…

– Me daban muchos azotes. En todos los sitios menos en uno. Viví en él medio año tal vez…, no consigo recordarlo exactamente. Y jamás he podido recordar sus nombres, pero la mujer solía leerme libros. Tenía uno con una historia real muy triste que me encantaba y que se titulaba El perro de Flandes, y había dibujos de un niño y de su perro. Recuerdo que solía pensar: «Caramba, tiene que ser estupendo tener perro.» Un perro siempre estará a tu lado, ya me entiendes. -Will reflexionó un momento. Luego, carraspeó y siguió contando-: Bueno, en cualquier caso, lo que más recuerdo de esa mujer es que tenía los ojos verdes. Eran los ojos verdes más bonitos a este lado del río Pecos. ¿Y sabes qué?

– ¿Qué? -preguntó Elly mirándolo.

Will sonrió y se lo dijo:

– La primera vez que vine a esta casa, eso fue lo que más me gustó de ti. Tus ojos verdes. Me recordaron los suyos, y ella siempre era amable. Y fue la única que me hizo pensar que los libros eran buenos.

Se miraron un momento hasta que sus sentimientos estuvieron a punto de aflorar.

– Cuéntame más -pidió Elly.

– En el último sitio en que viví, lo hice con una familia apellidada Tryce. Fue en un rancho cerca de un lugar de mala muerte llamado Cistern. Un día desapareció el reloj del marido y, en cuanto me enteré, me imaginé que me echarían la culpa; así que me largué antes de que pudieran azotarme. Tenía catorce años y decidí que, si no dejaba de desplazarme de un sitio a otro, no podrían meterme en ningún otro colegio en el que todos los alumnos con padre y madre me miraban como si fuera una chuleta de cerdo que llevaba cuatro días olvidada sin que nadie se la comiera. Me subí a un tren de mercancías y me fui a Arizona, y no he parado de viajar desde entonces. Salvo cuando estuve en la cárcel, y ahora.

– Catorce años. Pero… eras muy pequeño.

– No lo eres cuando empiezas tu vida como yo la empecé.

Examinó el perfil de Will, los ojos castaños puestos en el techo, la nariz recta, los labios serios.

– ¿Te sentías solo? -preguntó, y vio cómo la nuez le subía por la garganta y después le bajaba. No respondió de inmediato y, cuando lo hizo, se había vuelto para mirarla.

– Sí. ¿Y tú?

Nadie se lo había preguntado nunca. De haber sido cualquiera del pueblo, no hubiese podido admitirlo, pero se sintió muy bien al contestarle que sí.

Se quedaron mirándose. Ambos sabían que habían derribado una primera barrera.

– Pero tú tenías familia.

– Familia, pero no amigos. Seguro que tú tenías amigos.

– ¿Amigos? No -aseguró; aunque, después de pensarlo un poco más, se corrigió-: Bueno, puede que uno.

– ¿Quién?

– ¿Seguro que quieres saberlo? -preguntó con una ceja arqueada en su dirección.

– Seguro. ¿Quién era?

No hablaba nunca de Josh. Con nadie. Y la historia tenía un final que podía inducir a Eleanor Parker a reconsiderar su decisión de invitarlo a compartir su cama con ella. Pero Will descubrió que, por primera vez, quería desahogarse.

– Se llamaba Josh -empezó a explicar-. Josh Sanderson. Trabajábamos juntos en un rancho, cerca de un lugar llamado Dime Box, en Tejas. Cerca de Austin. -Se rio entre dientes-. Dime Box era otro mundo. Era como… Bueno, puede que como ver una película en blanco y negro después de ver los trailers en color. Un lugar de mala muerte. Aquello estaba prácticamente muerto, o esperando la muerte. La gente, el ganado, la artemisa. Y no había nada que hacer cuando tenías una noche libre. Nada.

Se detuvo un momento mientras sus pensamientos retrocedían en el tiempo.

– ¿Y qué hacías? -quiso saber Eleanor. Will le dirigió una mirada rápida.

– No es un tema demasiado apropiado para una noche de bodas, Eleanor.

– La mayoría de esposas ya saben esta clase de cosas sobre sus maridos cuando llega la noche de bodas. Dímelo. ¿Qué hacías?

Como si se preparara para una larga charla, dobló la almohada, apoyó la cabeza en ella, levantó una rodilla y entrelazó los dedos sobre la barriga.

– De acuerdo, como quieras. Te lo contaré. Solíamos ir al burdel que había en La Grange. Los sábados por la noche. Nos dábamos un baño, nos emperifollábamos, llevábamos el dinero al pueblo y nos lo pulíamos casi todo en copas y en fulanas. Yo no era nada quisquilloso. Me quedaba con la que estuviera libre. Pero a Josh le gustaba una que se llamaba Honey Rossiter. -Sacudió la cabeza, escéptico-. Honey… ¿Te puedes creer que alguien se llame miel, y encima en inglés, idioma en que la palabra se utiliza como expresión de cariño? Ella juraba que era su nombre de pila, pero yo jamás la creí. Josh, en cambio, sí. Josh se creía todo lo que esa mujer le decía, joder. Y no quería oír nada malo sobre ella. Se cabreaba mucho si yo la criticaba por algo. Estaba loco por ella, no había duda.

