Capítulo 6

La primera semana que Will Parker estuvo ahí, Eleanor prácticamente sólo lo vio a la hora de las comidas. Estuvo trabajando sin parar. Del amanecer al anochecer, sin un minuto de descanso. La primera mañana habían establecido una rutina que seguían de forma tácita. Will cortaba leña, la entraba en la casa y encendía el fuego, después llenaba el cubo de agua y se iba a ordeñar, de modo que ella disponía de intimidad en la cocina. Cuando él regresaba ya estaba vestida y se ponía a preparar el desayuno mientras él se lavaba y se afeitaba. Después de desayunar juntos, Will daba de comer a los cerdos y, finalmente, se iba a hacer las tareas que se hubiera asignado a sí mismo.

Las dos primeras cosas que hizo fueron construir una rejilla de listones de madera alrededor de la bomba de agua y arreglar la escalera de mano por la que subía al henil. Dejó el establo más limpio de lo que Eleanor lo había visto nunca (incluidas las telarañas y las ventanas), llevó el estiércol al huerto de árboles frutales y recubrió los canalones de cal. Luego, se dedicó al gallinero: limpió todos los excrementos, arregló algunos palos rotos, puso tela metálica nueva en la puerta y en las ventanas y, después, clavó estacas para construir un corral adyacente para los pollos. Cuando todo esto estuvo hecho, anunció que le iría bien un poco de ayuda para hacer entrar las aves. Se pasaron una hora divertida intentándolo. Al menos, Eleanor lo encontraba divertido. Will lo encontró exasperante. Agitó su sombrero de vaquero y soltó un montón de tacos porque una gallina testaruda se negaba a ir donde él quería. Eleanor chasqueaba la lengua y atraía a las gallinas con maíz. A veces, imitaba su forma de caminar e inventaba historias sobre el motivo de que las gallinas lo hicieran así. La más ingeniosa iba sobre un grillo que se negó a deslizarse cuello abajo después de que una gallina se lo tragara. Las gallinas no eran el animal predilecto de Will. Cluecas estúpidas, así las llamaba. Pero para cuando metieron la última en el gallinero, Eleanor le había arrancado una sonrisa.

Will hacía, en cambio, buenas migas con la mula. Se llamaba Madam, y a Will le gustó en cuanto vio su ancho hocico peludo asomando por la puerta del establo mientras ordeñaba la vaca por la tarde. Madam apestaba tanto como el establo, de modo que en cuanto éste estuvo limpio, Will decidió que ella también tenía que estarlo. La llevó hasta la bomba de agua y la lavó con jabón en copos, la frotó con un cepillo y la aclaró con un cubo y un trapo.

– ¿Qué hace ahí abajo? -le gritó Eleanor desde el porche.

– Estoy bañando a Madam.

– ¿Y eso por qué?

– Porque le hace falta.

¡A Eleanor no se le hubiese ocurrido nunca que pudiera lavarse a un animal con jabón en copos! Pero fue de lo más curioso: Glendon no había podido hacer nunca nada con aquella mula testaruda, pero después de su baño, Madam hacía todo lo que Will quería. Lo seguía como un cachorrillo adiestrado. A veces, Eleanor pillaba a Will mirando a Madam a los ojos y susurrándole cosas, como si los dos compartieran secretos.

Una tarde, Will sorprendió a todo el mundo presentándose en el porche llevando a Madam de un cabestro.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Eleanor, que salió por la puerta seguida de Donald Wade y del pequeño Thomas.

Will sonrió de oreja a oreja y esperó no estar a punto de hacer el ridículo.

– Madam y yo… Bueno, nos vamos a Atlanta, y aceptaremos a cualquier pasajero que quiera acompañarnos.

– ¡A Atlanta! -se asustó Eleanor.

Atlanta estaba a unos sesenta y cinco kilómetros de allí. ¿Qué quería hacer ese hombre en Atlanta? Entonces vio la sonrisa en sus labios.

– Madam dijo que quería ver una película de Claudette Colbert -explicó Will.

Eleanor lo comprendió de golpe. Soltó una carcajada mientras Will le frotaba el hocico a Madam. Era evidente que fantasear le costaba lo suyo, de modo que se lo agradeció aún más. Se quedó en la puerta con una mano sobre la cabeza de Donald Wade para preguntar:

– ¿Quiere alguien dar un paseo montado en Madam? -Y, acto seguido, se dirigió a Will-: ¿Seguro que es mansa?

– Como un corderito.

Desde el porche, Eleanor observó cómo Will conducía a los sonrientes niños por el jardín a lomos de Madam, un lomo tan ancho que las piernas les quedaban paralelas al suelo. Donald Wade iba montado detrás de Thomas, con los brazos alrededor del vientre de su hermanito menor. Sorprendentemente, el pequeño Thomas no tenía miedo. Se sujetaba con fuerza a las crines de Madam y gorjeaba encantado.

Los días posteriores a ese paseo, Donald Wade seguía a Will igual que Madam. Le daba una pataleta si Eleanor se lo prohibía porque era la hora de la siesta o porque Will iba a hacer algo que podía ser peligroso. Pero casi siempre Will intercedía por él.

– Deje que venga. No es ninguna molestia.

Una mañana, mientras estaba preparando un pastel de especias, los dos aparecieron en el porche trasero con sierras, clavos y tablas de madera.

– ¿Qué se traen ahora entre manos? -preguntó Eleanor desde la puerta mosquitera mientras removía el contenido de un bol apoyado en su tripa.

– Will y yo vamos a arreglar el suelo del porche -anunció con orgullo Donald Wade-. ¿Verdad, Will?

– Exactamente, renacuajo. -Alzó los ojos hacia Eleanor-. Me iría bien un trapo de lana, si tiene alguno.

Eleanor le llevó el trapo y, después, observó cómo Will se sentaba con paciencia en el peldaño y le enseñaba a Donald Wade a limpiar la hoja oxidada de una sierra con estopa de acero, aceite y un trapo de lana. Vio que la sierra era diminuta. No sabía de dónde la habría sacado, pero pasó a ser de Donald Wade. Will tenía una más grande, que había limpiado y afilado hacía días. Cuando la pequeña estuvo limpia, Will sujetó la hoja entre las rodillas, se sacó una lima de metal del bolsillo trasero y enseñó a Donald Wade a afilarla.

