Capítulo 9

El día de su boda, Will se despertó nervioso. Tenía un secreto. Algo en lo que había estado trabajando dos semanas y que había terminado la noche anterior a la luz de una linterna a las dos de la madrugada. Salió del establo y observó el cielo; apagado como la plata deslustrada, presagiaba un día húmedo y sombrío. Suponía que a las mujeres les gustaba que luciera el sol el día de su boda, pero su sorpresa la animaría. Sabía exactamente cuándo y cómo dársela. No lo haría hasta que llegara la hora de irse.

Se encontraron en la cocina, ambos incómodos e inquietos en presencia del otro. Un comienzo extraño para el día de su boda, con la novia vestida con una bata de felpa azul y el novio con el pantalón con peto del día anterior. Sus primeras miradas fueron rápidas y cautelosas.

– Buenos días.

– Buenos días.

Entró los dos cubos de agua que llevaba para bañarse, los dejó en los fogones y empezó a preparar el fuego.

– Supongo que esperabas que hiciera sol -comentó de espaldas a Eleanor-. Hubiera sido bonito. -Sonrió para sus adentros al pensar de nuevo en su secreto y añadió-: Quizá se haya despejado cuando nos vayamos.

– No da la impresión de que vaya a hacerlo, y no sé qué haré con los niños si llueve. ¿Deberíamos esperar a mañana si lo hace?

– ¿Quieres esperar? -preguntó con la cabeza vuelta para mirarla, y sus ojos se encontraron un instante.

– No.

Su respuesta le hizo sonreír para sus adentros mientras iba a encargarse de sus tareas. Pero la tensión aumentó durante el desayuno. Después de todo, era el día de su boda, y cuando terminara, compartirían una cama. Pero había algo más que preocupaba a Will. Pospuso abordar el tema hasta que terminaron de desayunar, y empezó cuando Elly ya corría la silla para empezar a retirar la mesa.

– Elly… Yo… -tartamudeó, pero no pudo seguir y se secó las manos en los muslos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Elly con un plato en cada mano.

No era un hombre codicioso, pero de repente supo con una claridad pasmosa lo que era la avaricia. Se presionó los muslos con las manos y soltó:

– No sé si tengo el dinero suficiente para comprar una licencia matrimonial.

– Está el dinero de los huevos y el que ganaste vendiendo la chatarra.

– Ése es tuyo.

– No digas tonterías. ¿Qué importará eso a partir de hoy?

– La licencia debería comprarla el hombre -insistió Will-. Y una alianza.

– Oh… Una alianza.

Elly tenía las manos a la vista porque seguía de pie junto a la mesa, sujetando los platos sucios. Vio entonces cómo Will le dirigía la mirada a la mano izquierda y se sintió idiota por no haber pensado en quitarse el anillo de boda para dejarlo en un cajón de la cómoda.

– Bueno… -empezó a decir, pero guardó silencio mientras reflexionaba y se le ocurría una posible solución-. Podría usar la misma.

Will se levantó con una expresión de terquedad en la cara, se caló el sombrero y cruzó la cocina con rapidez hacia el fregadero.

– Eso no estaría bien -sentenció.

Elly observó cómo recogía el jabón, unos paños para lavarse y el agua caliente, y se dirigía a la puerta con los hombros erguidos y el paso firme, lleno de orgullo.

– ¿Qué más da, Will?

– No estaría bien -repitió mientras abría la puerta trasera. A medio cruzarla, se volvió-. ¿A qué hora quieres salir?

– Tengo que arreglarme yo y arreglar a los niños, y tengo que lavar los platos. Y supongo que debería preparar unos cuantos bocadillos.

– ¿En una hora?

– Bueno…

– ¿Hora y media?

– Sí, con eso bastará.

– Vendré a recogerte. Espérame aquí.

Se sentía como un imbécil. Menudo noviazgo. Menuda mañana de la boda. Pero tenía exactamente ocho dólares y sesenta y un centavos a su nombre, y los anillos de oro costaban muchísimo más que eso. No era sólo la alianza. Era todo lo que le faltaba a la mañana. Caricias, sonrisas, ansias.

Besos. ¿No deberían unos novios tener problemas para controlarse en un momento así? Así era como se lo había imaginado siempre. Pero ellos apenas se habían mirado, y habían comentado el día que hacía y la embarazosa situación financiera de Will Parker.

En el establo, se frotó la piel con ganas, se peinó y se puso ropa limpia: unos vaqueros, una camisa blanca, una chaqueta tejana, unas botas recién engrasadas y su sombrero de vaquero deformado, cepillado para la ocasión. Una vestimenta poco apropiada para una boda, pero no tenía nada mejor que ponerse. Se oyó un trueno a lo lejos. Bueno, por lo menos, Elly no tendría que preocuparse por la lluvia. Tenía eso que ofrecerle a su novia esa mañana, aunque gran parte del júbilo que sentía antes por darle esa sorpresa se había desvanecido.


En el interior de la casa, Eleanor estaba arrodillada buscando un zapato de Donald Wade bajo la cama mientras él y Thomas imitaban a Madam, dando patadas y rebuznando.

– Estaos quietos, niños. No querréis que hagamos esperar a Will.

– ¿Vamos a ir de verdad de paseo en el carro grande?

– Es lo que he dicho, ¿no? -Le sujetó un pie y empezó a ponerle el zapato marrón-. Hasta Calhoun. Pero cuando lleguemos al juzgado, tendréis que portaros bien. Durante las bodas, a los niños pequeños hay que verlos pero no oírlos, ¿comprendéis?

– Pero ¿qué son las bodas, mamá?

– Pero si ya te lo he dicho, cielo; Will y yo vamos a casarnos.

– ¿Pero qué es eso?

– Pues es… -Se detuvo, pensativa, sin saber muy bien qué sería exactamente ese matrimonio-. Casarse es cuando dos personas dicen que quieren vivir juntas todo lo que les quede de vida. Eso es lo que Will y yo vamos a hacer.

– Oh.

– Te parece bien, ¿verdad?

Donald Wade esbozó una sonrisa y asintió vigorosamente con la cabeza.

– Me gusta Will -aseguró.

