Capítulo 20

La guerra había sido dura con Lula. La había privado de todo lo que más le importaba: las medias de nailon, el helado de chocolate… y los hombres. Especialmente los hombres. Los mejores, los sanos, jóvenes y viriles se habían ido. Sólo habían quedado mierdas como Harley, de modo que no tenía más remedio que seguir obteniendo lo que necesitaba de ese pedazo de bruto. Pero ya ni siquiera podía chantajearlo. En primer lugar, no había gasolina para ir a Atlanta a mirar escaparates como hacía antes. ¡Quién podía ir a ninguna parte con diez míseros litros a la semana! Y aunque pudiera hacerlo, en las tiendas no había nada por lo que valiera la pena hacer chantaje. Ese condenado Roosevelt lo controlaba todo: no había coches, no había horquillas, no había secadores de pelo. ¡Y no había nada, absolutamente nada, de chocolate! Lula no entendía por qué todos los soldados que estaban en Europa tenían tantas chocolatinas que podían regalarlas mientras que ellos, en casa, tenían que pasarse sin ellas. Había aguantado mucho, pero que Roosevelt dictara una orden estableciendo de qué sabores podían hacerse los helados fue la gota que colmó el vaso. ¿Cómo diablos esperaba que un restaurante siguiera abierto sin helado de chocolate? ¿Y sin café?

Lula apoyó un pie en la tapa del retrete y se puso maquillaje para las piernas desde los dedos del pie hasta el muslo, irritada de nuevo por no tener medias de nailon. ¿Pero podía saberse cuántos paracaídas necesitaba el Ejército? Bueno, que no se dijera que Lula no lucía estupenda, por más obstáculos que tuviera que vencer. Cuando hubo terminado de aplicarse el maquillaje, se dibujó con cuidado una línea negra en la parte posterior de la pierna con un lápiz de ojos para simular las costuras. En bragas y sujetador, se dirigió a toda prisa a su dormitorio, se subió a la cama y se miró la parte posterior de las piernas en el espejo del tocador para comprobar el resultado. ¡Le había quedado perfecta!

Sacó del armario el vestido más sensual que tenía, largo por encima de las rodillas, ceñido en las caderas, con el talle naranja y blanco, unas hombreras enormes y un escote pronunciado. Lo probaría una vez más, sólo una. Si no conseguía nada, por lo que a ella respectaba, el engreído de Will Parker podría hacer lo que le viniera en gana. Después de todo, una mujer tenía su orgullo.

Se enfundó el vestido y regresó al cuarto de baño para hacerse su habitual recogido alto. Por lo menos tenía el rizador, y los bucles que le caían sobre la frente le rebotaban gratamente como muelles.

Toda arreglada, maquillada y perfumada, se tocó el pelo, posó delante del espejo con los brazos en jarras y las pantorrillas muy juntas, como Betty Grable, hizo su mohín más coqueto, se miró los dientes para comprobar que no estuvieran manchados de carmín y decidió que aquel hombre tenía que estar loco si prefería a la chiflada de Elly antes que a ella.

Se pasó la lengua por los dientes, se echó el aliento en la palma de la mano para olerlo y hurgó en el bolso para sacar una cajita de pastillas de regaliz. Maldijo a Wrigley, lo mismo que a Roosevelt, por suministrar chicle gratis al Ejército entero de Estados Unidos durante todo el tiempo que durara la guerra mientras que, en casa, la gente que quería pagar por él tenía que conformarse con chupar esas pastillitas.

Pero, a pesar de los pesares, partió en busca de su presa con un aliento agradable, unas piernas esculturales y un escote revelador. ¡Por el amor de Dios, ese hombre la hacía arder de deseo más que nunca! Ahora era un ex combatiente con un Corazón Púrpura. ¡Figúrate! Y todavía cojeaba un poco al andar, lo que lo hacía más atractivo aún.

