Capítulo 1

Agosto de 1941

Sonó el silbato del almuerzo y las sierras dejaron de rechinar. Will Parker retrocedió, se quitó el sombrero sudado y se secó la frente con una manga. Los otros peones hicieron lo mismo mientras se ponían a la sombra soltando un montón de quejas sobre el calor o sobre la clase de bocadillos que la mujer les había puesto en la fiambrera.

Will Parker había aprendido a no quejarse. El calor todavía no lo había afectado, y no tenía ni mujer ni fiambrera. Sólo tenía un tarro de cristal con un litro de suero de leche que había encontrado en una nevera desprotegida junto a un pozo y tres manzanas que había robado del árbol del jardín trasero de alguien, tan verdes que supuso que más tarde lo pasaría mal.

Los hombres estaban sentados a la sombra, con la espalda apoyada en los troncos rugosos de los pinos taeda de la explanada del aserradero, hablando sin parar mientras comían. Pero Will Parker se mantenía alejado de los demás; él no se mezclaba con la gente, ya no.

– ¡Madre mía, qué calor hace! -se quejó un tal Elroy Moody secándose el cuello, colorado y arrugado con un pañuelo colorado y arrugado.

– ¡Y qué cantidad de polvo! -añadió un tal Blaylock. Se sacudió dos veces y escupió en las agujas de pino-. Tengo serrín suficiente en los pulmones como para rellenar un colchón.

El capataz, Harley Overmire, siguiendo su ritual de la hora del almuerzo, metió la cabeza bajo la bomba de agua y la sacó gritando para llamar la atención. Overmire era un mequetrefe con la nariz chata, las orejas diminutas y el cuello corto. Tenía un casco de cabello oscuro, muy corto, que se le enroscaba en mechones como muelles de reloj y continuaba creciéndole en la base del cuello. La única concesión de aquella mata era que el pelo se hacía más fino antes de seguir descendiendo, lo que confería a su dueño el aspecto de un simio cuando no llevaba camisa. Y a Overmire le encantaba ir descamisado. Siempre que tenía ocasión lucía su corpulencia y su vello, como si compensaran su minúscula estatura.

Overmire cruzó el patio secándose con la camisa para reunirse con los hombres. Abrió la fiambrera, levantó una puntita de la rebanada superior del bocadillo y rnurmuró:

– Maldita sea, ha vuelto a olvidarse de la mostaza. -Dejó caer la rebanada de golpe, disgustado-. ¿Cuántas veces tendré que decir a esa mujer que el cerdo va solo y la ternera lleva mostaza?

– Tienes que educarla, Harley -bromeó Blaylock-. Dale una colleja.

– Educarla, dice. Llevamos diecisiete años casados. A estas alturas cabría esperar que supiera que me gusta comer la ternera con mostaza.

Dicho esto, tiró el emparedado a las agujas de pino que cubrían el suelo y soltó otro taco.

– Ten uno de los míos -le ofreció Blaylock-. Hoy son de salchicha con queso.

Will Parker dio un mordisco a la manzana amarga, que le hizo salivar tanto que le dolieron las mandíbulas. Evitó mirar el emparedado de ternera de Overmire y el de salchicha y queso que le sobraba a Blaylock, y se obligó a pensar en otra cosa.

En el jardín trasero con el césped bien cuidado donde había saqueado la nevera. En un bonito ramillete de flores rosa que había en una tetera de esmalte blanco, en un tocón, junto a la puerta trasera. En el llanto de un niño en el interior de la casa. En un tendedero con sábanas blancas, con pañales blancos, con paños de cocina blancos y con los suficientes pantalones vaqueros como para que no se notara si faltaban unos, y con la correspondiente cantidad de camisas de batista azul, de las que se había llevado, en un gesto de nobleza, la que tenía un agujero en el codo. Y en un arco iris de toallas, de las que había elegido una verde porque en algún lugar recóndito de su memoria había una mujer de ojos verdes que había sido amable con él, lo que le había llevado a preferir para siempre el verde a todos los demás colores.

La toalla verde estaba húmeda y envolvía el tarro de cristal. La desenrolló, abrió la tapa de cinc, bebió procurando no hacer ninguna mueca. El suero de leche estaba demasiado dulzón; ni siquiera la toalla mojada había logrado mantenerlo fresco.

Con la cabeza recostada en el tronco de un pino, Parker vio que Overmire se ponía de pie mirándolo con una expresión de regodeo en la cara. Se apartó el tarro de la boca despacio. Igual de despacio, se secó los labios con el dorso de la mano. Overmire se pavoneó hacia él y, cuando llegó junto a sus pies, se detuvo con las piernas abiertas y los brazos en jarras.

Cuatro días llevaba ahí Will Parker, sólo cuatro esa vez, pero sabía lo que significaba la expresión del capataz tan bien como si ya hubiera hablado.

– ¿Parker? -dijo Overmire en voz alta, lo bastante alta como para que todos lo oyeran.

Will se puso rígido y, como a cámara lenta, apartó la espalda del árbol y dejó a tientas el tarro de cristal en el suelo.

El capataz se echó hacia atrás el sombrero de paja y frunció el ceño, de modo que todos los hombres le prestaran atención.

– Creo que dijiste que eres de Dallas.

Will sabía cuándo debía callar. Adoptó una actitud inexpresiva y alzó los ojos hacia Overmire masticando un pedazo de manzana acida.

– ¿Eres de ahí entonces?

Will se inclinó hacia un lado como si fuera a levantarse. Overmire le puso una bota en la entrepierna y lo empujó con fuerza.

– ¡Estoy hablando contigo, chico! -soltó, antes de recorrer con la mirada a sus subordinados para cerciorarse de que ninguno de ellos se perdía aquel intercambio.

El ramalazo de dolor obligó a Parker a apoyar ambas palmas en el suelo.

– He estado ahí -respondió estoicamente.

– También has estado en Huntsville, ¿verdad, chico?

La sensación asfixiante de avasallamiento se apoderó de Parker. Conocida. Degradante. Notó las miradas de prejuicio que le dirigían los hombres entre sonrisas prepotentes. Pero había aprendido a no replicar cuando detectaba aquel tono de superioridad, especialmente cuando escuchaba la palabra «chico». Sintió el sudor frío que se le formaba en el pecho, la sensación de impotencia que le producía la palabra pronunciada con la intención de que un hombre pareciera pequeño y, otro, poderoso. Bajo la presión de la bota de Overmire, contuvo la necesidad imperiosa de dar rienda suelta al odio que sentía y se escudó en una fingida indiferencia.