– Y a Will también le gustas tú. Y tú también, cariño -dijo a la vez que le tocaba a Thomas la puntita de la nariz-. Después de que nos casemos, nada va a cambiar, salvo que… -Los niños esperaban mirando a su madre-. Salvo que, bueno, ya sabéis que a veces os dejo dormir conmigo por la noche. Pues, a partir de ahora, no habrá sitio porque Will dormirá conmigo.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

– ¿No podremos venir ni siquiera cuando haya truenos y relámpagos?

Se imaginó a los cuatro bajo las sábanas y se preguntó cómo se adaptaría Will a las exigencias de la paternidad.

– Bueno, puede que entonces sí. -En ese momento se oyó un trueno, y Eleanor frunció el ceño al echar un vistazo por la ventana-. Venga, vamos. Will estará aquí en cualquier momento -comentó, y distraídamente, añadió-: Dios mío, me da la impresión de que vamos a llegar empapados al juzgado.

Ayudó a los niños a ponerse la chaqueta, se puso el chaquetón y, cuando acababa de recoger la fiambrera roja con los bocadillos del armario de la cocina, se oyó otro trueno, largo y contundente. Se volvió, miró hacia la puerta y ladeó la cabeza. ¿O no era ningún trueno? Era demasiado seguido, demasiado agudo y se acercaba. Se dirigió a la puerta trasera justo cuando Donald Wade la estaba abriendo y un Ford modelo A oxidado avanzaba por el claro con Will al volante.

– ¡No me lo puedo creer! -exclamó Eleanor.

– ¡Es Will! ¡Tiene un coche! -gritó Donald Wade, que salió disparado tras soltar la puerta-. ¿De dónde lo has sacado, Will? ¿Vamos a ir en él?

Will detuvo el automóvil al principio del camino y salió con su burdo traje de novio. Una vez fuera, esperó con una mano sobre la parte superior de la puerta del coche sin prestar atención a Donald Wade, pendiente sólo de Eleanor, que salió al porche con el vestido amarillo, el que más le gustaba a él, y con un chaquetón marrón que no podía abrocharse a la altura de la barriga. Llevaba el pelo recogido en una coleta, y se la veía encantada con la sorpresa.

– Bueno, no tienes un anillo, pero sí un coche para llevarte a tu boda -soltó Will-. Vamos.

Elly bajó del porche con la fiambrera en una mano y el pequeño Thomas en el brazo libre.

– ¿Dónde lo has conseguido? -preguntó, avanzando hacia Will como una sonámbula, cada vez más deprisa.

– Del campo -respondió Will con una sonrisa-. He trabajado en él siempre que podía escabullirme un rato.

– ¿Quieres decir que es uno de los que estaban ahí tirados?

– Bueno…, no exactamente uno -aclaró. Se tocó la parte posterior del ala del sombrero para inclinarlo hacia delante y siguió a Elly con los ojos cuando ésta llegó al Ford y lo rodeó con una expresión de admiración en la cara-. Más bien ocho o diez de los que estaban ahí tirados: un poquito de este de aquí y un poquito de ese de allá, unidos con lo que he podido encontrar, pero creo que nos llevará de ida y vuelta sin problemas.

Tras dar una vuelta entera alrededor del coche, Elly le dirigió una sonrisa espléndida.

– ¿Hay algo que no puedas hacer, Will Parker?

Él le tomó la fiambrera roja de la mano y se la entregó a Donald Wade antes de quitarle a Thomas de los brazos.

– Sé algo de motores -explicó con modestia, aunque, por dentro, estaba feliz: le había devuelto la alegría con esas pocas palabras-. Vamos, sube.

– ¡Pero si está en marcha! -rio Elly, y pasó del asiento del piloto al contiguo mientras el motor al ralentí lo hacía vibrar todo.

– Claro que está en marcha. Y no tendremos que preocuparnos por la lluvia. Ten, toma al pequeñín.

Le pasó a Thomas. Luego, dejó a Donald Wade en el asiento trasero y se subió al coche para situarse al volante. Donald Wade estaba de pie en el asiento, lo más apretujado que podía a Will. Le puso una mano posesiva en el hombro.

– ¿Vamos a ir al pueblo en esto?

– Sí, kemo sabe -contestó Will a la vez que ponía la primera-. Sujetaos.

Cuando empezaron a circular, los niños rieron encantados y Eleanor se aferró al asiento.

Will observaba satisfecho sus expresiones con el rabillo del ojo.

– ¿Pero de dónde has sacado la gasolina?

– Sólo hay bastante para llegar al pueblo. La encontré en los depósitos de los coches y le quité el óxido con un trapo.

– ¿Y has hecho todo esto tú solo?

– Había muchos coches de los que sacar piezas.

– Pero ¿dónde aprendiste a hacerlo?

– Una vez trabajé en una gasolinera de El Paso. Un tipo me enseñó algo de mecánica.

Dieron una vuelta por un patio que estaba mucho más arreglado que dos meses antes. Bajaron por un camino que estaba intransitable dos meses antes. Viajaban en un coche que, dos semanas antes, formaba parte de una colección de chatarra. Will no podía evitar sentirse orgulloso. Los niños estaban embelesados. La sonrisa de Elly, que sujetaba a Thomas en su regazo, era tan ancha como una tajada de melón.

– ¿Te gusta?

Volvió unos ojos brillantes a Will.

– Oh, es una sorpresa espléndida. Y mi primera vez, también.

– ¿No habías ido nunca en coche? -preguntó Will, incrédulo.

– Nunca. Glendon no llegó a arreglar nunca ninguno. Pero una vez fui en el tractor hasta el huerto y de vuelta a la casa. -Le dirigió una sonrisa juguetona-. ¡Y no veas qué triquitraque!

Rieron, y el día dejó de ser sombrío. Sus carcajadas le confirieron una alegría que, hasta ese momento, no tenía. Mientras se miraban más rato del previsto, fueron conscientes de lo que estaban haciendo: iban al juzgado a casarse. Casarse. Serían marido y mujer para siempre. Si hubieran estado solos, Will hubiese podido decir algo adecuado para la ocasión, pero Donald Wade se movió y le tapó a Eleanor.

– Hicimos un buen trabajo en el camino, ¿verdad, Will? -El niño había tomado la mandíbula de Will con la mano para obligarlo a mirarlo.

– Verdad, renacuajo -contestó Will alborotándole el pelo-. Pero tengo que mirar por dónde vamos.

