Capítulo 4

Cuando Eleanor se despertó, el sol empezaba a asomar por encima del alféizar de su ventana. Se oían los golpes de un hacha. Levantó la cabeza de la almohada para echar un vistazo al despertador. Las seis y media. ¿William Parker estaba cortando leña a las seis y media?

Descalza, fue a mirar por la ventana de la cocina sin que él se diera cuenta. Vio la cantidad de leña que había cortado. ¿Cuánto tiempo llevaría levantado? Ya había partido un montón que le llegaba hasta la cintura. Se había quitado la camisa y el sombrero. Vestido sólo con los vaqueros y las botas camperas, tenía tanta grasa como un espantapájaros. Hizo oscilar el hacha, y Eleanor observó, fascinada a pesar suyo, el vientre plano, los brazos tersos, el tórax atlético. Se notaba que tenía práctica; cortaba la madera con una regularidad acompasada, regulando la energía para aguantar al máximo: situaba un tronco en el tocón, retrocedía, acertaba en el centro y lo partía con dos golpes. Colocaba otro y ¡zas!, ¡zas!, leña. Cerró los ojos pidiendo a Dios que no se fuera, y se llevó una mano a la tripa recordando la torpeza con la que ella realizaba esa tarea, la cantidad de esfuerzo que le costaba, lo mucho que tardaba.

Abrió la puerta trasera y salió al porche.

– Es usted muy madrugador, señor Parker.

– Buenos días, señora Dinsmore -la saludó después de dar un hachazo y volverse hacia ella.

– Buenos días. No le negaré que se agradece oír el ruido de esa hacha.

Estaba en el porche con un camisón blanco hasta los tobillos que exageraba su embarazo. Llevaba el pelo suelto hasta los hombros, iba descalza y, a esa distancia, parecía más joven y más alegre que la noche anterior. Will Parker imaginó un instante que era Glendon Dinsmore, que aquel sitio era suyo, que ella era su mujer y que los niños que había en la casa, y en el vientre de Eleanor, eran suyos. Ese breve sueño no lo provocó Eleanor Dinsmore, lo provocaron las cosas que se había perdido a lo largo de la vida. De repente, se dio cuenta de que se había quedado mirándola fijamente y le dio vergüenza. Se apoyó en el hacha para recoger la camisa y el sombrero del suelo.

– ¿Le importaría traer un poco de esa leña para que pueda encender el fuego? -preguntó Elly.

– No, señora, en absoluto.

– Déjela en la leñera.

– De acuerdo.

La puerta mosquitera se cerró de golpe cuando ella entró en la casa.

Will detestaba dejar de cortar leña aunque sólo fuera el tiempo necesario para llevarla a la casa. En la cárcel había trabajado en la lavandería, oliendo el hedor del sudor de los demás hombres que se elevaba del agua hirviendo cuando tendía las prendas en una habitación caliente y cerrada a la que no llegaba el sol. Estar al sol de la mañana cuando todavía no se había evaporado el rocío, compartiendo el cielo azul lavanda con un montón de pájaros que salían de sus pajareras hechas con calabazas para revolotear arriba y abajo… ¡Ah, eso era como estar en el paraíso! Y sujetar el mango de un hacha, notar su peso al rasgar el aire, la resistencia al golpear la madera, el ruido del tronco partido al caer al suelo… Eso era libertad. Y ese olor a limpio, con una nota de savia en los nudillos… No se cansaría nunca de él. Ni de usar los músculos de nuevo, de llevarlos al límite. Se había debilitado en la cárcel. Había salido de ella débil, pálido y emasculado de hacer trabajos de mujeres.

Si la señora Dinsmore agradecía oír el ruido del hacha, para Will Parker era liberador usarla.

Se arrodilló para recoger la leña con los brazos. Los bordes afilados le arañaban la piel que las mangas remangadas dejaban al descubierto, y los golpecitos de los pedazos al entrechocar resonaban en el claro. Amontonó leña hasta que le llegó al mentón y, después, más aún, hasta que ya no podía ver por encima, para ponerse nuevamente a prueba. Aquél era un trabajo de hombres. Honrado. Satisfactorio. Gruñó al ponerse de pie con esa enorme carga. Llamó a la puerta mosquitera.

