Capítulo 5

Salieron a dar una vuelta cuando el sol ya se había alzado por encima de los árboles, a media mañana de un día verde y dorado de verano. Will no había paseado nunca con una mujer y sus hijos. Aquello tenía un atractivo extraño, inesperado. Observó cómo trataba a los niños, cómo cargaba al pequeño Thomas en una cadera, de modo que el niño le aplastaba el blusón con el talón. Cómo, al dejar el porche, se volvía hacia Donald Wade para animarlo:

– Vamos, cielo, ve tú delante.

Y le ayudaba a bajar el último peldaño. Cómo observaba al niño correr delante de ellos con una sonrisa como si no hubiera visto nunca su cabellera rubia ni su pantalón con peto de rayas. Cómo unía las manos bajo el trasero de Thomas, se echaba hacia atrás para inspirar hondo mirando al cielo y exclamaba: «¡Madre mía, qué delicia de día!» Cómo advertía a Donald Wade, que seguía delante, que tuviera cuidado con un alambre que había en la hierba. Cómo arrancaba una hoja y se la daba a Thomas, y dejaba luego que le tocara la nariz con ella y fingía que le hacía cosquillas, lo que hacía reír al pequeño.

Will la observaba embelesado. ¡Menuda madre! Siempre hablaba con cariño. Siempre encontraba algo positivo que decir. Siempre estaba pendiente de sus hijos. Siempre les hacía sentir importantes. Nadie había hecho sentir nunca a Will importante, sino como un estorbo.

La observó disimuladamente y pudo fijarse mejor en su voluminosa barriga, realzada por la pierna del bebé. Donald Wade había dicho que su madre se cansaba. Al recordar las palabras del niño, Will se planteó ofrecerse a llevar al pequeño, pero se sentía perdido con Thomas. No sabría cómo lograr que le hiciera cosquillas en la nariz ni cómo charlar con él. Además, tal vez no quisiera que un desconocido como él tratara a los hijos de Glendon Dinsmore.

Se dirigieron a la parte posterior de la casa, donde el paño de cocina ondeaba en una cuerda de tender que oscilaba entre unos postes apuntalados con tirantes de madera. Había más trastos viejos al otro lado, antes de llegar a los árboles: pinos, robles, nogales y demás. Pasaron unos gorriones volando de un árbol a otro, y Eleanor los siguió con un dedo.

– Mirad. Gorriones de ceja blanca -les dijo.

Un cenzontle los sobrevoló y fue a posarse en una rama muerta. Eleanor también lo señaló y dijo qué pájaro era. El sol centelleaba en las cabecitas rubias de los niños y confería al vestido de su madre un tono más vivo aún. Siguieron un camino abierto por el paso de unas ruedas hacía cierto tiempo. Algunas veces Donald Wade saltaba balanceando mucho los brazos. El pequeño Thomas echaba la cabeza hacia atrás y miraba el cielo con la mano apoyada en el hombro de su madre. ¡Eran tan felices! Will no había visto demasiada gente feliz en su vida. Era fascinante.

A poca distancia de la casa, llegaron a una colina orientada al este y cubierta de hileras de árboles frutales.

– Esto de aquí es el huerto de árboles frutales -anunció Eleanor, recorriéndolo con la mirada.

– Es grande -comentó Will.

– Y no ha visto ni la mitad. Aquí están los melocotoneros. Allá abajo hay un grupo de manzanos y de perales… y también de naranjos, Glendon tuvo la idea de intentar plantar naranjos, pero no le fue demasiado bien. -Sonrió melancólica-. Estamos demasiado al norte.

Will salió del camino e inspeccionó la fruta.

– Puede que hubiera convenido fumigarlos.

– Sí -coincidió Eleanor, a la vez que acariciaba sin darse cuenta la espalda del bebé-. Glendon planeaba hacerlo, pero murió en abril y no tuvo ocasión.

«Esos árboles meridionales deberían haberse fumigado mucho antes del mes de abril», pensó Will, pero se abstuvo de decirlo. Siguieron adelante.

– ¿Cuántos años tienen esos árboles?

– No lo sé exactamente. El padre de Glendon plantó la mayoría. Todos, salvo los naranjos, como ya le he dicho. También hay manzanos, prácticamente de todas las variedades imaginables, pero nunca me he aprendido los nombres. El padre de Glendon sabía mucho de eso, pero murió antes de que yo me casara con su hijo. También se dedicaba a la compraventa de objetos de segunda mano, como Glendon. Iba a subastas y comerciaba con quienquiera que fuera. Aunque no parecía haber ninguna razón para ello. -Calló un instante y preguntó de golpe-: ¿Ha probado los membrillos? Son esas frutas de ahí.

– Son ácidos como los ruibarbos.

– Pero se puede hacer un pastel delicioso con ellos.

– Eso no lo sabía.

– Me imagino que le apetecería probarlo.

– Supongo que sí -respondió, mirándola de reojo.

– Le iría bien cubrir esos huesos con algo de grasa, señor Parker.

Fijó los ojos en los membrilleros y se bajó tanto la parte delantera del ala del sombrero que dejó de ver el horizonte. Gracias a Dios, Eleanor cambió de tema.

– ¿Y dónde los comió?

– En California.

