Un día de finales de diciembre, Elly estaba trabajando en la cocina cuando levantó la mirada y vio que Reece Goodloe llegaba al patio en un polvoriento Plymouth negro con los faros regulables y la palabra sheriff en la puerta. Llevaba en el cargo desde que Elly tenía uso de razón, desde antes de que llamara a la puerta de la casa de Albert See para obligarlo a dejar que su nieta fuera al colegio.
Reece había engordado con los años, y la barriga se le movió como un globo de agua cuando se puso bien los pantalones en la cintura mientras se acercaba a la casa. Tenía el pelo fino y escaso, la cara rubicunda y los orificios de la nariz tan grandes como un par de huellas de casco en el barro. A pesar de lo poco atractivo que era, a Elly le caía bien: había sido el responsable de que pudiera salir de aquella casa.
– Buenos días, señor Goodloe -lo saludó desde el porche, al que había salido poniéndose un jersey hecho a mano.
– Buenos días, señora Parker. ¿Ha pasado unas buenas Navidades?
– Sí, señor. ¿Y usted?
– También, muchas gracias -aseguró Goodloe, que echó un vistazo al claro, al patio despejado para el invierno y sin el montón de trastos viejos que había antes. No había duda de que aquel sitio tenía otro aspecto desde que había muerto Glendon Dinsmore-. Tiene todo muy buen aspecto.
– Oh, muchas gracias. Will lo ha hecho casi todo.
– ¿Está él aquí, señora Parker? -preguntó Goodloe tras dedicar un instante a mirar a su alrededor.
– Está ahí abajo, en el cobertizo, pintando unas alzas para las colmenas, preparándolo todo para la primavera.
Goodloe apoyó una bota en el peldaño inferior.
– ¿Le importaría ir a buscarlo, señora Parker? -pidió.
– ¿Pasa algo, sheriff? -dijo Elly con el ceño fruncido.
– Tengo que hablar con él sobre una cosita que pasó anoche en el pueblo.
– Oh… Bueno…, sí, claro -comentó, haciendo un esfuerzo por mostrarse alegre-. Voy a buscarlo.
Mientras cruzaba el patio, Elly tuvo el primer mal palpito. ¿Qué querría el sheriff de Will? Estaba segura de que se trataba de algo oficial. Era evidente que toda esa cháchara era para disimular el motivo real de su visita. Pero ¿cuál sería? Cuando llegó a la puerta abierta del cobertizo sus dudas se le reflejaban claramente en la cara.
– ¿Will?
Will se enderezó y se volvió con la brocha en la mano y el placer, inconfundible, en el semblante.
– Me echabas de menos, ¿verdad?
– El sheriff ha venido a verte, Will.
– ¿Para qué? -Había dejado de sonreír.
– No lo sé. Quiere que vayas a la casa.
Will se quedó inmóvil diez segundos. Luego, dejó con cuidado la brocha atravesada sobre el borde de la lata, tomó un trapo y lo empapó de trementina.
– Vamos -dijo, y siguió a Elly limpiándose las manos.
A cada paso que daba, Elly notaba que el palpito era mayor y empezó a sentir temor.
– ¿Qué puede querer, Will?
– No lo sé. Pero supongo que pronto lo sabremos.
«Que no sea nada -suplicó mentalmente Elly-. Que sea que quiere un carburador para el Plymouth polvoriento, o que Will puso ese cartel del camino en un lugar que es propiedad del condado o que quieren usar prestadas las sillas de la biblioteca para celebrar un baile. Que sea alguna tontería.»
Miró a Will, que iba despacio pero sin vacilaciones, impertérrito. Había adoptado su expresión de disimular lo que pensaba, una expresión que preocupaba a Elly más que verlo fruncir el ceño.
El sheriff Goodloe los estaba esperando junto al Plymouth, con los brazos cruzados sobre la barriga, apoyado en el guardabarros delantero. Will se detuvo frente a él limpiándose aún las manos con el trapo.
– Buenos días, sheriff-dijo.
– Parker -respondió Goodloe, saludándolo con la cabeza y separándose del coche.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Contestar unas preguntas.
– ¿Ocurre algo?
Goodloe no le contestó.
– ¿Trabajó en la biblioteca ayer por la noche? -quiso saber en cambio.
– Sí, señor.
– ¿La cerró como de costumbre?
– Sí, señor.
– ¿A qué hora?
– A las diez.
– ¿Qué hizo entonces?
– Venir a casa y acostarme, ¿por qué?
Goodloe se dirigió a Elly.
– ¿Estaba usted en casa entonces, señora Parker?
– Claro que sí. Tenemos familia, sheriff. ¿De qué va todo esto?
Goodloe tampoco respondió a eso. Descruzó los brazos para adoptar una postura más firme antes de disparar su siguiente pregunta a Will.
– ¿Conoce a una mujer llamada Lula Peak?
Will notó que la ansiedad empezaba a subirle desde las piernas en forma de un cosquilleo punzante y ardiente. Sin dejar que se le notara la preocupación, se metió el trapo en el bolsillo trasero del pantalón.
– Sé quién es. No puede decirse exactamente que la conozca, no.
– ¿La vio anoche?
– No.
– ¿No entró en la biblioteca?
– Nadie entra en la biblioteca cuando yo estoy en ella. Está cerrada.
– ¿No fue nunca… cuando estaba cerrada?
Will apretó los labios y tensó la mandíbula, pero miró directamente a Goodloe a la cara.
– Lo hizo un par de veces.
Elly dirigió rápidamente los ojos a Will. ¿Un par de veces? Le dio la impresión de que el estómago se le subía a la garganta mientras el sheriff repetía las palabras como si fueran una espantosa letanía.
– Un par de veces… ¿Cuándo fue eso?
– Hace cierto tiempo -contestó Will con los brazos cruzados y los pies separados.
– ¿Podría ser algo más específico?
– Un par de veces antes de alistarme, una después de que volviera a casa. En agosto más o menos.
– ¿La invitó usted a ir?
Will tensó de nuevo la mandíbula, pero ejerció un fuerte control sobre sí mismo y respondió con calma.
– No, señor.
– ¿Qué hacía ahí entonces?
Will era plenamente consciente de que Elly lo estaba observando anonadada.
– Creo que podrá imaginarlo, siendo hombre -dijo tímidamente.
– Mi trabajo no consiste en imaginar cosas, Parker. Mi trabajo consiste en hacer preguntas y obtener respuestas. ¿A qué fue Lula Peak a la biblioteca en agosto cuando ésta estaba cerrada?
Will miró directamente a los ojos estupefactos de su mujer para contestar.
– A echar un polvo, supongo.
– Will… -lo reprendió Elly consternada.
Como había esperado que se fuera por las ramas, la franqueza de Will desconcertó momentáneamente al sheriff.
– Bueno… -Se pasó una mano por la nuca, sin saber muy bien cómo seguir-. ¿De modo que lo admite?
– Admito que sé lo que quería, no que lo obtuviera -contestó tras desviar los ojos de su mujer-. Joder, en Whitney todo el mundo sabe cómo es Lula. Esa mujer ronda por el pueblo como una gata en celo y no hace nada por disimularlo.
– Y le rondó a usted, ¿verdad?
Will tragó saliva y tardó un momento en contestar. Las palabras le salieron en voz baja, a regañadientes.
– Supongo que podría decirse así.