– ¿Se puede saber por qué llama? -lo reprendió Eleanor, que había llegado corriendo.

– Le traigo la leña.

– Ya lo veo. Pero no es necesario que llame. -Abrió la puerta mosquitera-. Y tampoco puede quedarse en el porche con una carga tan pesada. El suelo está tan podrido que lo más probable es que ceda bajo sus pies.

– Me he asegurado de andar por el borde -aclaró, y tanteó con la puntera de la bota para entrar y cruzar la cocina hasta la leñera, donde dejó caer su carga. Tras sacudirse los brazos, se volvió-. Esto debería bastarle para… -No terminó la frase.

Eleanor Dinsmore estaba tras él, vestida con un blusón amarillo y una falda a juego, haciéndose una coleta. Tenía la barbilla apoyada en el pecho y una cinta de cuadros sujeta entre los dientes. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a una mujer peinándose por la mañana? Los codos de Eleanor, inclinados hacia arriba, se veían gráciles. La postura hacía que el blusón se le levantara y dejara al descubierto una cinturilla blanca que asomaba por debajo de la falda. Se quitó la cinta de los dientes y se ató el pelo. Cuando levantó la cabeza, lo pilló boquiabierto.

– ¿Qué está mirando?

– Nada. -Se dirigió hacia la puerta sintiéndose culpable, notando que se ponía colorado.

– ¿Señor Parker?

– Diga -respondió, deteniéndose, pero no se volvió para que no lo viera sonrojado.

– Necesitaré leña menuda. ¿Le importaría partir unos pedazos un poco más pequeños?

Will asintió y se fue.

Su reacción al ver a la señora Dinsmore lo había pillado desprevenido. No era ella… Joder, hubiese podido ser cualquier mujer y lo más probable era que su reacción hubiera sido la misma. Las mujeres eran seres suaves, llenos de curvas, y había estado privado de ellas mucho, muchísimo tiempo. ¿Qué hombre no hubiese querido mirar? Mientras se arrodillaba para cortar leña menuda de un pedazo de roble, recordó la cinta de cuadros que Eleanor Dinsmore sujetaba entre los dientes y el color blanco de la ropa interior bajo el blusón, y cómo él se había ruborizado enseguida.

«¿Qué diablos te pasa, Parker? Esa mujer está embarazada de cinco meses y no tiene nada de guapa. Llévale la leña menuda y encuentra otra cosa en que pensar.»

Lo había reprendido por llamar a la puerta, pero cuando regresó con la leña menuda se detuvo antes de entrar. Incluso antes de estar en la cárcel, no había habido demasiadas puertas abiertas para Will Parker. Ahora, recién salido de ella, estaba demasiado acostumbrado a las cerraduras y a los barrotes para abrir la puerta mosquitera de una mujer y entrar sin más.

En lugar de llamar, se anunció.

– Le traigo la leña menuda.

– Póngala en el hogar -pidió Eleanor tras alzar la vista de la panceta que estaba cortando.

No sólo puso la leña en el hogar, sino que también encendió el fuego. Era una tarea sencilla pero muy placentera. Jamás había tenido una cocina propia. Había tardado años en tener derecho a usar una, que ni siquiera era suya. Se encargó de poner la leña menuda, de encender la cerilla y de asegurarse de que las llamas prendieran. Se deleitó en ello. Tardó todo el rato que quiso y se dio cuenta de que ya nadie le controlaba el tiempo. Cuando la leña menuda había empezado a arder bien, añadió un tronco grueso y, aunque era una mañana calurosa, tendió las palmas hacia el fuego.

Para Eleanor, encender la cocina económica era una tarea matinal más. Ver el modo en que Will disfrutaba haciéndola le hizo pensar en la vida que habría llevado, en las comodidades de las que habría carecido. Se preguntó qué le pasaría por la cabeza mientras contemplaba las llamas. Fuera lo que fuera, lo más seguro era que ella nunca lo supiera.

Will Parker se volvió a regañadientes y se sacudió el polvo de las manos en los muslos.

– ¿Algo más? -preguntó.

– Podría llenarme ese cubo de agua.