– ¿Preparado? -preguntó al niño.

– Sí.

– Pues empecemos.

La mayoría del rato Donald Wade no hacía más que estorbar. Pero Will tenía una paciencia inagotable con él. Lo dejó con un trozo de madera en el taburete de ordeñar, le enseñó a sujetarlo con una rodilla y a empezar a cortarlo, y acto seguido, se puso a serrar las tablas con las que iba a reemplazar las del suelo del porche. Cuando la sierra de Donald Wade se negó a obedecerle, Will interrumpió su trabajo y se agachó sobre el niño para sujetarle la manita y guiársela hasta que un pedazo de madera cayó al suelo. Eleanor sintió una profunda emoción cuando Donald Wade rio feliz y levantó la cabeza parar mirar a Will con adoración.

– ¡Lo logramos, Will!

– Sí, ya lo creo. Ahora ven aquí a pasarme los clavos.

Eleanor se percató de que los clavos estaban oxidados y, la madera, un poco combada. Pero en unas horas Will consiguió que el porche volviera a ser resistente. Lo estrenaron sentándose al sol en los nuevos peldaños y comiendo pastel de especias cubierto de nata montada de Herbert.

– ¿Sabe qué? -dijo Eleanor con una sonrisa en los labios-. Me gusta volver a oír el sonido de un martillo y una sierra en casa.

– Y a mí me gusta oler cómo se hornea un pastel de especias mientras trabajo.

Al día siguiente pintaron todo el porche: el suelo de color rojo ladrillo y las columnas de blanco.

En la «Fiesta del Porche Nuevo», Eleanor sirvió pan de jengibre y nata montada. Will comió por dos y a ella le encantó observarlo. Se zampó tres pedazos y, después, se frotó la barriga y suspiró.

– Ese pan de jengibre estaba riquísimo, señora. -Nunca dejaba de dirigirle cumplidos, aunque siempre lo hacía con pocas palabras. «Una comida excelente, señora» o «Muchas gracias por la cena, señora». Pero su gratitud hacía que sus esfuerzos hubieran valido la pena y que tuviera una sensación de logro desconocida para ella.

Will era muy goloso, y no se cansaba nunca de los dulces. Una vez que Eleanor no había preparado postre, pareció decepcionado, aunque no hizo ningún comentario. Una hora después del almuerzo, Eleanor se encontró un cubo lleno de membrillos maduros en la puerta del porche.

Se le había olvidado el pastel. Sonrió ante su recordatorio y echó un vistazo por el patio, pero no lo vio por ninguna parte. Así que recogió el cubo, entró en la cocina y empezó a preparar una masa de pastel.

Para Will Parker, ese primer par de semanas en casa de Eleanor Dinsmore fueron un paraíso absoluto. El trabajo, qué caray, el trabajo era un privilegio porque podía elegir qué quería hacer cada día. Podía cortar leña, arreglar el suelo de un porche, limpiar un establo o lavar una mula. Lo que él quisiera, sin que nadie le dijera: «¿Qué haces aquí, chico?» o «¿Quién te dijo que hicieras eso, chico?». Madam era un animal agradable que le recordaba la época en que había arreado ganado y tenía su propio caballo. Le gustaba todo de Madam, desde los pelos de su protuberante hocico hasta sus pestañas largas y curvadas. Y por la noche, la entraba en el establo y dormía junto a ella en uno de los compartimentos que estaban limpios y olían a agradable hierba.

Y después llegaba la mañana, cada una mejor que la anterior. La mañana y Donald Wade pegado a él, haciéndole compañía, pendiente de todo lo que le decía. El niño estaba resultando ser una auténtica sorpresa. ¡Le salía con cada cosa! Un día, cuando le estaba sujetando el martillo mientras él tensaba la alambrada alrededor del gallinero, se quedó mirando una gallina y le preguntó, pensativo: «Oye, Will, ¿por qué las gallinas no tienen labios?» Otra vez, estaban los dos en un cobertizo oscuro, buscando bisagras entre un montón de chatarra, cuando un olor sospechoso empezó a impregnar el ambiente a su alrededor. Donald Wade se enderezó de golpe y soltó: «¡Oh! Uno de los dos se ha echado un pedo, ¿verdad?»

Pero Donald Wade no era simplemente divertido. Era curioso e inteligente, y besaba el suelo por donde Will pisaba. Era el compañerito inseparable de Will; lo seguía a todas partes con un «¡Yo te ayudo, Will!» y asomaba la cabecita en medio de cualquier cosa que estuviera haciendo, pisaba el destornillador o se le caían los clavos en la hierba. Pero Will no hubiera cambiado ni un solo segundo de estar con él. Descubrió que le gustaba enseñar cosas al pequeño. Aprendió a hacerlo observando a Eleanor. Sólo que él le enseñaba otras cosas. Cosas de hombres. Cómo se llamaban las herramientas, cómo se sujetaban, cómo remachar el cuero, cómo tensar bien una mosquitera para que fuera más resistente, cómo recortarle la pezuña a una mula.

El trabajo y Donald Wade no eran lo único que hacía que sus días fueran felices. La comida… ¡Madre mía, la comida! Sólo tenía que ir a la casa y tomarla, cortar un pedazo de pastel de especias o untar un bollo con mantequilla. Lo que más le gustaba era llevarse algo dulce y comérselo mientras se iba tranquilamente a terminar lo que hubiera decidido hacer ese día. El pastel de membrillo… ¡Por Dios, había que ver lo bien que preparaba esa mujer el pastel de membrillo! Mejor dicho, lo bien que lo preparaba todo. Pero había convertido el pastel de membrillo en un arte.

Estaba ganando peso. Ya le apretaba la cinturilla de los vaqueros, y se sentía más cómodo trabajando con el holgado pantalón con peto de Glendon Dinsmore. Era curioso cómo Eleanor le ofrecía todo lo que había pertenecido a su marido sin que, al parecer, le molestara en absoluto que Will lo usara: cepillo de dientes, navaja de afeitar, ropa. Incluso le había alargado los bajos de los pantalones porque tenía las piernas más largas.