– Will -repitió Elly, entre sorprendida y abatida-. Nunca me lo habías dicho -se quejó, acalorada, temblorosa por dentro.
Volvió a mirarla directamente con sus bonitos ojos castaños, armado sólo con la verdad.
– Porque no pasó nada. Pregunta a la señorita Beasley si le hice nunca caso a esa mujer. Ella te dirá que no.
El sheriff intervino.
– La señorita Beasley vio cómo Lula… digamos, esto… ¿lo perseguía?
La mirada de Will se dirigió de nuevo al hombre uniformado.
– ¿Estoy siendo acusado de algo, sheriff? Porque si es así, tengo derecho a saberlo. Y si esa mujer ha presentado cargos en mi contra, no son más que una vulgar mentira. Jamás la toqué.
– Según nuestros archivos, cumplió condena en Huntsville por homicidio involuntario, ¿es eso cierto?
– Sí, es cierto -contestó. La angustia lo invadía, pero exteriormente se mantuvo estoico-. Cumplí mi condena y salí en libertad.
– Por matar a una prostituta.
Will apretó los dientes y no dijo nada.
– Espero que me disculpe, señora -comentó el sheriff a Elly con una ceja arqueada-. Pero no hay forma de evitar estas preguntas. -Se dirigió entonces a Will-: ¿Tuvo alguna vez relaciones sexuales con Lula Peak?
– No -contestó Will conteniendo su rabia.
– ¿Sabía que estaba embarazada de cuatro meses?
– No.
– ¿Era suyo el hijo que estaba esperando?
– ¡No!
El sheriff metió la mano en el coche y sacó de él una bolsa de plástico sellada.
– ¿Había visto esto antes?
Con el cuerpo rígido, Will bajó los ojos para examinar el contenido de la bolsa transparente sin tocarla.
– Parece un trapo de la biblioteca.
– Lee el periódico regularmente, ¿verdad?
– El periódico. ¿Qué tiene el periódico que…?
– Limítese a responder la pregunta.
– Todas las tardes, cuando hago una pausa en la biblioteca. A veces, los traigo a casa cuando la biblioteca ya no los necesita.
– ¿Cuál lee más a menudo?
– ¿Qué diablos…?
– ¿Cuál, Parker?
– No lo sé -contestó Will, que empezaba a irritarse. Se había puesto colorado de lo furioso que estaba-. Joder…
– ¿El New York Times?
– No.
– ¿Cuál entonces?
– ¿Qué pasa, Goodloe?
– Responda.
– ¡Muy bien! El Atlanta Constitution, supongo.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Lula Peak?
– No me acuerdo.
– Bueno, trate de recordarlo.
– A principios de esta semana… No, fue la semana pasada. Puede que el miércoles, o el martes. No sé, no me acuerdo, pero fue cuando iba a trabajar en coche. Estaba cerrando el Café de Vickery cuando pasé de camino a la biblioteca.
– ¿Y no la ha visto desde el martes o el miércoles de la semana pasada?
– No.
– ¿Pero admite que ayer por la tarde fue a trabajar como de costumbre y que volvió a casa alrededor de las diez de la noche?
– No alrededor de las diez. A las diez. Siempre me voy exactamente a las diez.
Goodloe cambió de postura para poder ver bien tanto a Will como a Elly.
– Anoche Lula Peak fue estrangulada en los peldaños traseros de la biblioteca. El forense sitúa la hora de la muerte entre las nueve y las doce de la noche.
La noticia sacudió a Will como un puñetazo en el plexo solar. En cuestión de segundos pasó de acalorado a helado, de colorado a pálido.
«No, yo no, esta vez no. Ya pagué por mi crimen. Maldita sea, déjame en paz. Déjanos en paz a mí y a mi familia.»
El miedo crecía en su interior, pero permaneció inmóvil, receloso de reaccionar del modo equivocado por si el sheriff lo malinterpretaba. Le temblaba todo. Empezaron a sudarle las manos, se le secó la garganta. En ese instante sombrío en que el sheriff le lanzó su bomba, una mezcla de emociones le pasó por la cabeza junto con las cosas que más valoraba: Elly, los niños, la vida que se habían forjado, un buen hogar, la estabilidad económica, el futuro, la felicidad. Pensar que podía perderlos, e injustamente, lo desesperó.
«Ay, Dios mío, ¿qué hay que hacer para ganar… alguna vez?», se dijo a sí mismo.
Pensó que era irónico haber combatido en aquella espantosa guerra, haber sobrevivido y haber vuelto a casa para eso. Pensó en todo lo demás a lo que había sobrevivido: ser huérfano, los años de vida solitaria yendo de un lado para otro, los años en la cárcel, los días de hambre tras salir de ella, los insultos, las burlas. ¿Para qué? La rabia y la desesperación lo dominaron y le provocaron el terrible deseo de hundir el puño en algo duro, de golpear algo, de maldecir el destino cruel que negaba una y otra vez la felicidad a Will Parker.
Pero nada de lo que sentía o pensaba se reflejó en su cara.
– ¿Y usted cree que yo lo hice? -preguntó, inexpresivo, con la garganta seca.
El sheriff sacó una segunda bolsa de plástico, igual que la primera, que contenía los recortes de periódico con el críptico mensaje.
– Tengo pruebas bastante convincentes, Parker, empezando por ésta de aquí.
Will bajó los ojos hacia la nota incriminatoria y, luego, los dirigió de nuevo a Goodloe antes de alargar la mano para tomarla y empezar a leerla. Una oleada de odio le recorrió el cuerpo. Por Lula Peak, que no aceptaba un no por respuesta. Por la persona que la había matado y le había cargado el muerto. Por ese sheriff panzudo que era demasiado idiota para ver más allá de sus narices.
– Habría que ser muy tonto para dejar un mensaje así de claro y esperar salir impune de ello.
Elly lo había estado escuchando todo con un temor creciente, como si estuviera viendo fascinada cómo una serpiente venenosa se le acercaba serpenteante. Cuando Will le devolvía la bolsa a Goodloe, la interceptó.
– Déjeme verlo.
ven a la puerta trasera de la biblioteca el martes a las 11 de la noche, w. p. Mientras la leía, la puerta de la cocina se abrió, y Thomas la llamó desde el porche.
– ¡Mamá, Lizzy vuelve a ir mojada!
Elly no oía nada aparte del latido frenético de su corazón, no veía nada aparte de la nota y de las iniciales W. P.
«Oh, Dios mío, no -pensó aterrada-. Will no. Mi Will no.»
– ¡Mamá! ¡Ven a cambiarle el pañal a Lizzy!
Clavó los pulgares en el borde de la bolsa simplemente por tener algo a lo que aferrarse, algo que estabilizara su mundo desequilibrado. Oyó de nuevo la voz de Will admitiendo hacía poco cosas que hubiese deseado no haber oído nunca: «Solíamos ir al burdel que había en La Grange.» «Yo no era nada quisquilloso. Me quedaba con la que estuviera libre.» «Alargué la mano hacia una botella.» «Cayó como un árbol.» «Se murió tan rápido que apenas sangró.»
Cerró los ojos un momento e inspiró hondo, incapaz de superar el miedo que le atenazaba la garganta. ¿Era posible? ¿Podía haberlo hecho otra vez? Abrió los ojos y se miró los pulgares; se los notó pesados y tres veces más grandes de lo que eran.