»Era alta, una yegua de dieciocho palmos, como solíamos decir en broma, con el pelo rubio y rizado tan largo que le llegaba hasta el trasero. Era una buena cabellera, de esas en las que un hombre puede hundir las manos. Josh solía hablar de eso cuando estaba acostado en el catre por la noche: Honey y su pelo color miel. Muy pronto empezó a hablar sobre casarse con ella. Yo le dije que era una puta y que nadie quería casarse con una puta. Y Josh se disgustó mucho conmigo cuando lo dije. Estaba tan loco por ella que no sabía distinguir la verdad de la mentira.

Will apoyó entonces una muñeca en la rodilla que tenía levantada y jugueteó distraídamente con un hilo verde que sobresalía de la colcha.

– Esa mujer era… -siguió contando-. Bueno, era como una actriz en una película: interpretaba el papel que quisiera un hombre. Se adaptaba a lo que éste necesitara, y cuando estaba con Josh actuaba como si fuera el único hombre que le interesaba en el mundo. El problema es que Josh empezó a creérselo.

»Entonces fuimos una noche, y cuando Josh preguntó por Honey, la madama le dijo que estaría ocupada las dos horas siguientes y le preguntó a quién quería en su lugar. Pero Josh no quería a nadie más, no después de Honey. Así que esperó. Pero cuando Honey bajó se había enfurecido tanto que estaba a punto de explotar. Ella entró tan tranquila en el Salón de Relax, como llamaban al bar donde los hombres esperaban a las mujeres, y te aseguro que no has oído bramar nunca a nadie como cuando Josh se encaró con ella para recriminarle que se pasara dos horas con alguien mientras lo dejaba a él esperando en el piso de abajo.

»Y cuando ella le respondió que no le pertenecía, él replicó que él sí lo quería y se sacó un anillo del bolsillo y le explicó que esa noche había ido a verla con la intención de pedirle que se casara con él.

Will sacudió la cabeza al recordar lo sucedido.

– Se rio de él en su cara -contó-. Dijo que hubiera tenido que estar loca para casarse con un vaquero muerto de hambre que la tendría embarazada nueve de cada doce meses y que esperaría que cuidara de una casa llena de mocosos chillones. Aseguró que llevaba una vida lujosa a cambio de pasarse unas horas cada noche tumbada boca arriba, vestía seda y plumas, y comía ostras y carne siempre que quería.

»Josh se volvió loco. Le dijo que la amaba y que no dejaría que se acostara con nadie más… nunca. Iba a irse con él… ¡en ese mismo instante! Fue a sujetarla y, de repente, Honey sacó una pistolita. Yo no tenía ni idea de que las chicas de ese local fueran armadas. Pero allí estaba, apuntando a Josh a la cabeza, así que agarré una botella de whisky y la sacudí con ella. No pensé, joder… Sólo… Bueno, sólo le di un porrazo. Cayó como un árbol al talarlo, de lado, y se golpeó la cabeza contra una silla. Se quedó allí, entre los trocitos de cristal y el whisky derramado. Se murió tan rápido que apenas sangró. No sé si fue la botella o la silla lo que la mató, pero a las autoridades les dio lo mismo. Estuve entre rejas en menos de media hora.

»Pensé que todo se solucionaría; al fin y al cabo, estaba defendiendo a Josh. Si no le hubiese atizado, ella le habría disparado justo en los ojos. Pero lo que no se me ocurrió fue lo decidido que estaba a casarse con ella y lo destrozado que lo había dejado su muerte.

Will cerró los ojos enfrentado a ese doloroso recuerdo.

– Josh… -empezó a decir, pero no terminó.

Eleanor se incorporó y le miró atentamente la cara.

– ¿Qué hizo? -lo animó en voz baja.

Al oírla, Will abrió los ojos y los fijó en el techo.

– Declaró en mi contra -contestó-. Contó un drama sobre cómo iba a casarse con Honey Rossiter y a alejarla de la mala vida que llevaba en ese burdel para proporcionarle un hogar y una vida respetable. Y el jurado se lo creyó. Cumplí cinco años por salvarle la vida a mi «amigo». -Se pasó una mano por el pelo y suspiró mientras seguía mirando el techo unos segundos más. Después, se sentó y se rodeó las rodillas con los brazos-. Menudo amigo -sentenció.

Eleanor le miró los lunares de la espalda. Quería acercar la mano y tocarlo, consolarlo. Como él, sólo había tenido un amigo. Pero el suyo había sido leal. Podía imaginarse el dolor que habría sentido si Glendon la hubiera traicionado.

– Lo siento, Will.

– Bueno, qué diablos -dijo él tras ladear la cabeza como si fuera a mirarla, pero sin hacerlo. En lugar de eso, había bajado los ojos hacia sus manos, que seguía teniendo entrelazadas-. Pasó hace mucho tiempo.