Observó desde detrás de ella las prendas del color amarillo de los ranúnculos que vestía y la coleta sujeta con la cinta de cuadros. Se había puesto un delantal, que llevaba atado muy suelto a la espalda. Mientras contemplaba el lazo, tuvo otra vez esa desgarradora añoranza del hogar que jamás había tenido, y sintió una extraña reticencia a acercarse a Eleanor. Ella tenía el cubo de agua cerca del codo, y desde que había estado en la cárcel por asesinar a una mujer, cuando se acercaba a alguna, a cualquiera, esperaba que se apartara asustada. La rodeó para esquivarla y estiró el brazo.

– Perdone, señora -murmuró.

Eleanor alzó los ojos con una sonrisa.

– Le agradezco que haya encendido el fuego, señor Parker -dijo, antes de seguir cortando panceta.

Cuando cruzó la cocina con el cubo de agua en la mano, se sentía mejor que nunca desde hacía años. Al llegar a la puerta, se detuvo.

– Una pregunta, señora.

Sin separar el cuchillo de la panceta, Eleanor volvió la cabeza.

– ¿Ordeña usted la cabra que está ahí fuera? -Señaló el patio con el pulgar.

– No. Ordeño la vaca.

– ¿Tiene una vaca?

– Herbert. Seguramente estará ahora cerca del establo.

– ¿Herbert? -Esbozó una sonrisita.

– No me pregunte cómo acabó llamándose así-comentó Eleanor a la vez que se encogía de hombros. La diversión le iluminaba la cara-. Siempre se ha llamado Herbert, y responde a ese nombre.

– Podría ordeñar a Herbert si me dice dónde puedo encontrar otro cubo -sugirió Will, que sonrió un poco más.

– ¡Caramba! -exclamó Eleanor, encantada, después de secarse las manos en el delantal-. ¿Es una sonrisa eso que amenaza con salirle en la cara?

Will la conservó en los labios mientras se miraban abiertamente, descubriendo que la mañana había traído cambios que a ambos les gustaban. Pasaron unos segundos antes de que les diera vergüenza. Desviaron la mirada. Eleanor se volvió para darle un cubo galvanizado.

– Hay un taburete para ordeñar en el lado sur del establo.

– Lo encontraré.

La puerta mosquitera se cerró de golpe.

– ¿Oh, señor Parker? -lo llamó Eleanor, que había cruzado la cocina hacia el umbral. Will se volvió hacia ella.

– Diga, señora.

Eleanor lo observó a través de la mosquitera. Aquel hombre tenía los labios más bonitos que había visto, y resultaban de lo más atractivos cuando sonreía.

– Después de desayunar le cortaré el pelo.

Su sonrisa se volvió más suave y le llegó a los ojos.

– De acuerdo -dijo, tocándose el ala del sombrero.

Mientras cruzaba el patio con el cubo de agua oscilando en un costado, se preguntó cuándo había sido más feliz, cuándo le había parecido más prometedora la vida. ¡Iba a dejar que se quedara!

Herbert resultó ser un animal simpático con unos grandes ojos castaños y la piel blanca y marrón. Ella y la cabra parecían amigas, porque se saludaban con el hocico. La mula también estaba detrás del establo, con los ojos semicerrados, de cara a la pared. Will decidió ordeñar la vaca al aire libre y no en el interior del maloliente establo. La ató a una estaca de la valla, se quitó la camisa y se sentó en el taburete con el sol acariciándole la espalda. Le parecía que nunca podría absorber el suficiente para compensar la escasez de los últimos cinco años. La cabra lo observaba todo desde detrás, sin dejar de rumiar. La vaca también rumiaba, ruidosamente, triturando pedacitos. Cómoda. Pasado un rato, Will ordeñaba al ritmo que dictaban las mandíbulas de Herbert. Era relajante: el cuerpo cálido del bóvido contra su frente, el sol más cálido aún, el sonido hogareño y el calor que le ascendía por los brazos. Al final, los músculos le ardían con un calor reconfortante, honrado, generado por su propio cuerpo al esforzarse como debería hacerlo un cuerpo. Aumentó la velocidad para ponerse a prueba.

