Capítulo 8

Esa noche, al acostarse, Eleanor estuvo un rato despierta, pensando en ese día, en el día siguiente, en los años que le esperaban. ¿Vivirían apaciblemente Will y ella o discutirían a menudo? Discutir era algo nuevo para ella. Los años que había estado casada con Glendon, no se habían peleado nunca, quizá porque Glendon era demasiado perezoso para hacerlo.

Donde había crecido tampoco había peleas. Ni risas. Pero había tensión, una tensión inagotable. Ya estaba presente en sus primeros recuerdos, acechando siempre como un monstruo que amenazaba con abatirse sobre ella y llevársela en sus alas negras. Estaba ahí en la forma en que la abuela se movía, como si agachar un poco los hombros fuera a disgustar al Señor. Estaba ahí en el cuidado con que su madre andaba para no hacer ruido, con que cumplía las órdenes sin quejarse y con que evitaba siempre mirar a los ojos a la abuela. Pero era mayor cuando el abuelo estaba en casa. Entonces, los rezos se intensificaban. Entonces, empezaba la «purificación».

Eleanor se arrodillaba en el suelo duro del salón, como le ordenaban, mientras el abuelo levantaba las manos hacia el techo y, con la rala barba gris temblando y los ojos en blanco, pedía el perdón de Dios. Junto a ella, la abuela gemía y actuaba como un perro al que le da un ataque antes de empezar a decir incoherencias mientras el cuerpo le temblaba. Y su madre, la pecadora, se arrodillaba, cerraba los ojos, entrelazaba los dedos con tanta fuerza que los nudillos se le ponían blancos y se balanceaba lastimosamente mientras movía los labios en silencio. Y ella, Eleanor, la hija del pecado, apoyaba la frente en las manos juntas y miraba de reojo el espectáculo, preguntándose qué habrían hecho su madre y ella.

Parecía imposible que su madre hubiera hecho algo malo. Era mansa como un corderito y casi nunca hablaba nada, salvo cuando el abuelo le ordenaba que rezara en voz alta y pidiera perdón por su depravación. La pequeña Eleanor se preguntaba qué sería la depravación. Y por qué sería ella hija del pecado.

Mientras fue pequeña, su madre hablaba a veces con ella, en voz baja, en la intimidad del dormitorio que compartían. Pero a medida que pasó el tiempo, se volvió más taciturna y retraída. Trabajaba mucho; la abuela se encargaba de ello. Hacía todas las tareas del jardín mientras la abuela se retiraba a la sombra y montaba guardia. Si alguien pasaba por la calle, la abuela corría hacia la puerta trasera y susurraba por una rendija: «¡Entra enseguida, Chloe!» Hasta que, con el tiempo, Chloe ya no esperaba la orden, sino que se metía a toda prisa en la casa en cuanto veía que alguien se acercaba.

Sólo podían hacerlo tres personas, por pura necesidad: el lechero, que dejaba las botellas en el peldaño trasero, el hombre de Raleigh al que compraban todo lo que necesitaba su despensa, y un hombre mayor llamado Dinsmore, que les repartía hielo para el refrigerador hasta que su hijo, Glendon, se hizo cargo del negocio. Si alguien más llamaba a su puerta, ya fuera el director del colegio, algún que otro vagabundo en busca de comida gratis o el encuestador del censo, sólo veía que un estor delantero se levantaba un poco a hurtadillas desde el interior.

Al final, empezó a ir a la casa un agente del orden que golpeaba la puerta de manera autoritaria y exigía que se le abriera. Quería saber si vivía ahí una niña. En caso afirmativo, tenía que asistir al colegio: lo ordenaba la ley.

La abuela se mantenía alejada de los estores bajados con una expresión cadavérica en el rostro y susurraba a Eleanor que guardara silencio, que no dijera ni una palabra.

Pero una vez el agente del orden fue cuando el abuelo estaba en casa.

– ¿Albert See? -gritó entonces-. Sabemos que en su casa vive una niña en edad escolar. ¡Si no abre la puerta, obtendré una orden judicial que me dará derecho a derribarla y a llevármela! ¿Quiere que haga eso, See?