Lo había visto a través del escaparate del café el día de mayo que había vuelto de la guerra, y casi se había ahogado en su propia saliva al verlo subir con las muletas los peldaños de la biblioteca para ir a ver a la vieja señorita Beasley. Antes de que hubiera llegado a la puerta, Lula había apretado el pubis contra la parte posterior de la barra para aliviarse un poco, y la reacción de su cuerpo al verlo no había cambiado nada desde entonces. En agosto seguía mirando la plaza sin cesar para atisbarlo un momento, y cuando no estaba en el pueblo, bastaba con que pensara en él para que todo se le removiera por dentro. Había que verlo con ese uniforme, con esas muletas, con ese bronceado y con esos ojos seductores bajo la visera de su gorra. Era el mejor pedazo de carne que había en aquel pueblo, y Lula juró por Dios que sería suyo por mucho que le costara lograrlo.

La puerta trasera de la biblioteca no estaba cerrada con llave. Giró el pomo sin hacer ruido. Dentro, oyó una radio que sonaba bajito y vio una luz tenue al final del estrecho pasillo de atrás. Lo recorrió de puntillas y se detuvo para asomarse a la sala principal de la biblioteca. Will sólo tenía una luz encendida y había corrido las cortinas para evitar que se viera desde el exterior. ¡Qué íntimo! ¡Eso sí que era tener suerte!

Will estaba trabajando, de espaldas a ella, con una rodilla en el suelo para mirar la parte inferior del tablero de una mesa. Tenía un destornillador en la mano y silbaba una canción. Lula se quitó silenciosamente los zapatos, los dejó junto a la mesa de préstamos y cruzó sigilosamente la habitación.

Cuando se detuvo tras él, pudo oler su tónico capilar y se estremeció de pies a cabeza. Como era habitual, se limitó a seguir los instintos de su cuerpo. No se detuvo a pensar que no se puede abordar por sorpresa a un ex combatiente entrenado en el arte de la supervivencia, con reacciones rápidas e instintos mortíferos, que se sobresaltaba con facilidad tras luchar en Guadalcanal. Era atractivo, olía bien y estaba segura de que tocarlo iba a ser una delicia. Con un movimiento suave y femenino, se acercó a él y empezó a deslizarle las manos alrededor del tronco.

Will echó el codo hacia atrás de golpe y le dio en el vientre. Luego se puso de pie de un salto, se giró de modo que hizo perder el equilibrio a Lula, le atizó un golpe terrible en un lado del cuello y la tumbó al suelo, por donde se deslizó dos metros antes de quedar enroscada alrededor de la pata de una mesa.

– ¡Qué diablos haces aquí! -estalló entonces.

Lula no podía hablar, no después de que la hubiera dejado sin respiración.

– ¡Levántate y márchate!

Quiso decir que no podía, pero movió las mandíbulas sin lograr emitir el menor sonido. Se acurrucó como pudo y se sujetó el vientre con ambos brazos.

La guerra había enseñado a Will que la vida era demasiado valiosa para desperdiciar ni siquiera un minuto con gente que no te gustaba. Se agachó hacia Lula y la levantó bruscamente.

– A ver si te enteras de una vez de que estoy felizmente casado y no quiero nada contigo, Lula -soltó-. ¡Vete y déjame en paz!

Con el cuerpo doblado, Lula dio unos pasos tambaleantes.

– Me… golpeaste…, borde -logró decir entre jadeos.

La levantó por el pelo tan deprisa que casi le quedó el maquillaje para las piernas en el suelo.

– ¡No me llames así! -le advirtió con los dientes apretados.

– ¡Bájame, cabrón! -gritó.

– ¡Eres una puta! -la insultó, y la alzó aún más.

– ¡Cabrón!

– ¡Puta!

– ¡Ay! ¡Bájame!

Will abrió la mano y Lula cayó como un montón de ropa mojada.