– ¿En California? -Alzó los ojos para mirarlo con la cabeza ladeada-. ¿Ha estado allí?

– Recolecté fruta allí un verano, cuando era un crío.

– ¿Vio a alguna estrella de cine?

– ¿Estrella de cine? -No se le habría ocurrido nunca que esa mujer supiera algo sobre las estrellas de cine-. No. ¿Ha visto usted a alguna? -preguntó, mirándola.

– ¿Cómo voy a haber visto a ninguna estrella de cine si ni siquiera he visto nunca una película? -rio Elly.

– ¿Nunca?

– Pero oía hablar de ellas a los niños en el colegio -contestó, tras negar con la cabeza.

Will hubiese querido prometerle llevarla al cine algún día, pero ¿de dónde iba a sacar el dinero? Y aunque lo hubiese tenido, en Whitney no había ningún cine. Y además, ella no iba nunca al pueblo.

– En California, las estrellas de cine sólo están en Hollywood, y hace frío en las zonas montañosas. Y el mar está sucio. Apesta.

Eleanor se percató de que iba a costarle mucho lograr que dejara de verlo todo tan negro.

– ¿Es usted siempre tan alegre?

Will tenía ganas de bajarse todavía más el ala del sombrero, pero de hacerlo no hubiera podido ver por dónde andaba.

– Bueno, California no es como usted se imagina.

– ¿Sabe qué? Creo que no me importaría que sonriera más a menudo.

– ¿De qué? -soltó Will con una expresión huraña.

– Diría que eso va a tener que averiguarlo usted mismo, señor Parker. -Hizo que el bebé le deslizara por la cadera hasta llegar al suelo-. Madre mía, Thomas, cada vez pesas más, de verdad. Ven, dale la mano a mamá y te enseñaré algo.

Le mostró cosas en las que Will no se hubiese fijado nunca, como una rama con la forma de la pata de un perro.

– Nadie, por mucho que talle, podría hacer algo más bonito -aseguró.

O un sitio donde algún animalito se había resguardado en la hierba y había dejado varias vainas vacías.

– Si yo fuera un ratón, me encantaría vivir aquí, en este huerto que huele tan bien, ¿no te parece? -comentó al pequeño.

Luego el objeto de atención fue un saltamontes verde camuflado sobre una brizna de hierba más verde aún.

– Hay que mirarlo de cerca para ver que está haciendo ese ruido con las alas -explicó.

Y después, entre los árboles adyacentes, un magnolio con una cavidad a la altura de la cabeza donde se unían sus ramas y donde había arraigado un segundo árbol: un pequeño roble que crecía robusto y sano.

– ¿Cómo llegó ahí? -quiso saber Donald Wade.

– ¿Cómo crees?

– No sé.

Se puso en cuclillas junto a sus hij os, con la mirada puesta en los dos árboles.

– Bueno, en este bosque vivía un búho muy sabio, y una tarde, cuando oscurecía, vino y le hice esa misma pregunta. Le dije: «¿Por qué ese roblecillo crece en ese magnolio?» -Sonrió a Donald Wade-. ¿Sabes qué me dijo?

– No.

Donald Wade miraba a su madre perplejo. Ella descansó el trasero en el suelo y se quedó sentada como una india, arrancando la corteza de un palo con la uña del pulgar mientras seguía hablando.

– Bueno, me contó que, hace años, vivían aquí un par de ardillas. Una de ellas era muy trabajadora y todos los días llevaba bellotas hasta esa pequeña cavidad del árbol, allá arriba. -La señaló con el palo-. La otra ardilla, en cambio, era perezosa. Se pasaba el día tumbada boca arriba en esa rama de ahí -comentó, a la vez que señalaba de nuevo, esta vez un pino cercano-. Usaba la cola de almohada y observaba con las piernas cruzadas cómo la otra ardilla se preparaba para el invierno. Esperó hasta que hubo tantas bellotas que la cavidad estaba a punto de rebosar. Entonces, cuando la ardilla trabajadora fue a buscar una última bellota, la perezosa se subió ahí y comió, comió y comió hasta que se las terminó todas. Estaba tan llena que se sentó en la rama y soltó un eructo tan fuerte que se cayó de espaldas.

Entonces, Eleanor inspiró hondo, se sujetó las rodillas con las manos y eructó con fuerza para caer hacia atrás con los brazos abiertos. Will sonrió. Donald Wade se rio. El pequeño Thomas chilló, encantado.

– Pero no fue tan divertido; después de todo -prosiguió Eleanor con los ojos puestos en el cielo.

Donald Wade se quedó serio y se inclinó parar mirarla directamente a la cara.

– ¿Por qué no? -preguntó.

– Porque, al caer, se golpeó la cabeza con una rama y se mató.

Donald Wade se golpeó él mismo la cabeza y cayó hacia atrás espatarrado en la hierba, al lado de su madre, con los ojos cerrados, sin dejar de retorcerse. Eleanor se incorporó y sentó a Thomas en su regazo.