Pero le estaba agradecido por mucho más que por las comodidades materiales. Eleanor le había brindado su confianza, le había devuelto el orgullo y el entusiasmo por vivir cada nuevo día. Había compartido con él a sus hijos, que le habían dado una nueva dimensión a la felicidad en su vida. Le había devuelto la sonrisa.

No había nada que no pudiera conseguir. Nada que no pudiera intentar. Quería hacerlo todo a la vez.

Con el paso de los días, las mejoras que iba haciendo empezaron a notarse. El patio tenía mejor aspecto, lo mismo que el porche trasero. Era fácil encontrar los huevos porque las gallinas estaban recluidas en el corral y, sin prisa pero sin pausa, el montón de leña iba cambiando su contorno. La mejora de la granja era equiparable a la de Eleanor Dinsmore. Ahora llevaba zapatos y calcetines cortos, un delantal y un vestido limpio cada día, con una alegre cinta para el pelo a juego. Se lavaba el pelo dos veces por semana, y él había estado en lo cierto: limpio tenía un tono más dorado.

A veces, cuando coincidían en la cocina, se la miraba una segunda vez y pensaba: «Está guapa esta mañana, señora Dinsmore.» Pero no podía decírselo, porque no quería que creyera que deseaba algo más que las meras comodidades materiales. A decir verdad, hacía mucho tiempo, pero en el fondo seguía teniendo presente que había estado en la cárcel, y por qué. Por esa razón, se mantenía a una prudente distancia.

Además, tenía que hacer mucho más para demostrar que valía la pena que se quedara en la casa. Quería terminar el enyesado, dar una capa de pintura a la casa, arreglar el camino, deshacerse del cementerio de coches, lograr que el huerto de árboles frutales volviera a producir, y las abejas… La lista parecía infinita. Y pronto se percató de que no sabía cómo hacerlo todo.

– ¿Hay alguna biblioteca en Whitney? -preguntó un día de principios de septiembre.

Eleanor alzó la vista del cuello de camisa que estaba doblando.

– En el Ayuntamiento. ¿Por qué?

– Tengo que averiguar algunas cosas sobre las manzanas y las abejas.

– ¿Las abejas?

Will notó su desafío antes incluso de que pronunciara la palabra. Fijó los ojos en ella y dejó que hablaran por él. Para entonces, ya sabía que era la mejor forma de tratar con ella cuando no estaban de acuerdo en algo.

– ¿Sabe cómo van las bibliotecas? Me refiero a cómo usarlas.

– En la cárcel leí todo lo que pude. Había una biblioteca.

– Oh.

Era una de las pocas veces que había mencionado la cárcel, pero no entró en detalles. Siguió, en cambio, haciendo preguntas a Eleanor.

– ¿Tenía su marido uno de esos velos con sombrero y demás cosas para criar abejas? -No sabía demasiado de apicultura, pero sabía que le haría falta algún tipo de equipo.

– Sí, por ahí.

– ¿Podría buscarlo? ¿Para ver si puedo usarlo yo?

La invadió el miedo, seguido rápidamente de la obstinación.

– No quiero que se acerque a esas abejas.

– No voy a acercarme a ellas hasta saber qué estoy haciendo.

– ¡No!

No quería discutir con ella, y comprendía el miedo que tenía a las abejas. Pero no tenía sentido dejar que las colmenas siguieran vacías cuando la miel podía proporcionarles mucho dinero. La mejor forma de tranquilizarla podía ser conservar la calma.

– Le agradecería que buscara esas cosas -le pidió muy amablemente, antes de acercarse a la mesa de la cocina para recoger el sombrero-. Esta tarde me llegaré al pueblo para ir a la biblioteca. Si quiere, puedo llevar los huevos que tenga para intentar venderlos.

Se llevó un cubo de agua caliente y las cosas para afeitarse al establo, y regresó media hora después muy atildado, con su camisa y sus vaqueros recién lavados. Cuando se encontraron en la cocina, Eleanor seguía con una expresión terca.

– Me voy. ¿Y esos huevos?

Se negó a hablar con él, pero señaló las cinco docenas de huevos metidos en una caja de madera que estaba en el porche.

«Van a pesar lo suyo, pero que se los lleve -pensó tozuda-. Si quiere ir a vender huevos a los cretinos del pueblo, y averiguar cosas sobre las abejas y volverse codicioso, allá él.»

Fingió no mirar cómo levantaba la caja, pero despertó su curiosidad cuando volvió a dejarla en el porche y desapareció detrás de la casa. Un minuto después volvió tirando del carro de juguete de Donald Wade. Cargó en él la caja de huevos, pero resultó que el mango del carrito era demasiado corto para su altura. Contempló, satisfecha, cómo al dar los primeros pasos la parte delantera del juguete le golpeaba los talones. Cinco minutos después, aún en un silencio terco, vio cómo tiraba del carro de juguete sin problemas gracias a un alambre rígido que le había atado al mango y se iba con él camino abajo.

«¡Adelante, pues! ¡Vaya al pueblo y escuche todo lo que dicen! ¡Y regrese con un montón de monedas tintineándole en el bolsillo! ¡Y lea cosas sobre las abejas y las manzanas, y sobre todo lo que quiera! ¡Pero no espere que yo le facilite las cosas!»


Gladys Beasley estaba sentada tras una mesa que parecía un púlpito, golpeando verticalmente las tarjetas de la biblioteca en el tablero para que quedaran igualadas, aunque ya lo estaban. Alineó el sello de caucho con la juntura de la madera barnizada, y puso bien la pluma en su soporte cóncavo. Lo mismo hizo con la placa con su nombre («Gladys Beasley, Bibliotecaria») que había sobre la mesa. Recogió unas cuantas revistas y movió la silla para que quedara completamente centrada. Nerviosamente. Innecesariamente.

El orden era lo principal en la vida de Gladys Beasley. El orden y la disciplina. Había dirigido la Biblioteca Municipal Carnegie de Whitney cuarenta y un años, desde que el señor Carnegie había hecho posible su construcción gracias a una donación al pueblo. La señorita Beasley había ordenado las primeras obras antes incluso de que se instalaran los estantes, y había trabajado en el bendito edificio desde entonces. En esos cuarenta y un años, había mandado llorando a casa a más de un ayudante irresponsable por no haber alineado el lomo de un libro con el borde de un estante.