– Lárgate y no vuelvas a acercarte a mí nunca, ¿me oyes? ¡Acabé harto de las de tu calaña cuando era demasiado tonto para saber lo que hacía! Ahora tengo una buena mujer. ¿Me has oído? ¡Una buena mujer! -La levantó por la parte delantera del vestido y la empujó bruscamente nueve veces hasta la puerta trasera, recogiendo los zapatos por el camino. Los lanzó como si fueran dos granadas al callejón, la empujó fuera y le soltó a modo de despedida-: ¡Si estás caliente, ve a buscarte a otro, Lula!

La puerta se cerró de golpe y se oyó el pestillo.

Lula se la quedó mirando con los ojos llenos de odio.

– ¡Maldito seas, gilipollas! -bramó-. ¿Quién te crees que eres para tratarme así? -dio un fuerte puntapié a la puerta y se torció el dedo gordo. Mientras se lo apretaba, gritó más fuerte-: ¡Gilipollas! ¡Imbécil! ¡Marine de mierda! ¡Seguro que tu polla ni siquiera me llenaría la oreja!

Con la cara manchada del rímel que se le había corrido con las lágrimas, Lula bajó los peldaños a trompicones, recogió los zapatos y se marchó cojeando.

Llegó furiosa a su casa y descolgó de inmediato el teléfono. Le chilló el número a la operadora y esperó, dándose golpecitos impacientes en el pecho con el micrófono negro, manteniendo el auricular apretado sobre el pendiente naranja.

– ¿Diga? -oyó, pasados dos timbres.

– Harley, soy Lula.

– Lula -susurró Harley con cautela-. Te tengo dicho que no me llames nunca a casa.

– Me importa un carajo lo que me hayas dicho, Harley, así que cállate y escucha. Estoy que no puedo aguantarme y necesito que hagas algo al respecto, así que no digas nada, súbete a tu condenada furgoneta y ven para acá. Si no estás en mi casa dentro de quince minutos, iré yo en bicicleta a la tuya más deprisa que un ciclón. Y cuando haya terminado mi visita, tu querida Mae ya no tendrá ninguna duda sobre cómo te salieron aquellas manchas amarillentas en el interior de los muslos, ¿comprendes? ¡Muévete, Harley!

Colgó con tanta fuerza que casi rompió la mesa.

Harley no tenía demasiadas opciones. Cuanto mayor se hacía, menos necesitaba a Lula. Pero aquella mujer era tonta, y tenía tan malas pulgas que podía echar a perder su relación con Mae; no tenía ninguna intención de perder a Mae por culpa de una fulana de medio pelo. No, señor. Cuando se jubilara del aserradero con los bolsillos llenos después de que esa lucrativa guerra lo hubiese hecho rico, quería que Mae le llevara té helado al porche y que los chicos fueran a pescar con él y las niñas, bueno, qué caray, las niñas no servían de mucho, pero eran divertidas. La mayor ya tenía dieciséis años. Un par de años más y podría estar casada y darle nietos. La idea tenía un extraño atractivo para Harley. Esa condenada Lula podía fastidiarlo todo si se le ocurría irse de la lengua.

Abrió la puerta de la casa de Lula gritando.

– Lula, ¿tú eres tonta o qué? ¿Dónde diablos estás, Lula?

Lula estaba despatarrada en la cama, con los zapatos naranja de tacón alto, los pendientes naranja y unas cuantas marcas negras y azules de las manos de Will Parker en el cuerpo. Una barrita de incienso humeaba en la mesilla de noche y sus braguitas de encaje cubrían la pantalla de la lámpara para amortiguar la luz.

– Lula, ¿qué diablos pretendes llamándome y dándome órdenes como si fuera un…?

Harley cruzó la puerta y dejó de gritar como si una guillotina le hubiera cortado la lengua. Lula se estaba tocando con una mano y tendía la otra hacia él…


Dos meses después, un día gris de octubre, Harley recibió otra llamada de Lula, esta vez en el aserradero.

– Harley, soy yo.

– ¡Dios mío, pero cómo se te ocurre llamarme aquí! ¿Quieres que todo el mundo se entere de lo nuestro?

– Tengo que verte.

– Hoy trabajo turno y medio.

– ¡Te digo que tengo que verte! Tengo algo importante que decirte.