– Entonces, cuando la ardillita trabajadora regresó con la última bellota entre los dientes, subió y vio que todas las que tenía ahí habían desaparecido. Abrió la boca para gritar, y esa última bellota cayó en el hueco, debajo de las cáscaras de bellota que había dejado la ardilla golosa. -Donald Wade se incorporó a su vez. La historia había despertado de nuevo su interés-. Sabía que no podía pasar aquí el invierno, porque ya había recogido todas las bellotas que había en kilómetros a la redonda. Así que dejó su acogedor nido y no regresó aquí hasta que ya era vieja. Tanto, que le costaba subir y bajar de los robles como antes. Pero recordaba el nido en el magnolio, cálido, seco y seguro, y subió para poder recordar viejos tiempos. ¿Y con qué creéis que se encontró?

– ¿Con el roble que crece ahí? -sugirió el niño mayor.

– Sí, señor -respondió Elly mientras apartaba el pelo de la frente de Donald Wade con los dedos-. Un pequeño roble con tantas bellotas que la ardillita no tuvo que volver a subir y bajar nunca más de un árbol, porque todas le crecían alrededor de la cabeza, justo ahí, en su acogedor y cálido nido.

– ¡Cuéntame otra historia!

– No. Tenemos que seguir y enseñar al señor Parker el resto de la granja. -Se puso de pie y tomó la mano de Thomas-. Vamos, niños. Donald Wade, toma la otra mano de Thomas. Venga, señor Parker -dijo con la cabeza vuelta hacia él-. Se nos está haciendo tarde.

Will se rezagó para observar cómo ascendían despacio por el camino, los tres juntos, tomados de la mano. Eleanor llevaba la parte trasera del vestido arrugada de haber estado sentada en la hierba húmeda, pero no le importaba en absoluto. Estaba ocupada señalando pájaros, riendo en voz baja, hablando con los niños con su acento sureño. Sintió nostalgia de la madre que no había conocido, de la mano que no había tomado, de los cuentos que no le habían contado. Por un instante, imaginó que había tenido una madre como Eleanor Dinsmore. Todo niño debería tener una madre como ella. «Diría que eso va a tener que averiguarlo usted mismo, señor Parker.» Esas palabras le retumbaban en la cabeza mientras avanzaban, y se encontró mirando hacia atrás, hacia el roble que crecía sobre el magnolio, y comprendiendo lo raro que era.

Pasado un rato, llegaron a una doble hilera de colmenas deterioradas y desatendidas a lo largo del borde del huerto de árboles frutales. Rebuscó en su mente lo que sabía sobre las abejas, pero no encontró nada. Vio las colmenas como una posible fuente de ingresos, pero cuando se dio cuenta de que Eleanor las esquivaba, recordó que su marido había muerto mientras se encargaba de ellas y que estaba enterrado en algún lugar del huerto. Pero no vio ninguna tumba, y ella no le señaló ninguna. A pesar del modo en que Dinsmore había muerto, Will se sintió atraído por las colmenas, por los pocos insectos que zumbaban a su alrededor, y por la fragancia de la fruta, aunque tuviera gusanos, que el sol de las once calentaba. Se preguntó por el hombre que había estado ahí antes que él, un hombre que no conservaba nada, que no acababa nada y que, al parecer, tampoco se preocupaba nunca por nada. ¿Cómo podía dejar un hombre que las cosas se deterioraran de aquella forma? ¿Cómo podía un hombre que tenía la suerte de poseer cosas, tantas cosas, preocuparse tan poco por el estado en que éstas estaban? Will podía contar en diez segundos la cantidad de cosas que había tenido en su vida: un caballo, una silla de montar, ropa, una navaja de afeitar. Aceleró el paso para alcanzar a Eleanor Dinsmore mientras se preguntaba si sería una soñadora incorregible como su marido.

Llegaron a un bosquecillo de pacanas que parecía prometedor, con sus árboles cargados de frutos verdes, y en el camino que subía a la siguiente colina se encontraron con un tractor que les bloqueaba el paso.

– ¿Qué es eso? -A Will se le iluminaron los ojos.

– El viejo Steel Mule de Glendon -explicó Elly mientras Will daba lentamente una vuelta al vehículo medio oxidado-. Aquí dejó de funcionar, y aquí lo dejó.

Era un modelo G, pero no estaba seguro del año, tal vez del 26 o del 27. Delante tenía dos ruedas de acero y, en la parte trasera, a cada lado, tres ruedas de distinto tamaño, ordenadas de menor a mayor y rodeadas por una cadena articulada de eslabones dentados por la parte exterior. Los dientes estaban desgastados, algunos tanto que incluso habían desaparecido. Echó un vistazo al motor y dudó de que volviera a emitir nunca ningún ruido.

– Sé algo de motores, pero creo que éste está muerto.

Siguieron adelante para llegar al extremo opuesto de la granja y volver después a la casa por otro camino. Pasaron por campos de rastrojos y por arboledas, y cuando finalmente llegaron a la cima de un montículo, Will se paró en seco, se echó hacia atrás el sombrero y soltó un grito ahogado.

– Madre mía -murmuró.

Al otro lado había un auténtico cementerio de cocinas económicas, que se oxidaban en medio de una hierba lo bastante alta como para doblarse con el viento.

– Hay unas cuántas, ¿eh? -Eleanor se detuvo a su lado-. Daba la impresión de que cada semana se traía una a casa. Le dije: «Glendon, ¿qué vas a hacer con todas esas cocinas viejas si hoy en día todo el mundo se está pasando a las de gas y a las de queroseno?» Pero siguió trayéndolas aquí cada vez que se enteraba de que alguien se la cambiaba.