Mientras trabajaba, las gallinas salieron de los sitios donde dormían, una a una, cacareando con voz ronca, andando como si lo hicieran sobre piedras puntiagudas, explorando la hierba en busca de caracoles. Echó un vistazo al patio y lo imaginó limpio. Echó un vistazo a las gallinas y las imaginó encerradas en su corral. Echó un vistazo al montón de troncos y los imaginó cortados, clasificados y amontonados. Había muchísimo que hacer, pero el reto le entusiasmaba.

Se le acercó una gata con sus tres crías color caramelo; un trío de graciosísimas bolitas de pelo con la cola tiesa como un palo. La madre se paseó rozando el tobillo de Will y él dejó de ordeñar para acariciarla.

– ¿Cómo te llamas, señorita?

La gata se apoyó en las patas traseras y le puso las delanteras en el muslo para suplicar. Tenía el pelaje suave y caliente al tacto.

– Amamantas a esos tres, ¿eh? ¿Necesitas un poco de ayuda?

Encontró una lata de sardinas junto a la entrada del establo y la llenó de leche. Luego contempló cómo los cuatro animalitos comían. Al ver que uno de los gatitos lo hacía con un pie dentro de la lata, soltó una carcajada… y el sonido de su propia risa le resultó tan extraño que el corazón empezó a latirle con una fuerza inusitada. Echó la cabeza hacia atrás y observó el cielo para dejar que la libertad y la felicidad lo invadieran. Volvió a reír, y sintió la fuerza de las carcajadas en la garganta. ¿Cuánto tiempo hacía que no se reía así? ¿Cuánto?

Cuando llevó la leche a la casa, olió la panceta frita a veinte metros. Le sonaron las tripas y se detuvo con la mano levantada para llamar a la puerta mosquitera.

En la cocina, Eleanor levantó la cabeza y sus miradas se cruzaron.

Así que bajó la mano y abrió la puerta. Corrió el riesgo y descubrió que, después de todo, no le había sido tan difícil.

– He visto los animales -anunció, tras dejar el cubo sobre el tablero de la cocina-. La mula es un poco presumida, comparada con los demás.

– ¡Madre mía! -exclamó Eleanor-. Un par de frases seguidas.

Will retrocedió frotándose las manos en los muslos con timidez.

– No soy demasiado hablador.

– Ya me he dado cuenta. Pero podría intentarlo con los niños.

Los dos estaban ya levantados, y llevaban unos pijamas arrugados. El mayor, que estaba distrayendo a su hermano menor en el suelo con cinco cucharas de madera, alzó los ojos y se quedó mirando a Will.

– Hola, Donald Wade -probó Will, sintiéndose extraño e inseguro.

Donald Wade se metió un dedo en la boca y se empujó con él la mejilla hacia fuera.

– Di buenos días, Donald Wade -lo apremió su madre.

En lugar de ello, Donald Wade señaló a su hermanito con un dedo rechoncho y soltó:

– Este es el pequeño Thomas.

El pequeño Thomas se manchó de baba la parte delantera del pijama, miró a Will y golpeó dos cucharas entre sí. Will no recordaba haber hablado nunca con una persona tan pequeña. Se sentía como un idiota esperando una respuesta y no sabía qué hacer con las manos. Así que formó una torre con tres cucharas. El pequeño Thomas la derribó, rio y aplaudió. Will alzó la vista y vio que Eleanor lo estaba observando mientras removía algo en los fogones.

– Le he traído la navaja de Glendon, y también la brocha y el soporte. Puede usarlos si quiere.

Will se incorporó, dirigió la mirada a los útiles de afeitar y, luego, a Eleanor. Pero ella ya se había vuelto para cocinar y dejarle algo de intimidad. Se había estado afeitando con una navaja y sin jabón, destrozándose la piel; la brocha y el soporte le irían tan bien como el agua caliente, pero dudó un instante antes de acercarse a ellos.

Tendría que acostumbrarse: iban a compartir esa cocina todas las mañanas. Tendría que lavarse y afeitarse mientras ella se peinara, preparara el desayuno y se ocupara de sus hijos. Habría ocasiones en que tendría que pasar casi rozándola. Y, hasta entonces, ella no se había apartado de él asustada, ¿no?