– Esta noche no puedo, tal vez el jue…

– Esta noche o lo soltaré todo ahora por teléfono mientras Edna Mae Simms controla la llamada desde la central. ¿Estás ahí, Edna Mae? ¿Lo estás oyendo todo?

– ¡Muy bien, muy bien!

– A las ocho y cuarto en mi casa.

– No salgo hasta las…

La llamada se cortó antes de que Harley pudiera terminar la frase.

Cuando llegó a casa de Lula, ésta se había puesto un reluciente salto de cama negro con orquídeas color cereza, grandes como platillos. Llevaba el pelo recogido hacia arriba y unos zapatos de tacón alto a juego con las orquídeas. Le recordaron una vez que su madre le había hecho comer remolacha y la había vomitado después. Lula abrió la puerta y la cerró detrás de Harley, de golpe. Luego se volvió para mirarlo con las manos en las caderas.

– Bueno, estoy embarazada, Harley, y el niño es tuyo. Quiero saber qué piensas hacer.

Harley se quedó como si le hubieran disparado una bazuca a pocos centímetros de la oreja. Estaba demasiado aturdido para hablar. Lula entró despacio en el salón, con la cabeza gacha, poniéndose bien una horquilla en la cabeza.

– ¿Embarazada? -tartamudeó Harley, sin aliento, con los ojos desorbitados.

– Sí, y el niño es todo tuyo y mío, Harleyito. -Se dio unas palmaditas en el vientre y esbozó una sonrisa sarcástica-. Me hiciste un buen bombo.

– ¡Pero si hace dos meses que no te veo, Lula!

– Exacto, y, por si no te acuerdas, no te pusiste ninguna goma.

– ¿Cómo iba a ponérmela si no tenía? Últimamente, las condenadas gomas escasean tanto como los neumáticos. ¡Es un milagro que Roosevelt no haya ordenado a los boy scouts que recojan las usadas como hacen con todo lo demás! -Harley se dejó caer en el sofá y se pasó una mano por el pelo-. Embarazada… Dios mío -murmuró.

Lula rodeó rígidamente con un brazo el respaldo de una butaca y empezó a repiquetear con las uñas pintadas de color rosa fuerte.

– Lo espero para mayo.

– ¿Has ido ya al médico?

– Sí. Hoy he ido a Calhoun.

– ¡Maldita sea, Lula! -exclamó Harley Se levantó de golpe y empezó a andar arriba y abajo-. ¿Por qué no me dijiste esa noche que podías quedarte embarazada? ¡Es culpa tuya, no mía!

– ¡Culpa mía! -Lula reaccionó como una cobra a la que han dado un puntapié-. ¡No permitiré que me eches a mí la culpa de esto, agarrado de mierda! Tú siempre follas primero y preguntas después. ¡Y sé muy bien por qué! ¡Porque sólo piensas en el dinero! ¡Lo estás ganando a manos llenas en el aserradero, con todos esos contratos del Gobierno que lo tienen funcionando a jornada completa, más otra media jornada en horas extra, y eres demasiado tacaño para ir a la farmacia y gastarte veinticinco centavos! ¡Bueno, pues ahora no me culpes a mí, Harley Overmire! ¡Lo único que tenías que haber hecho esa noche era dedicar diez segundos a ponerte una goma, pero no, tenías que abalanzarte sobre mí como un gato que huele una gata en celo!

– Espera un momento, Lula. Llego aquí y te encuentro como un tomate abierto que sólo está esperando que lo aliñen, ¿y pretendes que me pare a pensar? Hubieses podido cerrar las piernas un instante, ¿sabes?

– ¡Yo, yo, siempre yo! -bramó Lula-. Te has estado acostando conmigo durante seis años, ¿y cuántas veces pensaste antes en eso? ¿Eh? ¡Contesta, Harley! Siempre soy yo la que tiene que pensarlo. ¡Bueno, pues me harté! ¡Por una vez en tu vida podrías haber pensado tú y haberme tratado como la dama que soy y haberte entretenido un poco en lugar de lanzarte sobre mí como un cerdo en celo!