Debía de haber quinientas, de un naranja tan subido como la carretera a Whitney.

– Madre mía -repitió Will, que se quitó el sombrero y se rascó la cabeza mientras imaginaba lo que costaría volver a llevárselas de ahí.

Eleanor observó su perfil, claramente recortado contra el cielo azul, con el sombrero echado hacia atrás. ¿Se atrevía a contarle lo demás? Decidió que sería mejor hacerlo. Al fin y al cabo, iba a enterarse de todos modos.

– Pues espere a ver los coches.

Will se volvió para mirarla. Después de todo lo que había visto, nada podía sorprenderlo.

– ¿Coches?

– Todos ellos destrozados. Peor que el tractor.

Tras contemplar un buen rato las cocinas con los brazos en jarras, Will suspiró.

– Bueno, acabemos con esto de una vez -soltó, tras volver a calarse bien el sombrero.

Los coches estaban situados inmediatamente detrás de los árboles que rodeaban los edificios anexos (habían descrito un círculo casi completo por los terrenos de la granja) y formaban un revoltijo de puertas abiertas y techos combados entre los hierbajos. Se acercaron a los restos sin cristales de un viejo Whippet de 1928. Las ruedas sin llantas y el parachoques delantero estaban cubiertos de madreselva. En el estribo trasero, un pájaro había anidado al abrigo del guardabarros.

– ¿Puedo conducirlo? -preguntó Donald Wade con ilusión.

– Claro que sí. ¿Quieres llevar contigo al pequeño Thomas?

– Ven, Thomas. -Donald Wade tomó la mano de su hermano, se abrió paso por la hierba y ayudó al pequeño a subirse. Se sentaron uno al lado del otro y empezaron a botar en los destrozados asientos. Donald Wade giraba el volante a izquierda y derecha mientras hacía ruidos de motor con la boca.

Cuando Eleanor y Will se acercaron, sujetó con más fuerza aún el volante. Thomas, que quería imitar a su hermano, sacó la lengua y sopló, con lo que lanzó gotitas de saliva a una telaraña que colgaba sobre el salpicadero.

Eleanor se situó junto a la puerta abierta y se echó a reír. Cuanto más reía, más botaban e imitaban un motor los niños. Cuanto más botaban e imitaban un motor, con más energía movía Donald Wade el volante.

– ¿Adónde vais, chicos? -preguntó Elly, que había cruzado los brazos en la parte inferior del hueco de la ventanilla y se había inclinado hacia delante con el mentón apoyado en una muñeca.

– ¡A Atlanta! -chilló Donald Wade.

– ¡A Lanta! -repitió Thomas como un lorito.

– ¿A Atlanta? -bromeó su madre-. ¿Y qué vais a hacer allí cuando lleguéis?

– No sé.-Donald Wade conducía a toda pastilla, de modo que el viejo volante giraba rápidamente entre sus manos pecosas.

– ¿Podríais llevarme?

– ¡No podemos parar; vamos demasiado deprisa!

– ¿Y si me subo al estribo cuando paséis?

– ¡Muy bien!

– ¡Ay! -Eleanor saltó hacia atrás y se sujetó el pie con la mano-. ¡Has pasado con el coche por encima de mi pie, jovencito!

– ¡Iiiiii! -chilló Donald Wade, pisando el pedal del freno a fondo con su rechoncho piececito para parar el coche-. Suba, señora.

Eleanor se hizo la ofendida. Levantó la nariz y volvió la cabeza.

– Ahora no quiero. No, después de haberme pasado por encima del pie de esa forma. Supongo que ya encontraré a alguien que no sea tan imprudente al volante. Pero puedes preguntar al señor Parker si necesita que lo lleves al pueblo. Lleva un buen rato andando y debe de estar hecho polvo. ¿No es así, señor Parker? -Lo miró de reojo con una sonrisa torcida.

Will no había jugado nunca a estas cosas. Cuando todos lo miraron esperando una respuesta, se sintió fatal y carente de imaginación. Buscó frenéticamente algo que decir y, de golpe, se le ocurrió una genialidad:

– La próxima vez, chicos -dijo y, tras levantar una bota raspada por encima de la hierba, añadió-: Acabo de comprarme este par de botas y tengo que gastarlas un poco antes del baile del sábado por la noche.

– Está bien, señor. ¡Ruuuum, ruuuuum!

El ruido de motor estuvo acompañado de más salpicaduras de saliva, y de más carcajadas de Eleanor Dinsmore. A Will y a ella los iluminaban las motas de luz que dejaba pasar un gran roble y tenían la hierba y la madreselva hasta las rodillas. Will se sintió como si volviera a ser un niño, experimentando las alegrías que no había vivido la primera vez. Hacía calor y el aire olía a hierba, y de momento no parecía necesario apresurarse o planear nada, desear o lamentar nada. Bastaba con ver a los dos chiquillos rubios conduciendo hacia Atlanta en un Whippet de 1928.

Eleanor dejó de reír, pero siguió sonriendo mientras observaba a Will. Éste se había apoyado en el coche con el peso sobre un pie y los brazos cruzados. El sol le iluminaba la punta de la nariz. Sus labios esbozaban una sonrisa auténtica.

– Vaya, míralo -dijo en voz baja.