Sí, habían hecho un buen trabajo. Mientras conducía, Will se sentía igual que el día que había comprado las barritas de chocolate y el ruiseñor azul: acalorado y bien por dentro, optimista. En unas horas, serían su «familia». Alegrarles la cara alegraba la suya. Y, de repente, ya no le importó tanto no tener ningún anillo de oro que ofrecerle a Eleanor.

El júbilo de Eleanor disminuyó, no obstante, cuando se aproximaban a Whitney. Pasaron por delante de la casa con los estores bajados y miró hacia delante, negándose a dirigir la vista hacia ella. Había apretado los labios y sujetado las caderas de Thomas con más fuerza.

Will quiso decirle que sabía lo de esa casa. Que a él no le importaba. Pero al ver lo rígida que estaba, se mordió la lengua.

– Tengo que parar en la gasolinera -comentó para distraerla-. Sólo será un minuto.

El encargado miraba especulativamente a Eleanor sin disimulo, pero ella continuó con la vista al frente, como si estuviera recorriendo un cementerio en plena noche.

– Parece que va a hacer mal tiempo -comentó el hombre, que también había echado un par de ojeadas a Will.

Will se limitó a echar una ojeada al cielo.

– Se agradece tener coche en un día así -intentó de nuevo el encargado a la vez que dirigía los ojos rápidamente a Eleanor.

– Sí -contestó Will.

– ¿Van lejos? -quiso saber el hombre, que, evidentemente, estaba menos interesado en llenar el depósito que en contemplar boquiabierto a Eleanor e intentar descifrar quién sería Will y por qué estaban juntos.

– No -respondió Will.

– ¿Van en dirección a Calhoun?

Will dirigió una larga mirada al hombre y, después, desvió los ojos hacia el surtidor.

– Veinte litros -anunció.

– ¡Oh! -El surtidor emitió su chasquido de aviso, Will pagó ochenta y tres centavos y volvió a subirse al coche sin aclarar nada al encargado.

Cuando estuvieron de nuevo en la carretera, una vez hubieron salido ya de Whitney, Eleanor se relajó.

– ¿Lo conoces? -preguntó Will.

– Los conozco a todos, y todos me conocen a mí. He visto cómo me miraba boquiabierto.

– Es probable que fuera porque esta mañana estás preciosa.

Sus palabras cumplieron su función. Se volvió a mirarlo con los ojos como platos y las orejas coloradas, y también las mejillas, antes de concentrarse de nuevo en lo que tenían delante.

– No hace falta que te inventes piropos sólo porque sea el día de mi boda.

– No me invento nada.

Y, sin saber por qué, haber dicho lo que pensaba y haberle ofrecido un poco de lo que una novia merecía tener el día de su boda le hizo sentirse mejor. Y, lo más importante, había logrado que olvidara la casa con la valla y al encargado de la gasolinera que la miraba boquiabierto.

El viaje los condujo por algunos de los paisajes más bonitos que Will había visto nunca: colinas ondulantes y arroyos borboteantes, pinares y robledos que empezaban a adquirir un tono amarillo pálido. Las hojas y las piedras brillaban bajo la neblina, que también teñía de un naranja reluciente la carretera. Los troncos húmedos de los árboles eran negros como el carbón contra el cielo gris perla. La carretera serpenteaba y descendía sin cesar hasta que doblaron una curva y vieron Calhoun al fondo.

Situada en un valle largo y estrecho, la ciudad, que era el punto más bajo entre Chattanooga y Atlanta, se extendía a lo largo de las vías del ferrocarril que habían fomentado su crecimiento. La carretera US 41 había pasado a ser Wall Street, la calle principal de la ciudad. Circulaba en paralelo a las vías y transportaba a los viajeros hacia una zona comercial que había adoptado la misma forma alargada que el propio trazado férreo. Las calles eran viejas y anchas, construidas en los días en que la mula y el carro eran el principal medio de transporte. Ahora había más Chevrolet que mulas, más Ford que carros, y, como en Whitney, las herrerías eran también gasolineras.

– ¿Conoces Calhoun? -preguntó Will cuando pasaron ante una hilera de bonitas casas de ladrillo en las afueras de la ciudad.

– Sé dónde está el juzgado. Hay que seguir recto por Wall Street.

– ¿Hay algún baratillo cerca?

– ¿Baratillo? -Eleanor lo miró desconcertada, pero él tenía los ojos puestos en la calzada-. ¿Para qué quieres un baratillo?

– Voy a comprarte un anillo -dijo. Lo había decidido en algún momento entre el cumplido y Calhoun.

– ¿Qué es un baratillo, mamá? -interrumpió Donald Wade.

Eleanor no le prestó atención.

– Oh, Will, no tienes que…

– He dicho que voy a comprarte un anillo. Así podrás quitarte el suyo.

Ruborizada por su insistencia, observó el gesto terco de Will hasta que la sensación de calor de las mejillas se le extendió por todo el cuerpo.

– Ya lo he hecho -aseguró tras volverse, discretamente, hacia el otro lado.

Will dirigió la vista a la mano izquierda de Elly, que seguía apoyada en la cadera del bebé. Era cierto; el anillo ya no estaba ahí. Sujetó el volante con menos fuerza.

Donald Wade dio unas palmaditas en el brazo de su madre.

– ¿Qué es un baratillo, mamá? -quiso saber.

– Es una tienda donde se venden baratijas y cosas así.

– ¿Baratijas? ¿Podemos ir a una?

– Creo que Will va a llevarnos a una -explicó Elly, que lo miró y se encontró con que él la estaba observando. Sus miradas se encontraron, fascinadas.

– ¡Vaya! -Donald Wade se apoyó en el salpicadero para contemplar la ciudad con fascinación-. ¿Qué es eso, mamá? -preguntó, y señaló lo que quería identificar. Como su madre no lo oyó, le golpeó cuatro veces el brazo-. Mamá. ¿Qué es eso?

– Será mejor que contestes al chico -le advirtió Will en voz baja a Elly, y volvió a concentrarse en la calle, de modo que ella pudo hacer lo mismo.

– Un depósito de agua.

– Potito tagua -repitió el pequeño Thomas.

– ¿Y eso?

– Un puesto de palomitas de maíz.

– Pueto tamomitas miz -se hizo eco el pequeño.

– ¿Las venden?

– Sí, hijo.

– ¡Qué bien! ¿Podemos comprar unas cuantas?

– Hoy no, cielo. Tenemos prisa.