Will observó la reacción de su mujer. Vio cómo se esforzaba por conservar el control, cómo lo perdía y lo recuperaba. Cuando alzó los ojos hacia él, eran como dos piedras apagadas en una cara que parecía de lino almidonado.
– ¿Will…?
Aunque sólo dijo su nombre, esa única palabra fue como una hoja oxidada que se le clavó en el corazón.
«Oh, Elly, Elly. Tú también, no.» Los demás podían pensar lo que quisieran pero ella era su esposa, la mujer que amaba, la que le había dado motivos para cambiar, para luchar, para vivir, para hacer planes, para mejorar. ¿Lo creía capaz de hacer algo así?
Tras una vida llena de decepciones, Will Parker debería haber sido inmune a ellas. Pero nada, nada lo había degradado tanto como ese momento. Estaba derrotado, y deseó haber estado en esa trinchera con Red, deseó no haber llegado nunca a ese claro ni haber conocido a la mujer que tenía delante y le había dado falsas esperanzas.
Una puerta se cerró de golpe en el porche.
– ¿Qué pasa, mamá? -preguntó Thomas.
Elly no lo oyó.
– ¿Will? -susurró de nuevo con los ojos desorbitados y la garganta tensa y seca.
Ofendido, Will se volvió.
El sheriff alargó la mano hacia la parte posterior del cinturón en busca de las esposas.
– William Parker -dijo con voz autoritaria-, es mi obligación informarlo de que queda detenido por el asesinato de Lula Peak.
La terrible realidad golpeó a Elly con toda su fuerza. Las lágrimas le asomaron a los ojos asustados y se llevó un puño a los labios. ¡Todo estaba pasando tan rápido! El sheriff, la acusación, las esposas. Verlas la angustió aún más.
En ese momento, Thomas se situó detrás de su madre.
– ¿Qué hace aquí el sheriff, mamá?
Pero ella siguió boquiabierta, incapaz de responder.
Como Will sabía muy bien lo que era tener recuerdos dolorosos de la infancia, no quería que Thomas tuviera ninguno.
– Thomas -ordenó con calma al niño mientras el sheriff le ponía el brazo izquierdo tras la espalda y le cerraba la esposa-, ve a cuidar de Lizzy P., hijo.
Esperó impávido a que se oyera el segundo clic metálico, muriéndose por dentro, pensando: «¡Maldita sea, Goodloe, por lo menos podría esperar a que el niño estuviera de nuevo dentro de casa!»
Pero Thomas había visto demasiadas películas del Oeste para interpretar mal lo que estaba ocurriendo.
– ¿Se está llevando a Will a la cárcel, mamá?
¿Llevándose a Will a la cárcel? De repente, Elly salió de su estupor, indignada.
– No puede… llevárselo así
– Estará en la cárcel del condado, en Calhoun, hasta que se fije una fianza.
– ¿Pero y…?
– Podría necesitar una chaqueta, señora.
¿Una chaqueta? Apenas podía pensar por encima del barullo mental que le ordenaba detener al sheriff de algún modo. Pero no sabía cómo, no conocía sus derechos ni los de Will. Las lágrimas le resbalaron por las mejillas mientras se quedaba quieta como una tonta.
– Mamá… -Thomas se echó también a llorar. Corrió hacia Will, se le aferró a la cintura-. No te vayas, Will.
El sheriff obligó al niño a soltarse.
– Vamos, jovencito, será mejor que entres en casa.
Thomas se enfrentó al sheriff y empezó a aporrearlo con los dos puños.
– ¡No puede llevarse a Will! ¡No voy a dejarle! ¡Suéltelo!
– Métalo en casa, señora Parker -ordenó el sheriff en voz baja.
El pequeño luchó como un condenado, retorciéndose y sin permitirles calmarlo ni llevárselo de ahí.
– Suba al coche, Parker.
– Déme un minuto, sheriff, por favor… -Will puso una rodilla en el suelo y Thomas le rodeó el robusto cuello con los brazos.
– Will… Will…, no se te puede llevar, ¿verdad? Tú eres bueno, como Hopalong.
Will tragó saliva con fuerza y alzó unos ojos implorantes hacia Goodloe.
– Quíteme las esposas un momento, por favor.
Goodloe inspiró hondo y miró a Elly, avergonzado. Al ver que vacilaba, Will explotó de rabia.
– ¡No voy a escaparme, y usted lo sabe, Goodloe! -soltó.
La mirada afligida del sheriff se posó en el niño que sollozaba abrazado al cuello de Will y, siguiendo su instinto, soltó una de las muñecas de Will. Este rodeó a Thomas con los brazos, de modo que la esposa de metal se balanceaba tras la espalda estrecha del pequeño. Entonces, cerró los ojos, estrujó al niño y le habló en voz baja.
– Sí, tienes razón, renacuajo. Soy bueno, como Hopalong. Recuérdalo, ¿de acuerdo? Y recuerda que te quiero. Y cuando Donald Wade llegue a casa del colegio dile que también lo quiero, por favor.
Separó a Thomas de él y le secó las lágrimas de las mejillas con los nudillos de la mano libre antes de seguir hablando con él.
– Ahora pórtate bien y entra en casa y ayuda a tu madre a cuidar de Lizzy. Harás eso por mí, ¿verdad?
Thomas asintió mansamente con la mirada puesta en el suelo donde Will apoyaba una rodilla. Will lo giró y le dio un empujoncito en el trasero.
– Anda, ve.
Thomas rodeó a su madre sollozando y, un momento después, la puerta mosquitera dio un sonoro golpe al cerrarse. Elly vio cómo Will se incorporaba, aunque su imagen era borrosa a través de las lágrimas que le llenaban los ojos. Y también cómo, con cara de póquer, se llevaba las dos manos a la espalda para permitir que el sheriff le pusiera de nuevo las esposas.
– Will… Oh, Will… ¿Qué…? Oh, Dios mío… -dijo.
Y se movió, por fin, pero de una forma deslavazada, del mismo modo que había hablado. Echó un vistazo a su alrededor como si estuviera ida, alargó una mano, empezó a andar arriba y abajo como un animal salvaje al que han enjaulado por primera vez, como si no acabara de entender que no podía cambiar lo que estaba pasando.
– Sheriff… -Le tocó la manga, pero él ignoró su súplica, pendiente de su prisionero. De repente, Elly se volvió hacia su marido-. Will… -exclamó a la vez que lo sujetaba y se aferraba a la parte posterior de su camisa para apoyar la mejilla empapada de lágrimas en la seca de él-. ¡Will, no te pueden arrestar!
Will se quedó mirando fijamente hacia delante.
– Vámonos -ordenó entonces con frialdad.
– ¡No, un momento! -gritó Elly, alterada, volviéndose alternativamente hacia un hombre y hacia el otro-. Sheriff, ¿no podría…? ¿Qué le van a hacer? Espere, le traeré la chaqueta…
Corrió tardíamente a la casa, sin saber qué otra cosa hacer. Cuando regresó, presa de pánico, los dos hombres estaban ya en el Plymouth. Intentó abrir la puerta trasera pero tenía el seguro echado y la ventanilla subida.
– ¡Will! -gritó apretando la chaqueta contra el cristal. Había caído ya en la cuenta de lo que había motivado la frialdad y la indiferencia de su marido, y necesitaba, arrepentida, hacer algo que le indicara que se había precipitado y que había reaccionado sin pensar-. ¡Toma la chaqueta! ¡Llévatela, por favor!