Will alzó los ojos y vio que Eleanor le miraba la boca. Así que lo había logrado; le había hecho sonreír. Esa sonrisa era tan vigorizante como la tripa llena y no la ocultó, sino que la dirigió a Eleanor Dinsmore.

– Se siente bien uno, ¿verdad? -le comentó ésta.

– Sí, señora-respondió Will en voz baja mientras los ojos castaños se le enternecían al encontrarse con los verdes de ella.

Eleanor vio el placer en sus ojos y sonrió, emocionada, porque los niños y ella lo habían propiciado. ¡Por Dios, lo que mejoraba una sonrisa el rostro de Will Parker! Los ojos achinados, los párpados entrecerrados y los labios relajados habían acabado con su inexpresividad.

«Ahora que sé que puedo hacerle sonreír, estoy segura de que podría llevarme bien con este hombre.»

Los ojos de Will Parker se dirigieron de la boca a la tripa de Eleanor en un lento recorrido. Ella se mantuvo impávida bajo su atenta mirada, preguntándose qué estaría pensando. «Hasta que la muerte os separe» era mucho tiempo, así que decidió dejarlo mirar para que pudiera decidirse. Ella haría lo mismo. Nunca le había importado nada el aspecto de la gente. Pero Will Parker, relajado y sonriente, era atractivo, de eso no había ninguna duda. Y, en ese momento, que la observara la hizo sentirse incómoda. Will alzó la vista y, cuando sus miradas se encontraron, Eleanor se ruborizó para sus adentros.

– ¿Sabe qué, señora Dinsmore?

El grito de Thomas lo interrumpió.

– ¿Qué…? -exclamó entonces Will, que se había vuelto hacia el niño.

Donald Wade chilló de dolor y de miedo.

– ¡Dios mío, sáquelos de ahí! -gritó Will, y pasó a la acción. Se abalanzó hacia el coche y sacó a Donald Wade tirándole del brazo-. ¡Corre! ¡Largo de aquí! ¡Hay abejas!

Un montón de ellas zumbaba alrededor de la cabeza de Will. Cuando se agachó hacia Thomas, que no dejaba de dar alaridos, una le picó en el cuello y otra en la muñeca. Para cuando lo hubo sacado del coche, había abejas por todas partes. Sin hacer caso de las picaduras, las alejó de Thomas con el sombrero de vaquero. Eleanor y Donald Wade salieron corriendo, pero cuando Will los alcanzaba, Donald Wade tropezó y se cayó de bruces, gritando. Will lo recogió y siguió corriendo. Tenía las piernas más largas que Eleanor y pronto la dejó atrás. Se detuvo, vacilante, y se volvió. Tras él, Eleanor corría como podía, sujetándose la barriga con una mano y agitando el aire por encima de la cabeza con la otra. Las abejas eran más numerosas que antes y emitían un zumbido enojado.

– ¡Señora Dinsmore! -gritó.

– ¡Corra, lléveselos! -bramó Eleanor-. ¡No me espere!

Will vio el terror en sus ojos y se quedó quieto, indeciso.

– ¡Váyase! -gritó Eleanor.

Una abeja se posó en el brazo de Thomas. El pequeño chilló y empezó a retorcerse como un loco en el brazo de Will. Este se volvió y salió disparado como una bala camino arriba, con los niños chillando y dando brincos. Cuando dejó atrás el enjambre, se detuvo, jadeante, y se giró justo a tiempo de ver cómo Eleanor tropezaba y se caía de bruces. El corazón pareció salírsele por la boca. Dejó a los niños en mitad del camino y les ordenó que le esperaran. Luego, regresó corriendo hacia Eleanor sin prestar atención a los alaridos que oía a su espalda. Corrió más rápido que nunca en su vida, hacia la mujer que se daba lentamente la vuelta y trataba de levantarse. Estaba sentada sobre una cadera con los ojos cerrados, balanceándose, sujetándose la tripa.

«¡Oh! ¡La madre que me parió! ¡Por favor, Dios mío, que no le pase nada!», rezó Will del único modo que sabía. Al llegar a su lado, puso una rodilla en el suelo y alargó la mano hacia ella.

– Señora Dinsmore… -jadeó.

– Los niños -dijo Elly tras abrir los ojos-. ¿Están bien los niños?

– Asustados, más que nada. -Se quitó el sombrero y lo agitó enojado para ahuyentar dos abejas que zumbaban sobre la cabeza de Eleanor-. ¡Fuera de aquí, hijas de puta!

Les seguían llegando gritos desde lo alto del camino, así que Will dirigió una mirada insegura a los niños primero y a Eleanor después mientras combatía el pánico. Le sujetó los brazos y la obligó a acostarse de nuevo en el suelo.

– Túmbese aquí un momento. Ya no hay abejas.

– Pero los niños…

– Tienen algunas picaduras, pero deje que chillen un momento. Vamos, acuéstese como le digo -pidió, y cuando ella dejó de resistirse y le obedeció, le puso el sombrero debajo-. Tenga, apoye aquí la cabeza.

Lo hizo, pero tenía unas punzadas en el vientre.