– Ahí sólo encierran a los peores, ¿verdad, Parker?

Overmire empujó con más fuerza, pero Will se negó a mostrar su dolor. En lugar de eso sujetó el tobillo del otro hombre con una mano y apartó la bota de su cuerpo. Se levantó sin dejar de mirar al capataz, recogió su estropeado sombrero de vaquero, se lo sacudió en el muslo y se lo caló hasta las cejas.

Overmire soltó una risita, cruzó sus brazos fornidos y clavó los ojos maliciosos en el ex presidiario.

– Se comenta que mataste a una mujer en un prostíbulo de Tejas y que acabas de salir de la cárcel. No queremos a gente de tu calaña aquí, donde viven nuestras esposas y nuestras hijas. ¿Verdad, muchachos? -preguntó mientras dirigía una breve mirada a los hombres.

Los muchachos habían dejado de revolver en sus fiambreras.

– Bueno, ¿tienes algo que decir, chico?

Will tragó con fuerza y notó la piel de la manzana en la garganta.

– No, señor, salvo que me deben tres días y medio de paga.

– Tres -lo corrigió Overmire-. Aquí no pagamos medias jornadas.

Will fue a quitarse con la lengua un trocito de manzana que se le había quedado entre los dientes. Cuando movió la mandíbula, Harley Overmire cerró los puños. Will se limitó a mirarlo en silencio desde debajo del ala de su penoso sombrero de vaquero, sin embargo: no necesitaba verle las manos para saber que estaba dispuesto a pelear.

– Tres -accedió con tranquilidad.

Pero lanzó el hueso de la manzana bajo los pinos con una fuerza que hizo que los hombres empezaran de nuevo a revolver en sus fiambreras. Luego recogió el tarro envuelto en la toalla y siguió a Overmire hacia la oficina.

Cuando salió, los hombres se habían apiñado alrededor del reloj de fichar. Pasó entre ellos, encerrado en una burbuja de frialdad, mientras se guardaba los nueve dólares en el bolsillo de la camisa sin dejar de mirar al frente para evitar ver sus expresiones de superioridad.

– Oye, Parker -soltó uno de ellos cuando había pasado-. Podrías ir donde la viuda de Dinsmore. Está tan apurada que puede que hasta se contente con un delincuente como tú, ¿verdad, muchachos?

Los hombres soltaron carcajadas burlonas y, entonces, se oyó una segunda voz:

– Seguro que una mujer como ésa, que cuelga un anuncio así en un aserradero, se queda con lo primero que se le presente.

Y, después, una tercera voz:

– Deberías haberle pisado un poco más fuerte las pelotas para que las mujeres de por aquí pudieran dormir mejor por la noche, Harley.

Will se marchó entre los pinos. Pero cuando vio los restos del emparedado entre las agujas, allí tirados para que se los comieran los pájaros, el hambre pudo más que el orgullo. Lo recogió con dos dedos como si fuera un cigarrillo y se dio la vuelta con una relajación forzada.

– ¿Le importa a alguien que me lo coma?

– Qué va -respondió Overmire-. Invito yo.

Resonaron más carcajadas.

– Oye, Parker -se oyó entonces-, yo en tu lugar probaría con esa chiflada de Elly Dinsmore. Nunca se sabe, pero puede que a los dos os vaya bien estar juntos. Ella, con su anuncio para encontrar un hombre, y tú, recién salido de la trena. ¡Puede que saques algo más que un pedazo de pan!

Will se volvió y empezó a andar. Pero hizo una bola con el pan y lo lanzó de nuevo sobre las agujas de pino que cubrían el suelo. Mientras se alejaba, se olvidó del dolor e imaginó que estaba en un lugar que no había visto jamás, donde abundaban las sonrisas, los platos estaban llenos y la gente era buena con los demás. Ya no creía que ese lugar existiera, pero se refugiaba en él cada vez más a menudo. Una vez el sueño hubo cumplido su finalidad, volvió a la realidad: una carretera desconocida en medio de un pinar del noroeste de Georgia.

«¿Y ahora qué?», pensó. Dondequiera que iba se repetía la misma historia. Una condena no se cumplía nunca por completo; no se acababa nunca. ¿Pero a él qué más le daba? No había nada que lo atara a esa mierda de pueblo. ¿Quién había oído hablar de Whitney? No era nada más que un puntito en el mapa, y a él tanto le daba quedarse como irse.

Pero un kilómetro más allá, pasó ante la misma granja en la que había robado el suero de leche, la toalla y la ropa, y sintió una enorme añoranza. En el porche trasero había una mujer sacudiendo una alfombra. Era joven y bonita. Llevaba el pelo bajo un paño de cocina anudado en la frente y un delantal rosa. Desde la casa le llegó el aroma de algo que se estaba horneando, y le sonaron las tripas. Cuando la mujer lo saludó con la mano, él escondió la toalla en el costado izquierdo con un profundo sentimiento de culpa. Sintió la necesidad imperiosa de recorrer el camino de entrada, devolverle sus pertenencias y disculparse. Pero imaginó que, si lo hacía, le daría un susto de muerte. Y, además, si iba andando hasta el pueblo siguiente le iría bien la toalla, y seguramente también el tarro de cristal. La ropa que llevaba era la única que tenía.

Dejó atrás la casa y avanzó hacia el norte por una carretera de grava. El olor de los pinos era agradable, lo mismo que su aspecto: verde, en contraste con la tierra rojiza. Había muchos ríos en la zona; arroyos que corrían raudos hacia el mar. Había visto unos cuantos rápidos en los que las aguas surgían veloces de las estribaciones del Blue Ridge en dirección a la llanura costera situada al sur. Y huertos frutales por todas partes: de melocotoneros, de manzanos, de membrillos y de perales. ¡Qué bonito debía de ser cuando todos esos árboles florecían! Nubes rosa perfumadas. Tras salir de aquel lugar tan duro, Will había descubierto que tenía una necesidad profunda de vivir las cosas dulces de la vida. Cosas en las que no se había fijado nunca antes: un melocotón que empezaba a madurar, el sol reflejado en una gota de rocío sobre una telaraña, el delantal rosa de una mujer con el pelo recogido bajo un inmaculado trapo blanco.

