Capítulo 13

Elly se puso de parto cerca del mediodía del cuatro de diciembre. Había tenido un dolor en la zona lumbar toda la mañana, después había manchado y, a la hora del almuerzo, había tenido las dos primeras contracciones, con quince minutos de diferencia. La segunda fue lo bastante fuerte como para que se sentara en la punta de una silla intentando recuperar el aliento casi un minuto entero. Cuando terminó, se sujetó la espalda y se levantó con dificultad para ir andando como un pato al salón.

Will estaba trabajando en el cuarto de baño, sentado con las piernas cruzadas en el suelo, silbando. Había abierto una puerta en la pared del salón y suprimido un extremo del porche, que ya tenía una ventana instalada y las cañerías dispuestas. Con el primer sueldo, había comprado con orgullo las piezas del baño. Eran usadas, aunque no por ello la perspectiva de tener ese cuarto los ilusionaba menos a Elly y a él. El lavabo y el retrete estaban guardados en otro sitio, pero la bañera ocupaba ya su lugar entre las reducidas paredes que, a su vez, esperaban para ser terminadas una vez concluyera el trabajo de fontanería.

Elly se detuvo en la puerta mirando a Will, oyendo cómo silbaba una canción que había estado sonando últimamente por la radio. Manejaba una llave inglesa de cara a la pared de enfrente. Llevaba el sombrero inclinado con gracia hacia atrás. Tenía el ala llena de serrín, y la camisa azul sucia de haberse tumbado en el suelo para trabajar mejor. Elly sonrió cuando desafinó unas cuantas notas.

Dio un último empujón a la llave inglesa, lo que interrumpió su canción y, luego, la dejó en el suelo con fuerza y comprobó la junta de la cañería con los dedos mientras reanudaba la melodía, en voz baja, entre dientes. Apoyó una rodilla en el suelo, recogió un codo de cobre y se inclinó hacia delante mientras calculaba la altura a la que habría que empalmar las cañerías.

– Hola -lo saludó Eleanor con una sonrisa afable.

Will giró el cuerpo y le sonrió.

– Hola, muñeca.

– Menuda muñeca -río Eleanor, apoyada en la puerta-. Hinchada como un globo.

– Ven aquí. -Se sentó con las piernas extendidas y la espalda apoyada en la pared, y le tendió una mano sucia. Se sonrieron en silencio un buen rato-. Aquí -repitió mientras se daba unas palmaditas en el regazo.

Eleanor se apartó de la puerta y se abrió paso entre las herramientas y las cañerías que había esparcidas por el suelo hasta situarse delante de él.

– Aquí -insistió Will, dándose otra vez palmaditas en el regazo. Cuando vio que Eleanor se ponía de lado, le advirtió-: No, así no. Así -dijo, y le sujetó un tobillo para situarlo en la cadera opuesta con una sonrisa provocativa-. Siéntate así.

– Will…, los niños -susurró Eleanor, que volvió la cabeza para mirar con prudencia hacia la puerta.

– ¿Y qué? -Le sujetó las manos y la obligó a sentarse a horcajadas sobre él con la falda remangada hasta la mitad de los muslos.

– Pero podrían venir.

– Y me encontrarían besando a su madre. Sería bueno para ellos -aseguró. Juntó las manos tras la cintura de Eleanor de modo que la barriga de ésta le tocaba la suya.

– Will Parker… -Sonrió mientras le rodeaba el cuello con los brazos-. Tú eres el que está loco, no yo.

– Tienes razón, estoy loco por ti.

Acercó los labios a los de Eleanor para darle un beso largo y apasionado, con lengua y mucho movimiento de las cabezas. Besuquearse en pleno día era algo nuevo para Eleanor. Con Glendon se moderaban de día, quizá ni siquiera eso, porque jamás se les había ocurrido hacer algo así. Pero con Will… ¡Oh, su Will! Era insaciable. No podía llevar la ropa de la colada cerca de él sin que la abordara, y de forma muy agradable. Besaba de maravilla. Antes, nunca se había planteado la calidad de los besos. Pero al estar sentada a horcajadas en el regazo de Will mientras él le succionaba con cuidado la boca con la suya y le acariciaba todos los rincones con la lengua, valoraba lo bien que lo hacía. No se limitaba a besar, se recreaba, persistía y, luego, se retiraba muy despacio, como si no pudiera cansarse nunca de ella. A veces murmuraba sin palabras, a menudo la acariciaba con la nariz, de modo que separarse era tan dulce como lo había sido unirse.

El beso terminó con la debida reticencia, y con la nariz de Will hundida en el cuello de la blusa de Eleanor y el sombrero en el suelo.

– Porque tengo las manos sucias, que si no, ya sabes dónde estarían, ¿verdad?

– ¿Dónde? -preguntó con los ojos cerrados mientras le acariciaba el pelo como a él le gustaba.

– En la cocina -bromeó tras morderle la clavícula-. Preparándome un bocadillo. Me muero de hambre.

– Tú siempre te mueres de hambre. -Se rio, y lo apartó de un empujón fingiendo rechazarlo-. ¿Por qué crees que he venido?

– A avisarme para que vaya a comer -dijo con una sonrisa.

– ¿Y qué más?

– Y, en lugar de eso, me has pillado en el suelo y he perdido todo este tiempo aquí en lugar de estar comiendo.

– ¿Quién quiere comer cuando puede besuquear?

Will fingió disgusto y se puso el sombrero.

– Aquí estaba yo, dedicándome a mis cosas, instalando un cuarto de baño cuando, de repente, se me abalanza una mujer. Sí, sí, estaba conectando cañerías sin pensar en nada cuando…

– Oye, Will -lo interrumpió con alegría-. Adivina qué.

– ¿Qué?

– La comida está lista.

– Bueno, ya era hora. -Intentó levantarse, pero ella siguió sentada en su regazo.

– Adivina qué más.

– No sé.

– Ya voy de parto.

Will torció el gesto como si le hubieran golpeado la nuez con la llave inglesa.