– Permiso -dijo tras ella. Eleanor se apartó un poco sin dejar de remover las gachas para dejarle estirar el brazo hacia el caldero.

– ¿Durmió bien anoche?

– Sí, señora.

Se llenó la palangana de agua y se enjabonó la cara con la brocha, de espaldas a Eleanor.

– ¿Cómo le gustan los huevos?

– Cocinados.

– ¿Cocinados? -Eleanor se volvió de golpe y sus ojos se encontraron en el espejo.

– Sí, señora -corroboró, antes de inclinar la cabeza para afeitarse la parte inferior de la mandíbula izquierda.

– ¿Quiere decir que tiene la costumbre de comérselos crudos?

– Pues sí.

– ¿Quiere decir que se los lleva del gallinero de alguien?

Siguió afeitándose, evitando sus ojos. Oyó que ella se echaba a reír y volvió a mirarla por el espejo. Se rio un buen rato, desenfrenadamente, con una mano sobre la tripa, hasta que los ojos de Will adquirieron un brillo divertido.

– ¿Le parece gracioso? -preguntó, mientras aclaraba la navaja.

– Lo siento -se disculpó Eleanor, haciendo un esfuerzo por serenarse.

Daba la impresión de no sentirlo en absoluto, pero Will descubrió que la diversión la favorecía.

– La gente suele culpar de ello a los zorros, de modo que nadie te persigue -aseguró mientras se retocaba una patilla.

Eleanor lo observó un instante. Se preguntaba cuántos kilómetros habría recorrido, cuántos gallineros habría saqueado, cuánto tiempo tardaría en derribar ese muro que con tanto cuidado alzaba entre ambos. De momento, lo había agrietado, pero él seguía encerrado en su interior.

Le gustó volver a notar el aroma del jabón de afeitar en la casa. Bajo la barba, fue apareciendo poco a poco el rostro de Will Parker, el rostro que vería al otro lado de su mesa en el futuro, si él decidía quedarse. Le sorprendió darse cuenta de que la fascinaban la forma de su mandíbula, el contorno definido de su nariz, la delgadez de sus mejillas, el color oscuro de sus ojos. Cuando él alzó la vista y la pilló observándolo, se volvió hacia los fogones.

– ¿Fritos, duros o revueltos?

Se le paralizaron las manos al oír la pregunta. En la cárcel eran siempre revueltos, y sabían a periódico húmedo. Que le dieran a elegir le parecía increíble.

– Fritos.

– De acuerdo.

Mientras se lavaba y se peinaba, oyó el chisporroteo de los huevos en la sartén, algo que rara vez había oído, ya que había vivido en barracones y furgones casi toda su vida en libertad. Sonidos. A lo largo de la vida había oído muchas ruedas traqueteando y muchos hombres roncando. Puertas de barrotes cerrándose, voces de hombre, lavadoras.

Tras él, los niños parloteaban y reían, y golpeaban el suelo con cucharas de madera. Los aros de la cocina hicieron un ruido metálico. Las cenizas se desplomaron. Un tronco crepitó. El caldero silbó. Una madre dijo: «A desayunar, niños. Sentaos en vuestras sillas.»

Los olores de esa cocina bastaban para que un hombre se ahogara en su propia saliva. En la cárcel, los dos que predominaban eran el de desinfectante y el de orina, y la comida tenía tan poco aroma como sabor.

Cuando se sentaron a la mesa, Will se quedó mirando la cantidad de comida que contenía su plato: tres huevos… ¡tres! Fritos, como a él le gustaban. Gachas, panceta, café caliente y una tostada con mermelada de mora.

Eleanor vio que vacilaba, vio que tenía las manos en los muslos como si le diera miedo empezar.

– Coma -ordenó, y empezó a partir un huevo para el pequeño Thomas.

Como la noche anterior, Will comió sin poderse creer su buena suerte. Estaba a la mitad cuando se percató de que ella sólo se tomaba una tostada. Se detuvo con el tenedor a medio camino de la boca.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Elly-. ¿No le gusta algo?

– No. ¡No! Es… Bueno, es el mejor desayuno que he tomado en mi vida. Pero ¿usted no come?

– La comida no me sienta bien a esta hora de la mañana.