Andaba como un soldado mercenario, dando pasos firmes y enérgicos con unos zapatos negros de tacón bajo que el zapatero había forrado con una tapita de goma que amortiguaba el ruido de sus pisadas en el suelo de madera noble de sus dominios. Si había algo que enfureciera a Gladys más que los libros mal colocados en los estantes eran los tacones ruidosos. Si alguien que los había llevado en su biblioteca quería volver a entrar tenía que elegir otros zapatos para hacerlo.

Se acercó al revistero con el imponente pecho por delante, como si fuera artillería pesada, y el tronco erguido gracias a la faja más cara que aparecía en el catálogo de Sears Roebuck, la que, con mucho tacto, se recomendaba a las mujeres «con un exceso de carnes en el diafragma». El vestido de punto, con un estampado blanco sobre un fondo del color de algo digerido, le quedaba recto como un tubo de chimenea, desde las voluminosas caderas hasta las rollizas pantorrillas, y apenas hacía ningún ruido cuando se movía.

Dejó en su sitio tres ejemplares del Saturday Evening Post, igualó el montón, lo alineó con el borde del estante y recorrió la hilera de ventanas para echar un vistazo a los marcos y comprobar que Levander Sprague, el encargado, no se hubiera tumbado a la bartola. Levander se estaba haciendo mayor. Su vista ya no era la de antes, y últimamente había tenido que llamarle la atención por no sacar bien el polvo. Ese día, en cambio, regresó satisfecha a sus tareas en la mesa central, situada justo delante de una puerta doble de arce, cerrada, que conducía a una amplia escalera interior, en cuya parte inferior se encontraba la puerta principal del edificio.

Avisos por haber excedido el plazo de devolución… ¡Bah! No debería haberlos. Simplemente, no hubiera debido permitirse disfrutar del privilegio de usar de nuevo la biblioteca a nadie que no fuera capaz de devolver un libro a tiempo. Así ya no hubiese habido necesidad de enviar ningún aviso. Escribía las direcciones en las postales con la boca tan fruncida que apenas se le veían los labios.

Oyó que alguien subía la escalera interior. Uno de los pomos de bronce giró, y entró un desconocido. Era un hombre alto y enjuto, vestido como un vaquero, que se detuvo y examinó con los ojos la habitación, la mesa y a ella. Luego asintió con la cabeza sin decir nada y se llevó la mano al ala del sombrero a modo de saludo.

Gladys relajó los labios al devolverle el saludo. El gentil arte de quitarse el sombrero estaba casi obsoleto. ¿Adónde iríamos aparar?

El desconocido se pasó un buen rato echando un vistazo a la sala antes de moverse. Cuando lo hizo, no hubo taconazos. Avanzó directamente, sin hacer ruido, hacia el catálogo, abrió el cajón de la A y consultó las fichas. Cerró el cajón sin ningún ruido y observó la sala iluminada por el sol antes de andar entre las mesas de roble hacia la zona de libros de ensayo. Había personas que, nerviosas al estar a solas con la señorita Beasley en la gran sala de la biblioteca, sentían la necesidad de silbar bajito entre dientes mientras repasaban los estantes. Él no. Eligió un libro del grupo de los 600, el de Ciencias Aplicadas, a continuación tomó otro y los llevó ambos directamente a la mesa de préstamos.

– Buenas tardes -lo saludó Gladys, con un susurro discreto.

– Buenas tardes -la correspondió en voz baja Will, a la vez que volvía a tocarse educadamente el ala del sombrero.

– Veo que ha encontrado lo que buscaba.

– Sí, señora. Me gustaría llevarme estos libros.

– ¿Tiene carné?

– No, señora, pero me gustaría hacerme uno.

Con precisión militar, Gladys abrió un cajón y sacó de él un carné en blanco, que depositó en la mesa y colocó a la perfección con una uña muy bien cortada. Al verla, Will estuvo seguro de que esa uña jamás había conocido el esmalte. Gladys cerró entonces el cajón con el torso enfajado sin que sus labios dejaran de aparentar, por su postura, ser el engaste de un diamante de cinco quilates. Cuando se movía, la cabeza le iba bruscamente a la derecha y a la izquierda, impregnando el aire de una fragancia que recordaba el aroma del clavel y el clavo. La luz de una de las ventanas se le reflejaba en las gafas sin montura y le iluminaba las hileras de rizos uniformes de color gris azulado, entre los que se le vislumbraba un cuero cabelludo rosado. Metió la pluma en el tintero y la dejó suspendida sobre el carné.

– ¿Nombre?

– Will Parker.

– Parker, Will -repitió en voz alta mientras introducía la información en el primer espacio en blanco-. Y reside en Whitney, ¿verdad?

– Sí, señora.

– ¿Dirección?

– Ah… -Se frotó la nariz con un nudillo-. Camino de Rock Creek.

La bibliotecaria le dirigió una mirada tan precisa como un calibrador, y volvió a escribir.

– Necesitaré alguna identificación para verificar su domicilio -le informó, y al ver que ni hablaba ni se movía, levantó la cabeza de golpe-. Cualquier cosa servirá. Hasta una carta matasellada en la que figure su dirección postal.

– No tengo nada.

– ¿Nada?

– No llevo mucho viviendo ahí.

– Bueno, señor Parker -dijo tras dejar la pluma con una expresión de resignación en la cara-, supongo que lo comprenderá. No puedo prestar libros a cualquiera que entre, a no ser que esté segura de que reside en el pueblo. Esto es una biblioteca municipal. El significado mismo de la palabra «municipal» indica que este servicio está destinado al municipio, de modo que esta biblioteca funciona gracias a los residentes de Whitney y para los residentes de Whitney. No sería una bibliotecaria demasiado responsable si no exigiera algún tipo de identificación, ¿no le parece?

Dejó con cuidado el carné a un lado y cruzó las manos sobre la mesa. Daba toda la impresión de que le disgustaba que le hubiera hecho perder el tiempo y desperdiciar un carné.