Pero Will seguía sin mirarla mientras ella apretaba la prenda vaquera contra el cristal.
– Démela a mí -intervino entonces el sheriff. Tiró de la chaqueta a través de su ventanilla y le entregó, a cambio, el trapo manchado de pintura con el que Will se había limpiado las manos-. Lo mejor que puede hacer, señora Parker, es conseguir un abogado. -Puso el coche en marcha.
– ¡Pero no conozco a ningún abogado!
– Entonces se le asignará uno de oficio.
– ¿Cuándo podré verlo? -gritó mientras el Plymouth empezaba a moverse.
– ¡Cuando tenga abogado!
El coche se marchó y dejó a Elly en medio de un remolino de gases de escape.
– ¡Will! -chilló detrás del vehículo que se marchaba.
Y observó cómo se llevaba a su marido, cuya cabeza podía ver por la luna trasera. Retorció los dedos en el trapo maloliente y se tapó la boca con él. Y miró el camino horrorizada, inspirando la trementina mientras combatía el pánico.
La cárcel era un edificio de piedra, parecido a una casa victoriana, situado justo detrás del juzgado donde se había casado. Will se mantuvo imperturbable durante los trámites policiales, el cacheo, el recorrido por el pasillo en el que retumbaron sus pasos, el ruido metálico de la puerta con barrotes al cerrarse.
Estaba en la celda mirando una pared gris, oliendo los orines y el desinfectante con fragancia de pino, tumbado sobre un colchón sucio y una almohada maloliente, con tinta en la punta de los dedos y sin cinturón, con los ojos apagados y conscientemente ajeno a la familiaridad de cuanto lo rodeaba. Pensó en hacerse un ovillo pero le faltó energía. Pensó en llorar pero le faltó ánimo. Pensó en pedir comida, pero el hambre importaba poco cuando la vida no importaba nada. Su vida había dejado de valer en cuanto su mujer lo había mirado con la duda reflejada en los ojos.
Pensó en rebatir los cargos, pero ¿para qué? Estaba cansado de luchar, muy cansado. Tenía la impresión de haber estado luchando toda su vida, y muy especialmente los dos últimos años: por Elly, por ganarse la vida, por hacerse respetar, por su país, por su propia dignidad. Y justo cuando lo había conseguido todo, una sola mirada inquisitiva lo había destrozado. Otra vez. ¿Cuándo aprendería? ¿Cuándo dejaría de pensar que podía importarle alguna vez a alguien como algunas personas le importaban a él? Era un imbécil. Un idiota. Un gilipollas. Un borde. Asimiló el significado de la palabra, se lo restregó por la mente como sal en una herida para aumentar voluntariamente su dolor por alguna razón extraña que no entendía. Porque, después de todo, era incapaz de despertar el amor de nadie, porque la vida se lo había demostrado siempre. Parecía que las personas como él, a las que era imposible amar, venían a este mundo a acumular todo el dolor del que los afortunados, los amados, se libraban como por arte de magia. Elly no lo amaba o hubiera salido en su defensa sin pensarlo, como Thomas. ¿Porqué? ¿Por qué? ¿Qué le faltaba? ¿Qué más tenía que demostrar? «Eres un desgraciado, Parker -pensó-. ¿Cuándo vas a crecer y a darte cuenta de que estás solo en este mundo? Nadie luchó por ti cuando naciste, nadie luchará por ti ahora, así que ríndete. Quédate aquí tumbado, en medio del hedor de los meados y acepta que eres un fracasado. Y que siempre lo serás.»
En un claro situado delante de una casa en el camino de Rock Creek, Eleanor Parker vio cómo el sheriff se llevaba a su marido a la cárcel y sintió un pavor mayor que el miedo a perder la propia vida, una desesperación más intensa que el dolor físico y un remordimiento más abrumador que el que le provocaban los sermones sobre el castigo eterno que su abuelo pronunciaba con tanto ardor.
Sabía, ya antes de que el automóvil desapareciera entre los árboles, que había cometido uno de los errores más graves de su vida. Sólo había durado segundos, pero ese breve tiempo era todo lo que Will había necesitado para mostrarse gélido. Había visto y notado su distanciamiento como un bofetón en la cara. Y era culpa suya, únicamente suya. Podía imaginarse lo que estaría sufriendo de camino al pueblo, con las manos esposadas. Estaría desolado, desesperado, y todo por su culpa.
¡Bueno, no era perfecta, caray! De modo que había reaccionado mal. ¿Pero quién diablos no lo hubiera hecho? Will Parker era tan incapaz de matar a Lula Peak como de matar a Lizzy P., y ella lo sabía.
La sangre ardiente de Albert See se le aceleró de repente en las venas, donde se había mantenido oculta desde su nacimiento a la espera de un motivo por el que fluir con fuerza. ¡Y menudo motivo, el amor de su marido! Había tardado demasiado tiempo en encontrarlo, había sido demasiado feliz disfrutando de él, había mejorado demasiado bajo su influencia para perderlo ahora, junto con él.
Así que irguió la espalda, maldijo con fuerza y convirtió su pavor en energía, su desesperación en resolución y su remordimiento en promesa.
«Te sacaré de ahí, Will. Y cuando lo haya hecho, sabrás que lo que viste en mis ojos durante ese insignificante instante no significa nada. Fue algo humano. Soy humana. Y sí, he cometido un error. ¡Pero verás cómo lo corrijo!»
– ¡Thomas, ponte la chaqueta! -gritó, y entró a zancadas en la casa-. Y toma tres pañales limpios para Lizzy P. Y baja al sótano a buscar seis tarros de miel; ¡no, que sean ocho, por si acaso! ¡Nos vamos al pueblo!
Tomó cupones de racionamiento, una caja de melocotones para llevar la miel, una lata de galletas de avena, un bote con sobras de sopa, a Lizzy (con el pañal mojado), una llave maestra y un cojín para poder ver por encima del volante. Cinco minutos más tarde aquel volante le temblaba en las manos. El miedo la hacía aferrarse a él con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. Pero el miedo no detendría a Elly.
Sólo había conducido unas cuantas veces, y lo había hecho por el patio y por el camino que llevaba al huerto de árboles frutales. La primera vez que cambió de marcha hizo un ruido tremendo. Estaba convencida de que se mataría con sus dos hijos menores antes de llegar al final del camino. Pero llegó bien y, como se abrió demasiado al girar hacia la carretera, estuvo a punto de caerse en la cuneta contraria, pero logró corregir el rumbo sin contratiempos. Sudaba por todos los poros, pero sujetó el volante con más fuerza y condujo. Lo hizo por Will, y por ella, y por los niños, que querían a Will más que a nada en este mundo. Lo hizo porque Lula Peak era una buscona mentirosa y ociosa, y una mujer así no debería poder provocar un distanciamiento entre un marido y una mujer que se habían pasado casi dos años demostrándose lo que se querían. Lo hizo porque en algún lugar de Whitney había un hijo de puta que había matado a Lula y no iba a conseguir cargarle el muerto a su marido. ¡No, señor! Aunque eso significara que tuviera que conducir aquel maldito coche hasta la ciudad de Washington para lograr que se hiciera justicia.