No concebía que alguien no comiera si había abundancia de alimentos. ¿Le habría dado su parte?

– Pero…

– Es normal en las mujeres cuando están embarazadas -explicó.

– ¡Oh…! -Dirigió la mirada hacia su tripa y, rápidamente, la desvió.

«¡Será posible! -pensó Eleanor-. ¡Pero si se ha ruborizado!» Y, por la razón que fuera, eso le gustó.


Después de desayunar, Elly le hizo sentar en una silla en el centro de la cocina y le ató un paño de cocina al cuello. Cuando lo tocó, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Escuchó el tijereteo, notó cómo el peine le rascaba el cuero cabelludo y cerró los ojos para saborear cada movimiento de los nudillos de Eleanor en su cabeza. Se estremeció y dejó las manos apoyadas en los muslos, cubiertas por el trapo.

Eleanor vio que se le cerraban los ojos.

– ¿Está a gusto? -preguntó.

– Sí, señora -respondió tras abrirlos de golpe.

– No se ponga tenso -dijo Elly, a la vez que le empujaba con suavidad un hombro-. Relájese.

Después de eso, trabajó en silencio, dejándolo disfrutar del placer tranquilamente.

Will volvió a cerrar los ojos y se dejó llevar bajo las primeras manos de una mujer que lo tocaban cariñosamente desde hacía más de seis años. Notó cómo le cortaba el pelo alrededor de las orejas, en la nuca, y se fue olvidando de cuanto lo rodeaba. Por favor…, qué bien se estaba así…

Cuando Eleanor terminó de cortarle el pelo, tuvo que despertarlo.

– ¿Mmm…? -Levantó la cabeza y se espabiló de golpe, consternado al darse cuenta de que se había quedado dormido-. ¡Oh!… Me debo de haber…

– Ya está -anunció Elly, quitándole con un movimiento rápido el paño de cocina.

Se levantó para mirarse en el espejito redondo que había cerca del fregadero. Tenía el pelo un poquito más largo sobre la oreja derecha que sobre la izquierda, pero, en general, el corte de pelo era mucho mejor que el esquilado de la cárcel.

– Ha quedado muy bien, señora -comentó mientras se tocaba una patilla con los nudillos. Volvió la cabeza para mirarla-. Gracias. Y también por el desayuno.

Siempre que le daba las gracias, ella se hacía la sueca, como si no hubiera hecho nada.

– Tiene una buena mata de pelo, señor Parker -dijo, barriendo el suelo sin levantar la vista-. Glendon tenía poco, y muy fino. También se lo cortaba a él. -Cruzó como un pato la cocina en busca de un recogedor-. Me ha gustado volverlo a hacer. Y también me ha gustado volver a oler el jabón de afeitar.

¿En serio? Creía que él era el único al que le gustaban esas cosas. O quizás estaba siendo amable con él para que se sintiera cómodo. Quiso devolverle el favor.

– Deje que la ayude -se ofreció cuando Eleanor se agachó para recoger el pelo castaño del suelo.

– Ya casi estoy. Pero no me importaría si se encargara de dar de comer a los cerdos.

Se enderezó y sus ojos se encontraron. Will vio duda en los de ella. Era la primera tarea que le pedía que hiciera, y no era demasiado agradable. Pero lo que le hubiera resultado desagradable a cualquier hombre era sinónimo de libertad para Will Parker. Ella le había dado de comer, le había dejado la navaja de afeitar de su marido, había compartido su fuego y su mesa con él, y lo había dejado dormido con un peine y unas tijeras. Abrió los labios mientras una vocecita interior lo apremiaba: «Dilo, Parker. ¿Temes que crea que eres menos hombre si lo haces?»

– Hacía tiempo que no estaba tan a gusto mientras me cortaban el pelo.

Eleanor lo comprendió perfectamente. Ella también había vivido mucho tiempo en un mundo sin amor, sin contacto físico. Parecía mentira que una frase tan sencilla pudiera generar tanta comprensión mutua.

– Bueno, pues me alegro.

– En la cárcel…

– En la cárcel, ¿qué? -quiso saber, mirándolo a los ojos.

No debería haber empezado a hablar, pero aquella mujer tenía algo que lo impulsaba a hacerlo, que hacía que quisiera confiarle sus secretos más dolorosos.