– ¡Un cerdo! ¡O sea que ahora soy un cerdo!

– No cambies de tema, Harley. ¡Te he dicho que quiero saber qué vas a hacer al respecto y quiero una respuesta!

– Una respuesta… Joder, ¿de dónde quieres que saque una respuesta?

Lula había estado recapacitando un poco y había llegado a la conclusión de que Harley Overmire era mejor que nada. Además, tampoco era tan malo en la cama. Y, por lo menos, su hijo tendría un padre. Dobló los dedos de una mano y se miró las uñas pintadas para ver si le había saltado el esmalte.

– Podrías dejar a Mae y casarte conmigo -sugirió.

– ¡Dejar a Mae!

De repente, Lula dejó de mostrar despreocupación y adoptó una expresión hosca.

– Bueno -replicó-, ¿qué más te da? Ya nunca lo haces con ella. ¡Tú mismo me lo dijiste!

– Es la madre de mis hijos, Lula.

– ¡Oh! -exclamó Lula mientras se daba golpecitos en el pecho con un dedo-. ¿Y qué soy yo?

A Harley no se le ocurrió ninguna respuesta rápida.

– ¿Qué soy yo, eh, Harley? Llevo un hijo tuyo en las entrañas pero como Mae es la madre de tus hijos, tal vez a ella le gustaría añadirlo a su colección. ¿Qué me dices? ¿Qué te parece si voy a ver a Mae y, como quien no quiere la cosa, le digo: «Oh, por cierto, Mae, el verano que viene tendré otro mocoso con cara de mono que añadir a tu descendencia.» ¿Qué me dices, Harley? ¿Quieres que haga eso?

– Sé razonable, Lula…

– ¡Que sea razonable! Razonable, dice, cuando soy yo la que va a vivir en la deshonra mientras él se pasa el rato en su porche con Mae y sus mocosos legítimos. ¿Que sea razonable? Te diré lo que es razonable, Harley. A ver qué te parece. Dos meses. En dos meses se me empezará a notar, y para entonces quiero una de estas dos cosas: O bien tu nombre en una licencia de matrimonio junto al mío, para que sepa que mi hijo va a tener sus necesidades cubiertas a lo largo de su vida, o bien diez mil dólares en el banco a mi nombre: a nombre de Lula Peak.

– ¡Diez mil dólares!

Lula se volvió hacia un espejo biselado de la pared del salón, abrió la boca y se secó cada comisura con un dedo. Luego se dio unos toquecitos en el pelo mientras añadía, como si se le acabara de ocurrir:

– O podría pedirle a Mae que lo criara ella y así se acabarían mis preocupaciones. -Se volvió hacia Harley y levantó las manos-. ¡Qué caray, nunca me han gustado demasiado los mocosos con cara de mono!


No fue un buen otoño para Harley Overmire. Lula no lo dejaba en paz. El aserradero le daba mucho dinero, desde luego, pero las ranas criarían pelo antes que él diera diez mil dólares a semejante fulana. Lula casi le había arrancado los ojos cuando le había sugerido buscar un médico para deshacerse del niño, pero lo peor de todo era que empezaba a molestarlo en casa: lo llamaba en plena noche o a la hora del desayuno y preguntaba por algún nombre inventado si la que contestaba era Mae.

Una noche se presentó en el aserradero a las nueve, cuando se iba, para recordarle que sólo le quedaban cuatro semanas para ofrecerle el dinero o el matrimonio. Cuando pasó otra semana sin visos de solución, llamó a Mae, le dijo su nombre y se lo contó a él después.

– Hoy he hablado con Mae.

– ¿Cómo dices?

– Hoy he hablado con Mae. La he llamado y le he dicho que estaba colaborando con la Cruz Roja y quería saber si podía hacer alguna donación para los paquetes de ayuda. Ha dicho que tenía botones, jabón, blocs y lápices, y que podía ir a su casa a recogerlos cuando quisiera, y eso he hecho.