No dejó de mirar el tenderete hasta que desapareció de su vista, y Will calculó mentalmente cuánto dinero le quedaba. Sólo tenía seis dólares con setenta y ocho centavos, y todavía tenía que comprar el anillo y la licencia.

– ¿Qué es eso?

– Un cine.

– ¿Qué es un cine?

– Un sitio donde ponen películas.

– ¿Qué es una película?

– Bueno, es una especie de historia con fotos que se mueven en una gran pantalla.

– ¿Podemos verlo?

– No, cielo. Cuesta dinero.

En la marquesina ponía Vigilantes de la frontera, y Will se fijó en cómo los ojos de Donald Wade y de Eleanor se posaban en ella con interés al pasar. Seis míseros dólares y setenta y ocho míseros centavos. Lo que hubiese dado por tener los bolsillos llenos en ese momento.

Entonces vio lo que estaba buscando: un edificio de ladrillo con un letrero que anunciaba: artículos de uso doméstico y juguetes.

Estacionó el coche y le tendió la mano a Donald Wade.

– Vamos, kemo sabe, te enseñaré lo que es un baratillo.

Una vez dentro, recorrieron los pasillos, cuyo suelo de madera crujía bajo sus pies, entre seis hileras de estantes llenos de maravillas. Donald Wade y Thomas lo señalaban todo y se retorcían para agacharse y tocarlo: coches, camiones y tractores de juguete hechos de metal pintado de colores vivos; pelotas de plástico rojas y amarillas; canicas en bolsitas de malla; chicles y caramelos; revólveres, fundas de pistola y sombreros de vaquero como el de Will.

– ¡Quiero uno! -exigió Donald Wade-. ¡Quiero un sombrero como el de Will!

– Sombedo -repitió Thomas como un lorito.

– La próxima vez, quizá -respondió Will con el corazón roto. En ese momento, lo único que deseaba más que un anillo para Eleanor era dinero suficiente para comprar dos sombreros de vaquero de cartón negro.

Cuando llegaron a la bisutería, se detuvieron. Las alhajas, llenas de polvo, estaban expuestas sobre tafetán rosa entre separadores de cristal. Había nomeolvides, crucifijos pequeñitos para bebés, juegos de cumpleaños formados por anillo, pulsera y collar dorados y con gemas de imitación de colores brillantes engastadas para niñas, pendientes de mujer de formas y colores diversos y, junto a todo ello, en una plaquita de terciopelo azul, un letrero que rezaba: «Anillos de la amistad – 19 centavos.»

Will los observó, disgustado por tener que regalar a su futura esposa una alianza que le dejaría el dedo verde antes de una semana. Pero no podía hacer otra cosa. Dejó a Donald Wade en el suelo.

– Toma la mano de Thomas y no le dejes tocar nada, ¿entendido?

Los niños regresaron hacia los juguetes, de modo que Will y Eleanor se quedaron tímidamente uno al lado del otro. Will se metió las manos en los bolsillos traseros y observó los anillos de plata de imitación con unas rosas rudimentarias estampadas a máquina. Sacó uno del expositor y lo examinó con tristeza.

– Nunca me había importado demasiado si tenía dinero o no, pero hoy desearía llamarme Rockefeller.

– Me alegro de que no sea así, porque entonces no estaría a punto de casarme contigo.

Will bajó la vista hacia sus ojos, verdes como los peridotos de imitación de los anillos de cumpleaños del mes de agosto, y pensó que Elly era una de las personas más amables que había conocido. Qué propio de ella era intentar hacerlo sentirse bien en un momento así.

– Lo más probable es que te deje el dedo verde.

– Da igual, Will -le aseguró en voz baja-. No debería haber sugerido usar otra vez el viejo. He sido muy desconsiderada.

– Te compraría uno de oro si pudiera, Eleanor. Quiero que lo sepas.

– Oh, Will… -Puso su mano sobre la de él para consolarlo.

– Y llevaría a los niños al cine -prosiguió Will-, y después, les compraría un cucurucho en una heladería o palomitas de maíz en ese tenderete, como nos pidieron.

– He traído el dinero de los huevos y la nata, Will. Podríamos hacer todo eso si quieres.

– Debería pagarlo yo, ¿no lo comprendes? -comentó tras alzar la vista del anillo.

Eleanor le soltó la mano y tomó el anillo para probárselo.

– Tienes que aprender a no ser tan orgulloso, Will. Veamos cómo me va. -El anillo era demasiado grande, así que eligió otro. El segundo le quedaba bien y extendió los dedos en el aire delante de ambos, tan orgullosa como si luciera un diamante centelleante-. Queda bonito, ¿no? -dijo mientras agitaba el dedo con el anillo-. Y me gustan las rosas.

– Se ve barato.

– No te atrevas a decir eso de mi anillo de boda, Will Parker -lo reprendió con una altivez fingida. Se quitó la alianza y se la dejó en la palma de la mano-. Cuanto antes lo pagues, antes podremos ir al juzgado para celebrar la ceremonia.

Se dio la vuelta alegremente para irse, pero él le sujetó el brazo para que lo mirara.

– Eleanor, yo… -empezó a decir, pero la miró a los ojos y no supo cómo terminar. Le estaba tan agradecido que se le había hecho un nudo en la garganta. Era realmente cierto que el valor del anillo no significaba nada para ella.

– ¿Qué? -preguntó Elly con la cabeza ladeada.

– No te quejas nunca de nada, ¿verdad?

Era un halago sutil, pero ningún poema hubiese gustado más a Eleanor.

– Tenemos mucho por lo que estar agradecidos, Will Parker. Ven -indicó con una sonrisa, y tras tomarle la mano, añadió-: Vamos a casarnos.

Encontraron sin problemas el juzgado del condado de Gordon, un edificio Victoriano de ladrillo rojo en un solar elevado y rodeado de pavimento, césped y azaleas. Will llevaba a Donald Wade y, Eleanor a Thomas. Subieron así un tramo de peldaños y cruzaron el césped con los ojos puestos en el torreón de la derecha antes de dirigirlos a la izquierda, donde había un cenotafio del general Charles Haney Nelson sobre unos gruesos arcos de ladrillo que culminaban en una torre de reloj puntiaguda que daba al tejado lleno de chimeneas. Notaron la neblina fría en la cara al mirar hacia arriba, pero tras subir el segundo tramo de peldaños bajo los arcos, entraron en un vestíbulo con el suelo de mármol que olía a humo de puro.

– Por aquí.