Y así fue como Eleanor empezó a ir al colegio. Pero fue una experiencia dolorosa para la niña gris que ya era un año mayor y una cabeza más alta que el resto de alumnos de primer curso. Los demás niños la trataban como el bicho raro que era: una excéntrica desgarbada y silenciosa que ignoraba la mayoría de juegos básicos, no sabía desenvolverse en grupo y miraba todas las cosas y a todas las personas con unos enormes ojos verdes. Siempre titubeaba, y las pocas veces que mostraba su regocijo por algo, saltando y dando palmadas ante alguna diversión, lo hacía con una brusquedad inquietante y, después, se quedaba quieta como si alguien la hubiera apagado. Cuando las maestras intentaban ser amables, retrocedía como si la amenazaran. Cuando los niños se reían, les sacaba la lengua. Y los niños se reían con una regularidad cruel.

Para Eleanor, el colegio era como cambiar una cárcel por otra. De modo que empezó a hacer novillos. La primera vez temió que Dios se enterara y se lo contara a la abuela. Pero cuando no lo hizo, volvió a intentarlo y se pasó el día en el bosque y en el campo, lo que le permitió descubrir por fin lo maravillosa que era la auténtica libertad. Sabía estarse quieta y en silencio: lo hacía mucho en esa casa con los estores verdes bajados. Y, por primera vez, obtuvo algo a cambio. Se ganó la confianza de los animales, que seguían su rutina diaria como si fuera uno de ellos: serpientes, arañas, ardillas y pájaros. Sobre todo, los pájaros. Para Eleanor, esos seres maravillosos, los únicos que no estaban ligados a la tierra, eran los más libres de todos.

Empezó a estudiarlos. Cuando el quinto curso de la señorita Buttry fue a la biblioteca, Eleanor encontró un libro de John James Audubon con láminas de colores y descripciones de los habitats, los nidos, los huevos y las voces de los pájaros. Empezó a identificarlos en el campo: los reyezuelos, con su alegre y delicado canto; los ampelis americanos, que volaban en bandadas, parecían siempre afectuosos y se emborrachaban a veces de fruta demasiado madura; los arrendajos azules, pomposos y arrogantes, pero más bonitos aún que los mansos cardenales y las tangaras.

Una vez llevó migas en los bolsillos y las dispuso en círculo a su alrededor. Luego, se sentó tan quieta como su amigo, el cárabo, hasta que un pinzón purpúreo se acercó, se posó en la rama de un pino cercano y le dio una serenata con su dulce trino. Al cabo de un rato, el pinzón descendió hacia una rama inferior, donde ladeó la cabeza para observarla y Elly esperó hasta que el pinzón avanzó y se comió el pan. Encontró el pinzón un segundo día (estaba convencida de que era el mismo ejemplar), y también un tercer día, y cuando aprendió a imitar su canto, lo llamaba con la misma facilidad con que los demás niños le silbaban a su perro. Y un día se quedó de pie, como la Estatua de la Libertad, con las migajas en la palma, y el pinzón se le posó en la mano para comer de ella.

Poco después, en el colegio, un grupo de niños presumía de sus hazañas. Una niña con trenzas negras y unos prominentes dientes superiores afirmaba que podía hacer treinta y siete volteretas sin marearse. Otra, con la panza más oronda de la clase, se jactaba de que podía comerse catorce tortitas de una sentada. Y un niño, el más mentiroso de la clase, afirmaba que el año siguiente su padre iba a ir de safari a África y que él lo iba a acompañar.

Eleanor se acercó a su exclusivo círculo y comentó con timidez: «Yo sé llamar a los pájaros para que coman de mi mano.»

Se la quedaron mirando boquiabiertos como si estuviera loca. Luego, se rieron y cerraron filas de nuevo. Después de eso, susurraban sus pullas en voz lo bastante alta como para que las oyera aunque no quisiera: «La chiflada de Elly See habla con los pájaros y vive en esa casa con los estores bajados con la chalada de su madre y sus todavía más chalados abuelos.»

Fue durante una de sus escapadas de clase cuando habló por primera vez con Glendon Dinsmore. Volvía tarde a casa y salió corriendo de entre los árboles para bajar con estruendo un escarpado terraplén. Se deslizaron piedras hacia la carretera de más abajo y el carro de Dinsmore casi volcó porque la mula, sobresaltada, rebuznó y se movió hacia un lado.