Esperaba que Will discutiera, como hacía la mayoría de gente en semejante situación. Pero él, en cambio, retrocedió un paso, se caló un poco más el ala del sombrero y la examinó unos segundos en silencio. Luego, sin decir nada, asintió, se apoyó los libros en la cadera y regresó a la zona de los libros de ensayo, donde se sentó en una de las sillas de roble a la fuerte luz del sol, abrió un libro y empezó a leerlo.

Había varios criterios que Gladys Beasley usaba para juzgar a los usuarios de su biblioteca. Tacones, volumen de voz, grado de alboroto y respeto por los libros y los muebles. El señor Parker los superaba todos. Pocas veces había visto a nadie leer tan concentrado, tan quieto. Sólo se movía para pasar página y, de vez en cuando, para seguir algunas frases con un dedo y cerrar después los ojos como si estuviera memorizando ese fragmento. Además, no se había repantigado en la silla ni dañaba la que tenía delante usándola para apoyar los pies. Estaba sentado con el sombrero calado hasta las cejas, con los codos sobre la mesa y las rodillas relajadas pero con los pies en el suelo. Tenía el libro completamente apoyado en la mesa, como tenía que ser, y no equilibrado sobre la barriga, lo que forzaba mucho el lomo. Y tampoco se humedecía el dedo con saliva antes de pasar la página; esa costumbre tan asquerosa que sólo servía para propagar gérmenes.

Normalmente, si alguien se le acercaba para pedirle lápiz y papel, la señorita Beasley le echaba una reprimenda sobre la responsabilidad y la previsión. Pero la conducta y la concentración de Will Parker le hicieron sentir remordimientos por haber tenido que negarle el carné de usuario de la biblioteca. Así que se saltó su propia norma.

– Me ha parecido que podría necesitar esto -susurró mientras le dejaba un lápiz y unas hojas junto a un codo.

– Se lo agradezco mucho, señora -dijo Will tras levantar la cabeza de golpe y enderezar los hombros.

– Ah -comentó Gladys, con las manos juntas sobre su portentosa tripa-, se está informando sobre las abejas.

– Y las manzanas. Sí, señora.

– ¿Con qué objeto, señor Parker?

– Me gustaría cultivarlas.

La bibliotecaria arqueó una ceja y pensó un momento.

– Puede que tenga algún folleto del Servicio de Extensión Agrícola que le sirva.

– Tal vez la próxima vez, señora. Ya tengo material suficiente por hoy.

Le dirigió una sonrisa tensa y lo dejó trabajar, dejando tras de sí un rastro oloroso lo bastante fuerte como para atravesar el hormigón.


Era media tarde. Lo único que se movía en el pueblo eran las moscas que sobrevolaban la pala del helado. Lula Peak estaba de lo más aburrida. Sentada en el taburete de la punta del Café de Vickery, agradecía incluso cuando se le resbalaba el tirante del sujetador y tenía que meterse la mano por debajo del uniforme negro y blanco para volver a colocárselo bien. ¡Por Dios, ese pueblo iba a convertirla en un cadáver antes de que estirara la pata! Hubiese podido morirse de aburrimiento allí mismo, en el taburete de la barra, y los clientes habrían entrado para cenar y dicho: «Buenas noches, Lula. Ponme lo de siempre.» Ni siquiera se darían cuenta de que la había palmado hasta que, treinta minutos después, todavía no les hubiera servido la comida.

Bostezó y dejó la mano bajo el uniforme para frotarse distraídamente el hombro. Como era una persona muy sensual, le gustaba tocarse. Nadie más en aquel maldito pueblo de mala muerte sabía hacerlo bien. Harley, el muy tonto del culo, no tenía ni la más remota idea de lo que era el refinamiento al tocar a una mujer. Refinamiento. A Lula le gustaba esa palabra. La había leído hacía poco en un artículo sobre cómo superarse. Sí, refinamiento, eso era lo que ella necesitaba: un hombre con cierto refinamiento, un hombre mejor en la cama que el tonto del culo de Harley Overmire.

Contuvo un bostezo, estiró los brazos y sacó pecho mientras se volvía despreocupadamente hacia la luna del local. Y se levantó disparada del taburete.

¡Dios santo, era él! Bajaba por la calle tirando de un carro de juguete. Le recorrió especulativamente con los ojos las caderas estrechas y la pelvis en movimiento mientras cruzaba despacio la plaza del pueblo y saludaba con la cabeza a Norris y a Nat MacReady, aquellos dos decrépitos hermanos solterones que se pasaban los años de chochez tallando madera en el banco que había a la sombra del magnolio. Lula se acercó corriendo a la puerta mosquitera y posó tras ella.

«Mira aquí, Parker. Esto es mejor que esos dos carcamales.»

Pero Parker siguió adelante sin dirigir la vista hacia el Café de Vickery. Lula salió con una escoba en la mano para fingir de manera muy poco convincente que barría la acera mientras contemplaba cómo él continuaba su camino por la plaza. Hasta que dejó el carro de juguete a la sombra, junto a la escalinata del Ayuntamiento, y entró.

Lula hizo lo mismo. Y una vez dentro del Café de Vickery, dejó la escoba y echó un vistazo impaciente al reloj. Las dos y media. Repiqueteó con sus largas uñas rojas en la barra, se sentó en el taburete de la punta y esperó cinco minutos. Nerviosa. Irritada. No iba a entrar nadie a tomar algo más que un vaso de té helado, y ella lo sabía. No hasta las cinco y media por lo menos. El viejo Vickery se pondría hecho un basilisco si se enteraba de que había dejado el local desatendido. Pero podría decirle que había ido un momento a la biblioteca a buscar una revista y que sólo había estado fuera un minuto.

Decidida, se levantó del taburete y se quitó el delantal y la cofia a juego. Acto seguido, sacó a toda velocidad la polvera. Se retocó los labios, repasó las costuras de las medias y salió del local.


Gladys Beasley alzó la vista cuando la puerta se abrió por segunda vez aquella tarde. Frunció la boca y se le marcó la papada.

– Buenas tardes, señorita Beasley -canturreó Lula, y su voz rebotó en el techo de tres metros y medio de altura.

– ¡Shhh! -se quejó la señorita Beasley, señalando la parte delantera de su mesa.