La voz de Eleanor resonó en el vestíbulo vacío, aunque había hablado en voz baja. Se volvió hacia la derecha y condujo a Will hacia las oficinas del juzgado.

Dentro, en una mesa de roble situada detrás de una barandilla de madera, una mujer delgada de mediana edad, cuya placa indicaba que se llamaba Reatha Stickner, dejó de teclear y bajó la cabeza para mirarlos por encima de unas gafas octagonales sin montura.

– ¿En qué puedo servirles? -Tenía una voz triste, autoritaria, que resonó en la sala austera y sin cortinas.

– Verá, señora -respondió Will, desde la puerta-, nos gustaría adquirir una licencia matrimonial.

La mirada penetrante de la mujer pasó de Donald Wade al pequeño Thomas, para posarse después en la panza de Eleanor y regresar de nuevo a Will. Este sujetó con firmeza el codo de Eleanor y la hizo avanzar hacia el elevado mostrador. La mujer se levantó de la mesa y se acercó a ellos con una cojera extrema que le inclinaba un hombro y le hacía arrastrar un pie. Se encontraron en los lados opuestos de la barrera, y Reatha Stickner se metió una mano por el cuello del vestido para subirse el tirante del sujetador que se le había resbalado al andar.

– ¿Residen en Georgia? -preguntó mientras sacaba un libro encuadernado en negro del tamaño de una bandeja de té de debajo del mostrador y lo depositaba de golpe entre ellos sin volver a alzar la vista.

– Yo sí -contestó Eleanor-. Vivo en Whitney.

– Whitney. ¿Y cuánto tiempo hace que vive ahí? -Abrió el libro de golpe y dejó al descubierto formularios separados por papel de calco.

– Toda mi vida.

– Necesitaré una prueba de la residencia.

«Oh, no. Otra vez, no», pensó Will. Pero Eleanor lo sorprendió al dejar a Thomas sentado en el mostrador y sacarse un papel doblado del bolsillo del chaquetón.

– Obtuve aquí la licencia de mi primer matrimonio -comentó-. Usted me la dio, así que no debería haber ningún problema.

La mujer observó minuciosamente a Eleanor, sin ningún cambio de expresión (boca fruncida, cejas arqueadas), y se concentró en la licencia mientras Thomas acercaba la mano al tampón para los sellos. Eleanor le sujetó la mano y lo contuvo; el niño se quejaba en voz alta y trataba de soltarse.

– No toques nada -le susurró su madre; pero, por supuesto, se puso terco e insistió más enérgicamente que antes.

Will dejó a Donald Wade en el suelo y levantó al pequeño del mostrador para tenerlo en brazos. Inmediatamente, Donald Wade intentó encaramarse a la pierna de Will.

– No veo. Levántame -se quejó, y sujetó el mostrador con los deditos para tratar de subirse a él.

– Pórtate bien -le pidió Will a Donald Wade, tirando de él para que lo obedeciera. El niño, desanimado, se apoyó en el mostrador haciendo pucheros.

Reatha Stickner lanzó una mirada de desaprobación a los rostros visibles por encima del mostrador y se alejó de él un momento para ir a buscar una pluma y un tintero. Antes de empezar a escribir en el libro, tuvo que volver a ajustarse el tirante.

– Eleanor Dinsmore. ¿Segundo nombre?

– No tengo.

Aunque la funcionaría se negó a alzar los ojos, movió la pluma entre los dedos.

– ¿La misma dirección?

– Sí… -dijo, e imitó a Will con algo de retraso-, señora.

– ¿Y no hay ningún impedimento para su matrimonio?

Eleanor dirigió una mirada inexpresiva a las gafas de la mujer.

– ¿Y bien? -insistió ésta tras alzar los ojos con impaciencia.

Eleanor se volvió hacia Will para que la ayudara.

– No está casada y no es nazi -dijo con brusquedad Will, furioso-. ¿Qué otro impedimento podría haber?

Pasaron tres segundos sin que nadie dijera nada mientras la funcionara de aspecto severo fulminaba a Will con una mirada de desaprobación. Finalmente, carraspeó, hundió la pluma en el tintero y volvió a dirigir su atención al impreso de solicitud.

– ¿Y usted? ¿Es usted nazi? -Lo preguntó sin la menor señal de humor; daba la impresión de que hubiese podido alzar los ojos de no haber sido porque la persona a la que estaba atendiendo no merecía la pena.

– No, señora. Sólo ex presidiario. -Will sintió una enorme satisfacción cuando la funcionaría levantó la cabeza de golpe y una línea blanca le apareció alrededor de los labios. Se llevó despreocupadamente la mano al bolsillo de la camisa para sacar los documentos de su puesta en libertad-. Creo que necesitará ver esto.

Se le cayó el tirante, y tuvo que volver a ponérselo bien mientras Will le entregaba los documentos. Los examinó a fondo, le dirigió otra mirada avinagrada y escribió en la solicitud.

– Parker, William Lee. ¿Dirección?

– La misma que ella.

Los ojos de la funcionaría, ampliados por sus gafas, se alzaron para infligirles otra prolongada mirada de desaprobación. En medio del silencio, podían oírse los pasitos de Donald Wade que se subía por la pared del mostrador colgado de él.

«¡Adelante, Donald Wade!», pensó Will.

La mujer siguió escribiendo remilgadamente la información que contenían los documentos de Will.

– ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en esta dirección? -preguntó mientras la pluma arañaba ruidosamente el papel.

– Dos meses.

Echó un vistazo rápido a la voluminosa tripa de Eleanor, la franja amarilla que podía verse bajo el chaquetón marrón. Bajó la barbilla y se le formó papada. Estampó su firma oficial.

– Son dos dólares -ordenó fríamente.

Will contuvo un suspiro de alivio y se sacó el dinero del bolsillo de la camisa. La funcionaría metió la mano bajo el mostrador, sacó un sello oficial de caucho y, con movimientos secos, selló la licencia, la arrancó y cerró el libro de golpe: plum, crac, zas. Después, blandió el documento por encima del mostrador.

Will lo recogió, impávido pero furioso, y la saludó con el sombrero.

– Muchas gracias, señora. ¿Quién va a casarnos?

Le recorrió la ropa tejana con los ojos y los dirigió después al sello de caucho.

– El juez Murdoch -respondió.

– Murdoch. -Cuando la funcionaría lo miró, Will asintió con frialdad-. Lo encontraremos.