Dejó a Thomas y a Lizzy P. con las galletas y la sopa en casa de Lydia, a la que sólo dio una escueta explicación: «¡Han detenido a Will por el asesinato de Lula Peak y voy a contratar un abogado!» Recorrió el resto del camino hasta el pueblo a una velocidad endiablada, pasó por la plaza hacia el colegio, donde aplastó diez metros de césped antes de que el coche se detuviera con la rueda delantera del lado izquierdo sobre un rosal recién plantado que la maestra de segundo, la señorita Natalie Pruitt, había llevado del jardín de casa de su madre para embellecer el austero entorno del edificio. Elly dejó dicho que Donald Wade se bajará del autobús escolar en casa de Lydia Marsh y retrocedió después hacia la biblioteca, donde, al aparcar, subió el coche a la acera sin querer. Lo dejó ahí, impidiendo el paso a los peatones, mientras corría dentro para dar la noticia a la señorita Beasley.
– Esa sabandija de Reece Goodloe vino a casa a detener a Will por matar a Lula Peak. ¿Me ayudará a conseguirle un abogado?
Lo que siguió demostró que, si el amor de una mujer puede mover montañas, el de dos puede cambiar mareas. La señorita Beasley arrancó los libros de las manos a dos usuarios.
– Tendrán que marcharse -les ordenó-, la biblioteca va a cerrar.
Mientras seguía a Elly al exterior, el abrigo le ondeaba como una bandera cuando sopla un fuerte viento.
– Debería tener el mejor -le advirtió a Elly.
– Dígame quién es.
– Tendríamos que ir a Calhoun de alguna forma.
– Si he traído el coche hasta Whitney, puedo llevarlo hasta Calhoun.
La señorita Beasley se detuvo un momento cuando vio el Modelo A de Ford con la tapa del radiador a treinta centímetros de la pared de ladrillo. En ese momento, el municipal llegaba corriendo calle abajo, agitando el puño por encima de su cabeza.
– ¿Quién diablos ha aparcado ese trasto ahí?
La señorita Beasley le apoyó los diez dedos en el pecho y lo empujó hacia atrás.
– Cállese, señor Harrington, y salga del medio o le contaré a su mujer cómo se come con los ojos a las aborígenes australianas desnudas en los números atrasados de National Geographic los jueves por la tarde, cuando ella cree que está en la planta baja comprobando los carteles de los diez fugitivos más buscados. Sube, Eleanor. Ya hemos perdido bastante tiempo. -Cuando las dos mujeres estuvieron en el coche, bajando bruscamente de la acera, la señorita Beasley asomó la cabeza por la ventanilla para advertirle, inmutable, en su habitual tono didáctico-: Cuidado con Norris y Nat, Eleanor; prestan un gran servicio a este pueblo, ¿sabes?
Bajaron de la acera, cruzaron la calzada y subieron a la acera de enfrente, con lo que casi arrancaron al par de octogenarios de su banco de tallado antes de que Elly se hiciera con el control del coche y pusiera la primera. Los pechos de la señorita Beasley iban dando bandazos en el aire como las orejas de un perro spaniel. El coche salió propulsado hacia delante, dobló una esquina a treinta kilómetros por hora y frenó en seco junto al surtidor de White Eagle, al otro lado de la plaza. Cuatro cupones de racionamiento más tarde, Elly y la señorita Beasley se dirigían a Calhoun.
– El señor Parker es inocente, por supuesto -afirmó la señorita Beasley sin dudarlo.
– Por supuesto. Pero esa mujer fue a la biblioteca persiguiéndolo y eso lo perjudicará.
– ¡Bah, tengo una o dos cosas que decir a vuestro abogado sobre eso!
– ¿Qué abogado vamos a contratar?
– Sólo hay uno si quieres ganar el caso: Robert Collins. Tiene fama de ganador, y eso desde la primavera en que tenía diecinueve años y capturó el pavo salvaje con el espolón más grande y la carúncula más larga de la temporada. Lo colgó en el tablón de la competición, en la tienda de Haverty, junto a dos docenas más, pertenecientes a los cazadores con más años y más experiencia de Whitney. Por lo que recuerdo, se habían burlado sin compasión de Robert, convencidos de que era imposible que semejante pipiolo pudiera superar a ninguno de ellos. Menudos bocazas, esos cazadores de pavos. Practicaban siempre sus asquerosos reclamos cuando pasaba alguna chica por la calle, y se reían cuando la pobre pegaba un brinco. Bueno, ese año ganó Robert. Recuerdo que el premio era una escopeta del calibre doce que donaban los comerciantes locales. Y no ha dejado de ganar desde entonces. En Dartmouth, donde se graduó el primero de su promoción. Dos años después, cuando aceptó un caso impopular y logró que indemnizaran a un joven negro que había perdido las piernas al caer en la rueda de paletas del molino harinero en el que trabajaba debido a un empujón que le propinó el propietario. Huelga decir que el propietario era blanco y que costaba encontrar un jurado imparcial. Pero Robert lo encontró, y se hizo un nombre. Después de eso llevó la acusación de una mujer de Red Bud que mató a su propio hijo con una azada de jardín para impedir que se casara con una chica que no era baptista. Por supuesto, todos los baptistas del condado escribieron cartas anónimas ofensivas a Robert en las que aseguraban que estaba calumniando a toda la comunidad baptista. Se le echaron encima todos los diáconos, incluido su propio pastor (Robert es baptista), porque resultó que la asesina era una ferviente feligresa que había conseguido, prácticamente ella sola, reunir los fondos para construir una nueva iglesia de piedra después de que un tornado derribara la antigua, que era de tablas de madera. Una hermanita de la caridad, vamos -añadió en tono desdeñoso-. Ya sabes a qué tipo de gente me refiero. -Se detuvo para tomar aliento y prosiguió-: En cualquier caso, Robert llevó su acusación y ganó, y desde entonces, se lo conoce como un hombre que no cede a las presiones sociales, que defiende a los desvalidos. Un hombre honrado.
En cuanto lo vio, Elly lo reconoció al instante. Era el hombre que había salido del despacho del juez Murdoch charlando apasionadamente con él el día de su boda. Pero no tuvo demasiado tiempo para recordarlo porque enseguida captó su atención el sorprendente inicio del encuentro entre el abogado y la señorita Beasley.
– Beasley, me dijo mi secretaria, y me pregunté si podría ser Gladys Beasley -comentó, cruzando la antesala concurrida y abarrotada con paso pausado y tendiéndole una mano delgada.
– Podría serlo y lo es. Hola, Robert.
El abogado le estrechó la mano con las dos suyas y soltó una risita que dejó ver unos dientes amarillentos en una cara arrugada de duende rodeada de pelo color telaraña.
– Tan formal como siempre. La única compañera de clase que me llamaba Robert en lugar de Bob. ¿Sigues trabajando en la Biblioteca Municipal Carnegie?
– Sí. ¿Sigues cazando pavos en Red Bone Ridge?
El hombre volvió a reír, con el cuerpo arqueado hacia atrás pero sin soltarle la mano.
– Sí -respondió-. La última vez que fui, cobré un macho de nueve kilos y medio.
– Con una carúncula de treinta centímetros y un espolón de dos centímetros y medio, que colgaste en la pared de la tienda para poner en su lugar a los cazadores veteranos.
Una vez más la risa del abogado interrumpió su conversación.
– Con una memoria así hubieras sido una buena abogada.