Lula dirigió la mirada hacia ahí y vio un letrerito que indicaba: «El silencio es oro.»

– Oh, perdón -susurró antes de taparse la boca para reírse como una tonta.

Echó un vistazo a su alrededor (techo, paredes, ventanas) como si no hubiera visto nunca la biblioteca, lo que no estaba demasiado lejos de la verdad. Lula era la clase de mujer que leía revistas femeninas de cotilleos, y Gladys no se rebajaba a gastar el dinero de los contribuyentes en inmundicias como ésa. Lula se adentró más en la sala.

¡Taconazos!

– ¡Shhh!

– Oh, perdón, iré de puntillas.

Will Parker alzó los ojos, observó con indiferencia a Lula y siguió leyendo.

La biblioteca tenía forma de «U» alrededor de la escalera de entrada. La mesa de la señorita Beasley, con su despacho detrás, separaba la enorme sala en dos partes diferenciadas. A la derecha estaba la sección de ficción. A la izquierda la de ensayo. Lula no había estado nunca en la parte izquierda, donde estaba sentado Parker en ese momento. Acordándose de lo del refinamiento, avanzó hacia la derecha primero para recorrer los estantes mirando hacia arriba y hacia abajo, como si estuviera repasando los títulos en busca de alguno interesante. Sacó un libro con las cubiertas de color verde esmeralda, del tono exacto de un vestido que había estado mirando en los almacenes de la cadena Federated en Cartersville. Un color elegante que combinaría bien con su nuevo esmalte de uñas Llama Tropical. Extendió las manos sobre el libro y ladeó la cabeza a modo de aprobación. Se le tendría que ocurrir algo bueno para convencer a Harley de que le comprara esa prenda. Devolvió el libro a su lugar y pasó a otro. Melville. ¡Espera, había oído hablar de ese tipo! Tenía que haber hecho algo bien. Pero el lomo era demasiado gordo y la letra demasiado pequeña, de modo que lo dejó de nuevo en el estante y siguió buscando.

Dedicó diez minutos a recorrer con «refinamiento» la sección de ficción antes de pasar finalmente de puntillas por delante de la señorita Beasley hacia el otro lado. Mientras lo hacía la saludó moviendo dos dedos, se puso después las manos en la base de la columna e irguió la espalda para lucir al máximo los pechos.

Gladys, muy tensa, se dirigió entonces a la sección de ficción. Tuvo que empujar hasta once libros que Lula había dejado medio salidos en sus estantes.

Mientras tanto, Lula observó que la parte izquierda estaba dispuesta como la derecha. Era una sala espaciosa con una hilera de ventanas en la pared que daba a la calle. Los estantes ocupaban el espacio entre las ventanas y el suelo de esa pared, y cubrían las restantes. El centro de la sala estaba ocupado por mesas y sillas de roble macizo. Lula recorrió el perímetro de la habitación sin echar ninguna ojeada a Will. Recorrió el borde de un estante con la yema de un dedo y luego se lo metió en la boca de forma calculadamente provocativa. Dobló una esquina hacia un grupo de estantes dispuestos perpendicularmente a la pared y avanzó entre ellos, de perfil respecto a Will por si éste quería volver la cabeza para mirarla. Juntó las manos a la espalda para ofrecerle su mejor silueta, pendiente con el rabillo del ojo de si él la observaba. Pasados varios minutos sin que lo hiciera, tomó una biografía de Beethoven y, mientras pasaba las páginas, contempló disimuladamente a Will.

¡Por Dios, qué guapo era! ¡Y qué sensaciones le provocaba ese sombrero de vaquero, esa forma de llevarlo tan calado que los ojos le quedaban a la sombra, protegidos del resplandor del sol de la tarde!

«Aguas mansas», pensó, fascinada con el modo en que estaba sentado, con un dedo bajo una página, tan quieto que hubiese querido ser una mosca para posarse en su nariz. ¡Qué nariz! Larga, en lugar de chata como la de alguien que ella conocía. Bonita boca, también. ¡Oh, cómo le hubiese gustado ahondar en ella!

Will se inclinó hacia delante para escribir algo y ella le recorrió todo el cuerpo con la mirada, desde el tórax esbelto y las caderas delgadas hasta las botas camperas bajo la mesa, y de vuelta hasta la entrepierna. Cuando Will dejó el lápiz y se incorporó un poco, pudo verle mejor el perfil.

Y empezó a arder de deseo.

Estaba leyendo el libro como solían hacerlo en el colegio los «cerebritos» mientras Lula pensaba en cómo superarse. Cuando no pudo soportarlo más, se acercó a la mesa y dejó caer su Beethoven delante de él.

– ¿Está libre este asiento? -preguntó arrastrando las palabras.

Apoyó las manos con las muñecas invertidas, de modo que los botones del pecho se le tensaron. Will levantó despacio el mentón. Y cuando el ala del sombrero de vaquero ascendió, Lula pudo ver unos preciosos ojos castaños con unas pestañas largas como espaguetis y una boca para la que tenía muchos planes.

– Sí, señora -contestó Will en voz baja. Y, sin mover nada más que la cabeza, reanudó la lectura.

– ¿Le importa si me siento aquí?

– Adelante -dijo él, sin apartar la atención del libro.

– ¿Qué está estudiando?

– Las abejas.

– No me diga. Pues yo estoy con Beethoven -comentó, levantando el libro. Como en el colegio le había gustado la música, lo conocía-. Era compositor, cuando los hombres llevaban peluca y esas cosas, ¿sabe?

– Sí, lo sé. -Will se negó de nuevo a alzar la vista.

– Bueno… -La silla chirrió cuando Lula la corrió. Se sentó, cruzó las piernas, abrió el libro y empezó a pasar las páginas siguiendo el ritmo con el que agitaba la pantorrilla-. No lo he visto por ahí. ¿Dónde se había metido?

La observó sin comprometerse, preguntándose si contestar o no. Desde luego, era una mujer de cuidado. Tenía tanto pelo acumulado en la frente que daba la impresión de que iba a necesitar un collarín. Llevaba los labios pintados del color de una guindilla y demasiado colorete, demasiado arriba de las mejillas y con una forma demasiado definida. Lula descansó las muñecas en el borde de la mesa y apoyó en ellas los pechos, que sobresalieron y le dejaron ver claramente el escote. A Will le satisfizo dejarle saber que no quería nada de ella.