– ¡So! -gritó Dinsmore mientras el animal casi partía el balancín de una coz portentosa. Una vez hubo controlado al animal, se quitó el polvoriento sombrero de fieltro y golpeó con él, nervioso, el asiento del carro-. ¡Por el amor de Dios, niña, cómo se te ocurre salir así del bosque!

– Es que tengo prisa. Tengo que llegar a casa antes de que los niños del colegio pasen por delante de ella.

– ¡Bueno, pues le has dado un susto tremendo a la pobre Madam! Deberías tener más cuidado cuando estás cerca de un animal.

– Perdón -dijo, aplacada.

– Ah… -Volvió a ponerse el sombrero y pareció sosegarse-. Supongo que no te has parado a pensarlo. Pero ve con más cuidado la próxima vez, ¿me oyes? -pidió mientras dirigía una mirada especulativa a los árboles y, después, de nuevo a la niña-. Has hecho novillos, ¿no? -Cuando ésta no respondió, adoptó una expresión más sagaz y echó la cabeza hacia delante para preguntar-: Oye, ¿no te conozco?

– Solía llevar hielo a nuestra casa cuando yo era pequeña -respondió Elly con los brazos cruzados a la espalda mientras balanceaba el cuerpo a derecha y a izquierda.

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Dinsmore. Cuando ella asintió, se rascó la sien, con lo que se ladeó el sombrero-. ¿Y cómo te llamas?

– Elly See.

– Elly See… -Hizo memoria-. Pues claro que sí. Ya me acuerdo. Yo soy Glendon Dinsmore.

– Ya lo sé.

– ¿Lo sabías? -Le dirigió una sonrisa torcida de sorpresa-. Vaya, ¿qué te parece? Pero ahora ya no voy a tu casa.

– Ya lo sé -dijo Elly, marcando una raya en la tierra con la puntita del pie-. El abuelo se compró un refrigerador eléctrico para que no nos tuvieran que traer más el hielo a casa. No les gusta que venga gente.

– Oh… Ahora lo entiendo -comentó, antes de señalar la carretera con un dedo-. Voy en tu misma dirección. ¿Quieres que te lleve?

Negó con la cabeza y se sujetó las manos con más fuerza a la espalda, de modo que la parte delantera de su vestido quedó como si llevara dos bellotas debajo. Dinsmore ya era, para entonces, un hombre. Elly calculó que tendría unos diecisiete o dieciocho años. Si la abuela la veía llegar a casa en su carro, terminaría pasando horas de rodillas.

– ¿Por qué no? A Madam no le importa llevar a dos personas.

– Tendría problemas. Tengo que ir directamente a casa al salir del colegio y no puedo hablar con desconocidos.

– Bueno, no quiero que tengas problemas. ¿Vienes por aquí a menudo?

– Pues… a veces -aclaró, mirándolo con recelo.

– ¿Qué haces en el bosque?

– Estudio a los pájaros -contestó y, por si acaso, añadió-: Para el colegio, ¿sabes?

Dinsmore levantó el mentón y asintió con aire de sapiencia, como si quisiera dar a entender que sabía a qué se refería.

– Los pájaros son bonitos -comentó antes de sujetar las riendas-. Bueno, tal vez volvamos a encontrarnos algún día, pero ahora será mejor que no te entretenga más. Hasta la vista, Elly.

Observó, perpleja, cómo se marchaba. Era la primera persona que, en sus doce años de existencia, la había tratado como si no estuviera loca ni fuera hija del pecado. Después de eso, pensaba en él mientras rezaba para olvidarse de lo mucho que le dolían las rodillas. Era un joven más bien desaliñado, con su pantalón con peto y sus botas grandes, y con sólo cuatro pelos en la barba. Pero a ella no le importaba su aspecto, lo único que le importaba era que la había tratado como si no fuera rara.

La siguiente vez que se escapó al bosque, encontró un sitio elevado del terraplén rocoso, justo detrás de un enebro, desde donde podía observar la carretera sin ser vista. Desde aquel escondite esperó a que volviera a aparecer. Cuando no lo hizo, le sorprendió darse cuenta de que estaba decepcionada. Fue allí tres días más antes de rendirse, sin saber muy bien qué esperaba que ocurriera si él pasaba por la carretera como la otra vez. Suponía que quería hablar con él. Era agradable hablar con alguien.