Llegó a los límites de Whitney, apenas un claro entre los pinos, un pueblecito que dormitaba bajo el sol de la tarde y en el que casi sólo se movían las moscas que revoloteaban alrededor de las achicorias en flor. En las afueras, había pasado ante una nave frigorífica, una pequeña estación de tren pintada de color nabo, una tarima con un montón de jaulas para pollos vacías que olían a sus antiguos ocupantes debido al calor del sol. Había una casa abandonada llena de maravillas que crecían a su aire detrás de una desastrada valla de madera y, después, una hilera de casas habitadas, algunas de ladrillo rojo, otras de ladrillo gris, pero todas con mecedoras en el porche que indicaban cuántas personas vivían en ellas. Llegó hasta el edificio de un colegio, cerrado porque era verano y, por último, a la típica plaza de la mayoría de pueblos del Sur, dominada por una iglesia baptista y por el Ayuntamiento, y con varias tiendas separadas por solares vacíos: una farmacia, un comercio de ultramarinos, un café, una ferretería y una herrería. Frente a esta última había una gasolinera nueva coronada con un águila de cristal blanco.

Se detuvo frente a las oficinas del periódico local y contempló distraídamente su reflejo en el escaparate. Se toqueteó los valiosos y escasos billetes del bolsillo, se volvió y dirigió la mirada hacia el otro lado de la plaza, donde estaba el Café de Vickery, se caló bien el sombrero y cruzó rápidamente hacia allí.

En la plaza había una zona de césped y un quiosco de música rodeado de bancos de hierro negro. Sentados a la sombra fresca de un magnolio enorme, dos hombres mayores tallaban madera. Ambos alzaron los ojos hacia él cuando pasó. Uno lo saludó con la cabeza, escupió y siguió con su talla.

La puerta mosquitera del Café de Vickery tenía una placa roja y blanca que anunciaba la marca Coca-Cola. Will notó que el metal estaba caliente cuando lo tocó con las manos para abrir la puerta y entrar en el local. Esperó un momento para que los ojos se le habituaran a la menor intensidad de la luz. Dos hombres que tomaban café en la barra lo miraron con indolencia sin levantar los codos. Una joven pechugona recorrió con tranquilidad la barra.

– Buenas. ¿En qué puedo servirlo, encanto? -le dijo, arrastrando las palabras.

Will fijó los ojos en ella para desviarlos de las tentadoras tartas de cereza y de manzana que se exponían en platos detrás de la barra.

– ¿No tendrían un periódico para dejarme?

La joven le sonrió con sequedad y arqueó una ceja depilada. Echó un vistazo a la toalla húmeda que Will se sujetaba contra el muslo y, acto seguido, metió la mano debajo de la barra y sacó uno.Will sabía muy bien que lo había visto pararse delante de las oficinas del periódico local, al otro lado de la plaza, antes de dirigirse hacia el café.

– Muchas gracias -dijo al tomarlo.

La mujer se apoyó la palma de una mano en la cadera y lo recorrió de arriba abajo con los ojos mientras masticaba ostentosamente chicle.

– ¿Es usted forastero?

– Sí, señora.

– ¿Es el nuevo del aserradero?

Will tuvo que contenerse para no apretar el periódico doblado. Sólo quería leerlo y largarse enseguida de allí. Pero los dos hombres de la barra seguían observándolo. Notó su mirada especulativa y asintió con la cabeza a la camarera.

– ¿Le importa que me siente un momento para echarle un vistazo?

– Claro que no, adelante. ¿Quiere que le lleve una taza de café o cualquier otra cosa?

– No, señora, sólo…

Señaló con el periódico las mesas, se volvió y se sentó en una de ellas. Con el rabillo del ojo vio que la camarera sacaba un espejito y empezaba a pintarse los labios. Y se enfrascó en la lectura del Whitney Register. Había titulares sobre la guerra en Europa; la noticia de una reunión secreta entre el presidente Roosevelt y el primer ministro Churchill, que había dado lugar a algo llamado la Carta del Atlántico. Joe DiMaggio había jugado otro partidazo. Ciudadano Kane, protagonizada por Orson Welles, era la película que daban en un cine llamado The Gem. Leyó el anuncio de una recepción al aire libre que iba a tener lugar el lunes; la publicidad de un taller de reparación de automóviles junto a la de uno de reparación de arreos; la esquela de alguien llamado Idamae Dell Randolph, nacido el 1879 en Burnt Corn, Alabama, que había fallecido en casa de su hija, Elsie Randolph Blythe, el 8 de agosto de 1941. Los anuncios de la sección de clasificados eran bastante fáciles de encontrar en el ejemplar de ocho páginas: un abogado itinerante estaría en el pueblo el primer y el tercer lunes de cada mes, y se le podría localizar en el despacho número seis del Ayuntamiento; alguien vendía un sofá cama de segunda mano en muy buen estado; alguien necesitaba un marido…

¿Un marido?

Los ojos de Will retrocedieron para leer el anuncio completo, el mismo que la mujer había colgado en el tablón que había sobre el reloj de fichar del aserradero:


SE BUSCA MARIDO

se necesita un hombre sano de cualquier edad,

dispuesto a explotar una granja y compartirla

Razón: E. Dinsmore,

al final del camino de Rock Creek


¿Un hombre sano de cualquier edad? No era extraño que los operarios del aserradero dijeran que estaba chiflada.

Siguió adelante: alguien vendía alfombras de retales hechas en casa; un pueblo cercano necesitaba un dentista y, un negocio, un contable.

Pero nadie necesitaba un vagabundo recién salido de la cárcel de Huntsville que, en su momento, había recolectado fruta, transportado cargas, arreado ganado y recorrido la mitad del país.

Volvió a leer el anuncio de E. Dinsmore: «Se necesita un hombre sano de cualquier edad, dispuesto a explotar una granja y compartirla.»

Entrecerró los ojos bajo el ala del sombrero mientras analizaba las palabras. ¿Qué clase de mujer pondría un anuncio para buscar un hombre? Pero, puestos a pensar, ¿qué clase de hombre se plantearía responder a él?

Los dos parroquianos se habían vuelto en los taburetes y lo miraban abiertamente. La camarera estaba apoyada en la barra, charlando con ellos y dirigiendo a menudo la mirada hacia Will. Cuando éste se levantó de la mesa, se acercó al mostrador de cristal de los puros para reunirse con él. Will le entregó el periódico y se llevó la mano al ala del sombrero, aunque no lo movió.

– Muchas gracias.

– Cuando guste. Es lo menos que puedo hacer por un nuevo vecino. Me llamo Lula.