– Elly. ¡Oh, Dios mío! No tendrías que estar sentada aquí. ¿Te he hecho daño al tirar de ti? ¿Puedes levantarte?

– Tranquilo. -Soltó una carcajada al ver lo exagerada que era su reacción-. Estoy esperando una nueva contracción. Y sentarme aquí me ha hecho pensar en otra cosa.

– ¿Estás segura, Elly? ¿Ha llegado realmente la hora?

– Estoy segura.

– Pero ¿cómo puede ser? Sólo estamos a cuatro de diciembre.

– Dije diciembre, ¿no?

– Sí, pero… ¡diciembre es un mes muy largo! -exclamó con el ceño fruncido, levantándola con cuidado y poniéndose él también de pie-. Quiero decir que creía que sería más adelante. Creía que tendría tiempo de terminar el cuarto de baño para que estuviera a punto para cuando llegara el bebé.

– Es lo curioso que tienen los niños -comentó Elly mientras sujetaba las manos sucias de Will y le dirigía una sonrisa tranquilizadora-. No esperan a que las cosas estén hechas. Vienen cuando les parece. Pero escucha, tengo que preparar algunas cosas, así que me iría muy bien que sirvieras la comida para ti y los niños.

Will estaba hecho un manojo de nervios. Aunque a Elly no tendría que haberle hecho gracia, no pudo evitar sonreír con disimulo. Se resistió a perderla de vista, incluso el breve rato que tardó en dejar a los niños instalados en la mesa con el plato delante. En lugar de servirse la comida la siguió a su dormitorio, donde se la encontró deshaciendo la cama.

– ¿Qué estás haciendo?

– Preparando la cama.

– ¡Eso puedo hacerlo yo! -la reprendió severamente, y entró a toda prisa en la habitación.

– Yo también. Por favor, Will…, escucha. -Dejó caer la esquina de la colcha y le sujetó con fuerza la muñeca-. Es mejor que me mueva, ¿sabes? Puede que aún falten horas.

La apartó de la cama por el codo y empezó a tirar de las sáb sucias.

– No entiendo cómo has podido sentarte ahí, en el suelo cuarto de baño, y dejar que bromeara cuando ya ibas de parto.

– ¿Y qué más podía hacer?

– Bueno, no lo sé, pero por el amor de Dios, Elly, te he tirado de los tobillos para que te sentaras en mi regazo. -Cuando vio que hacía ademán de reanudar lo que estaba haciendo, exclamó-: ¡Te he dicho que yo me encargo de la cama! Dime qué quieres que ponga.

Se lo dijo: periódicos viejos sobre el colchón, cubiertos de capas de franela de algodón absorbente dobladas para formar empapadores gruesos y, encima de eso, la sábana de muselina. Ninguna manta. La cama tenía un aspecto tan austero y daba tanta angustia que, al mirarla, Will se asustó más que nunca. Pero Elly le deparaba una nueva sorpresa.

– Quiero que vayas al establo y traigas un par de tirantes.

– ¿Tirantes?

– Tirantes, sí. De los arreos de Madam.

– ¿Para qué?

– Y también podrías empezar a traer agua. Llena el caldero, el depósito de la cocina y la tetera. Tenemos que tener agua caliente y fría a mano. Ve.

– ¿Para qué? ¿Para qué necesitas los tirantes?

– Will…, por favor -le insistió, procurando ser paciente.

Corrió al establo, maldiciéndose por no haber instalado aún el agua corriente, por no haber conectado la caldera con el generador eólico, por no haber caído en la cuenta de que, a veces, los niños llegan antes de tiempo. Tomó los arreos de la pared y toqueteó el cuero para quitarles los tirantes. En menos de tres minutos estuvo jadeando en la puerta del cuarto de baño, donde se la encontró sentada en el borde de una silla de madera con la espalda arqueada, los ojos cerrados y las manos aferradas al asiento.

– ¡Elly! -gritó, y soltó los tirantes para hincar una rodilla en el suelo delante de ella.

– Tranquilo -logró decir Elly, sin aliento, con los ojos todavía cerrados-. Ya se me pasa.

– Siento haberte gritado antes, Elly -se disculpó mientras le tocaba las rodillas, asustado-. No quería hacerlo. Es que estaba asustado.

– No pasa nada, Will. -Abrió los ojos cuando remitió el dolor y se arrellanó despacio en la silla-. Escúchame. Quiero que extiendas esos tirantes en el suelo del porche y los friegues bien con un cepillo y jabón duro. Por ambos lados. Frota bien alrededor de las hebillas y los agujeros. Y lávate también las manos y las uñas. Luego, hierve los tirantes en un cacharro. Mientras, hierve las tijeras y dos trozos de cordel en otro. Encontrarás las dos cosas en la cocina, en una taza que hay cerca del azucarero. Luego, en cuanto esté caliente el agua, trae un poco aquí, con el jabón duro, para que pueda bañarme.

– De acuerdo, Elly -respondió sumiso. Se levantó y retrocedió vacilante.

– Y acuesta a los niños para que hagan la siesta en cuanto acaben de comer.

Siguió sus instrucciones hasta el último detalle, corriendo porque temía que pasara algo mientras no estaba con ella. Cuando le llevó el barreño grande a la habitación para que se bañara, se la encontró sacando ropa blanca para el bebé de un cajón del tocador: un pelele, una mantita, una camiseta, un pañal. Se quedó mirando cómo catalogaba cada prenda y la ponía cariñosamente en su correspondiente montón. A continuación, sacó la mantilla rosa que había hecho ella misma a ganchillo, y un par de patucos increíblemente pequeños a juego. Se volvió y vio que la observaba.

Su sonrisa era tan apacible, tan exenta de miedo, que lo tranquilizó un poco.

– Sé que será una niña -aseguró.

– A mí también me gustaría.

Vio cómo Elly recogía el cesto de la ropa sucia, que estaba detrás de la puerta del dormitorio, lo vaciaba y lo preparaba con una guata blanca, recubierta de hule y una sábana de algodón. Luego le puso la mantilla rosa y, por último, una mantita de franela blanca para el bebé.