– ¿Se ha golpeado en algún sitio al caer? -le preguntó Will, que se arrodilló ansioso a su lado. No sabía qué tenía que hacer si empezaba a perder el bebé ahí, en medio de ese campo de hierbajos. Observó cómo la barriga se le elevaba y le descendía entre jadeos y se preguntó si debería palpársela para comprobar cómo estaba. ¿Pero para qué? Se apoyó en un talón con las manos apoyadas con aire indeciso en los muslos.

– Estoy bien. ¿Podría encargarse de los niños, por favor?

– Pero está…

– Me quedaré tumbada aquí un rato. Lleve a los niños hasta la bomba de agua y aplíqueles algo de barro en las picaduras lo más rápido que pueda. Eso impedirá que se les hinchen.

– Pero no puedo dejarla aquí sola.

– ¡Claro que puede! ¡Haga lo que le digo, Will Parker! Las picaduras de las abejas podrían matar a Thomas si tiene demasiadas, y ya perdí a su padre por culpa de las abejas… ¿No lo comprende?

Se le llenaron los ojos de lágrimas, y Will se levantó a regañadientes. Echó un vistazo a los dos niños, que seguían sentados lastimosamente en mitad del camino, berreando a voz en grito. Miró después a su madre y la amonestó con un dedo.

– No se mueva hasta que regrese -le advirtió, y salió corriendo de nuevo.

Un momento después, rescataba a los dos pequeños chillones y se los llevaba a toda velocidad.

– ¡Maaa-máaaa! ¡Quiero a mi maaa-máaaa! -Donald Wade tenía varias ronchas en la cara y en las manos. Tenía una oreja colorada e hinchada. Se frotaba los ojos con los puños.

– Tu mamá no puede correr tan rápido como yo. Aguanta y te pondremos algo fresco en las picaduras.

El pequeño Thomas, que corría como un poseso, tenía picaduras por todo el cuerpo, incluidas unas cuantas de aspecto muy feo en el cuello. Ya se le habían empezado a hinchar. Al pensar en lo que podría pasar si se hinchaba por dentro tanto como por fuera, Will aceleró. Intentó pensar de modo racional, recordar si había visto dónde guardaba la señora Dinsmore el cuchillo del pan. Le vino a la cabeza la imagen de la larga hoja plateada e imaginó tener que clavarla en la tráquea del pequeño Thomas, a través de la piel suave y rosada del pequeño. Se le hizo un nudo en el estómago. No estaba seguro de que pudiera hacerlo.

«Maldita sea, no permitas que el crío se ahogue. ¿Me oyes? No pienses en eso, Parker, y sigue corriendo. Si grita como un loco, quiere decir que no tiene problemas para respirar.»

El pequeño Thomas bramó todo el camino de vuelta. Will llegó a la zona enlodada junto a la bomba de agua a once kilómetros por hora. El pie izquierdo le resbaló hacia un lado, y el derecho, hacia el otro. Un momento después golpeó el suelo con el trasero con un plaf, y se quedó sentado allí con los dos niños, que no dejaban de berrear a su lado. En el orificio derecho de la nariz del pequeño Thomas se formó una burbuja. A Donald Wade le resbalaban las lágrimas por las mejillas y le mojaban las picaduras de abeja. Will le sujetó la mano y se la bajó.

– Quieto, no te las frotes -le ordenó mientras empezaba a aplicar el barro frío y resbaladizo a ambos niños a la vez. Thomas se resistió con todas sus fuerzas, echando la cabeza hacia atrás, empujando las manos de Will. Pero, al cabo de un rato, todas las ronchas visibles estaban cubiertas. Los gritos se convirtieron en violentos sollozos y, después, cuando los niños se dieron cuenta de que estaban sentados bajo la bomba de agua y les estaban poniendo barro encima, pasaron a ser jadeos de asombro. Will desabrochó los tirantes de Donald Wade, le bajó el peto y le levantó la camisa. Le trató varias picaduras de la espalda y la tripa, y quitó después la camisa al pequeño Thomas para hacer lo mismo.

– Te han picado muchas -confirmó Will tras comprobar no haberse dejado ninguna.

– ¿Están bien?

El mentón de Will se alzó de golpe al oír la voz de Eleanor, que estaba al borde del charco con el sombrero aplastado de Will en una mano.

– Creía haberle dicho que no se moviera hasta que pudiera regresar a su lado.

– ¿Están bien? -repitió.

– Eso creo. ¿Y usted?

– Eso creo.

– Mamá… -El pequeño alargó las manos hacia ella, pero Will le impidió moverse.

– Quédate aquí sentado un momento, campeón. Vas a manchar de barro a tu madre.

Entonces, Eleanor empezó a reírse entre dientes. Will la fulminó con la mirada.

– ¿De qué se ríe?

– Madre mía, si viera la pinta que tienen los tres. -Se tapó la boca con la mano y se dobló hacia delante, entre carcajadas-. Acabo de fijarme.

Will se enfureció. ¿Cómo se atrevía a partirse de risa cuando el susto le había acortado la vida cinco años? ¿Cuando el corazón le latía con tanta fuerza que le dolían las sienes? ¿Cuando estaba sentado en el suelo con el barro manchándole los únicos vaqueros que tenía? ¡Y todo por ella y sus hijos!