– Tiene toda la mañana ocupada -se apresuró a informarles-. Deberían haber hecho los preparativos de antemano.

Will movió al pequeño Thomas para que estuviera más cómodo al cargarlo, arrancó a Donald Wade del mostrador y se volvió hacia la puerta. Acto seguido, sujetó a Eleanor por el codo y se la llevó de la oficina sin responder a la orden prepotente de Reatha Stickner. Actuó con decisión, dando pasos más largos de lo normal.

– Maldita mujer -soltó, irritado, al llegar al pasillo-. La hubiera abofeteado cuando te ha mirado de esa forma. ¿Qué derecho tiene a despreciarte?

– No importa, Will. Estoy acostumbrada. Pero ¿y el juez? ¿Y si está demasiado ocupado?

– Esperaremos.

– Pero ella ha dicho que…

– ¡He dicho que esperaremos! -repitió, y sus pasos sonaron más fuertes-. ¿Cuánto rato puede llevarle murmurar unas palabras y firmar un papel? -De repente, se detuvo-. Espera un segundo -pidió a Eleanor, y asomó la cabeza por una puerta abierta para preguntar-: ¿Dónde podemos encontrar al juez Murdoch?

– En el segundo piso, a mitad del pasillo, la puerta doble de la izquierda.

Con la misma decisión, Will los llevó al segundo piso y les hizo cruzar la puerta doble, de modo que se encontraron en una sala en pleno juicio. Se quedaron con aire indeciso en el pasillo, entre dos grupos de bancos, mientras las voces procedentes de la parte delantera de la sala reverberaban bajo el techo abovedado. Un hombre que llevaba un traje marrón dejó su puesto junto a la puerta.

– Si desean quedarse, tendrán que sentarse -susurró.

Will se giró, dispuesto a infligir un daño mortal a cualquiera que volviera a ser prepotente con ellos. Pero el hombre no pasaba de los veinticinco años, tenía un semblante agradable y se mostraba educado.

– Queremos que el juez nos case, pero no tenemos cita.

– Esperen fuera -los invitó el secretario, a la vez que abría una de las puertas y la sujetaba para que salieran al pasillo. Se reunió con ellos y consultó su reloj-. Tiene un día muy ajetreado -comentó-, pero pueden esperar frente a su despacho si quieren. Veré si puede atenderles.

– Así lo haremos. Le agradecería que nos dijera dónde tenemos que ir -repuso Will con firmeza.

– Por aquí. -Los guio hasta el final del pasillo y señaló otro, más estrecho, perpendicular al anterior-. Tengo que volver a la sala, pero lo encontrarán enseguida. Tiene su nombre en la puerta. Siéntense en el banco que hay delante.

Ni Will ni Eleanor tenían reloj. Tuvieron la impresión de pasar horas sentados en un banco de madera de unos dos metros y medio frente a una puerta de arce. Leyeron una y otra vez la placa de metal colgada en ella: «Aldon P. Murdoch, juez del distrito.» Los niños se cansaron de subirse a los brazos curvos del banco y se pusieron rebeldes. Donald Wade empezó a ponerse pesado.

– Vámonos, mamá -pidió.

Thomas empezó a gemir y a dar patadas al asiento. Finalmente, se quedó dormido, tendido en el banco, con la cabeza en el regazo de Eleanor. Will, mientras tanto, se encargaba de mantener ocupado a Donald Wade.

La puerta se abrió y del despacho salieron dos hombres que hablaban animadamente. Will se puso de pie de un salto y levantó un dedo, pero se marcharon, absortos en su conversación, sin dirigir una mirada a los cuatro que ocupaban el banco.

La espera prosiguió; a Eleanor empezó a dolerle la espalda y tuvo que ir al baño. Thomas se despertó de mal humor, y Donald Wade se quejaba de que tenía hambre. Cuando Eleanor regresó, Will corrió al coche a buscar los emparedados. Cuando estaban sentados en el banco comiéndoselos e intentando convencer al pequeño Thomas de que dejara de llorar y tomara un bocado, uno de los hombres regresó.

Esta vez se detuvo voluntariamente.

– Está de mal humor, ¿eh? -comentó con una sonrisa consentida a Thomas.

– ¿Es usted el juez Murdoch? -preguntó Will, que se puso de pie de un salto a la vez que se quitaba rápidamente el sombrero.

– El mismo.

Era un hombre canoso, voluminoso, y tenía las mandíbulas como las de un sabueso. Pero aunque tenía el aspecto de estar muy ocupado, parecía accesible.

– Me llamo Will Parker -se presentó Will-. Y ella es Eleanor Dinsmore. Queríamos saber si tendría tiempo para casarnos hoy.

Murdoch le tendió la mano.

– Parker -dijo, y saludó con la cabeza a Eleanor-. Señorita Dinsmore. -Dirigió una mirada de abuelo a los niños y, después, observó a Eleanor con aire pensativo para concluir-: ¿Ya estaban aquí cuando he salido a almorzar?

– Sí, señor -respondió Eleanor.

– ¿Y cuánto tiempo llevaban ya entonces?

– No lo sé, señor. No llevamos reloj.

El juez se subió el puño y consultó el suyo.

– El juicio se reanuda en diez minutos.

– Tampoco tenemos teléfono -se apresuró a decir Eleanor-. Si no, hubiéramos llamado con antelación para pedir hora. Hemos venido en coche desde Whitney pensando que no habría ningún inconveniente.

El juez sonrió de nuevo a los pequeños y, después, al emparedado que Eleanor tenía en la mano.

– Parece que se han traído a los testigos -comentó en referencia a los pequeños.

– Sí, señor… Quiero decir, no, señor. Son mis hijos. Éste es Donald Wade… y ése de ahí es el pequeño Thomas.

– ¿Cómo estás, Donald Wade? -dijo el juez, que se había agachado y le había tendido la mano. El pequeño alzó los ojos, indeciso, hacia Will, y esperó a que éste asintiera antes de tender, vacilante, la suya al juez. Murdoch le estrechó la mano circunspecto con una media sonrisa en los labios. Después guiñó el ojo a Thomas con una risita-. Habéis tenido una mañana muy larga, chicos -les comentó-. ¿Os apetece un caramelo de goma?

– ¿Qué es un caramelo de goma? -quiso saber Donald Wade.

– Bueno, ven a mi despacho y te lo enseñaré.