– Listos -anunció sonriente mientras miraba el cesto con el mismo orgullo que una reina hubiese mostrado al ver una cuna de oro con un colchón de plumas de ganso.

Will dejó el barreño en el suelo sin apartar los ojos de Elly, se le acercó y la acarició con ternura bajo la mandíbula.

– Descansa mientras te traigo el agua.

– Estoy muy contenta de que estés aquí, Will -le dijo mirándolo, a los ojos.

– Y vo también.

No era del todo cierto. Hubiese preferido estar en el coche rumbo al pueblo para ir a buscar al médico, pero ya era demasiado tarde para discutir ese punto. Le llenó el barreño y se fue a la cocina a lavar los platos. Cuando volvió al dormitorio unos minutos después, se encontró a Elly, de pie en el barreño, enjabonada. Estaba medio de perfil, de modo que le pudo ver la espalda y el costado de un pecho. No la había visto nunca desnuda. No fuera de la cama. Su imagen lo conmovió profundamente. Estaba desproporcionada, voluminosa, pero el motivo por el que lo estaba le confería una belleza distinta a todas las que había visto. Se pasó un paño por el bajo vientre y entre los muslos, para limpiar la ruta del bebé esperado, y él se la quedó mirando, sin el menor reparo, sin que se le pasara por la cabeza darse la vuelta. De repente, Elly tuvo otra contracción y se agachó. Aferró el paño con fuerza, de modo que iba cayendo espuma al agua. Will avanzó hacia ella como si lo hubiera impulsado un resorte para rodearle el cuerpo resbaladizo con un brazo y servirle de apoyo mientras le durara el dolor. Cuando éste empezó a remitir, la sujetó para que pudiera sentarse en el borde del barreño, donde se quedó jadeando.

Will estaba consternado porque se sentía inútil, porque quería hacer más, porque necesitaba hacer algo más que limitarse a reconfortarla. Deseaba que la siguiente contracción le doliera a él.

– Esta ha sido fuerte -indicó Elly cuando hubo terminado-. Esta vez son más rápidas que cuando nació Thomas.

– Ven. Arrodíllate.

Lo hizo, y Will le enjuagó la espalda, los brazos, los pechos, aliviado de tener algo concreto que hacer. Le sostuvo una mano mientras ella salía del barreño y, luego, le secó la espalda.

– Gracias, Will. Puedo acabar yo sola.

Mientras él se llevaba el barreño, Elly se puso un camisón limpio y sacó de debajo de la cama un saco de tela blanco de donde extrajo varías hojas secas de gran tamaño dobladas. Siguió a Will a la cocina con ellas en la mano y se lo quedó mirando mientras echaba el agua del barreño por el fregadero y usaba la del fondo para aclararlo antes de secarlo con un trapo. Will no se dio cuenta de que estaba detrás de él, observándolo, hasta que se volvió.

– ¿Deberías estar aquí?

– Procura no preocuparte tanto, Will. Hazlo por mí, por favor.

– No es nada fácil.

– Ya lo sé -estuvo de acuerdo. Podía ver reflejado en el semblante de Will lo que le costaba mantenerse fuerte, y lo amaba por ser tan valeroso-. Pero ahora tengo que hablarte sobre lo que puede pasar, sobre lo que tienes que hacer.

– Lo sé todo -aseguró mientras dejaba el barreño-. Lo he leído tantas veces en el libro que es como si lo llevara tatuado en un brazo. Pero leerlo y hacerlo son cosas muy distintas.

– Lo harás muy bien, Will -lo animó Elly, que se le había acercado para tocarle una mano. Luego buscó con tranquilidad un cazo, echó dentro las hojas, las cubrió de agua del caldero y las puso a cocer a fuego lento.

– ¿Qué es eso? -preguntó Will. Cada vez se notaba el estómago más tenso.

– Consuelda.

Casi tenía miedo de preguntarlo. Tuvo que intentarlo dos veces antes de que las palabras lograran salirle de los labios.

– ¿Para qué es?

– Después, si me desgarro, tienes que preparar una cataplasma con ella para aplicármela. Ayuda a cicatrizar la piel y a curar las heridas. Pero tienes que recordar algo: no pierdas tiempo en mí hasta que te hayas encargado del bebé, ¿entendido?

«Si me desgarro.» Las palabras lo habían impresionado de nuevo. Tuvo que esforzarse en concentrarse para oír el resto de las instrucciones que le daba Elly.

– Usa sólo los paños esterilizados que he dejado en el tocador. Todo lo demás que vas a necesitar está también ahí. Tijeras, cordeles, compresas, alcohol y gasa para el cordón umbilical del bebé, y vaselina para poner bajo el algodón cuando lo vendes. Pero, antes de hacerlo, tendrás que bañarlo. Asegúrate de tener suficiente agua caliente para ello, y un barreño lleno de agua fría para las sábanas, porque tendrás que cambiarlas cuando el parto haya terminado. Cuando bañes a la niña, no uses jabón duro, sino de glicerina. Asegúrate de que le sujetas la cabeza todo el rato, en cuanto salga de mí, mientras esperas que asome el resto de su cuerpo, y también cuando la bañes. Pero recuerda que, durante todo el proceso, la niña es lo primero. Lo más importante es que consigas que respire, la bañes, la vistas y la mantengas calentita para que no se enfríe.

– ¡Ya lo sé, ya lo sé! -replicó Will con impaciencia, deseando que no hablara sobre esas cosas. Se había leído las instrucciones para asistir un parto tantas veces que podía recitarlas de memoria. Lo que lo ponía nervioso eran las imágenes que le evocaban.

– Vamos a andar -dijo entonces Elly en voz baja.

– ¿Que andemos?

– Lo acelerará.