– En casa de la señora Dinsmore.

– ¿Con la chiflada de Elly? Madre mía, ¿cómo está? -Cuando Will no respondió, se inclinó más hacia él y preguntó-: Sabe por qué dicen que está chiflada, ¿verdad? Supongo que se lo habrá contado.

Will, a pesar suyo, sintió curiosidad, pero como le parecía que animar a Lula sería como ofender a la señora Dinsmore, siguió callado. Pero Lula no necesitaba que nadie la animara.

– Cuando era pequeña, la encerraron en esa casa con todos los estores bajados y no la dejaron salir hasta que las autoridades les obligaron a hacerlo para que fuera al colegio, y entonces sólo se lo permitían seis horas al día y volvían a encerrarla por la noche. -Se recostó en la silla con aire de suficiencia-. Ah, de modo que no lo sabía -dijo con una sonrisa cómplice-. Bueno, pregúnteselo algún día. Pregúntele si no vivía en esa casa abandonada que hay cerca del colegio. Ya sabe, la que tiene la valla alrededor y los murciélagos volando en la ventana del desván. -Lula se inclinó entonces hacia delante para añadir-: Yo, de usted, no me quedaría en su casa más tiempo del necesario. Le dará mala reputación, no sé si me entiende. Quiero decir que a esa mujer le falta un tornillo.

Lula se recostó entonces como si estuviera sentada en una tumbona y le hizo una caída de ojos mientras jugueteaba distraídamente con la cubierta del libro sobre Beethoven: la levantaba y la dejaba caer con un repetido ruido sordo.

– Sé que es difícil ser un recién llegado. Debe de estar aburridísimo si tiene que pasar el tiempo en un sitio como éste -comentó mientras recorría los estantes con los ojos antes de fijarlos en él-. Pero si necesita que alguien le enseñe el pueblo, estaré encantada de ayudarlo. -Bajo la mesa, acarició la pantorrilla de Will con un dedo de un pie-. Tengo una casita muy cerca de la plaza del pueblo, en la calle Pecan…

– Disculpe, señora -la interrumpió Will a la vez que se levantaba-. Tengo que vender unas docenas de huevos que he dejado fuera, al sol. Será mejor que me ocupe de ello.

Lula sonrió satisfecha mientras observaba cómo se acercaba a los estantes. Había captado el mensaje. Oh, ya lo creo que sí, perfectamente. Lo había visto pegar un brinco al tocarle la pierna con el pie. Observó cómo devolvía un libro a su sitio y se ponía en cuclillas para hacer lo mismo con otro. Antes de que se le pudiera escapar, se situó sigilosamente en el pasillo detrás de él para acorralarlo entre las dos hileras de estantes. Cuando se enderezó y se volvió, le gustó ver que se ruborizaba de inmediato al verla ahí.

– Si le interesa mi oferta, la mayoría de días trabajo en el Café de Vickery. Pero salgo a las ocho -comentó. Metió un dedo entre los botones de la camisa de Will y lo movió arriba y abajo, tocándole la piel y el vello. Con su mejor carita de ángel, susurró-: Ya nos veremos, Parker.

Cuando se marchaba contoneando de modo exagerado las caderas, Will dirigió la mirada al otro lado de la sala y se encontró con los ojos censuradores de la bibliotecaria, que habían captado toda la escena. La mujer desvió de inmediato la atención, pero incluso desde esa distancia, Will vio lo fruncida que tenía la boca. Temblaba por dentro, se sentía casi violado. Las mujeres como Lula sólo te daban problemas. Hubo un tiempo en que hubiese aceptado encantado su oferta. Pero ya no. Ahora lo único que quería era que le dejaran vivir en paz, y esa paz significaba estar en casa de Eleanor Dinsmore. De repente, tuvo muchas ganas de volver a ella.

Cuando llegó a la mesa de Gladys, Lula ya se había ido dando taconazos.

– Muchas gracias por el papel y el lápiz, señora.

Gladys Beasley levantó la cabeza de golpe. El desagrado se le reflejaba en la cara.

– De nada -contestó a Will.

Le dolió su desaire silencioso. No era necesario que un hombre tomara la iniciativa con una mujer ardiente como ésa, bastaba con que estuviera cerca de ella. Y supuso que eso era especialmente cierto si ese hombre había estado en la cárcel por matar a una prostituta en un burdel de Tejas y la gente del pueblo lo sabía.

Enrolló las hojas con las notas que había tomado y se mantuvo firme.

– Estaba pensando…

– ¿Sí? -soltó Gladys con aspecto desafiante.

– Tengo un empleo. Trabajo como jornalero para la señora Dinsmore. Si ella viniera y le dijera que trabajo para ella, ¿sería eso suficiente para que yo obtuviera un carné de usuario de la biblioteca?

– No vendrá.

– ¿No?

– No creo. Vive como una ermitaña desde que se casó. Lo siento pero no puedo saltarme las normas. -Señaló algo en una lista con la pluma y, luego, se ablandó-. Sin embargo, dependiendo del tiempo que lleve trabajando para ella y del que tenga previsto quedarse, si ella lo confirmara por escrito, creo que bastaría como prueba de residencia.

Will Parker esbozó una sonrisa de alivio, se metió un pulgar en el bolsillo trasero y retrocedió con aire juvenil, con lo que derritió el corazón de Gladys Beasley.

– Le pediré que lo confirme por escrito. Muchas gracias, señora. -Se acercó a la puerta, pero se detuvo y se volvió-. ¿Hasta qué hora está abierta la biblioteca?

– Hasta las ocho los días laborables, hasta las cinco los sábados, y, por supuesto, los domingos cerramos.

– Volveré -prometió, y se volvió a tocar el ala del sombrero a modo de saludo.

– ¿Señor Parker? -lo llamó la bibliotecaria cuando se daba la vuelta para sujetar el pomo de la puerta.

– Diga.

– ¿Cómo está Eleanor?

Will notó que esta pregunta era totalmente distinta a la de Lula. Se quedó en la puerta mientras modificaba la impresión que se había hecho de Gladys Beasley.