– Eso te lo dejé a ti porque, por aquel entonces, no animaban a las chicas a estudiar derecho.
– Venga, Gladys, no me digas que me sigues guardando rencor porque me pidieron que pronunciara el discurso en la ceremonia de graduación como alumno más aventajado.
– En absoluto. Eligieron al mejor. -De repente, se puso seria-. Basta de cháchara, Robert. Te he traído a una clienta que necesita muchísimo de tus expertos servicios. Si la ayudaras, o para ser más exactos, si ayudaras a su marido, lo consideraría un favor personal. Su nombre es Eleanor Parker. Eleanor, te presento a Robert Collins.
– ¿Está casado, señor Collins? -preguntó Elly mientras le estrechaba la mano.
– No, ya no. Mi esposa murió hace unos años.
– Oh. Bueno, entonces esto es para usted.
– Para mí -repitió complacido, aceptando el litro de miel y sosteniéndolo en alto.
– Y hay más de donde sale ésta, además de leche, carne de cerdo, pollo y huevos durante el período de tiempo que dure esta guerra y sin cupones de racionamiento, juntamente con el dinero que necesite para limpiar el nombre de Will.
– ¿Crees que esto puede interpretarse como un soborno, Gladys? -preguntó tras reír de nuevo con los ojos puestos en la miel.
– Puedes interpretarlo como quieras, pero pruébala con pan de salvado. Está increíble.
– Acompañadme, por favor -las invitó, y se llevó la miel a su desordenado despacho-. Y cerrad la puerta para que podamos hablar. En cuanto a mis honorarios, señora Parker, ya hablaremos de eso después, cuando haya decidido si acepto o no el caso.
– Oh, no tema, señor Collins, tengo dinero -aseguró enseguida Elly al abogado, sentada en su despacho-. Y sé dónde puedo conseguir más.
– De mí -intervino la señorita Beasley.
Elly se volvió de golpe hacia ella.
– ¡De usted! -repitió, sorprendida.
– Nos estamos apartando del tema, Eleanor, y hacemos perder el tiempo a Robert -replicó la señorita Beasley didácticamente-. Ya hablaremos de esto después. A solas.
Robert Collins no tardó ni quince minutos en establecer los pocos datos que conocían las mujeres y en informarlas de que iría lo antes posible a la cárcel a hablar con Will para decidir si lo defendía.
Antes de una hora Elly estaba en la oficina del sheriff Goodloe con otro tarro de miel en la mano. Lo encontró enfrascado charlando con su ayudante, pero alzó la vista cuando ella entró.
– Elly, ya le he dicho en su casa que no puede verlo hasta que tengan un abogado -dijo.
– He venido a disculparme -explicó Elly tras dejarle el tarro de miel sobre la mesa. Lo miraba, muy seria-. Hará una hora que lo he llamado «sabandija» cuando, en realidad, siempre lo he respetado mucho. Siempre quise darle las gracias por sacarme de esa casa en la que crecí, pero ésta es la primera oportunidad que tengo de hacerlo. -Señaló la miel-. Este detalle es por eso. No tiene nada que ver con Will, pero quiero verlo.
– Elly, ya le he dicho…
– Ya sé lo que me ha dicho, pero no entiendo qué clase de leyes son éstas que permiten encerrar a alguien sin dejarle explicar a la gente lo que pasó realmente. Sé lo que es estar encerrado así. Es injusto, señor Goodloe, y usted lo sabe. Usted es un hombre justo. Fue la única persona que me defendió cuando me tenían encerrada en esa casa y dejaban que todo el pueblo creyera que estaba chiflada debido a ello. Bueno, no estoy chiflada. Los que lo están son los que hacen leyes que impiden que una mujer vea a su marido cuando éste está sumido en un abismo de desesperación, que es donde mi Will está ahora mismo. No le estoy pidiendo que le abra la puerta ni que nos lleve a una sala privada. Ni siquiera le estoy pidiendo que nos deje solos. Lo único que le pido es lo que es justo.
Goodloe dejó de mirar a Elly para mirar la miel. Se dejó caer con aire cansado en la silla y se pasó las manos por la cara en un gesto de frustración.
– Maldita sea, Elly, tengo unas normas que…
– Venga, deja que hable con él -lo interrumpió el ayudante, que sonreía a Elly-. ¿Qué mal hay en ello?
El sheriff Goodloe se volvió hacia el hombre más joven, que se encogió de hombros para añadir:
– Tiene razón y tú lo sabes. Es injusto. -Entonces, para sorpresa de Elly, el ayudante se acercó a ella con la mano tendida-. ¿Te acuerdas de mí? Soy Jimmy Ray Hess. Estuvimos juntos en quinto curso. Y hablando de injusticias, soy uno de los que solían insultarte, y ya que tú te has disculpado, yo también quiero hacerlo.
– Jimmy Ray Hess -repitió Elly mientras le estrechaba la mano, pasmada-. Vaya, que me aspen.
– Ya ves. -Se señaló orgulloso la estrella de la camisa con el pulgar-. Ahora soy el ayudante del sheriff del condado de Gordon -anunció, y se volvió de modo amistoso hacia su superior-. ¿Qué dices, Reece? ¿Puede verlo?
Reece Goodloe cedió y agitó una mano en el aire.
– Madre mía, a veces me pregunto quién manda aquí. Muy bien, acompáñala dentro.
El ayudante sonrió de oreja a oreja.
– Sigúeme, Elly, te indicaré el camino.
Mientras andaba junto a Jimmy Ray, Elly sintió que había recuperado la fe en la humanidad. Contó las personas que la habían ayudado ese día: Lydia, la señorita Beasley, Robert Collins y, por último, Jimmy Ray Hess.
– ¿Por qué haces esto, Jimmy Ray? -quiso saber.
– Tu marido era marine, ¿verdad?
– Sí. Primer Batallón de Asalto.
Jimmy Ray le dirigió una sonrisa torcida que rezumaba orgullo.
– Sargento de artillería Jimmy Ray Hess, Compañía Charlie, de la Primera División de Marines, a sus órdenes -dijo con un elegante saludo antes de abrir la última puerta que daba a las celdas-. La tercera a la izquierda -indicó, y cerró la puerta, de modo que Elly se quedó sola en el pasillo frente a una larga fila de celdas.
No había estado nunca en la cárcel. Era húmeda y sombría. Todo retumbaba y olía mal. Aquello le quitó el ánimo que Jimmy Ray Hess le había levantado momentáneamente.
Le dolía el alma incluso antes de llegar donde estaba Will. Y cuando lo vio, acurrucado en el catre de espaldas a los barrotes, fue como verse a sí misma de rodillas rezando para pedir perdón por algo que no había hecho.
– Hola, Will -dijo en voz baja.
Sobresaltado, volvió la cabeza, pero sin dejar de controlar su reacción, y se giró de nuevo hacia la pared.
– Creía que no iban a dejarte entrar.
– ¿Es eso lo que querías? -preguntó Elly, con la sensación de que se le iba a romper el corazón. Cuando Will se negó a responder, añadió-: Creo que sé por qué.
Will tragó saliva con fuerza y notó que se le hacía un nudo en la garganta debido a la emoción.
– Márchate. No quiero que me veas aquí.
– Ni yo tampoco quiero verte aquí; pero, ahora que ya lo he hecho, tengo que hacerte unas cuantas preguntas.