De ser por él, lo hubiera pospuesto indefinidamente. Se sintió culpable por querer prolongar el dolor de Elly, de modo que hizo lo que le había pedido. No se había sentido nunca tan protector como durante las dos horas siguientes, mientras recorrían las pequeñas habitaciones de un lado a otro, arriba y abajo, deteniéndose únicamente con cada nueva contracción. Elly era intrépida; serlo él menos lo hubiera convertido en una carga en lugar de ser un apoyo. Así que se puso la mano de Elly en la sangría del codo y la acompañó como si hubieran ido de paseo al parque del pueblo en plena temporada. Bromeó cuando necesitó que la animaran. Y la calmó cuando necesitó apoyo. Y habló cuando necesitaba charlar. Y averiguó cuántas compresas eran suficientes cuando vio el montón de pedazos rectangulares de guata de algodón envueltos en gasa que había en el tocador.

A las dos y media, los niños se despertaron y Will les puso la chaqueta de abrigo y los envió fuera a jugar, esperando fervientemente que no volvieran a entrar hasta que se pusiera el sol.

– Creo que ahora me gustaría echarme -anunció Elly en voz baja poco después de las tres-. Trae los tirantes, cariño.

Una vez en el dormitorio, se acostó en la cama con un suspiro.

– Átalos al pie de la cama, tan separados como mis rodillas.

Se le hizo un nudo en el estómago, tuvo la impresión de que las glándulas salivales le hacían horas extra y se notó las manos torpes. Cuando los tirantes de cuero estuvieron atados, de modo que podía poner las piernas en ellos, le recordaron las sujeciones de una cámara de tortura medieval. Pensaba en lo horrorosos que eran mientras esperaba una nueva contracción de Elly. Y cuando llegó, fue como si los afectara a ambos. Sorprendido, Will sintió, por simpatía, una punzada de dolor que le bajaba por los muslos desde la entrepierna, como a Elly. Fue una contracción fuerte, y larga, que duró casi un minuto, muy superior a las anteriores.

– Lávate de nuevo las manos, Will -susurró Elly tras descansar un momento, jadeando, una vez hubo terminado-. Y córtate bien las uñas. Ya no falta mucho.

¿Que se cortara las uñas? No preguntó por qué. Temía saberlo. Si había problemas, tendría que ayudarla por dentro.

Se frotó los nudillos hasta que le dolieron y se cortó las uñas todo lo que pudo con las tijeras esterilizadas, reprimiendo su pánico. Por Dios, ¿por qué no había actuado en contra de la voluntad de Elly y había ido al pueblo a buscar al médico en cuanto había tenido la primera contracción? ¿Y si el bebé tenía el cordón umbilical enrollado alrededor del cuello? ¿Y si Elly tenía una hemorragia? ¿Y si los niños entraban en pleno parto?

Como si pensar en ellos los hubiera conjurado, los dos entraron en la cocina llamando a su madre.

Will salió del dormitorio para detenerlos, y se manchó las manos esterilizadas cuando las puso en el pecho de Donald Wade y de Thomas para impedirles que se dirigieran directamente a la puerta cerrada de la habitación de su madre.

– ¡Quietos ahí, vaqueros! -Puso una rodilla en el suelo y los acercó a él.

– ¡Tenemos que enseñarle una cosa a mamá! -soltó Donald Wade, que llevaba un nido de pájaro en las manos.

– Tu mamá está descansando.

– ¡Pero mira lo que hemos encontrado! -insistió Donald Wade intentando avanzar hacia la puerta. Will le sujetó el brazo.

– ¿Os acordáis de cuando vuestra mamá os contó que un día el bebé iba a ir a parar al cesto? -Los dos pequeños dejaron de forcejear y miraron a Will con una curiosidad inocente-. Bueno, pues el bebé nacerá muy pronto, y vuestra madre no se sentirá muy bien mientras eso suceda, pero es igual que cuando nacisteis vosotros, de modo que no tenéis por qué asustaros, ¿entendido? -dijo, y tras pellizcarles con suavidad el cuello, añadió-: Ahora tenéis que portaros bien. Donald Wade, toma unas cuantas galletas y lleva a tu hermano fuera, y no volváis a entrar hasta que os llame, ¿de acuerdo?

– Pero…

– Escucha, no tengo tiempo para discutir porque vuestra mamá me necesita. Pero si haces lo que te pido, os llevaré al cine muy pronto. ¿Trato hecho? -Donald Wade vaciló. Miró primero a Will y, después, la puerta cerrada.

– ¿A ver a Hopalong Cassidy?

– Faltaría más. Venga, salid -ordenó con un empujoncito para dirigirlos hacia la cocina y el bote de las galletas.

En cuanto estuvieron fuera, volvió a lavarse las manos, regresó corriendo al dormitorio, movió la puerta con la bota y la cerró del todo con un hombro.

– Los niños… Les he prometido que los llevaría al cine y los he mandado fuera con un puñado de galletas. ¿Cómo estás? -Se acercó a la cama y se sentó en la silla que había a un lado de ella.

– Me duele -se rio Elly entre dientes, sujetándose la barriga.

Will hizo amago de acariciarle la frente.

– No me toques, Will. No debes hacerlo.

Apartó la mano limpia a regañadientes y se sentó apenado, esperando, sintiéndose inútil.

La siguiente contracción la levantó del colchón por la cintura e hizo que Will se pusiera de pie y se inclinara hacia ella para ver cómo se le contraía el rostro, separaba las rodillas y sujetaba fuertemente con las manos los barrotes de hierro del cabecero. Cuando contuvo el aliento, él lo contuvo también. Cuando hizo una mueca, él la imitó. Cuando apretó los dientes, él apretó los suyos. Los sesenta segundos que duró la contracción le parecieron más largos que su estancia en la cárcel.

Al final, abrió los ojos y lo miró, aún aturdida.

– Ha llegado el momento, Will -logró decir-. Ahora lávame con alcohol y ayúdame a encontrar los tirantes.

Will se dirigió al pie de la cama con manos temblorosas, le remangó el camisón y echó un vistazo. Por Dios, cómo tenía que dolerle. Estaba hinchada, distendida, deformada más allá de lo que hubiese creído posible. Podía ver el bulto de la cabeza del bebé justo sobre la entrepierna. Elly tenía los genitales inflamados como si se los hubiera picado una abeja, y había manchado la ropa de cama de rosa pálido. Se le hizo un nudo en la garganta, pero salió de su estupor cuando Elly arqueó la espalda y de su cuerpo salió de golpe un chorro de líquido transparente que empapó la sábana. Verlo le hizo actuar. Sabía qué era, sabía que significaba que el bebé presionaba hacia abajo, preparándose para llegar al mundo.