Le tendió una mano flácida con unas garras pintadas del mismo bermellón que los labios. Will observó la mano y la inclinación insinuante de la cadera: el mensaje inconfundible que algunas mujeres no pueden evitar mandar. Llevaba el pelo decolorado y recogido de modo que le caía sobre la frente en una deliberada imitación de la última sex-symbol de Hollywood, Betty Grable.

Will le tendió finalmente la mano para darle un breve apretón, acompañado de un saludo más breve aún con la cabeza. Pero no le dijo su nombre.

– ¿Podría indicarme cómo llegar al camino de Rock Creek?

– ¿El camino de Rock Creek?

Volvió a asentir con la cabeza.

Los dos hombres se rieron por lo bajo. La sonrisa seductora de Lula se desvaneció.

– Pasado el aserradero, tome la primera carretera hacia el sur y, después, la primera que tuerce a la izquierda.

– Muchas gracias -dijo Will, que retrocedió y se tocó el sombrero a modo de despedida antes de marcharse.

– Hay que ver -resopló Lula mientras lo veía pasar frente al escaparate del café-. Qué huraño es.

– Parece que no se quedó prendado de tu sonrisa, ¿verdad, Lula?

– ¿De qué sonrisa estás hablando, imbécil? ¡Yo no le he sonreído! -Recorrió la barra y la golpeó con un trapo húmedo.

– ¡Y tú que creías que iba a caer! -Orlan Nettles se inclinó sobre la barra y le pellizcó el trasero.

– ¡Maldita sea, Orlan, quítame las manazas de encima! -chilló ella, retorciéndose e intentando atizarle con el trapo húmedo.

Orlan volvió a sentarse bien en el taburete, con las cejas arqueadas.

– ¡Pero bueno! ¿Has visto eso, Jack? -Jack Quigley dirigió una mirada divertida a ambos-. No había visto nunca a Lula apartarle la mano a un hombre. ¿Y tú, Jack?

– ¡Sólo sabes decir groserías, Orlan Nettles! -exclamó Lula.

Orlan sonrió perezosamente, levantó la taza de café y la miró por encima del borde.

– ¿Tú qué crees que va a hacer ese tipo en el camino de Rock Creek, Jack?

– Puede que vaya a ver a la viuda de Dinsmore -contestó Jack, dando por fin señales de vida.

– Puede. No se me ocurre qué más puede haber encontrado en ese periódico, ¿y a ti, Lula?

– ¿Cómo quieres que sepa qué va a hacer en el camino de Rock Creek? No ha abierto la boca ni para decir su nombre.

– Sí -convino Orlan tras apurar el café que le quedaba. Luego se secó las comisuras de los labios con el dorso de la mano-. Diría que iba a ver a Eleanor Dinsmore.

– ¿A esa chiflada? -soltó Lula-. Pues si es así, volverá al pueblo a toda pastilla.

– Ya te gustaría, ya… ¿A que sí? -Orlan soltó una risita y se levantó del taburete antes de dejar una moneda de cinco centavos en la barra.

Lula recogió la propina, se la metió en el bolsillo y dejó la taza de café de Orlan en un fregadero que había debajo del mostrador.

– Venga, marchaos los dos. No gano nada con teneros aquí tomando café.

– Vamos, Jack. ¿Qué te parece si nos damos un paseo hasta el aserradero para husmear un poco y ver si nos enteramos de algo?

Lula se lo quedó mirando, negándose a pedirle que volvieran y le contaran lo que averiguaran sobre el forastero alto y guapo. El pueblo era pequeño; no tardaría demasiado en descubrirlo por sí misma.


Cuando Will encontró la casa de Eleanor Dinsmore ya era de noche. Usó la toalla verde para lavarse en un riachuelo antes de presentarse, y la dejó colgada en la rama de un árbol con el tarro de cristal debajo. El camino, si podía llamársele así, era escarpado y estaba lleno de piedras y de baches. Cuando llegó estaba sudado de nuevo, pero supuso que no importaba; de todos modos, aquella mujer no iba a aceptarlo.

Dejó el camino y se acercó entre los árboles sin dejarse ver, estudiando la granja. Estaba hecha un desastre: excrementos de gallina, montones de maquinaria oxidada, una cabra en un pequeño porche trasero que parecía a punto de derrumbarse, edificaciones destartaladas, tejas levantadas, herramientas a la intemperie, un tendedero con las cuerdas flojas, una tetera con el esmalte desportillado colgada de uno de los postes, y lo poco que quedaba de un huerto lleno de hierbajos.

Will Parker pensó que encajaba allí a la perfección. Salió al claro y esperó; no tuvo que hacerlo durante mucho tiempo.

Una mujer apareció en la puerta de la casa con un niño a la cadera y otro medio escondido tras ella chupándose el dedo. Iba descalza, llevaba la falda descolorida y con la parte derecha del dobladillo descosida y la blusa del color del agua enlodada. Su aspecto general era tan malo como el de su granja.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó con voz monótona, recelosa.

– Estoy buscando a la señora Dinsmore.

– Soy yo.

– Estoy aquí por lo del anuncio.

– ¿El anuncio? -repitió y, tras subirse más al niño en la cadera, entornó los párpados para mirar mejor a Will.

– El del marido. -No se acercó, sino que se quedó donde estaba, al borde del claro.

Eleanor Dinsmore se mantuvo a distancia, sin poder distinguirlo demasiado. Vio que llevaba un sombrero de vaquero calado hasta las cejas y que se mantenía firme, a pesar de lo delgado que estaba, con los pulgares metidos en los bolsillos traseros del pantalón. Vio las botas camperas rayadas, una raída camisa de batista azul con los sobacos manchados de sudor y unos vaqueros descoloridos varios centímetros demasiado cortos para sus piernas larguiruchas. Supuso que no le quedaba más remedio que salir y echarle un buen vistazo. De todos modos, daba igual. Se marcharía.

Will la observó mientras esquivaba la cabra, bajaba los peldaños y cruzaba el claro sin apartar los ojos de él, con el pequeño aún a la cadera y el otro niño siguiéndola de cerca, descalzo como ella. Se acercó despacio, sin prestar atención a una gallina que cacareó y se apartó aleteando de su camino.

Cuando estuvo a un par de metros de distancia, deslizó hasta el suelo al niño, que se quedó de pie, sujetándole la rodilla.

– ¿Se ofrece para el puesto? -preguntó, sin sonreír.