Pasó casi un año antes de que se lo encontrara de nuevo. Era otoño, pero hacía un día caluroso, las hojas tenían un color intenso y el cielo estaba oscuro. Elly seguía los pasos a los colines que señoreaban en las franjas de tierra sin cultivar, a los lados y debajo de las cercas, y cuyo canto le encantaba. Como no había conseguido acercarse a ninguno, se había dirigido al bosque para ocultarse mejor e intentarlo con los que estaban entre los arbustos. Los estaba llamando con un claro: «cuoi-li, cuoi-li», cuando vio que no atraía a ninguno de los colines que había en el zumaque sino a Glendon Dinsmore, que bajaba de la cima de la colina. Se detuvo en seco y lo observó acercarse con una escopeta en un brazo.

– ¡Hola, Elly! -gritó levantando el otro para saludarla con la mano.

Esperó, seria, a que llegara.

– Hola, Elly -repitió cuando estuvo delante de ella.

– Hola, Glendon.

– ¿Cómo estás?

– Bien, supongo.

Se quedaron un momento en blanco. Ella lo miraba sin sonreír, mientras que él parecía contento de habérsela encontrado. Tenía exactamente el mismo aspecto que la última vez: llevaba el mismo pantalón con peto, la misma barba desaliñada, el mismo sombrero polvoriento. Finalmente, cambió de postura y se frotó la nariz.

– ¿Qué tal tus pájaros? -preguntó entonces.

– ¿Qué pájaros? -Los pájaros eran cosa suya y de nadie más.

– Dijiste que los estudiabas. ¿Qué estás aprendiendo?

¿Después de un año entero recordaba que estudiaba a los pájaros?

– Estoy intentando llamar a los colines para que se me acerquen -explicó, ablandada.

– ¿Los llamas y vienen? ¡Caray! -soltó, y parecía impresionado, no como los niños del colegio.

– A veces. A veces no funciona. ¿Qué haces con esa arma?

– Cazar.

– ¡Cazar! ¿Quieres decir que matas animales?

– Ciervos.

– Yo no podría disparar a ningún animal.

– Mi padre y yo nos comemos los ciervos que cazamos.

– Bueno, espero que no encuentres ninguno.

– Eres increíble, muchacha -dijo tras retroceder y soltar una breve carcajada-. Ya me acordaba de que lo eras. ¿Y qué? ¿Has visto algún colín?

– No, aún no. ¿Has visto algún ciervo?

– No, aún no.

– Yo he visto uno, pero no te diré dónde. Lo veo casi todos los días.

– ¿Vienes aquí todos los días?

– Casi.

– Yo también, durante la temporada de caza.

Elly reflexionó un momento, pero le pareció ridículo sugerir que volvieran a encontrarse. Después de todo, ella sólo tenía trece años y él era cinco años mayor.

Como la mera idea la asustó, se dio la vuelta de golpe.

– Tengo que irme -anunció, y se marchó corriendo.

– ¡Espera, Elly!

– ¿Qué?

Se paró a unos seis metros de distancia, mirándolo.

– Puede que volvamos a vernos algún día. La temporada de caza dura un par de semanas más, ¿sabes?

– Puede -coincidió. Lo observó en silencio y, después, repitió-: Tengo que irme. Si no estoy en casa a las cuatro y cinco, tendré que rezar media hora más.

Se volvió de nuevo y corrió todo lo que pudo, asombrada de que fuera tan simpático con ella y de que no le importara en absoluto su locura. Después de todo, había estado en esa casa; sabía de dónde procedía, conocía también a su familia. Y, aun así, quería ser amigo suyo.

Al día siguiente regresó al mismo sitio, pero se escondió donde no pudiera verla. Al cabo de un rato, Glendon se acercó por la misma colina con el arma de nuevo en un brazo y un saco lleno en el otro. Se sentó bajo un árbol, dejó el arma en su regazo y el saco junto a su cadera. Empujó hacia atrás el sombrero polvoriento, se sacó del peto una pipa hecha con mazorca de maíz seca, la llenó con el contenido de una bolsita fruncida con un cordón y la encendió con una cerilla de madera. Elly tuvo la impresión de no haber visto nunca a nadie tan contento.