De repente, tuvo claro cuál era su propósito y, a la vez, se acabaron todos sus miedos. Se le relajó el estómago. Dejaron de temblarle las manos. Sus nervios desaparecieron al darse cuenta de que tanto el bebé como su madre lo necesitaban. Y lo necesitaban competente.

Le limpió la barriga, los muslos y los genitales con una compresa empapada en alcohol. El líquido le picó donde se le habían partido las cutículas al lavarse los dedos con el cepillo, pero apenas lo notó. También frotó con alcohol los tirantes: antes de levantarle con cuidado los talones y pasarle las piernas por los lazos hasta sujetarle las rodillas. Luego, puso otra sábana de franela limpia doblada bajo su cuerpo.

– ¡Will! -jadeó Elly al tener otra contracción.

– Sí, amor mío -contestó Will en voz baja, sin moverse de su sitio, observando atentamente todos sus movimientos a medida que el dolor se intensificaba.

– ¡Wiiiiill! -exclamó con voz ronca cuando la contracción alcanzó su punto máximo.

Will le puso las manos bajo los muslos y la ayudó a superarla. Notó cómo los músculos se le tensaban cuando levantaba el cuerpo y, cuando se le relajaron, alzó los ojos para mirarla. Vio que tenía la frente empapada de sudor, lo mismo que los mechones de pelo, que se le habían oscurecido hasta tener el color de la barba de una mazorca. Al ver que se humedecía los labios, resecos y agrietados, con la lengua, pensó en el tarro de vaselina que no se atrevía a tocar. Antes de que se le hubieran secado los labios, Elly tuvo otra punzada de dolor y, entonces, Will vio la cabeza del bebé.

– ¡Ya la veo! -exclamó-. ¡Venga, cariño, una vez más y ya estará aquí!

Esperó con las manos extendidas a modo de bienvenida, sin atreverse a desviar la mirada del pelo oscuro que entonces ya era claramente visible. Elly arqueó el cuerpo, se le tensaron las piernas en las sujeciones y se aferró con las manos a los barrotes de la cabecera. Un grito rasgó el aire, y Will averiguó qué era el perineo al ver cómo Elly se desgarraba. Pero no tuvo tiempo para pensar en ello, porque en ese mismo instante salió por completo la cabeza del bebé, mirando hacia atrás, como estaba previsto, boca abajo y resbaladiza en sus manos. Entonces, como si fuera un milagro, se volvió de lado, siguiendo el devenir normal de las cosas, y él la acogió en la palma, diminuta, reluciente y colorada.

– Ya le salió la cabeza, cariño. ¡Oh, Dios mío, tiene las cejas morenas!

La cabeza deformada del bebé era terriblemente morena y estaba marcada por los rigores del parto, pero la advertencia del libro le fue útil a Will, que se dijo que era de esperar; el bebé no iba a asfixiarse por que el perineo le apretara el cuello. Se obligó a no dejarse llevar por el pánico y a no intentar tirar de la niña.

– Tranquila, pequeñaja -murmuró al bebé-. Tengo que limpiarte la boquita.

Como si la naturaleza supiera exactamente lo que hacía, concedió el tiempo suficiente a Elly para que descansara y a él para que metiera el dedo en la boca del bebé y la limpiara antes de que Elly empujara y apareciera el hombro inferior de la niña, seguido del superior, y de que por fin, de golpe, se produjera el parto completo. Un bebé con la carita morena fue a parar a las manos expectantes de Will, unido aún a su madre por medio de un cordón umbilical delgado y ondulado. Sintió su cuerpecito escurridizo y mojado, lo que le llenó el corazón de una emoción extraordinaria y le iluminó el semblante con una sonrisa de asombro.

– ¡Ya está aquí, Elly, ya ha nacido! Y tenías razón. Es una niña. Y… ¡Oh, Dios mío! ¡Es más pequeña que mis manos!

Mientras hablaba, dejó su preciosa carga en la barriga de Elly, que jadeaba durante el breve respiro natural que sigue al parto. Elly soltó la cabecera de la cama y tendió la mano hacia la cabecita de la niña para acariciarla a la vez que se esforzaba por levantar la suya para verla, con una sonrisa cansada. Cuando volvió a recostarse en la almohada, rio mientras las lágrimas le resbalaban hacia las sienes.

– ¿Es bonita?

– Es lo más penoso que he visto en mi vida -dijo Will, y soltó una carcajada de alivio.

Hasta que Elly tuvo una réplica tan dolorosa que gruñó, contrajo la cara y se quedó lívida. Entonces Will dejó a la pequeña en la cama e intentó ayudar a Elly a superar la segunda oleada de contracciones. Pero la placenta se negaba a ser expulsada. Elly se dejó caer, jadeante, al borde de la extenuación, con los párpados temblorosos. Otra contracción tuvo el mismo resultado, y a Will se le hizo un nudo terrible en la garganta mientras hacía lo que sabía que tenía que hacer. Le puso una mano en el bajo vientre para presionar con la base de la palma la parte superior del útero y manipularlo para crear una contracción artificial. Elly gimió e intentó mecánicamente apartarle la mano. Él se recordó que tenía que hacerle daño para ayudarla. Le escocían los ojos. Se los secó con el hombro y juró qué no la dejaría nunca embarazada. Metió la mano en su cuerpo dolorido para liberar la placenta a la vez que le masajeaba el vientre. De repente, notó que la situación cambiaba y que el cuerpo de Elly asumía el mando. Se le contrajo el abdomen y, gracias a su ayuda, la placenta se liberó en su interior, de modo que descendió hasta formar una ligera hinchazón bajo el vello apelmazado.

– Venga, Elly, cariño, un empujón más y podrás descansar.