– Sí, como si maté a esa fulana. O si tenía un lío con ella -dijo fríamente sin apartar la vista de la pared, antes de soltar una carcajada triste. Entonces volvió la cabeza para proseguir-: Bueno, pues vas a tener que seguir con la duda, porque si es así como confías en mí, prefiero que no seas mi esposa.
El remordimiento se apoderó de Elly. Sintió unas ganas repentinas de llorar.
– ¿Por qué no me contaste lo que pasó con ella cuando fue a la biblioteca, Will? Si lo hubieses hecho, hoy no me habría sorprendido tanto.
Will se levantó bruscamente y la miró con los puños cerrados y las venas del cuello hinchadas.
– ¡No debería tener que contarte que no hice algo! ¡Deberías saber, por lo que sí que hago, la clase de hombre que soy! Pero te ha bastado oír una palabra del sheriff para creerme culpable, ¿verdad? Lo he visto en tus ojos, así que no lo niegues, Elly.
– No lo haré -susurró, avergonzada, mientras Will empezaba a andar arriba y abajo, frenético, y se pasaba una mano por el pelo rubio.
– ¡Eres mi mujer, por Dios! ¿Sabes lo que sentí cuando me miraste de esa forma, como si fuera un… un asesino?
No lo había visto nunca tan enfadado, ni tan afligido. Se moría de ganas de tocarlo, de reconfortarlo, pero seguía andando arriba y abajo entre las paredes laterales de la celda como un animal encerrado, fuera de su alcance. Rodeó un barrote con la mano.
– Perdóname, Will. Soy humana. Cometo errores como todo el mundo. Pero he venido aquí a reparar mi error y a decirte que siento que se me pasara por la cabeza que podías haberlo hecho, porque no he tardado ni tres minutos en darme cuenta de que no podías haberlo hecho. Tú no. No mi Will.
Will se detuvo de repente y clavó en ella los ojos castaños. Se enfrentó a ella con el pelo alborotado y los puños todavía cerrados mientras combatía las ganas de cruzar la celda para tocarla, para cubrirle la mano con la suya sobre el barrote y obtener de ella el sustento que necesitaba para superar la noche, y el día siguiente, y la lucha que pudiera esperarle.
Pero el dolor que sentía seguía siendo demasiado fuerte.
– Sí, bueno -replicó, con la voz llena de frialdad y de amargura-, pues ha sido tres minutos demasiado tarde, Elly, porque ya no me importa lo que pienses.
Era una mentira que le dolió tanto como a ella. Vio el efecto de sus palabras reflejado en el rostro de Elly y se hizo fuerte para evitar correr hacia ella con una disculpa y tomarle la cara entre las manos, para besarla entre los barrotes que los separaban.
– No lo dices en serio, Will -susurró Elly con labios temblorosos.
– ¿Ah, no? -le replicó, haciendo un esfuerzo para no fijarse en que los ojos verdes de Elly brillaban como la hierba besada por el rocío-. Te dejaré que vayas a casa y te preguntes si lo he dicho o no en serio, lo mismo que yo he estado aquí preguntándome si tu reacción había sido o no en serio.
Se miraron unos segundos interminables, mientras sus corazones latían con fuerza, dolidos, enamorados, temerosos. Entonces, Elly tragó saliva con fuerza, dejó caer la mano que tenía en el barrote y retrocedió.
– Muy bien, Will -dijo, desapasionadamente-. Me iré si es lo que quieres. Pero contéstame antes una pregunta. ¿Quién crees que la mató?
– No lo sé.
Estaba más tieso que un palo. Era demasiado testarudo para dar el paso necesario para terminar con aquel infierno autoimpuesto.
«No te vayas. No hablaba en serio; no sé por qué lo he dicho… Oh, Dios mío, Elly, te amo tanto…»
– Si quieres verme, díselo a Jimmy Ray Hess. Él me avisará.
No se relajó hasta que Elly se hubo ido. Se volvió hacia la pared con lágrimas en los ojos, apoyó los antebrazos y los puños en ella y hundió los nudillos de los pulgares en las cuencas de los ojos.
«Elly, Elly… ¡No me creas! Me importa tanto lo que pienses de mí que prefiero estar muerto a que me veas en este sitio.»
La señorita Beasley había esperado amablemente en el coche. Cuando Elly regresó, se la veía pálida y agitada.
– ¿Qué ocurre, Eleanor?
Elly se quedó mirando inexpresivamente por el parabrisas.
– Me he portado mal con Will -respondió abatida.
– ¿Te has portado mal con él? Pero ¿de qué estás hablando?
– Cuando el sheriff ha venido a casa y ha dicho que Lula Peak estaba muerta. Verá, ha habido un instante en que se me ha pasado por la cabeza que Will podría haberlo hecho. No lo he dicho, pero no ha sido necesario. Me lo ha visto en la cara, y ahora no quiere hablar conmigo -explicó, y apretó los labios para que no le temblara el mentón.
– No quiere hablar contigo, pero…
– Oh, ha gritado un poco, me ha soltado lo mucho que lo he lastimado. Pero se ha quedado en el fondo de la celda y no me ha tomado la mano, ni me ha sonreído ni nada de nada. Dice que ya no le importa lo que yo piense. -Se tapó los ojos con las manos y agachó la cabeza.
La insensibilidad de Will indignó a la señorita Beasley, que puso una mano en el hombro de Elly.
– Escúchame, jovencita. No has hecho nada que ninguna persona normal no hubiera hecho.
– ¡Pero debería haber confiado más en él!
– Bueno, dudaste un momento. Cualquier mujer hubiera reaccionado igual.
– ¡Usted no dudó!
– No digas tonterías, Eleanor. Claro que sí.
La sorpresa hizo que Elly levantara la cabeza. Se secó los ojos con una manga.
– ¿De veras?
– Pues claro que sí -mintió la señorita Beasley-. ¿Quién no lo haría? La mitad del pueblo lo hará. Eso sólo significa que tendremos que esforzarnos más para demostrar que se equivocan.
La lealtad de la señorita Beasley hizo que Elly enderezara la espalda mientras se sorbía la nariz y se secaba bien los ojos.
– Ese condenado marido mío ni siquiera me ha dicho si sospecha de alguien. -Una vez recuperado el control, Elly empezó a razonar-. ¿Quién pudo haberlo hecho, señorita Beasley? Tengo que averiguarlo de algún modo. Es la única forma que conozco de recuperar a Will. ¿Por quién debería empezar?
– ¿Qué me dices de Norris y Nat? Llevan años sentándose en ese banco del parque, viendo a Lula Peak apuntar su corsé hacia cualquier cosa con pantalones que pasara por la calle. Estoy segura de que sabrán hasta los segundos exactos que tardaba en seguir al señor Parker a la biblioteca cada vez que me traía huevos, y también lo que tardaba en volver a salir, escaldada.
– ¿Sí?
– Por supuesto que sí.
Elly asimiló la idea y, acto seguido, tuvo una propia.
– Y ahora se encargan de patrullar por el pueblo, ¿verdad?
– Se pasean por el pueblo de noche -dijo la señorita Beasley con la cara iluminada de entusiasmo-, aguzan el oído por si se oye el motor de algún avión, miran con prismáticos y comprueban que las cortinas estén corridas para tapar la luz de las casas.
Elly le dirigió una mirada esperanzada, plena de expectativas.
– ¿Y echan de la calle a los que violan el toque de queda?