– ¡No!

– ¡Claro que sí! He ido a tu casa, me he plantado en la puerta y he llamado. Mae me ha abierto y hemos tenido una charla muy agradable.

– Maldita sea, Lula…

– ¿Ves lo fácil que es, Harley? -dijo Lula con una expresión viperina.

A Harley le salió una úlcera. Los dolores estomacales se le intensificaron una noche, cuando repasó el correo al llegar a casa y vio que Lula había tenido la desfachatez de indicar al médico de Calhoun que enviara la factura directamente a casa de Harley. Cuando Mae le preguntó a qué correspondía el gasto, le explicó que alguien se había lastimado en el aserradero y que la factura había llegado a la casa por error.

Pero Lula lo seguía acosando a diario. Empezó a detestarla, y se preguntaba qué habría visto en ella al principio. Era dura, superficial y, por si fuera poco, tonta con ganas. Y pensar que su matrimonio corría peligro por culpa de una mujerzuela como ésa.

En el trabajo, Harley estaba distraído. En casa, nervioso. En todas partes, receloso. Esa condenada mujer se le aparecía en cualquier parte, decía cualquier cosa, hacía la primera imprudencia que le venía a la cabeza.

Lo peor fue el día que paró a su hijo mayor, Ned, cuando volvía a casa del colegio, y lo hizo entrar en el Café de Vickery para darle un helado de cucurucho gratis. Después, tuvo el descaro de contar a Harley lo que había hecho y de añadir con una voz seductora, mientras se toqueteaba ese feo pelo amarillo que tenía: «No has pasado demasiado tiempo en casa, Harley. Y ese hijo tuyo cada día está más guapo. Ya no tiene tanta cara de mono y es cada vez más alto. ¿Cuántos años tiene, Harley? ¿Catorce? ¿Quince, quizá?»

La amenaza era tan clara como la laca que se ponía en los rizos, y fue la gota que colmó el vaso. Cuando Lula Parker empezó a meterse con los niños, vio llegado el momento de pararle los pies.

Harley lo planeó cuidadosamente. El regalo que había dejado bajo el árbol de Navidad de Lula la tendría callada un tiempo, y lo haría justo después de las vacaciones.


Saldría bien. Conocía a Lula y sabía lo que Lula deseaba más que nada en el mundo, así que saldría bien. El último par de años no había sido sordo, tonto y ciego. En el aserradero, los hombres hacían comentarios procaces acerca de cómo Lula acechaba a Parker, cómo se lo comía con los ojos a través del escaparate del restaurante e incluso lo perseguía hasta la biblioteca. Pero se decía que Parker nunca le había dado lo que quería, de modo que Lula seguía muriéndose de ganas de estar con él.

Parker. Hasta el nombre le daba rabia. Parker y su condenado Corazón Púrpura. Parker, el héroe del pueblo, mientras que la gente se mofaba de Harley Overmire a sus espaldas y lo acusaba de haberse cortado el dedo para evitar que lo reclutaran. ¡Ninguno de ellos podía imaginar el valor que se necesitaba para pasar el dedo bajo una sierra! Y, además, alguien tenía que quedarse en casa y fabricar las cajas de madera para transportar todos esos fusiles y esas municiones.

«De modo que eres un héroe, ¿eh, Parker? Vas al pueblo con esas muletas y desfilas por la plaza con ese elegante uniforme para que todo el mundo se postre de rodillas y agite banderitas a tu paso. Bueno, no me gustaste la primera vez que te vi, asesino de putas, y ahora todavía me gustas menos. Puede que la primera vez que intenté echarte del pueblo no lo lograra, pero ésta lo conseguiré. Y las autoridades lo harán por mí.»

Tuvo que pasarse tres noches repasando los cubos de basura de la biblioteca en el callejón para encontrar el arma perfecta para estrangular a Lula: un trapo manchado de un polvo fácilmente identificable e impregnado de aceite de limón.