De algún lugar oculto, Elly sacó las fuerzas necesarias para hacer un esfuerzo increíble que le hizo expulsar un último chorro de líquido que incluía la placenta y la separaba totalmente de la vida que había sostenido durante nueve meses.

Will relajó los hombros. Cerró los ojos, inspiró hondo y se secó la frente con una manga.

– Muy bien, cariño -la alabó sencillamente-. Ya está. Ahora, espera un momento.

Tenía las manos extraordinariamente tranquilas cuando ató el primer nudo a pocos centímetros del cuerpo del bebé y dejó el espacio suficiente entre éste y la segunda constricción para que las tijeras cumplieran su cometido. Las hojas plateadas se encontraron y el bebé ya vivía por su cuenta.

«¡Respira! ¡Respira! ¡Respira!»

La palabra retumbaba en la cabeza de Will mientras levantaba a la niña y veía cómo adoptaba la postura fetal en sus manos. Repasó mentalmente las distintas instrucciones para lograr que un recién nacido respirara por primera vez. Una nalgada rápida. Agua fría. Respiración artificial. Pero hacer cualquiera de esas cosas a alguien tan diminuto se le antojaba sádico.

«Venga, chiquitína, respira… ¡Respira! -Pasaron quince segundos y, luego, treinta-. No me hagas utilizar agua fría. Y preferiría cortarme la mano antes que darte una bofetada.»

Oyó que los niños se acercaban y llamaban desde el otro lado de la puerta. Apenas se fijó en ellos. El corazón le latía muy rápido. Estaba desesperado. Zarandeó con cuidado al bebé. «¡Respira, maldita sea, respira!» Presa de pánico, lanzó a la pequeñina unos veinte centímetros hacia arriba para recogerla al caer. Un segundo después de golpear sus manos, abrió la boca, soltó un hipido, empezó a agitar las cuatro extremidades y a berrear con la vocecita más débil que pueda imaginarse. Era un búa, búa, búa intermitente, acompañado de una cara cómica con los labios apretados, la nariz chata y el movimiento de los puñitos en el aire. Era un llanto suave, pero saludable y maravillosamente irritado por haber sido tratada de una forma tan brusca el primer minuto que estaba en este mundo.

Will bajó los ojos hacia el rostro ensangrentado, oyó la queja y soltó una carcajada. De alivio. De felicidad. Besó la nariz minúscula y pensó: «Muy bien, pequeña. Eso es lo que queríamos oír.»

– Está respirando -le dijo entonces a su mujer-. Y es bonita, y lo tiene todo normal. -De repente, se puso serio-. Estás tiritando, Elly.

El minuto que Will se había concentrado en su tarea, Elly se había enfriado y había empezado a temblar. Era natural, porque tenía las piernas húmedas y la ropa de cama estaba empapada debajo de ella. Dios santo, un hombre necesitaba seis manos en un momento como aquél.

– Estoy bien -lo tranquilizó-. Ocúpate primero de ella.

No era fácil, pero no tenía demasiada elección, dado que lo que Elly le ordenaba coincidía con lo que había aprendido de memoria. Hasta entonces, todo había seguido un orden natural perfecto. Había hecho lo que indicaba el libro y esperaba seguir teniendo suerte. Pero se detuvo el tiempo suficiente para dejar con cuidado el bebé, sacar las piernas de Elly de los tirantes, bajárselas y tapárselas.

– Volveré en cuanto la haya bañado -comentó, tras darle un beso suave en los labios-. ¿Estarás bien?

Elly asintió débilmente y cerró los ojos.

Cargó el bebé en un brazo, abrió la puerta con la otra y se encontró con Donald Wade y Thomas en el otro lado, llorando lastimosamente, juntos de la mano.

– Hemos oído gritar a mamá.

– Ya está mejor… Mirad -dijo, y se arrodilló. Ver el bebé colorado berreando hizo que dejaran de llorar de repente-. Tenéis una hermanita. -Donald Wade se quedó boquiabierto. El pequeño Thomas tenía las pestañas cargadas de lágrimas. Ninguno de los dos dijo nada-. Acaba de nacer.

Volvieron a gimotear al unísono.

– ¡Quiero ver a mamáaaa!

– ¡Mamáaaa!

– Está bien, ¿lo veis? -preguntó a la vez que abría un poco la puerta para que pudieran asomarse y confirmarlo. Lo único que vieron fue a su madre acostada en la cama con los ojos cerrados. Will cerró la puerta-. Shhh. Está descansando, pero más tarde entraremos todos a verla, en cuanto hayamos bañado al bebé. Venid conmigo, puede que tengáis que ayudarme.

– ¿En la bañera de verdad? -Parecían hipnotizados.

– No, todavía no está instalada.

– ¿En el fregadero?

– Sí.

Acercaron un par de sillas, que situaron una a cada lado de Will y, desde ellas, observaron cómo éste bajaba a su hermana hacia una palangana con agua caliente. La pequeña dejó de llorar al instante. Mecida en las manos grandes de Will, se estiró, abrió los ojos oscuros y vio el mundo por primera vez. Thomas acercó un dedo vacilante como para comprobar si era de verdad.

– No. Todavía no hay que tocarla. -Thomas apartó el dedo y miró respetuosamente a Will.

– ¿De dónde ha salido? -quiso saber Donald Wade.

– De dentro de vuestra madre.

– Imposible -soltó Donald Wade, escéptico.

Will soltó una carcajada y movió al bebé en el agua.

– En serio. Estaba acurrucada dentro de ella como una mariposa en su crisálida. Habéis visto alguna crisálida, ¿verdad? -Claro que sí. Con una madre como la suya, los niños tenían que haber visto crisálidas desde que eran lo bastante mayores para pronunciar la palabra-. Si una mariposa puede salir de una crisálida, ¿por qué no va a poder salir una hermanita de una madre?

Como ninguno de los dos tenía respuesta para eso, lo creyeron.

– ¡No tiene pito! -comentó entonces Donald Wade.

– Es una niña. Las niñas no tienen pito.

Donald Wade observó la piel rosada de su hermana y, después, alzó los ojos hacia Will.

– ¿Le saldrá?