– En la cárcel usan esas maquinillas zumbadoras que te cortan casi todo el pelo, de manera que te sientes… -Desvió la mirada, reacio a terminar la frase, después de todo.

– ¿Te sientes cómo? -lo animó Elly.

– Desnudo -sentenció, tras observar el pelo del recogedor.

Ninguno de los dos se movió. Como notaba lo mucho que le había costado admitir semejante cosa, Eleanor acercó la mano para tocarle el brazo, pero antes de que pudiera hacerlo, él le tomó el recogedor de las manos y vertió su contenido en el hogar.

– Voy a encargarme de los cerdos -anunció, con lo que el momento de intimidad terminó.

Donald Wade accedió a enseñar a Will dónde estaban los cerdos, y Eleanor les dio un cubo medio lleno de leche e instrucciones para alimentarlos.

– ¡Para los cerdos! -exclamó Will, horrorizado. ¿Él había pasado hambre la mayoría de su vida y esa mujer daba leche recién ordeñada a los cerdos?

– Herbert da más de la que podemos consumir, y el camión de la leche no puede llegar hasta aquí, por lo mal que está el camino. Además, no quiero que la gente del pueblo venga a husmear por aquí. Désela a los cerdos.

A Will le partía el corazón el tener que llevarse la leche de la casa.

Donald Wade lo guio, aunque Will hubiese podido localizar la pocilga por el olor. Mientras cruzaba el patio aprovechó para ver mejor el camino. Estaba realmente en muy mal estado. Pero la señora Dinsmore tenía una mula y, si había una mula, también tenía que haber herramientas que se le pudieran enganchar. Y, si no había herramientas, usaría una pala él solo. El camino tenía que estar transitable para poder llevarse los trastos viejos. Pero no pensaba deshacerse de ellos como si fueran basura, sino venderlos como chatarra. Ahora que Estados Unidos suministraba material de guerra a Inglaterra, pronto la chatarra valdría mucho. Esa mujer tenía una mina de oro en casa y ni siquiera lo sabía.

El camino no era lo único en mal estado; a la luz del día, el patio ofrecía un aspecto deplorable. Edificios ruinosos que parecía posible derribar de una patada. Los que todavía podrían aguantar varios años necesitaban urgentemente una capa de pintura. El silo de mazorcas estaba lleno de trastos: barriles, cajones de embalaje, rollos de alambre de espino oxidado, maderos combados. Will no comprendía cómo la puerta del gallinero no se había caído aún. El olor, cuando se acercaron a él, era espantoso. No era extraño que las gallinas durmieran entre los trastos esparcidos por el suelo. Pasó junto a montones de piezas de maquinaria y latas de pintura vacías, aunque no alcanzaba a imaginarse dónde se habría usado esa pintura. La cabra parecía tener su dormidero en una camioneta abandonada con la tapicería arrancada a mordiscos. Will pensó, asombrado, que allí había trabajo suficiente para mantener ocupado a un hombre las veinticuatro horas del día un año entero.

Donald Wade, que trotaba a su lado, interrumpió sus pensamientos.

– Ahí-dijo, señalando la estructura que recordaba un cobertizo para secar tabaco.

– ¿Qué pasa ahí?

– Ahí es donde está la comida para los cerdos.

Lo condujo hacia un edificio lleno de toda clase de cosas, desde sopa hasta frutos secos, sólo que, esta vez, eran cosas útiles. Evidentemente, Dinsmore no se había limitado a reunir trastos. ¿Hacía trueques? ¿Negociaba con esas cosas? Las latas de pintura estaban llenas. Los rollos de alambre de espino, nuevos. En el abarrotado edificio había muebles, herramientas, sillas de montar, una rotativa, cajas de huevos, correas para polea, cañas de pescar sin carrete, el guardabarros de un Ford modelo A, un maniquí de modista, un barril lleno de pistones, cestas, una caldera, cencerros, botellas para almacenar aguardiente casero, muelles de colchón… y Dios sabía cuántas cosas más.

Donald Wade señaló un saco de arpillera que descansaba en el suelo sucio, junto a una lata de café oxidada.