En cuanto obró en su poder, preparó con cuidado la nota con palabras y letras sueltas, recortadas de periódicos, que pegó en perpendicular a la composición tipográfica de una página de la sección de clasificados del Atlanta Constitution. Sin papel de carta que pudiera ser identificado, sin dejar huellas dactilares en el papel de diario.

VEN A LA PUERTA TRASERA DE LA BIBLIOTECA EL MARTES A LAS 11 DE LA NOCHE, W. P.

Lo envió en un sobre usado de la compañía eléctrica; recortó su dirección con una cuchilla y la sustituyó por otra hecha con letras de periódico.

Cuando Lula recibió la nota por correo la rompió en cuatro pedazos y soltó más tacos que un estibador.

«Ni lo pienses, Parker, después de que me maltrataras de esa forma y me llamaras puta. ¡Vete a la mierda!»

Pero Lula era Lula. Innegablemente apasionada. Cuanto más pensaba en Will Parker, más caliente se ponía. Ese hombretón. Ese pedazo de marine. Con esos hombros, esas piernas y ese enfurruñamiento. Le encantaba el enfurruñamiento, y también le encantaban los silencios inquietantes. Pero había visto una muestra de su genio y, si explotaba de ese modo en medio de un buen polvo… ¡bueeeeno! ¡Sería memorable! Y otra cosa que había descubierto: los hombres que tienen los lóbulos de las orejas largos suelen tener la polla a juego, y los lóbulos de las orejas de Parker no eran lo que se dice pequeños.

A las nueve del martes por la noche Lula estaba pegando con cinta adhesiva la nota rota. A las nueve y media sentía un ardor terrible en sus partes. A las diez estaba metida en una bañera llena de burbujas, preparándose.


Harley Overmire estaba agazapado bajo una llovizna fría de diciembre, maldiciéndola. Pero tenía suerte en una cosa: en los estados de la costa seguía vigente la obligación de mantener las luces apagadas por la noche. No había farolas. No había ventanas iluminadas. Nadie estaba en la calle a partir de las diez a no ser que dispusiera de autorización.

«Venga, Lula, venga. Tengo frío y estoy empapado, y quiero ir pronto a casa a acostarme.»

Tenía la puerta trasera de la biblioteca dos metros y medio por encima de la cabeza, al final de un tramo de peldaños altos de hormigón con una barandilla de hierro. Había oído a Parker cerrarla con llave e irse hacía más de media hora, y se había quedado escondido sin moverse, como un francotirador en un árbol, oyéndole bajar las escaleras, poner en marcha el coche e irse sin encender los faros.

Ahora estaba allí agazapado con su chaqueta negra de caucho y su viejo sombrero de fieltro, notando que la lluvia se le colaba por un roto del hombro. Se abrazó, con la espalda apoyada en el frío hormigón de la pared, y siguió escuchando cómo el agua de lluvia goteaba de los aleros de la biblioteca al callejón. El trapo untado de aceite le rodeaba la mano. Era algo sólido a lo que aferrarse.

Cuando oyó los pasos de Lula, el corazón se le aceleró como el de un mapache al ver una manada de lobos. Llevaba zapatos de tacón alto (clic, clic, clic), seguramente destapados, porque pisó un charco y soltó un taco. Esperó a que llegara al tercer peldaño y entonces se deslizó rápidamente para situarse sigilosamente detrás de ella.

Había planeado hacerlo deprisa, limpiamente, de modo anónimo. Pero el condenado trapo era viejo y se rasgó, de modo que Lula pudo soltarse, volverse y verle la cara.

– Harley…, no…, por…

Y se vio obligado a terminar el trabajo con las manos.

No había planeado ver la impresión y el horror en el rostro de Lula. Ni la brutalidad de su agonía. Pero la falta de luz no era tan absoluta como para ocultarlo. Y Lula forcejeó. Parecía mentira que una mujer de su tamaño pudiera luchar tanto tiempo y con tanta energía.

Cuando por fin sucumbió, Harley bajó tambaleándose los peldaños y vomitó en la pared de la biblioteca.

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