La mirada de Will descendió hacia la tripa de la mujer. Estaba en un estado de gestación muy avanzado.

Ella lo contempló, convencida de que daría media vuelta y saldría corriendo. Pero no lo hizo, sino que volvió a mirarla a los ojos. Por lo menos, eso fue lo que le pareció cuando vio que el ala del sombrero se elevaba ligeramente.

– Supongo que sí -respondió completamente inmóvil, sin mover ni una pestaña.

– Yo soy quien puso el anuncio -le aseguró, para que no quedara la menor duda.

– Ya me lo ha parecido.

– Somos tres…, casi cuatro.

– Ya me lo ha parecido.

– Hay que trabajar mucho. -Esperó, pero el hombre no dijo que ya se lo parecía, ni siquiera miró de reojo todos los trastos viejos que había esparcidos por el patio. Así que añadió-: ¿Le sigue interesando?

No había visto a nadie capaz de estarse tan quieto.

– Supongo que sí.

Los pantalones le iban tan grandes que Eleanor creía que se le caerían al suelo en cualquier momento. Tenía la tripa hinchada, pero los brazos fuertes, con las venas marcadas en los lugares donde la piel era más pálida. Puede que estuviera delgado, pero no era ningún enclenque. Daría el callo.

– Pues quítese el sombrero para que pueda verlo bien.

A Will Parker no le gustaba quitarse el sombrero. Cuando lo habían soltado de la cárcel, lo único que le habían devuelto había sido el sombrero y las botas. El Stetson estaba grasiento y deformado, pero le tenía mucho apego. Sin él, se sentía desnudo.

Aun así, contestó con educación:

– Sí, señora.

Y una vez lo hubo hecho, siguió sin moverse, dejando que le examinara la cara. Era alargada y delgada como el resto de su cuerpo, con unos ojos castaños que parecía esforzarse mucho en mantener inexpresivos. Lo mismo ocurría con su voz; era respetuosa pero monótona. No sonreía, pero tenía una boca bonita con un labio superior muy bien formado y con dos elevaciones marcadas, algo que gustó a Elly Dinsmore. Tenía el pelo rubio oscuro, del color de un collie, enmarañado en la nuca y tras las orejas. Por delante, lo llevaba pegado a la frente, aplastado por la cinta del sombrero.

– Le iría bien cortarse el pelo -se limitó a decir Elly.

– Sí, señora.

Will volvió a ponerse el sombrero, que le ocultó de nuevo los ojos mientras observaba las prendas raídas de algodón de la mujer, las mangas remangadas hasta el codo, la falda manchada donde más le sobresalía la tripa. Puede que hubiera sido hermosa, pero parecía haber envejecido antes de tiempo. Quizá fuera cosa del pelo, que le caía en mechones como hierbajos desde la nuca, donde lo llevaba sujeto. Calculó que tendría treinta años, pero pensó que si sonriera se quitaría cinco de encima.

– Yo soy Eleanor Dinsmore… La señora de Glendon Dinsmore.

– Will Parker -respondió, mientras se tocaba el ala del sombrero con la mano a modo de saludo, antes de volver a meterse el pulgar en el bolsillo trasero del pantalón.

Elly supo de inmediato que era un hombre de pocas palabras, y eso le gustaba. No había hecho las preguntas que hubieran hecho la mayoría de hombres, ni siquiera cuando le había dado pie. Así que siguió hablando ella.

– ¿Lleva mucho tiempo aquí?

– Cuatro días.

– ¿Cuatro días, dónde?

– He estado trabajando en el aserradero.

– ¿Para Overmire?

Will asintió.

– No es buena persona. Estará mejor trabajando aquí. -Le indicó lo que les rodeaba con la mirada y prosiguió-: Yo he vivido toda mi vida aquí, en Whitney.

No suspiró, pero no tuvo que hacerlo. Will notó el hastío en sus palabras cuando observaba el deprimente patio. Volvió a mirar a Will y apoyó una mano huesuda en la panza. Cuando volvió a hablar, su voz contenía un ligero asombro.

– Colgué el anuncio en el aserradero hace más de tres meses y usted es el primer hombre lo bastante insensato como para subir hasta aquí para informarse al respecto. Sé lo que es este sitio. Sé lo que soy yo. Abajo, en el pueblo, dicen que estoy chiflada. -Echó la cabeza hacia delante en un gesto de desafío-. ¿Lo sabía?

– Sí, señora -respondió Will con tranquilidad.

Su rostro reflejó sorpresa y, acto seguido, soltó una risita.

– Es usted franco, ¿verdad? Bueno, es que no comprendo por qué todavía no ha salido corriendo, eso es todo.

Will cruzó los brazos y cambió el peso de pie. Aquella mujer andaba muy desencaminada. En cuanto se enterara de sus antecedentes penales, tendría que irse camino abajo más de prisa que una cucaracha cuando se encendía la luz. Decírselo era como ponerle una escopeta en las manos. Pero tarde o temprano iba a averiguarlo; era mejor quitárselo de encima de una vez.

– Tal vez sea usted quien debería salir corriendo.

– ¿Y eso?

– He estado en la cárcel -le anunció, mirándola fijamente a los ojos-. Es mejor que lo sepa desde el principio.

Esperaba señales rápidas de rechazo. Pero Eleanor Dinsmore sólo frunció la boca y comentó en tono de mal genio:

– Quítese el sombrero para que pueda ver con qué clase de hombre estoy hablando.

Se lo quitó despacio y, al hacerlo, dejó al descubierto un semblante carente por completo de expresión.

– ¿Por qué lo encerraron? -preguntó entonces Elly.

Por la forma nerviosa en que Will se golpeaba el muslo con el ala del sombrero, notó que quería volver a ponérselo. Le gustó que no lo hiciera.

– Dicen que maté a una mujer en un burdel de Tejas.

La respuesta la dejó atónita, pero era tan buena como él poniendo cara de póquer.

– ¿Lo hizo? -Seguía con la mirada fija en los ojos inmutables de Will Parker. El control. La inexpresividad. Vio cómo la nuez se le movía al tragar con fuerza.

– Sí, señora.

– ¿Tenía un buen motivo para hacerlo? -preguntó, reprimiendo de nuevo su sorpresa.

– Eso creía entonces.

– Bueno, Will Parker, ¿planea hacerme lo mismo a mí? -dijo sin rodeos.

La pregunta pilló por sorpresa a Will, que esbozó una media sonrisa.

– No, señora -contestó tranquilamente.