– Está bien. Embarazada de cinco meses por tercera vez, pero sana y feliz, creo.

– Por tercera vez. Madre mía. La recuerdo de niña cuando venía con el quinto curso de la señorita Buttry. ¿O era el sexto de la señorita Natwick? Parecía muy inteligente. Inteligente e inquisitiva. Dele recuerdos de mi parte, por favor.

Era el primer gesto verdaderamente amable que Will había recibido desde que había llegado a Whitney. Le eliminó por completo el sabor amargo que le había dejado Lula y le hizo sentir bien de repente.

– Se los daré. Gracias, señora Beasley.

– Señorita Beasley.

– Señorita Beasley. Oh, por cierto. Tengo unas docenas de huevos que me gustaría vender. ¿Dónde debería intentarlo?

Gladys no supo muy bien por qué, tal vez por la forma en que había supuesto que estaba casada, o por el modo en que había rechazado las insinuaciones de esa fulana de Lula, o quizá sólo por la forma en que su sonrisa le había transformado la cara al saber que, después de todo, podría disponer de un carné de usuario de la biblioteca. Fuera por el motivo que fuera, Gladys se encontró respondiendo:

– Yo misma me quedaré con una docena, señor Parker.

– ¿En serio? Vaya… ¡Pues qué bien! -Esbozó otra sonrisa.

– Puede llevar los demás a la tienda de Purdy, al otro lado de la plaza.

– Purdy. Muy bien. Bueno, voy a buscarlos… Oh… -dijo. Se sacó el pulgar del bolsillo, y dejó caer el brazo hacia un costado-. Acabo de recordar que están todos en una sola caja de madera.

– Póngalos aquí -indicó, y le dio una caja de archivo.

Will asintió con la cabeza y se fue sin decir nada.

– ¿Cuánto es? -preguntó Gladys cuando regresó. Estaba hurgando en un monedero negro y no levantó la vista hasta darse cuenta de que no le contestaba-. ¿Cuánto le debo, señor Parker?

– Pues no lo sé.

– ¿No?

– No. Verá, son de la señora Dinsmore y es la primera vez que se los vendo.

– Creo que actualmente van a veinticuatro centavos la docena. Le daré veinticinco, ya que estoy segura de que son más frescos que los de la tienda de Calvin Purdy y ha sido una entrega a domicilio -dijo, mientras le daba una moneda de veinticinco centavos, que Will era reacio a aceptar, puesto que sabía que ese precio era superior al valor de mercado-. ¡Pero bueno, hombre, acéptelo! Y la semana que viene, si tiene más, me quedaré otra docena.

– Gracias, señora -dijo tras aceptar la moneda-. Se lo agradezco, y sé que la señora Dinsmore también lo hará. No se me olvidará decirle que le manda recuerdos.

Cuando se hubo ido, Gladys Beasley cerró el monedero de golpe, pero se quedó mirando la puerta sin guardarlo aún. Qué joven tan simpático. No sabía por qué, pero le caía bien. Bueno, sí que sabía por qué. Creía que tenía muy buen ojo para la gente, en especial para las mentes inquietas. Era evidente que la suya lo era por lo familiarizado que estaba con el catálogo de obras, por su habilidad para localizar lo que quería sin su ayuda y por la concentración con que leía, por no hablar de las ganas que tenía de poseer un carné de usuario.

Y también estaba dispuesto a regresar al camino de Rock Creek y trabajar para Eleanor Dinsmore después de las estupideces perniciosas que Lula Peak había vomitado sobre ella. Gladys había oído lo bastante como para saber lo que aquella buscona pretendía. ¿Cómo hubiese podido escapársele a nadie en aquel edificio con el techo abovedado en el que todo resonaba? Y Will Parker se había ganado más puntos a favor al haber ignorado a esa fresca. Gladys no había comprendido nunca qué sacaba la gente de difundir habladurías destructivas. Los vecinos del pueblo no habían sido nunca justos con la pobre Eleanor, y menos aún su propia familia. Su abuela, Lottie McCallaster, siempre había sido una mujer excéntrica, una fanática religiosa que asistía a todas las reuniones evangélicas que se celebraban a ochenta kilómetros a la redonda de Whitney. Se había librado en cuerpo y alma a su convicción religiosa, y se bautizaba cada vez que un redentor ambulante pedía a los pecadores que se purificaran con la Sangre de Cristo. Al final, se había procurado un autoproclamado clérigo, un predicador de la doctrina del Infierno llamado Albert See, que se había casado con ella, le había dado familia, la había instalado en una casa en las afueras del pueblo y se había ido a hacer su ruta dejándola básicamente sola para educar a su hija, Chloe.

Chloe había sido una niña apagada y silenciosa de ojos enormes, dominada por Lottie, sometida a su fanatismo. Había sido un misterio cómo una chica así, que se pasaba casi todo el tiempo vigilada por su madre, había logrado quedarse embarazada. Pero lo hizo. Y después, Lottie no había vuelto a dejarse ver, ni había permitido a Chloe hacerlo, ni a la niña, Eleanor, hasta que las autoridades las habían obligado a dejarla salir para ir al colegio con la amenaza de que, si no lo hacían, enviarían legalmente a la pequeña a una casa de acogida. Lo que la bibliotecaria recordaba más de Eleanor cuando era pequeña era su asombro al ver la espaciosa sala y al tener la libertad de moverse por ella sin que la reprendieran. Eso y cómo se quedaba frente a las ventanas por donde entraba el sol y lo absorbía como si no fuera a cansarse nunca de él. ¿Y quién podía culparla, pobrecilla?

Gladys Beasley no tenía demasiada imaginación, pero aun así, se estremecía al pensar en lo que debía de haber pasado la pobre niña ilegítima, Eleanor, viviendo en esa casa con los estores verdes bajados, como si la hubieran enterrado en vida.

Casi estaba dispuesta a conceder a Will Parker un carné de usuario de la biblioteca por su mera amistad con Eleanor, ahora que sabía de ella. Y cuando fue a la sección de ensayo y encontró una biografía de Beethoven sobre una mesa pero los libros sobre abejas y sobre manzanas bien puestos en su lugar, supo que había juzgado bien a ese hombre.

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