– ¡Exacto!
– Vamos -dijo, y puso el coche en marcha.
Encontraron a Norris y a Nat MacReady tomando el sol de última hora de la tarde en su habitual banco de la plaza. Los dos recibieron sendos tarros de una excelente miel de Georgia a cambio de la cual revelaron encantados los detalles sorprendentes de una conversación que habían oído detrás de la biblioteca una noche del mes de agosto anterior. Habían estado juntos tanto tiempo que hubieran podido compartir un solo cerebro, porque lo que uno empezaba el otro lo terminaba.
– Norris y yo recorríamos la calle Comfort y llegamos al callejón de la parte posterior de la biblioteca, donde crecen los arbustos, junto a la incineradora… -explicó Nat.
– … y entonces un zapato de tacón alto salió volando y me dio en el hombro. Nat puede corroborarlo…
– Porque le salió un cardenal que le duró más de cuatro semanas.
– Venga, Nat -lo reprendió Norris-, me parece que exageras un poco. Diría que no fueron más de tres.
– ¡Tres! -se enfureció Nat-. Empieza a fallarte la memoria, chico. Lo tuviste cuatro semanas enteras porque, si lo recuerdas, te hice un comentario sobre él el día que…
– ¡Señores, señores! -los interrumpió la señorita Beasley-. La conversación que oyeron.
– Oh, eso. Bueno, primero salió volando el zapato…
– Luego, oímos al joven Parker gritar lo bastante alto como para despertar a todo el pueblo…
– «¡Si estás caliente, ve a buscarte a otro, Lula!», eso es exactamente lo que dijo, ¿verdad, Nat?
– Ya lo creo. Entonces, la puerta se cerró de golpe y la señorita Lula…
– … fuera de sí, la golpeó y, enojadísima con Parker, le soltó unos improperios que, si quieren, pueden leer en nuestro diario pero que…
– ¿Diario?
– Sí. Pero ni a Norris ni a mí nos gustaría repetirlo, ¿verdad, Norris?
– Desde luego que no, no delante de un par de señoras. Diles qué pasó después, Nat.
– Bueno, entonces la señorita Lula gritó que Will tenía una…ejem… -Nat carraspeó mientras buscaba un eufemismo elegante. Pero fue a Norris a quien se le ocurrió.
– … una… esto… virilidad -susurró la palabra-, que seguramente no llenaría la oreja de Lula.
– ¿Le contaron esto al sheriff? -preguntaron casi a la vez la señorita Beasley y Elly.
– El sheriff no lo preguntó. ¿Verdad, Norris?
– No.
Lo que dio a Elly la idea de publicar un anuncio en el periódico. Al fin y al cabo, publicar un anuncio le había dado resultado antes. ¿Por qué no iba a hacerlo de nuevo? Pero la señorita Beasley tenía los tobillos hinchados, así que Elly la llevó a casa antes de regresar a las oficinas del Whitney Register. Entregó otro litro de miel como pago del anuncio, que afirmaba simplemente que E. Parker, del camino de Rock Creek, pagaría una recompensa por cualquier información que condujera a retirar los cargos contra su marido, William L. Parker, en el caso del asesinato de Lula Peak. Para su asombro, el director, Michael Hanley, ni pestañeó, sino que le dio las gracias por la miel y le deseó suerte antes de terminar diciéndole: «Se casó con un hombre excelente, señora Parker. Se fue a luchar como un hombre en lugar de pasar el dedo bajo una sierra como cierta persona de este pueblo.»
Lo que hizo recordar a Elly la vieja hostilidad de Harley Overmire hacia Will y le llevó a preguntarse un momento si tendría que mencionárselo a Reece Goodloe o a Robert Collins. Pero no tuvo tiempo de pensar demasiado en ello, porque desde las oficinas del periódico se dirigió directamente a la inmobiliaria, donde dejó sin cortesías una pesada llave maestra de níquel sobre el mostrador, seguida de otro tarro más de miel.
– Quiero poner a la venta un inmueble -anunció a Hazel Pride.
El marido de Hazel Pride estaba combatiendo en el sur de Francia y la había dejado a cargo del negocio mientras estuviera fuera. Como había leído hasta la última palabra sobre el heroísmo de Will Parker y su Corazón Púrpura, saludó afablemente a Elly y, tras comentarle que era una vergüenza lo que le había pasado al señor Parker, le dijo que si había algo que ella pudiera hacer, se lo hiciera saber. Al fin y al cabo, Will Parker era un veterano con un Corazón Púrpura, y ningún veterano que había pasado por tanto debería ser tratado como lo había sido él. Después, le preguntó si querría que la llevara hasta la casa en su coche.
Elly declinó la oferta y siguió a Hazel en su propio coche. Era una tarde fría de finales de invierno. Las matas de maravillas, que estaban secas y sin hojas alrededor de la puerta principal, formaban un entramado descuidado. El césped tenía el color del cáñamo. Los dos coches lo aplastaron cuando pararon junto a la puerta trasera.
De todas las cosas que Elly había hecho ese día, ninguna le resultaba tan difícil como entrar en aquella casa sombría con Hazel Pride y avanzar hacia las sombras opacas que se ocultaban tras los detestados estores verdes, más allá del lugar del salón donde había rezado, más allá del rincón donde había muerto su abuela sentada en una silla de la cocina y más allá del dormitorio donde su madre se había ido volviendo loca poco a poco, oliendo los excrementos secos de murciélago del desván mezclados con polvo, moho y malos recuerdos. Le costó, pero lo hizo. No sólo porque necesitaba el dinero para pagar a Robert Collins, sino porque había llegado tan lejos en un día que imaginaba que podía llegar hasta el final. Además, sabía que complacería a Will.
En el salón, subió todos los estores, uno tras otro, dejando que se enrollaran de golpe. La luz del sol se coló en el interior para mostrar motas de polvo que flotaban en el aire viciado de una casa abandonada con excrementos de ratón en el suelo de linóleo.
– Dos mil trescientos -anunció Hazel Pride a la vez que daba unos golpecitos en su bloc-. Como máximo, teniendo en cuenta el trabajo que hará falta para que vuelva a ser habitable.
Imaginó que dos mil trescientos dólares pagarían con creces los honorarios de Collins y aún le quedaría dinero de sobra para las recompensas que esperaba pagar. Insistió en firmar los documentos allí mismo, dentro de la casa. De ese modo, una vez saliera de la casa, se habría librado de ella para siempre.
Y lo hizo. Cuando subió de nuevo al coche de Will y recorrió el césped del jardín hacia la calle, se sentía aliviada, absuelta.
Pensó en ese día, en los miedos que había superado simplemente atacándolos de frente. Había conducido hasta Calhoun por primera vez, se había enfrentado con un pueblo que ya no parecía intimidarla sino ayudarla, había puesto en marcha la maquinaria de la justicia y se había deshecho de los fantasmas de su pasado.
Estaba cansada. Tanto que quería meter el coche en el siguiente camino agrícola y dormir hasta la mañana.
Pero Will seguía en la cárcel, y allí metido, cada minuto debía de parecerle un año. Así que volvió a Calhoun para ver al sheriff Goodloe, cantarle las cuarenta por sus métodos descuidados de investigación y ponerlo sobre la pista del diario de Norris y Nat MacReady. Se olvidó, sin embargo, de mencionar a Harley Overmire.