Elly lo miró fijamente a los ojos, se acercó un par de pasos a él y decidió que no tenía aspecto de asesino y que tampoco se comportaba como si lo fuera. Desde luego, no era ningún mentiroso, tenía los brazos de un hombre muy trabajador y no iba a darle la lata hablando por los codos. Con eso le bastaba.

– Muy bien. Puede entrar en la casa entonces. ¿No dicen que estoy chiflada? Pues vamos a darles motivos para que lo hagan.

Cargó con el niño pequeño y dirigió al mayor por la nuca hacia dentro. Mientras andaba, éste se volvió para ver si Will los seguía; el que iba en brazos lo miraba por encima del hombro de su madre, pero ella le dio la espalda como para decirle que hiciera lo que quisiera.

Andaba como un pelícano, balanceándose a cada paso de modo desgarbado. Tenía el pelo sin brillo, los hombros redondeados y las caderas anchas.

La casa era esperpéntica; iba en varias direcciones a la vez, como si la hubieran construido por etapas, de modo que cada anexo hubiera seguido la inspiración del momento. La parte principal estaba orientada hacia el noroeste, un ala daba al oeste, y la entrada, al este. Las ventanas eran cuadradas, había remiendos de cinc en el tejado, y los peldaños del porche se estaban pudriendo.

Pero el interior olía a pan recién hecho.

Los ojos de Will lo encontraron, enfriándose en la cocina, debajo de un paño. Cuando Eleanor Dinsmore dejó al niño pequeño en una trona y le ofreció una taza de café, tuvo que hacer un esfuerzo para prestarle atención.

Asintió en silencio, sin atreverse a pasar del felpudo de la puerta de la cocina. Desde ahí, observó cómo ella tomaba dos tazas resquebrajadas y las llenaba con el líquido de una cafetera de esmalte blanco que descansaba sobre la cocina económica de hierro. Mientras, el niño rubio se le escondía entre las faldas y entorpecía sus movimientos.

– Suéltame para que pueda servir este café al señor Parker, Donald Wade. -El niño siguió aferrado a ella, sin dejar de chuparse el dedo, hasta que al final se agachó para cargarlo-. Este es Donald Wade -anunció-. Es un poco vergonzoso. No ha visto muchos desconocidos en su vida.

– Hola, Donald Wade -lo saludó Will, que seguía en la puerta.

Donald Wade escondió la cabeza en el cuello de su madre sin decir nada mientras ella se sentaba en una silla de madera, a la mesa cubierta con un hule de flores rojas.

– ¿Se va a pasar toda la noche en esa puerta? -preguntó.

– No, señora. -Se acercó a la mesa con precaución, descorrió una silla y se sentó lejos de Eleanor Dinsmore, con el sombrero calado hasta las cejas. Y, aunque ella esperó, se limitó a tomar un sorbo de café caliente sin hablar, dirigiendo de vez en cuando los ojos hacia ella, hacia el niño y hacia algo que tenían detrás.

– Supongo que le gustaría saber cosas sobre mí -dijo Elly por fin.

Alisó la parte posterior de la camisa de Donald Wade con la palma de una mano y esperó una serie de preguntas que no llegaron. En la cocina sólo se oía el ruido del pequeño que golpeaba con la manita la bandeja de madera de la trona. Elly se puso de pie y fue a buscar una galleta para dejársela en ella. El pequeño gorjeó, la sujetó con toda la mano y empezó a morderla con las encías. Su madre se quedó detrás de él, apartándole una y otra vez el pelo de la frente mientras miraba a Will. Hubiera preferido que Will la mirara, que se quitara el sombrero para que pudieran empezar. Donald Wade la había seguido y volvía a tenerlo aferrado a sus faldas. Sin dejar de acariciar el pelo de su hijo pequeño, buscó la cabecita de Donald Wade con la otra mano. Y de esa guisa, dijo lo que había que decir.

– El pequeño se llama Thomas. Tiene casi un año y medio. Donald Wade va a cumplir cuatro. Este va a nacer poco antes de Navidad, por los cálculos que he hecho. El nombre de su padre era Glendon.

Will Parker dirigió los ojos a la tripa de Elly, donde ella se había puesto una mano, y pensó que tal vez había más de una clase de cárcel.

– ¿Dónde está su padre? -quiso saber, tras mirarla a la cara.

– En el huerto frutal -respondió Elly a la vez que indicaba con la cabeza hacia el oeste-. Lo enterré ahí.

– Creía que… -Pero se calló.

– Tiene un modo extraño de no decir las cosas, señor Parker. ¿Cómo va nadie a formarse una opinión sobre usted si se muestra tan cerrado? -Will la observó. Le costaba soltarse después de cinco años, especialmente con los niños custodiándola-. Adelante, dígalo -le instó Eleanor Dinsmore.

– Creía que tal vez su marido la había abandonado. Muchos hombres lo están haciendo desde la depresión.

– Pero entonces no estaría buscando marido, ¿no cree?

– Supongo que no -respondió Will, que bajó los ojos de golpe hacia la taza de café con aire de culpabilidad.

– Y, en cualquier caso, a Glendon no se le hubiera ocurrido nunca marcharse. No tenía que hacerlo. Tenía tantos sueños que, en realidad, nunca estaba aquí, sino a kilómetros de distancia, soñando con esto o con aquello. Hubo un tiempo en que los dos tuvimos muchos sueños.

Por la forma en que lo miró, Will supo que ya no le quedaba ninguno.

– ¿Cuánto tiempo hace que murió?

– Oh, no se preocupe, el hijo que estoy esperando es suyo.

– No he querido decir eso -se sonrojó Will.

– Claro que ha querido decirlo. He visto cómo me miraba cuando ha llegado. Murió en abril. Sus sueños lo mataron. Esta vez era el de las abejas y la miel. Creía que se haría rico produciendo miel en el huerto de árboles frutales, pero las abejas empezaron a enjambrar y él tenía demasiada prisa como para utilizar el sentido común. Le dije que disparara a la rama con una escopeta, pero no me hizo caso. Se encaramó a ella y, por supuesto, la rama cedió, y él se mató. Nunca me escuchaba demasiado.

Se quedó absorta mientras Will observaba cómo toqueteaba el pelo del pequeño con las manos.

– Algunos hombres son así -comentó Will. Las palabras le resultaron extrañas al decirlas. Dar consuelo, o recibirlo, era algo ajeno a él.

– Pero fuimos felices. Glendon tenía su encanto.

