Prólogo

1917


El tren entró en la estación de Whitney, Georgia, una triste tarde de noviembre. Las nubes descargaron, y las primeras gotas de lluvia bombardearon la capota negra de un carruaje que esperaba con las cortinas negras de las ventanillas corridas. Cuando el tren se detenía, alguien levantó un poco una de las cortinillas y asomó un ojo por la rendija.

– Ya ha llegado -susurró una voz de mujer-. ¡Ve!

La portezuela se abrió y salió un hombre; como el carruaje, iba de negro: negros eran el traje, los zapatos y el sombrero de ala plana, que llevaba completamente recto. Sin mirar previamente a ambos lados, avanzó con decisión hacia el estribo del vagón, donde apareció una joven con un bebé en brazos.

– Hola, papá -dijo la muchacha con una sonrisa tímida.

– Ven conmigo y trae a tu bastardo. -La sujetó con brusquedad por un codo y la condujo hacia el carruaje sin mirarlos a ella ni al bebé.

La portezuela se abrió de golpe en cuanto llegaron junto a ella. La joven se echó hacia atrás y atrajo al bebé hacia su hombro para protegerlo. Sus ojos color avellana se encontraron con los verdes que la miraban con dureza, enmarcados por un sombrero negro y un vestido de luto.

– Mamá…

– ¡Sube!

– Mamá, yo…

– ¡Sube antes de que todo el pueblo vea nuestra vergüenza!

El hombre dio un empujoncito a su hija, que entró tropezando en el carruaje, sin apenas ver nada entre las lágrimas. Luego, la siguió rápidamente y empuñó las riendas, que llegaban al interior del vehículo por una abertura que sólo dejaba pasar un rayo de luz velada.

– Date prisa, Albert -ordenó la mujer, rígida como una lápida, con la vista fija frente a sí.

El hombre puso los caballos al trote.

– Es una niña, mamá. ¿No quieres verla?

– ¿Verla? -La mujer frunció la boca sin dejar de mirar hacia delante-. Tendré que hacerlo el resto de mi vida mientras el fruto de tu pecado es el centro de todas las habladurías, ¿no?

La joven estrechó a la niña con más fuerza entre sus brazos. La pequeña gimoteó y se echó definitivamente a llorar a todo pulmón cuando se oyó un trueno enorme.

– ¡Haz que se calle!

– Se llama Eleanor, mamá, y…

– ¡Haz que se calle antes de que la oiga todo el mundo!

Pero la niña berreó desde que salieron de la estación, y siguió haciéndolo mientras recorrían la plaza y la calle principal que conducía hacia el extremo sur del pueblo, y también mientras pasaban ante una hilera de casas y llegaban a una rodeada por una valla de madera, hasta cuya entrada crecían las maravillas. El carruaje entró, cruzó el gran jardín delantero y se detuvo cerca de la puerta trasera. La mujer vestida de negro llevó dentro a la madre y a la hija, e inmediatamente bajó el estor verde oscuro de una ventana, y luego otro y otro más, hasta que todas las ventanas de la casa estuvieron tapadas.

La joven madre nunca volvió a salir de la casa, ni nadie volvió a subir jamás los estores.

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