Se fumó toda la pipa con las botas viejas cruzadas y un brazo apoyado sobre la barriga. Cuando sacudió la pipa para hacer caer el tabaco a medio fumar al suelo y apagarlo con la bota, Elly se puso nerviosa. ¡Se iba a ir enseguida!

Así que salió de su escondite y se quedó quieta para que la viera. Y, cuando lo hizo, se le iluminó el rostro con una sonrisa.

– ¡Hola!

– Hola.

– Bonito día, ¿no te parece?

Un día era bastante parecido al siguiente para ella. Entornó los párpados mirando al cielo y se quedó callada.

– Te traigo una cosa -dijo Glendon, y se levantó.

– ¿Para mí? -Lo miró con recelo. De donde ella era, nadie tenía detalles con nadie.

– Para tus pájaros -aclaró Dinsmore, que se agachó para recoger el saco atado con cordel.

Se lo quedó mirando, sin habla.

– ¿Cómo va tu estudio de los pájaros?

– Oh, bien. Muy bien.

– El año pasado los estudiabas para el colegio. ¿Por qué los estudias éste?

– Por diversión. Me gustan los pájaros.

– A mí también -comentó Glendon a la vez que le dejaba el saco cerca de los pies-. ¿En qué curso estás?

– En séptimo.

– ¿Te gusta?

– No tanto como el año pasado. Entonces tenía a la señorita Natwick.

– Yo también la tuve. Aunque no me gustaba demasiado el colegio. Dejé de ir después de octavo. Hacía la ruta del hielo y ayudaba a mi padre en la granja -le explicó, y luego señaló con la cabeza para añadir-: Él y yo vivimos ahí detrás, en el camino de Rock Creek.

Elly miró en esa dirección, pero sus ojos descendieron enseguida hacia el saco que yacía en el suelo del bosque.

– ¿Qué hay dentro?

– Maíz.

Tal vez a los huraños picogruesos azules les gustara el maíz. Quizá con él pudiera acercarse más a ellos. Hubiese debido darle las gracias, pero no le habían enseñado nunca a hacerlo. Así que hizo otra cosa: le dio un poco de su valiosa información sobre los pájaros.

– Las oropéndolas son los pájaros que más me gustan. Pero no comen maíz. Sólo insectos y uvas. Aunque es probable que a los picogruesos azules les encante.

Glendon asintió, y Elly vio que no necesitaba más agradecimiento. Cuando él le hizo más preguntas sobre el colegio, le contó que a veces estudiaba cosas sobre los pájaros en los libros de la biblioteca. Algunas veces llevaba esos libros al bosque. Otras, sólo un bloc y lápices de colores y hacía dibujos con los que, una vez en la biblioteca, identificaba a los pájaros.

Él le explicó que, en su casa, colgaba calabazas secas a modo de pajareras.

– ¿Calabazas secas?

– A los pájaros les encantan. Hazles un agujero y se instalan en ellas enseguida.

– ¿De qué tamaño tiene que ser el agujero?

– Depende del tamaño del pájaro. Y de la calabaza. -Al cabo de un rato, tras mirar el reloj, dijo-: Son casi las cuatro. Será mejor que te vayas.

No llegó más allá de la siguiente colina antes de arrodillarse y desatar el cordel con dedos temblorosos. Echó un vistazo al interior del saco y se le aceleró el corazón. Hundió las manos en los dorados granos secos y dejó que le cayeran entre los dedos. Aquel entusiasmo era algo nuevo para ella. Nunca antes había tenido ninguna ilusión.

Al día siguiente Dinsmore no apareció. Pero cerca de los zumaques donde se habían encontrado dos veces había dejado tres calabazas con rayas verdes y amarillas, cada una con un agujero de distinto tamaño y provistas de un alambre para colgarlas.

Un regalo. ¡Le había hecho otro regalo!

La temporada de caza pasó sin que volviera a verlo hasta el último día. Llegó por la colina con la escopeta, y ella se quedó esperándolo a plena vista, erguida como un palo: una chica sosa, poco atractiva, cuyos ojos parecían más oscuros de lo que eran en realidad debido a la palidez de su rostro pecoso. No le sonrió ni vaciló, sino que lo invitó directamente:

– ¿Quieres ver dónde colgué las calabazas? -Elly no había confiado nunca tanto en alguien en toda su vida.