Su expresión al hablar hizo que Will estuviera seguro de que, tiempo atrás, había sido el pelo de Glendon Dinsmore el que había acariciado de esa forma. Se comportaba como si hubiera olvidado que él estaba en la habitación. No podía dejar de mirarle las manos. Era otra de esas cosas dulces que le llegaban al alma: ver cómo pasaba los dedos por el pelo fino del niño mientras éste seguía con la galleta sin dejar de gorjear. Se preguntó si alguien le habría hecho eso alguna vez a él, quizá mucho antes de que pudiera recordarlo, pero no tenía conciencia de ello.

Eleanor Dinsmore volvió al presente y se encontró con que Will Parker le miraba fijamente las manos.

– ¿En qué piensa, señor Parker?

– Da igual lo de los niños -contestó Will, que alzó los ojos y los concentró en ella.

– ¿Cómo que da igual?

– Quiero decir que no me importa que los tenga. En su anuncio no lo mencionaba.

– ¿Le gustan los niños, entonces? -preguntó Elly esperanzada.

– No lo sé. No he tenido demasiados niños cerca. Los suyos parecen majos.

– Son una dicha -aseguró Elly, sonriéndoles y dándoles una palmadita cariñosa. Y su razonamiento sorprendió a Will porque parecía cansada y mayor de lo que era con sus dos, casi tres, hijos-. Pero será mejor que esté seguro, señor Parker -añadió-, porque tres son muchos. No permitiré que les ponga una mano encima cuando den problemas. Son hijos de Glendon, y él no les hubiera puesto nunca la mano encima.

¿Pero por quién lo tomaba esa mujer? Notó que se sonrojaba. Aunque, bien mirado, qué otra cosa podía pensar después de lo que le había dicho fuera.

– Tiene mi palabra.

Lo creyó. Puede que fuera por la forma en que miraba el pelo del pequeño Thomas. Le gustaban sus ojos y la expresión tierna que adoptaban cuando se posaban en los niños. Pero los niños no eran lo único que debía tener en cuenta.

– Hay que dejar las cosas claras -prosiguió-. Amaba muchísimo a Glendon. Lleva cierto tiempo olvidar a un hombre así, y no buscaría a nadie si no me viera obligada a ello. Pero se acerca el invierno, y también la llegada del bebé. Estaba en un apuro, señor Parker. Lo comprende, ¿verdad?

Will asintió muy serio, notando la ausencia de autocompasión en su voz.

– Otra cosa -añadió Elly, ruborizada, mientras empezaba a acariciar el pelo de Thomas de otra forma, como distraída-. Tener tres niños menores de cuatro años, bueno, no me malinterprete, los quiero muchísimo, pero no quiero tener más. Ya tengo más que suficientes.

¡Por Dios santo, la idea ni se le había pasado por la cabeza! Aquella mujer tenía un aspecto casi tan lamentable como su granja, y estaba embarazada, además. Necesitaba una cama limpia, pero, a ser posible, una en la que ella no estuviera. Bajó los ojos cuando ella los alzó.

– Verá… -Se le quebró la voz. Carraspeó y volvió a intentarlo-. Verá, señora, no he venido aquí en busca de… -Calló, tragó saliva con fuerza y la miró un segundo antes de volver a bajar la mirada para proseguir-: Necesito un lugar donde vivir, nada más. Estoy harto de ir de un lado para otro.

– ¿Ha viajado mucho?

– Lo he hecho desde que tengo uso de razón.

– ¿De dónde partió?

– ¿De dónde partí? -La miró sorprendido.

– ¿Quiere decir que no se acuerda?

– De algún lugar de Tejas.

– ¿No sabe nada más?

– No, señora.

– Puede que sea una suerte -comentó.

Aunque la miró, Elly no le aclaró el comentario.

– Yo empecé aquí al lado, en Whitney -se limitó a añadir-. Lo máximo que he hecho ha sido venir hasta aquí desde el pueblo. Pero parece que usted ha viajado lo suyo.

Vio que Will Parker asentía en silencio y la complacieron de nuevo su brusquedad y su falta de curiosidad. Le pareció que podría llevarse bastante bien con un hombre así.

– De modo que sólo busca una cama limpia y un plato en la mesa.

– Sí, señora.

Lo examinó un momento: la forma en que estaba posado en la punta de la silla, sin dar nada por sentado, la forma en que llevaba el sombrero calado hasta las cejas como si quisiera proteger cualquier secreto que ella pudiera leerle en los ojos. Bueno, todo el mundo tenía secretos. Él podía quedarse con los suyos, y ella haría lo mismo con los de ella. Pero desde luego no iba a llegar a ningún acuerdo con un hombre cuyos ojos no había visto con claridad. Y, además, cabía la posibilidad que fuera él quien no quisiera quedarse con ella.

Él era un vagabundo ex presidiario; ella era pobre, poco agraciada y estaba embarazada. ¿Cuál de los dos estaba peor?

– Esta casa no es gran cosa, señor Parker, pero le agradecería que se quitara el sombrero cuando estuviera en ella.

Will levantó la mano despacio y se quitó el sombrero. Ella, entonces, encendió la linterna de queroseno y la apartó para que pudieran mirarse sin que los tapara.

Se examinaron un buen rato.

Will Parker estaba algo demacrado. Tenía los ojos castaños, del color de las pacanas, con unas bonitas pestañas negras y un par de arrugas entre dos cejas bien formadas. Tenía la nariz recta, incluso podía decirse que atractiva, y los labios bonitos, aunque con una permanente expresión avinagrada. Bueno, quizás ella pudiera hacerlo sonreír. Hablaba bajo, y eso le gustaba. Puede que tuviera los brazos flacos, pero habían trabajado lo suyo. Eso era lo que más importaba. Si había algo que un hombre iba a tener que hacer allí era trabajar.

Decidió que le serviría.

Eleanor Dinsmore tenía la piel delicada, una complexión fuerte y unos rasgos que, por separado, no eran nada desagradables. Tenía los pómulos un poco prominentes, el labio superior fino y llevaba el pelo descuidado. Lo tenía de color castaño, pero se preguntó si no sería más claro cuando se lo lavara. Se fijó en sus ojos y se percató entonces de que los tenía verdes. Una mujer de ojos verdes que tocaba a sus hijos como todos los niños merecen que los toquen.

Decidió que le serviría.

– Quería que viera lo que va a tener si se queda -comentó Elly-. No es demasiado.