– ¡No tiene nada de gracia, así que deje de regodearse! -exclamó mientras ponía de pie a los dos niños como si fueran palas y hubiera terminado de cavar con ellas. Se levantó con torpeza y se la quedó mirando con las piernas arqueadas, como un bebé con los pañales sucios. Eleanor no dejaba de reírse con la boca tapada. ¡Por el amor de Dios, se reía y podía estar abortando en ese mismo instante!

– ¿Está loca o qué? -se quejó, más enojado aún.

– Supongo que sí -logró articular Elly entre carcajadas-. Por lo menos, eso es lo que todos dicen, ¿no?

El buen humor de Eleanor lo puso furibundo.

– Vaya a la casa y… -empezó a decir, pero no sabía qué aconsejarle. ¿Acaso era él una comadrona?

– Ya voy, señor Parker, ya voy -respondió Eleanor, desenfadada. Golpeó con la mano la copa del sombrero y se lo puso, aunque le llegaba hasta debajo de las orejas-. No podía pasar por aquí sin verlos sentados en el barro.

– ¡Deje que yo me encargue de ellos! -explotó Will al ver que iba a llevarse al pequeño Thomas-. ¡Vaya a la casa y cuídese!

Eleanor se volvió sin dejar de reír y subió el camino andando como un pato.

Esa maldita mujer no tenía el menor sentido común si no se percataba de que debía estar tumbada boca arriba, reposando, después de la caída que había sufrido. Le costaría algo de tiempo acostumbrarse a vivir con una mujer resuelta que se reía de él siempre que podía. ¿No sabía el susto que le había dado? Ahora que todo había terminado, le temblaban las rodillas. Eso también le daba mucha rabia. ¡Mira que ponerse así por la mujer de otro hombre, y una total desconocida además!

– ¿Cuánto tiempo deben llevar puesto el barro? -le gritó con bastante brusquedad.

– Bastará con unos diez minutos -le contestó Eleanor-. Prepararé algo para el escozor.

Dejó el sombrero en el peldaño del porche y entró en la casa. Will descalzó a los niños y dejó que jugaran en el barro. El mismo parecía pesar nueve kilos más con todo el que se le había pegado al trasero. De vez en cuando miraba hacia la casa, pero Eleanor permanecía dentro. No sabía si quería que saliera o no. Condenada mujer, parecía mentira que se hubiera quedado ahí plantada riéndose de él mientras intentaba calmar a sus hijos. Y nadie se ponía su sombrero. ¡Nadie!

Dentro de la casa, Eleanor empezó a triturar hojas de llantén en un mortero. No conoces realmente a una persona hasta verla enfadada. Acababa de ver a Will Parker enojado, incluso colérico, y era bastante apacible: buena señal. ¡Menuda estampa, sentado en el charco de barro con los ojos echando chispas! Si se quedaba, dentro de unos años, se reirían de ese momento.

Alzó los ojos y vio algo que la dejó paralizada.

– Mira eso -se murmuró a sí misma.

Will Parker avanzaba airado hacia la casa con sus dos hijos desnudos en brazos. Se les veían los traseros rosados y rollizos en contraste con los brazos tersos y morenos de Parker, y tenían las frágiles manitas apoyadas en sus fuertes hombros. Andaba a grandes zancadas, pero se movía como si no conociera la prisa. Llevaba la cabeza descubierta, la camisa desabrochada con los faldones ondeando al moverse, y tenía el ceño fruncido. Qué agradable era volver a ver a los niños con un hombre. Los desconocidos los asustaban, pero habían congeniado con Will Parker en menos de un día. Y, en ese mismo período de tiempo, ella había visto todo lo que necesitaba ver para estar segura de que sería un buen padre, tanto si los hijos eran suyos como si no. Sería tierno con ellos. Y afectuoso.

Observó, oculta entre las sombras de la cocina, cómo se acercaba a la casa y se detenía, inseguro, ante los peldaños del porche. Así que salió, y vio que los pantalones y los faldones de la camisa de Will goteaban agua.

– ¿Se ha lavado con agua fría de la bomba?

– Creía que estaría acostada -dijo, y su voz todavía denotaba disgusto.

– He tenido una o dos punzadas, pero no es nada grave.

– ¿No debería verla un médico o algo?

– ¡Un médico! -se mofó-. ¿Para qué quiero yo que me vea un médico?

– Podría acercarme al pueblo para ver si encuentro alguno que i venga.

– No necesito nada del pueblo y el pueblo no necesita nada de mí. Estaré bien.

Por Dios santo, ¿estaba embarazada de cinco meses y no había ido al médico en todo ese tiempo? Bajó los ojos hacia el plato que sostenía.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Hojas de llantén trituradas para las picaduras. Pero será mejor que sequemos antes a los niños. ¿Le importa encargarse de uno mientras yo lo hago del otro?

Antes de que Will pudiera responder, ya se había metido en la casa. Un momento después, regresó con dos toallas, lanzó una a Will y se sentó en el peldaño inferior con la otra. Mientras ella secaba a Donald Wade, Will se puso en cuclillas con Thomas entre las rodillas.

«Otra primera vez de algo», pensó mientras se lo acercaba con torpeza al cuerpo.

Thomas tenía la piel rosada y reluciente, y el pito le asomaba como la barrera en un paso a nivel. Al ver que lo miraba directamente a los ojos, en silencio, Will le sonrió.

– Vamos a secarte, renacuajo -se aventuró a decir en voz baja.