De nuevo, Donald Wade miró a Will para que éste le indicara qué hacer.

– Adelante.

– Creo que puedo hacerles un hueco -dijo el juez Murdoch a los adultos-. No será nada del otro mundo, pero será legal. Vengan conmigo.

El despacho era una habitación abarrotada con una única ventana que daba al norte y más libros de los que Will había visto en ninguna parte, salvo en la biblioteca de Whitney. Echó un vistazo a su alrededor, con el sombrero apoyado en el muslo, mientras el juez se dedicaba básicamente a los niños.

– Venid aquí -les pidió, antes de rodear una mesa llena de papeles y sacar de un cajón inferior una caja de puros con una etiqueta que rezaba: «Joyas Habanas.» El juez la abrió y anunció-: Caramelos de goma. -Los niños agacharon la cabeza para mirar dentro. Luego permitieron sin protestar que el juez del distrito los sentara uno al lado del otro en su silla y los acercara a la mesa, donde dejó la caja de puros sobre un libro de derecho abierto-. Los guardo escondidos porque no quiero que mi mujer me pille comiéndomelos -aseguró y, tras darse unas palmaditas en la portentosa tripa, añadió-: Dice que como demasiados.

Y, cuando los niños alargaron la mano hacia los caramelos, les advirtió con un brillo simpático en los ojos:

– Dejadme alguno. -Acto seguido, tomó una toga negra de un perchero y se volvió hacia Will-: ¿Tienen la licencia?

– Sí, señor.

En ese momento se abrió la puerta que tenía a su izquierda y el mismo joven que había indicado a Will y a Eleanor dónde estaba el despacho del juez asomó la cabeza por ella.

– Es la una, señoría.

– Entre, Darwin, y cierre la puerta.

– Dispense, señoría, pero se nos está haciendo un poquito tarde.

– Pues sí. Pero no irán a ninguna parte, no hasta que yo les diga que pueden hacerlo.

Mientras el joven cumplía sus órdenes, el juez se abrochó la toga y efectuó las presentaciones.

– Darwin Ewell, le presento a Eleanor Dinsmore y a Will Parker. Van a casarse y necesitamos que sirva de testigo.

– Será un placer. Señor…, señora -aseguró el secretario mientras les estrechaba la mano con una sonrisa agradable.

– Y los dos que están con los caramelos de goma son Donald Wade y el pequeño Thomas -dijo entonces el juez señalando a los niños.

Darwin soltó una carcajada al ver cómo ambos elegían otro color de la caja de puros sin prestar atención a las demás personas de la sala. Poco después, el juez estaba delante de Will y de Eleanor, revisando su licencia, que dejó en la mesa detrás de él antes de cruzar las manos sobre su oronda tripa.

– Podría leerles cosas de algún libro -les informó con una expresión benévola en la cara-, pero siempre me suenan algo forzadas y formales, de modo que prefiero hacerlo a mi manera. Los libros siempre se dejan alguno de los aspectos más importantes. Como el de si se conocen lo bastante bien como para creer que están haciendo lo correcto.

Will, al que ese inicio tan poco ortodoxo había pillado por sorpresa, tardó un poco en responder. Antes, miró a Eleanor y, acto seguido, al juez.

– Sí, señor.

– Sí, señor -repitió Eleanor.

– ¿Cuánto tiempo hace que se conocen?

Los dos esperaron a que el otro respondiera. Finalmente, lo hizo Will.

– Dos meses.

– Dos meses… -El juez pareció reflexionar y, entonces, añadió-: Cuando yo me declaré a mi mujer, hacía exactamente tres semanas y media que la conocía. Llevamos casados treinta y dos años. Felizmente casados, podría añadir. ¿Se aman?

Esta vez, ambos se quedaron mirando al juez. Los dos se habían puesto algo colorados.

– Sí, señor -contestó Will.

– Sí, señor -repitió, en voz más baja, Eleanor.

Will se preguntó si sería verdad mientras el corazón le latía con fuerza.

– Bien… Bien. Quiero que lo recuerden cuando existan discrepancias entre ustedes, y nadie que esté casado treinta y dos, ni cincuenta y dos, ni tan sólo dos años puede evitarlas. Pero los desacuerdos pueden convertirse en discusiones, y éstas en peleas, y éstas en guerras, a no ser que aprendan a llegar a acuerdos. Lo que tienen que evitar son las guerras, y lo harán recordando lo que acaban de decirme. Que se aman. ¿De acuerdo? -preguntó, y esperó.

– Sí, señor -respondieron a la vez.

– Llegar a acuerdos es la piedra angular de un matrimonio. ¿Saben resolver las cosas y llegar a acuerdos en lugar de enojarse?

– Sí, señor.

– Sí, señor. -Eleanor fue incapaz de mirar al juez al recordar el huevo que había lanzado a la cara de Will. Al final, la sinceridad pudo más que ella y añadió-: Lo intentaré con todas mis fuerzas.

El juez sonrió y asintió en señal de aprobación.

– Y usted, ¿trabajará mucho para Eleanor, Will? -quiso saber entonces.

– Sí, señor. Ya lo hago.

– ¿Y proporcionará usted un buen hogar a Will, Eleanor?

– Sí, señor. Ya lo hago.

El juez no pestañeó, lo que hablaba mucho en su favor.

– Deduzco que los niños son de un matrimonio anterior, ¿me equivoco? -preguntó a Eleanor.

Esta asintió.

– Y, con el que está esperando, son tres. -Se dirigió entonces a Will-. Tres hijos son una responsabilidad enorme, y puede que en el futuro haya más. ¿Acepta esa responsabilidad, junto con la de ser el marido y el sostén de Eleanor?

– Sí, señor.

– Los dos son jóvenes todavía. Puede que, en su vida, conozcan a otras personas que los atraigan. Cuando eso ocurra, les exhorto a recordar este día y lo que sentían el uno por el otro al estar aquí, delante de mí; a recordar asimismo su juramento de fidelidad y a cumplirlo. ¿Les será difícil hacerlo?

– No -contestó Will tras pensar en Lula.

– No, en absoluto -dijo Eleanor tras pensar en lo que se burlaban de ella los chicos del colegio y en cómo Will era el único hombre, aparte de Glendon, que la había tratado bien.