– No.

Donald Wade se rascó la cabeza.

– ¿Qué es eso? -preguntó entonces, y señaló con un dedo lo que quería identificar.

– Será el ombligo.

– Oh. -Y, tras reflexionar un momento, dijo-: No se parece al mío.

– Ya se parecerá.

– ¿Cómo se llama?

– Eso tendrás que preguntárselo a tu madre. La niña soltó un hipido y los niños se rieron. Después, se quedaron mirando muy atentos cómo Will la lavaba con jabón de glicerina. Se lo extendió por el cuero cabelludo, por las larguiruchas piernas, entre los deditos de los pies y de las manos, que tenía que obligarle a abrir. Tan frágil, tan perfecta. Jamás había tocado una piel tan suave, jamás había manejado algo tan delicado. En lo que tardó en bañarla por primera vez, esa personita se había metido tan profundamente en el corazón de Will que ya nunca dejaría de ocupar un lugar en él. Daba igual que no fuera suya. Para él, lo era. ¡La había traído al mundo! ¡La había obligado a respirar por primera vez y le había dado su primer baño! Era imposible que a un hombre tan feliz le importara de quién era la semilla de esa nueva vida que lo estaba haciendo sentir tan realizado. Esa niña sería una hija para Will Parker y conocería el amor de un padre y una madre.

La dejó sobre una toalla suave, le limpió la cara y las orejas, y le secó todos los rincones del cuerpo, sintiendo un entusiasmo creciente que le hacía dibujar una dulce sonrisa. La pequeña se enfrió y se echó a llorar.

– Tranquila, cielo, lo peor ya ha pasado -murmuró Will-. Enseguida estarás calentita. -Le sorprendió disfrutar de este primer monólogo con la pequeña. Se dio cuenta de que nadie hubiese podido evitar hablar con alguien tan tierno.

Will se ocupó entonces del cordón umbilical, al que aplicó alcohol y una venda de algodón. Luego, le puso vaselina en la tripa antes de sujetar bien el vendaje y de ponerle el primer pañal. Cada vez que intentaba mover la mano para sujetárselo, la pequeña retrocedía como un resorte. Los niños se rieron. La pequeña doblaba los brazos cuando él intentaba pasárselos por las mangas del pelele. Los niños se rieron un poco más. Cuando Will fue a recoger un patuco rosa, Donald Wade estaba aguardando orgulloso para dárselo.

– Gracias, kemo sabe -dijo Will, y puso el patuco en un piececito flácido. Thomas esperaba para entregarle el otro-. Gracias, Thomas. -Le acarició el pelo.

Cuando la niña estaba preparada para entregársela a su madre, Will la cargó con cuidado.

– Vuestra madre quiere verla y, dentro de quince minutos más o menos, querrá veros a vosotros, así que lavaos las manos, peinaos y esperad en vuestro cuarto. Cuando esté a punto, os avisaré, ¿de acuerdo?

Will se detuvo delante de la puerta cerrada del dormitorio para contemplar a la niña, que lo observaba con la mirada perdida. Estaba quieta, callada. Tenía los puños cerrados como capullos de rosa y el pelo fino como una tela de araña. Cerró los ojos y le besó la frente. Olía mejor que nada en el mundo. Mejor que el bacón siseante. Mejor que el pan al hornearse. Mejor que el aire fresco.

– Eres preciosa -susurró, sintiendo que el corazón le rebosaba de un amor completamente inesperado-. Creo que tú y yo vamos a llevarnos muy bien.

Empujó la puerta para abrirla, entró en el dormitorio y cerró con la espalda.

Elly estaba durmiendo. Estaba demacrada y exhausta.

– ¿Elly?

Elly abrió los ojos y lo vio con el bebé en los brazos, la camisa salpicada de agua, las mangas remangadas hasta los codos, el pelo alborotado y una sonrisa tierna en los labios.

– Will -suspiró sonriente, estirando un brazo.

– Aquí la tienes. Y más presentable que antes.

Dejó a la niña en el brazo de Elly y vio que ésta retiraba un poquito la manta de debajo del mentón del bebé para verlo mejor. Sintió una enorme variedad de emociones. Amor por la mujer, felicidad por la llegada de la niña y, en un rincón de su alma, el lamento de un hombre solitario que no sabría nunca si su propia madre lo había sostenido así alguna vez, si le había sonreído con esa dulzura, si le había recorrido la cara con la yema de un dedo de ese modo y le había besado la frente con esa veneración que hizo que casi le faltara el aire mientras observaba la escena.

Lo más probable era que no. Se arrodilló junto a la cama y dobló la punta de la suave mantita de franela del bebé. Lo más probable era que no. Pero lo compensaba ver cómo Elly prodigaba a esa maravillosa criaturita el amor que él jamás había conocido.

– Oh, Will, ¿verdad que es guapa?

– Ya lo creo. Igual que tú.

Elly alzó los ojos y volvió a bajarlos cuando el bebé le cerró la manita alrededor del dedo meñique.

– Oh, yo no soy guapa, Will -se quejó.

– A mí siempre me lo has parecido.

La otra manita de la niña sujetó un dedo de Will. Unidos por ella, marido y mujer compartieron un intervalo de intimidad. Will le puso fin a regañadientes.

– Será mejor que me ocupe de ti, ¿no crees? Hay que lavarte y ponerte ropa limpia.

Muy a su pesar, Elly renunció a la niña, y Will la dejó en el cesto. Con una rodilla en el suelo, le rodeó bien el cuerpecito con la mantilla rosa.

– Duerme, preciosa -murmuró, tocándole el pelo con la punta de un dedo.

Cuando se levantó, vio que Elly lo estaba mirando y, de repente, le dio vergüenza. Había tenido que aprender a hablar con los niños y le había llevado semanas sentirse cómodo con ellos. Y, sin embargo, en menos de una hora, había empezado a murmurar palabras cariñosas a un bebé que ni siquiera podía entenderlas. Se metió los pulgares en los bolsillos traseros de los pantalones en un gesto inconsciente que indicaba que Will Parker se sentía perdido.