Will Parker no era un hombre dado a piropear, pero alcanzó a decir:

– Eso debo decidirlo yo.

– Le serviré más café, señor Parker -anunció Elly, que se levantó sin ponerse nerviosa ni sonrojarse.

Volvió a llenar las dos tazas y volvió a sentarse a la mesa con él. Will rodeó la taza caliente con ambas manos y contempló cómo la luz de la linterna jugaba en la superficie del líquido negro.

– ¿Por qué no me tiene miedo?

– Puede que se lo tenga.

– Pues no lo parece -comentó Will mirándola a los ojos.

– A veces la gente lo oculta.

– ¿Lo está usted ocultando? -Tenía que saberlo.

Volvieron a observarse a la luz de la linterna. Lo único que se oía era el ruido que hacía Donald Wade al golpear con los dedos de los pies descalzos el travesaño de la silla y el que hacía el pequeño al chuparse los dedos pringosos.

– ¿Qué pasaría si le dijera que sí?

– Que me iría por donde he venido.

– ¿Quiere hacerlo?

No estaba acostumbrado a que le permitieran opinar. En la cárcel había aprendido que lo mejor para evitarse problemas era tener la boca cerrada. Le resultaba extraño que le dieran libertad para decir lo que quisiera.

– No, supongo que no.

– ¿Quiere quedarse aquí a pesar de que todos los del pueblo creen que estoy como una cabra?

– ¿Lo está? -No había querido decir eso, pero había algo en Eleanor Dinsmore que inducía a un hombre a hablar.

– Puede que un poco. Lo que estoy haciendo ahora es una locura. ¿No le parece?

– Bueno…

Notó que era demasiado amable para decir que sí.

En ese momento, Will sintió una punzada en el vientre debido a las manzanas verdes, pero no quería admitirlo, así que se convenció de que sólo eran nervios. Solicitar un empleo como marido no es algo que uno haga todos los días.

– Puede pasar aquí la noche -ofreció Elly-. Así podrá verlo todo por la mañana, cuando haya luz. Y acabar de decidirse entonces. -Se detuvo un instante y añadió-: En el establo.

– Sí, señora. -Sintió otra punzada, esta vez más arriba, e hizo una mueca.

Eleanor creyó que era por lo que le había dicho, pero iba a llevarle cierto tiempo confiar en él para dejarle dormir dentro de la casa. Y, además, podía estar chiflada, pero no era ninguna fresca.

– Las noches son muy cálidas. Le prepararé un camastro.

Will asintió en silencio mientras toqueteaba el ala del sombrero como si estuviera impaciente por volver a ponérselo.

– Ve a buscar la almohada de papá, Donald Wade -pidió Elly a su hijo mayor. El pequeño la abrazó avergonzado, con los ojos fijos en Will. Elly le dio la mano-. Ven, te acompaño a buscarla.

Will observó cómo se iban, de la mano, y sintió una punzada que no tenía nada que ver con las manzanas verdes.


Cuando Eleanor regresó a la cocina, Will Parker no estaba. Thomas seguía en la trona, descontento porque ya se había terminado la galleta. Se sintió decepcionada al ver que se había marchado.

«Bueno, ¿y qué te esperabas?», pensó.

Entonces oyó unas arcadas procedentes del exterior de la casa. El sol se había ocultado tras los pinos y se había llevado su luz con él. Eleanor salió por la puerta trasera y lo oyó vomitar.

– Quédate dentro, Donald Wade -pidió a su hijo al que empujó suavemente hacia atrás antes de cerrar la puerta mosquitera. Aunque el pequeño rompió a llorar, no le hizo caso y se acercó a los peldaños medio podridos-. ¿Está enfermo, señor Parker? -No quería a ningún hombre que no estuviera sano.

– No, señora -respondió Will. Se irguió con dificultad, de espaldas a ella.

– Pero está devolviendo.

– Ya estoy bien -aseguró, después de inspirar aire fresco y secarse la frente con una manga tras echar la cabeza atrás-. Han sido las manzanas verdes.

– ¿Qué manzanas verdes?

– Las que he almorzado.

– ¡Un hombre hecho y derecho como usted debería tener más sentido común! -replicó Elly.

– El sentido común no ha tenido nada que ver, señora. Tenía hambre.

Eleanor estaba en la penumbra, con la almohada de Glendon Dinsmore contra la inmensa tripa, observando y escuchando cómo a Will Parker le daba otra arcada y se inclinaba hacia delante. Pero ya no le quedaba dentro nada que devolver. Dejó la almohada en la barandilla del porche y fue a situarse junto a él, que estaba agachado con las manos en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Vio que las vértebras le sobresalían como piedras dispuestas para cruzar un río. Acercó la mano para ponérsela en la espalda, pero se lo pensó mejor y cruzó los brazos con firmeza.

Will se enderezó tembloroso, músculo a músculo, y soltó el aire.

– ¿Por qué no ha dicho nada? -quiso saber Elly.

– Creía que se me pasaría.

– ¿Y no ha almorzado nada más?

No respondió.

– ¿Tampoco cenó ayer?

Siguió callado.

– ¿De dónde ha sacado las manzanas?

– Las he robado de un árbol. De una casa muy bonita, con flores rosas en un tocón, que está en la carretera principal que va desde aquí hasta el aserradero.

– La casa de Tom Marsh. Son buena gente. Bueno, espero que aprenda la lección. -Se volvió hacia los peldaños-. Entre en la casa y le prepararé algo.

– No es necesario, señora. No estoy…

– Entre en la casa antes de que ese absurdo orgullo suyo haga que las costillas le atraviesen la piel, Will Parker -dijo Elly, en un tono más áspero.

Will se frotó el vientre dolorido y observó cómo Eleanor subía los peldaños pisándolos cerca de los extremos, donde todavía estaban en buen estado. La puerta mosquitera se cerró de golpe tras ella. Dentro, Donald Wade dejó de llorar. Fuera, los grillos empezaron a cantar. Volvió la cabeza y miró hacia atrás. Las sombras conferían un aspecto aterciopelado al claro en penumbra, lo que disimulaba los trastos viejos oxidados, los excrementos y los hierbajos. Pero recordaba el mal aspecto que tenía a la luz del día. Y lo destartalada que estaba la casa. Y lo agotada y apagada que parecía Eleanor Dinsmore. Y cómo le había dejado claro que no quería a ningún presidiario durmiendo en su casa. Mientras entraba, se preguntó qué rayos estaba haciendo.

Загрузка...