– Pero sé que te sigue doliendo.

Se dejó caer hacia atrás, se pasó ambas manos por el pelo y las juntó debajo de la cabeza.

– No entiendo cómo hemos terminado hablando de un tema así. Hablemos de otra cosa.

Se habían quedado mustios, y mientras yacían uno al lado del otro, Eleanor casi sólo podía pensar en la juventud triste y sin amigos de Will. Siempre se había considerado la persona más solitaria del mundo, pero… pobre Will. Pobre, pobre Will. Ahora, por lo menos, la tenía a ella, y a los niños. ¿Pero por cuánto tiempo si entraban en guerra?

– ¿Es la guerra realmente así, Will? ¿Como la enseñaron en el cine?

– Supongo.

– Crees que participaremos en ella, ¿verdad?

– No lo sé. Pero, si no, ¿por qué está el presidente reclutando soldados?

– Si entráramos en guerra, ¿tendrías que ir?

– Si me reclutaran, sí.

Eleanor formó un «oh» con la boca, pero la palabra jamás le salió de los labios. La posibilidad de que aquello sucediera le provocó un pánico inesperado. Inesperado porque no había sospechado que sería tan posesiva cuando aquel hombre fuera su marido. El hecho de que lo fuera lo cambiaba todo. Las imágenes en blanco y negro del noticiario le vinieron a la memoria, seguidas de las de color sobre la Guerra de Secesión. ¡Qué horrible era la guerra! Supuso que, en tiempos del abuelo, hubieran rezado para que Estados Unidos no entrara en ella. Entonces, en lugar de rezar, cerró los ojos y se obligó a dejar a un lado las deprimentes imágenes y a pensar en esas bonitas mujeres con sus enormes faldas de seda, y en los hombres con sombrero de copa, y en Hopalong agitando su sombrero negro… y en Donald Wade con el sombrero negro de Will… y, al final, cuando se encontraba en la delgada línea entre el sueño y la vigilia, al mismo Will a lomos de Topper, saludándola con el sombrero en la mano desde el camino de entrada…

Minutos después, Will se volvió para decirle que no debían preocuparse hasta que llegara el momento de hacerlo. Pero se dio cuenta de que se había quedado dormida, boca arriba, con los labios separados y las manos cruzadas recatadamente bajo los pechos. Observó cómo respiraba, y cómo un mechón de pelo en el hombro capturaba la luz con cada respiración: Desvió la mirada hacia su tripa, volvió a subirla hacia sus pechos, suaves y sin forma bajo el camisón. Pensó en lo mucho que le hubiera gustado ponerla de costado, acurrucarse a su espalda con los brazos donde ella los tenía ahora y quedarse dormido con la cara en su nuca. ¿Pero qué pensaría si se despertaba y se lo encontraba en esa postura? Tendría que ser precavido, incluso dormido.

Sus ojos se desplazaron una vez más hacia la tripa de Eleanor.

¡Se movió!

La colcha se agitó como si un gato dormido debajo de ella hubiera cambiado de postura. Pero Eleanor dormía profundamente, quieta como una momia. ¿Habría sido el bebé? ¿Los bebés se movían… tanto? Con mucha cautela, se apoyó en un codo para estudiar los movimientos de cerca. ¿Sería niño o niña? Se movió otra vez, y Will sonrió. Fuera lo que fuera, era bullicioso; Will no podía creerse que todo ese jaleo no despertara a Eleanor. Resistió las ganas de destaparla para observarla mejor, y las todavía mayores de ponerle una mano en la barriga para palpar lo que estaba viendo. Cualquiera de las dos cosas estaba, por supuesto, descartada.

Volvió a tumbarse y pensó, preocupado, en que había aceptado ayudar a traer al bebé al mundo. Por Dios, ¿en qué habría estado pensando? Seguro que lo mataría con sus torpes manazas.

«No pienses en eso, Will.»

Cerró los ojos y se concentró en los besos de buenas noches de Donald Wade y del pequeño Thomas. Recordó sus voces infantiles deseándole buenas noches, especialmente la de Thomas: «Benas notes, Ui…» Intentó dejar la mente en blanco para poder conciliar el sueño. Pero veía la luz a través de los párpados y le daban ganas de volver a abrirlos.

Eleanor se volvió de lado, hacia él. Will observó cómo las pestañas le descansaban como abanicos en las mejillas. Tenía la palma de la mano izquierda cerca del mentón, y el anillo de la amistad le asomaba entre los dedos relajados. Dejó que sus ojos vagaran por los botones de su camisón, ya que las sábanas le habían resbalado hasta la cintura, y contempló la tela blanca que le cubría los pechos. Acercó la mano con cuidado, con mucho cuidado, y pellizcó la manga entre dos dedos para frotarla como un hombre avaricioso haría con dos monedas. Luego apartó la mano, se volvió hacia el otro lado y trató de olvidar que la luz estaba encendida.

Загрузка...