Después de eso, se encontraban a menudo. Era fácil estar con él, porque conocía el bosque y sus animales como ella, y siempre que lo recorrían juntos se mantenía a una respetable distancia, caminando con los pulgares en los bolsillos traseros de su pantalón con peto, algo agachado.

Le enseñó las oropéndolas, los picogruesos azules y los azulillos norteños. Y observaron juntos los pájaros que se instalaron en las tres calabazas rayadas: dos familias de gorriones y, en primavera, un solitario ruiseñor azul. Tras varios meses encontrándose, Elly tomó un puñado de maíz para enseñarle cómo llamaba a los pájaros y conseguía que le comieran de la mano.

Al año siguiente, cuando había cumplido los catorce, un día se reunió con él con una expresión de tristeza en la cara. Se sentaron en un tronco caído para mirar la cavidad de un árbol cercano donde se refugiaba una zarigüeya.

– No puedo volver a verte, Glendon.

– ¿Por qué?

– Porque estoy enferma. Es probable que me muera.

Se volvió hacia ella, alarmado.

– ¿Morirte? ¿Qué tienes?

– No lo sé, pero es grave.

– Bueno… ¿Te han llevado al médico?

– No hace falta. Ya estoy sangrando, ¿qué podría hacer un médico?

– ¿Sangrando?

Asintió con los labios apretados, resignada, y con los ojos puestos en el agujero de la zarigüeya.

Glendon recorrió disimuladamente con la mirada la parte delantera de su vestido, donde las bellotas habían crecido hasta adquirir el tamaño de ciruelas.

– ¿Se lo has contado a tu madre?

– No serviría de nada. -Negó con la cabeza-. Está algo tocada. Es como si ya ni siquiera supiera que existo.

– ¿Y a tu abuela?

– Me da miedo decírselo.

– ¿Por qué?

– Porque sí -contestó con los ojos puestos en el suelo.

– Pero ¿por qué?

Se encogió de hombros con aire desdichado, porque tenía la vaga sensación de que lo que le pasaba tenía algo que ver con ser hija del pecado.

– ¿Sangras por tus partes? -preguntó Glendon, y, cuando ella asintió en silencio, sonrojada, añadió-: ¿Es que no te lo han explicado?

– ¿Qué tenían que explicarme? -Le echó una breve mirada de reojo.

– Eso les pasa a todas las mujeres. Si no, no pueden tener hijos.

Giró la cabeza de golpe, y Glendon se concentró en el sol que asomaba por detrás del tronco de una vieja encina.

– Tendrían que habértelo dicho para que supieras que debías esperarlo -comentó entonces-. Ve a casa, cuéntaselo a tu abuela y ella te dirá qué hacer.

Pero Eleanor no lo hizo. Aceptó la palabra de Glendon de que era algo natural. Cuando vio que le sucedía a intervalos regulares, empezó a controlar el tiempo que transcurría entre los períodos para estar preparada.

Cuando cumplió quince años le preguntó qué significaba la expresión «hija del pecado».

– ¿Por qué?

– Porque es lo que yo soy. Me lo dicen constantemente.

– ¡Te lo dicen! -Con una expresión tensa en la cara, recogió un palito, lo partió en cuatro partes y las lanzó lejos-. No es nada -aseguró con fiereza.

– Es algo horrible, ¿verdad?

– ¿Por qué debería serlo? Tú no eres horrible, ¿no?

– Les desobedezco y hago novillos.

– Eso no te convierte en una hija del pecado.

– ¿Qué, entonces? -Cuando Glendon no dijo nada, apeló a su amistad-. Eres amigo mío, Glendon. Si tú no me lo dices, ¿quién va a hacerlo?

– Muy bien, te lo diré -aseguró Glendon, que estaba sentado en el suelo del bosque con ambos codos juntos sobre las rodillas mirando el palito roto-. ¿Recuerdas cuando vimos que las codornices se apareaban? ¿Recuerdas lo que pasó cuando el macho se subió encima de la hembra? -Le dirigió una mirada rápida y vio que asentía con la cabeza-. Las personas también se aparean así, pero sólo deberían hacerlo cuando están casadas. Si lo hacen cuando no lo están y tienen un bebé, gente como tu abuela lo llama «hijo del pecado».

– Entonces yo lo soy.

– No, no lo eres.