– Dos -soltó, levantando tres dedos, y se tuvo que doblar uno con la otra mano.

– ¿Dos?

– Mamá mezcla dos con la leche.

Will se agachó despacio junto a Donald Wade, abrió el saco y sonrió al observar lo que había en su interior, mientras el niño se seguía sujetando el dedo doblado.

– ¿Quieres echarlo por mí?

Donald Wade asintió con tanta fuerza que el pelo le dio bandazos hacia delante y hacia atrás. Llenó la lata, pero no logró sacarla del fondo del saco, de modo que Will se apresuró a ayudarlo. Al verterla en la leche, la mezcla soltó un fuerte olor a grano. Una vez hubieron echado la segunda lata, Donald Wade fue a un rincón a buscar un listón.

– Tienes que removerlo.

Will empezó a hacerlo mientras Donald Wade lo observaba con las manos dentro del peto del pantalón.

– Sé remover muy bien -soltó al cabo de un rato.

– ¿Ah, sí? -Will sonreía para sus adentros.

El pelo de Donald Wade volvió a dar bandazos hacia delante y hacia atrás.

– ¡Qué suerte! Porque empezaba a cansarme, ¿sabes?

Aunque Donald Wade sujetaba fuertemente el listón con ambas manos, necesitó la ayuda de Will. Este no pudo contener una sonrisa al ver cómo el niño se mordía el labio inferior y se esforzaba para mover el palo con la escasa fuerza de sus bracitos. Se arrodilló entonces detrás del pequeño y le rodeó los hombros con los brazos para mezclar juntos la comida para los cerdos.

– ¿Ayudas todos los días a tu mamá a hacer esto?

– Casi. Es que se cansa. Sobre todo, recojo huevos.

– ¿Dónde?

– En todas partes.

– ¿En todas partes?

– Por el patio. Sé dónde les gusta más a las gallinas. Te lo puedo enseñar.

– ¿Ponen muchos huevos?

Donald Wade se encogió de hombros.

– ¿Y tu mamá los vende?

– Sí.

– ¿En el pueblo?

– En la carretera. Los deja ahí, y la gente deja el dinero en una lata. No le gusta ir al pueblo.

– ¿Y eso?

Donald Wade se encogió de hombros otra vez.

– ¿Tiene algún amigo?

– Sólo mi papá. Pero se murió.

– Sí, ya lo sé. Y lo siento mucho, Donald Wade.

– ¿Sabes qué hizo el pequeño Thomas un día?

– ¿Qué?

– Se comió un gusano.

Hasta ese momento, Will no se había dado cuenta de que, para un niño de cuatro años, el hecho de que un hermano se comiera un gusano era más importante que la muerte de un padre. Soltó una carcajada y le alborotó el pelo. Era tan suave como parecía.

«Este crío podría llegar a gustarme mucho», pensó.

Una vez alimentados los cerdos, se detuvieron para aclarar el cubo en la bomba de agua. A su alrededor había una amplia zona enfangada sin una sola tabla que la cubriera para evitar mancharse.

Por supuesto, Donald Wade acabó con las botas enlodadas. Cuando regresaron a la casa, su madre lo riñó.

– ¡Quieto ahí y limpíate las suelas antes de entrar, hijo!

– Es culpa mía, señora -intervino, Will-. Lo llevé donde está la bomba de agua.

– ¿Ah, sí? Oh, vaya… -Elly ocultó su enfado de inmediato y echó un vistazo fuera. Cuando volvió a hablar, en la voz se le notaba el abatimiento-. Ya sé que está todo hecho un asco. Pero bueno, ya se habrá dado cuenta.

Will se caló el sombrero hasta las cejas y se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón sin decir nada. Cuando Eleanor vio con el rabillo del ojo que recorría la granja con la mirada, sin ninguna expresión en el rostro, el corazón le lanzó una advertencia:

«Se va a ir corriendo. Saldrá por piernas cuando lo haya visto todo a plena luz del día.»

Pero, una vez más, él veía las posibilidades. Y no se iría de aquel lugar por nada del mundo a no ser que se lo pidieran.

– Creo que habría que limpiar un poco el gallinero -se limitó a decir en un tono comedido, sin apartar los ojos del patio.

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