– La he puesto boca abajo como me dijiste -comentó, sin dejar de moverse, nervioso, mientras un amor profundo enternecía la sonrisa de Elly-. Voy… Voy a buscar el agua para bañarte y… enseguida vuelvo -soltó.

– Te amo, Will -dijo Elly. Conocía bien esa expresión, esa expresión apaciguada que adoptaba cuando las cosas eran tan perfectas que lo superaban. Conocía la postura, con los pulgares en los bolsillos e inmóvil como un muerto, que significaba que algo le afectaba profundamente, algo bueno, que a veces no acababa de creerse. Entonces Elly quería tenerlo cerca para poder tocarlo-. Antes ven aquí -le pidió, y él la obedeció, pero guardó una distancia prudente, como si tocar la cama fuera a lastimar a Elly-. Aquí, a mi lado.

Will se sentó con cuidado en la cama, y Elly tuvo que incorporarse y tirar de él hacia ella para poder darle el abrazo que sabía que necesitaba.

– Lo has hecho bien, Will. Lo has hecho muy bien.

– Voy a hacerte daño tumbado sobre ti de esta forma, Elly.

– Tú nunca me haces daño.

De repente, se estaban abrazando con muchísima fuerza. Will volvió la cara y le habló al oído.

– ¡Dios mío, es tan bonita!

– Sí. ¿No te parece un milagro?

– No imaginaba que me sentiría así cuando la sujetara por primera vez. Daba igual que no fuera mía. Ha sido como si, en realidad, lo fuera.

– Lo sé. Puedes quererla todo lo que quieras, Will, y haremos como si lo fuera. Dentro de un año te estará llamando papá.

Will cerró los ojos con fuerza y llevó los labios a la sien de Elly. Luego, hizo un esfuerzo para incorporarse.

– Será mejor que vaya a buscar esa agua caliente, mamá. Los niños están esperando para entrar a verte.

Pasó un paño suave con el jabón del bebé por las extremidades cansadas y las partes doloridas de Elly. Preparó una cataplasma de consuelda, la aplicó en la piel desgarrada y la fijó con una compresa de algodón y con la ropa interior de algodón. La ayudó a ponerse un sujetador blanco limpio, que le abrochó antes de darle un camisón limpio y de mirar cómo se lo ponía. Cambió la ropa de cama y puso a Elly de vuelta en ella antes de llevarse las sábanas sucias para ponerlas en remojo. Finalmente, fue a buscar a los niños, que estaban esperando en su habitación con la misteriosa docilidad que las ocasiones solemnes imponen a los pequeños.

– ¿Preparados?

Asintieron en silencio. Will contuvo una sonrisa: Donald Wade se había peinado hacia atrás el pelo, que se había alisado echándose agua, y había hecho lo mismo con el de su hermano, de modo que las dos cabecitas estaban tan lisas como el trigo cuando sopla un ciclón.

– Vuestra madre os está esperando.

Se detuvieron en la puerta del dormitorio de su madre, tomados de la mano de Will, y lo miraron con ojos inquisitivos.

– Adelante, acercaos, pero no saltéis sobre la cama.

Se situaron cada uno a un lado de Elly para observarla como si se hubiera convertido en un personaje de las fábulas que les contaba: alguien mágico y esplendoroso.

– Hola -dijo su madre mientras les sujetaba las manos.

La miraron como si se hubieran quedado mudos.

– ¿Habéis visto a vuestra hermanita?

– Adudamos a Ui a bañala.

– Y lo ayudamos a vestirla.

– Ya lo sé. Will me lo ha contado. Y me ha dicho que los dos lo habéis hecho muy bien. -Los niños sonrieron, orgullosos-. ¿Os gustaría volver a verla?

Movieron la cabeza para asentir con tanta fuerza como los caballos cuando hacen tintinear un arnés.

– Acércala, cariño -pidió Elly a Will.

Estaba dormidita. Cuando Will la dejó en el brazo de Elly, se llevó la manita a la boca y chupó con tanta energía que hizo ruido. Los niños se rieron, y Will se arrodilló junto a la cama, en la que apoyó los codos. Y así se pasaron unos minutos, contemplando a la niña, como si el asombro los hubiera privado de voz.

– ¿Cómo deberíamos llamarla? -preguntó Elly por fin tras alzar los ojos-. ¿Sabes algún nombre bonito, Will? -Pero Will se quedó en blanco-. ¿Y tú, Donald Wade, cómo quieres que se llame?

Donald Wade no tenía más idea que Will.

– ¿Se te ocurre algún nombre, Thomas?

Claro que no. Se lo había preguntado por pura gentileza, para que no se sintiera excluido. Así que, cuando no respondió, siguió hablando.

– Había pensado ponerle Lizzy -comentó, tocando el pelo del bebé con un nudillo-. ¿Qué os parece?

– ¿Lizzy? -Donald Wade arrugó la nariz.

– ¿Por la lagatija? -intervino Thomas.

Todos soltaron una carcajada.

– ¿De qué lagartija hablas, hijo?

– De la de la historia que nos contaste sobre por qué las lagartijas tienen bultitos en el cuerpo -le recordó Donald Wade.

– Oh… -Siguió toqueteando el fino pelo negro de la cabecita del bebé-. No. Se llamará Lizzy, pero no por la lagartija. Sí, Lizzy. Elizabeth Parker.

– ¿Parker? -Will miró rápidamente a Elly.

– Bueno, tú la has traído al mundo, ¿no? Te mereces un reconocimiento por algo así.

Dios santo, estaba a punto de explotar. Esa mujer se lo daría todo. Todo. Acarició la cabecita de la niña y la sien con el dorso de un dedo.

«Lizzy -pensó-. Lizzy Parker, tú y yo vamos a querernos mucho, cielo.» Tocó con una mano el pelo de Elly, rodeó el trasero de Donald Wade con el brazo libre y acarició la pierna de Thomas, al otro lado de Elly. Y, mientras sonreía a Lizzy Parker, se dijo: «El paraíso no es nada comparado con ser el marido de Eleanor Dinsmore.»

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