Esta vez no se sentía tan perdido al hablar con el pequeño. Thomas no gritó ni se le resistió, de modo que imaginó que lo estaría haciendo bien. Pronto descubrió que los niños no ayudan demasiado a la hora de bañarse. Thomas se limitó, básicamente, a mirarlo con el labio inferior colgando. Tuvo que levantarle los brazos, separarle los dedos, volverle el cuerpo hacia aquí y hacia allá. Le secó todos los rincones, con mucho cuidado en los sitios donde las picaduras tenían peor aspecto. El cuello del niño parecía tan diminuto y tan frágil… Tenía la piel suave y olía mejor que ningún ser humano al que Will se hubiera acercado en su vida. Sintió un placer inesperado.

Alzó la vista y descubrió que Eleanor lo estaba observando.

– ¿Cómo le va? -le preguntó con una sonrisa perezosa.

– Nada mal.

– ¿Es la primera vez?

– Sí, señora.

– ¿No ha tenido hijos?

– No, señora.

– ¿No ha estado nunca casado?

– No, señora.

Se quedaron callados mientras seguían secando a los niños. La dulzura que inspiraba la tarea invadió a Will y disminuyó su enfado con la mujer.

– Me he asustado mucho cuando se ha caído, ¿sabe?

– Yo también me he asustado mucho. -Todavía esbozaba esa sonrisa perezosa.

– No era mi intención gritarle de ese modo.

– No se preocupe. Lo entiendo -aseguró y, tras una breve pausa, añadió-: Supongo que debe de tener frío con esos pantalones mojados.

– Ya se secarán.

Entonces, sin previo aviso, notó algo cálido en la parte interior del muslo. Bajó la vista, gritó y se levantó de golpe. El pequeño Thomas, que había permanecido todo el rato entre las rodillas de Will, arqueó entonces las piernas sin inmutarse y siguió orinando, y podía verse el arco amarillo de líquido salpicando el suelo.

– ¡Por el amor de Dios, Thomas, mira lo que has hecho! -Eleanor apartó a Donald Wade a un lado y se levantó del peldaño-. Oh, lo siento, señor Parker -se lamentó mientras dirigía una mirada compungida al muslo de Will-. El pequeño Thomas todavía no sabe usar el orinal y a veces…, bueno, a veces… -tartamudeó, sin saber cómo terminar la frase, sonrojada-. No sabe cuánto lo siento.

– Bueno, ya estaban mojados -comentó Will, con los pies separados para comprobar los desperfectos.

– Se los lavaré con mucho gusto, y le prestaré algo de Glendon para que pueda ponérselo hasta que estén secos -se ofreció.

Will levantó la cabeza, y sus miradas se cruzaron. La de Eleanor era de consternación; la suya, de asombro. Esbozó una sonrisa con la misma lentitud con la que andaba hasta dibujar una atractiva media luna con los labios. Le entraron unas ganas cada vez mayores de reír hasta que estalló en carcajadas. Y una vez el disgusto de Eleanor se hubo convertido en alivio, lo imitó.

Ahí, bajo el sol, se rieron juntos por primera vez mientras los niños, desnudos, alzaban la cabeza para mirarlos.

Cuando terminaron, se había producido un sutil cambio. Siguieron sonrientes mientras un sinfín de posibilidades les pasaba por la cabeza.

– ¿De modo que es así como inicia a todos los hombres que vienen en respuesta a su anuncio? -dijo Will finalmente.

– Con dos niños tan pequeños, nunca se sabe qué esperar.

– La próxima vez lo recordaré.

– Iré a buscar la ropa de Glendon. Puede llevarse un cubo de agua caliente al establo.

– Se lo agradezco, señora.

Ninguno de los dos se movió. Se quedaron ahí clavados, debido a la sorpresa y a la curiosidad, ahora que se habían visto mutuamente con otros ojos. El rostro de Eleanor irradiaba algo más que el reflejo de su vestido amarillo. Will pensó en alargar la mano y tocárselo, pensó en cómo debía de ser su piel al tacto: quizá tan suave como la de Donald Wade, y caliente del sol. Pero, en lugar de hacerlo se agachó para recoger el sombrero del peldaño y ponérselo.

– He decidido quedarme, si todavía quiere que lo haga -anunció desde la seguridad que le ofrecía la sombra de su ala.

– Quiero que lo haga -contestó Eleanor directamente.

Se sintió embargado de emoción. No recordaba que nadie hubiera querido nunca que Will Parker se quedara en ningún sitio. De pie, al sol, con un pie en un peldaño del porche de Eleanor y con sus hijos desnudos a sus pies, se juró darlo todo por ella o morir en el intento.

– Y en cuanto a lo del matrimonio, podemos posponerlo hasta que se sienta cómoda con la idea. Y si eso no sucede nunca, pues no pasa nada. Estaré contento de quedarme en el establo. ¿Qué le parece?

– Bien -accedió Eleanor a la vez que le dirigía una mirada breve, nerviosa.

Will se preguntó si sentiría el mismo cosquilleo que él en su interior. Podría no haberlo sabido nunca si, en ese momento, no hubiera bajado los ojos y se hubiera arreglado nerviosamente el pelo recogido en la nuca.

«Caramba, que me aspen», pensó Will.

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