– Sellémoslo entonces con una promesa: la de amarse mutuamente, la de serse fieles, la de velar por el bienestar muto así como por el de todos los niños que tengan a su cargo, la de trabajar el uno para el otro, la de hacer gala de la paciencia, voluntad de perdón y comprensión, y la de tratarse mutuamente con respeto y dignidad lo que les queda de vida. ¿Lo promete, William Lee Parker?

– Sí.

– ¿Lo promete usted también, Eleanor Dinsmore?

– Sí.

– ¿Tienen los anillos?

– Sí, señor -respondió Will mientras se buscaba la alianza del baratillo en el bolsillo de la camisa-. Sólo uno.

Al juez no pareció sorprenderlo lo evidentemente barato que era.

– Póngalo en el dedo de Eleanor y unan sus manos derechas.

Will tomó la mano de Eleanor y le deslizó parcialmente la alianza por el anular. Se miraron un instante antes de bajar los ojos mientras él le sujetaba la mano sin apenas apretársela.

– Que esta alianza sea un símbolo de su constancia y su devoción -prosiguió el juez Murdoch-. Que le recuerde a usted, Will, que lo ofrece, y a usted, Eleanor, que lo lleva, que a partir de hoy serán uno solo hasta que la muerte los separe. Y ahora, por el poder que me otorga el estado soberano de Georgia, yo los declaro marido y mujer.

Había sido tan rápido, tan discreto, que no parecía que estuviera hecho. Y, si lo estaba, no parecía real. Will y Eleanor siguieron plantados delante del juez como un par de tocones de árbol.

– ¿Ya está? -preguntó Will.

– Sólo falta el beso -sonrió el juez Murdoch. Entonces, se volvió para firmar el certificado de matrimonio en la mesa que tenía detrás.

La pareja se miró, pero no se movió. En la silla, los niños masticaban caramelos de goma. Desde la sala les llegaba un murmullo de voces. La pluma arañaba ruidosamente el papel mientras el secretario Ewell lo observaba todo expectante.

El juez dejó la pluma y, cuando se volvió, se encontró que los recién casados estaban hombro con hombro, muy tiesos.

– Bien… -los animó.

Ruborizados, Will y Eleanor se giraron para quedar de frente. Ella levantó la cara tímidamente y él bajó la mirada del mismo modo.

– La sala me está esperando -les advirtió el juez Murdoch en voz baja.

Con el corazón acelerado, Will puso las manos con suavidad en los brazos de Eleanor y se agachó para rozarle brevemente los labios. Los tenía cálidos y separados, como si estuviera asombrada. Le vio los ojos de cerca: abiertos, como los suyos. Luego, se enderezó y puso fin así al incómodo momento antes de que ambos se volvieran de nuevo hacia el juez con timidez.

– Felicidades, señor Parker -dijo el juez Murdoch mientras estrechaba enérgicamente la mano de Will-. Señora Parker. -Estrechó la de Eleanor.

Al oír pronunciado su nuevo nombre, el desasosiego de Eleanor se intensificó. Notó que se sofocaba y se sonrojó más todavía.

El juez Murdoch entregó el certificado de matrimonio a Will.

– Les deseo muchos años de felicidad, y ahora será mejor que vuelva a la sala antes de que empiecen a golpear la puerta -indicó, y cruzó el despacho con tanto ímpetu que la toga le ondeó hasta que se detuvo con una mano en el pomo-. Tienen un par de hijos magníficos. ¡Adiós, chicos!

Los saludó con la mano y se marchó. Darwin Ewell, que también tenía que regresar a la sala, les deseó suerte y los acompañó a toda prisa hasta el pasillo.

Habían pasado menos de cinco minutos desde que habían entrado en el despacho del juez hasta que se encontraron de nuevo en el pasillo, unidos para toda la vida. El ritmo vertiginoso del juez los había dejado a ambos desorientados; no se sentían casados. El enlace no había sido nada ceremonioso; ni siquiera se habían percatado de que las primeras preguntas formaban parte del rito poco ortodoxo del juez. Había terminado de modo muy parecido: sin pompa ni esplendor; unas meras palabras con las manos unidas y ¡zas!, de vuelta al pasillo. De no haber sido por el beso, ni tan sólo hubiesen creído que se había celebrado el matrimonio.

– Bueno -soltó Will entrecortadamente con una carcajada de perplejidad-. Listos.

– Supongo que sí-dijo Eleanor, cuya mirada perpleja seguía fija en la puerta cerrada-. Pero ha sido… tan rápido.

– Rápido, pero legal.

– Sí…, pero… -Alzó unos ojos indecisos hacia Will y echó la cabeza hacia delante-. ¿Tienes la sensación de estar casado?

– No exactamente -rio Will de repente-. Pero debemos de estarlo. Te ha llamado señora Parker.

– Pues sí -dijo Elly tras levantar la mano izquierda para mirarse, incrédula, el anillo-. Ahora soy la señora Parker.

Adquirieron entonces plena conciencia de lo que habían hecho. Eran el señor y la señora Parker. Asimilaron ese hecho con todas las implicaciones que conllevaba mientras se miraban fijamente como si los atrajera un imán. Will pensó en volver a besarla, de la forma en que deseaba hacerlo. Y Eleanor se preguntó cómo sería. Pero ninguno de los dos se atrevió a hacerlo. Al final, se dieron cuenta de que llevaban mirándose mucho rato. Eleanor se puso nerviosa y bajó los ojos. Will soltó una risita y se rascó la nariz.

– Creo que deberíamos celebrarlo -anunció.

– ¿Cómo? -preguntó Eleanor a la vez que se agachaba para recoger al pequeño Thomas. Will la empujó suavemente y cargó al pequeño en brazos.

– Bueno, si los cálculos no me fallan, todavía me quedan cinco dólares y cincuenta y nueve centavos. Creo que deberíamos llevar a los niños al cine.

– ¿De veras? -preguntó Eleanor con la ilusión reflejada en el semblante.

Donald Wade empezó a saltar arriba y abajo dando palmadas.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Al cine! ¡Vamos al cine, mami, por favor! -Se aferró a la mano de su madre.

Will tomó el codo libre de Eleanor y la guio pasillo abajo.

– No sé, Donald Wade -lo chinchó Will mientras dirigía una sonrisa torcida al rostro ansioso de su mujer-. Tengo la impresión de que tal vez nos cueste un poco convencer a tu mamá.

Y entonces, el señor y la señora Parker, y familia, salieron sonrientes del juzgado.

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