– Pero si…

– ¡No lo eres! ¡Y no quiero volver a oír nada al respecto!

– Pero no tengo padre.

– Eso no es culpa tuya, ¿verdad?

Elly entendió entonces lo de las purificaciones, y por qué llamaban «pecadora» a su madre. Pero ¿quién era su padre? ¿Lo sabría alguna vez?

– ¿Glendon?

– ¿Qué?

– ¿Soy bastarda? -Había oído cómo susurraban esa palabra a sus espaldas en el colegio.

– Elly, tienes que aprender a no preocuparte por cosas que no son importantes. Lo importante es que eres una buena persona.

Se quedaron en silencio un buen rato, escuchando una bandada de gorriones que gorjeaba en los espinos cervales donde colgaban las calabazas. Eleanor alzó los ojos hacia los fragmentos de cielo azul visibles entre las ramas.

– ¿Has deseado alguna vez que alguien se muera, Glendon?

– No -contestó tras reflexionar muy serio-, creo que no.

– Yo, a veces, desearía que mis abuelos se murieran para que mi madre y yo ya no tuviéramos que rezar más y para que pudiera subir los estores de la casa y dejar salir a mamá. Creo que una persona buena no desearía algo así.

Glendon le puso una mano en el hombro para consolarla. Era la primera vez que la tocaba deliberadamente.

Eleanor vio hecho realidad su deseo a los dieciséis años. Albert See murió mientras recorría su ruta…, en la cama de una mujer llamada Mathilde King. Resultó que Mathilde King era negra y le entregaba sus favores a cambio de dinero.

Elly informó de su muerte a Glendon sin la menor muestra de pesar. Cuando él le tocó la mejilla, comentó:

– No pasa nada, Glendon. Él era el auténtico pecador.

La impresión y la vergüenza de las circunstancias que rodeaban la muerte de su marido hicieron que Lottie See fuera incapaz, a partir de entonces, de mirar a la cara a su hija y a su nieta. Vivió menos de un año, y la mayor parte de ese tiempo se lo pasó sentada en una silla Windsor mirando un rincón del salón, donde los estores verdes tenían los bordes pegados a los marcos de las ventanas con cinta adhesiva. Ya no hablaba para rezar ni para obligar a Chloe a arrepentirse, sino que se pasaba el rato sentada mirando la pared, hasta que un día la cabeza se le inclinó hacia delante y los brazos le cayeron hacia los costados.

Cuando Elly informó de la muerte de su abuela a Glendon tampoco derramó lágrimas ni se lamentó. Él le tomó la mano y se la sujetó mientras permanecían sentados en un tronco sin decir nada, escuchando la naturaleza que los rodeaba.

– Es probable que la gente como ellos… sea más feliz muerta -comentó Glendon-. No saben qué es la felicidad.

– A partir de ahora, puedo verte siempre que quiera -dijo Elly sin dejar de mirar hacia delante-. Mi madre no me lo impedirá, y voy a dejar el colegio y a quedarme en casa para cuidar de ella.

Eleanor quitó la cinta adhesiva de los estores. Pero cuando los subió, Chloe gritó y se acurrucó mientras se protegía la cabeza como si fueran a golpearla. Su miedo frenético ya no guardaba relación alguna con la realidad. La muerte de sus padres, en lugar de liberarla, la había sumido aún más en el mundo de la locura. No podía hacer nada por sí misma, así que Eleanor se encargó de su cuidado, y la alimentaba, la vestía y satisfacía sus necesidades diarias.

El padre de Glendon murió cuando Elly tenía dieciocho años. Su pena contrastaba mucho con la falta de emoción de Elly a la muerte de sus abuelos. Se encontraron en el bosque y Glendon lloró lastimosamente. Ella lo abrazó por primera vez.

– Ah, Glendon, no llores… No llores.

Pero, por dentro, le parecía hermoso que alguien llorara por la muerte de un padre. Lo meció contra su pecho y, cuando dejó de llorar, Glendon eliminó el pesar que le quedaba en su cuerpo virginal. Para Elly fue un acto de amor espiritual, no carnal. Ya no rezaba, ni volvería a hacerlo nunca. Pero consolar de esa forma a alguien tan desconsolado era una oración más coherente que cualquiera de las que le habían obligado a decir de rodillas en esa casa en penumbras.

Cuando se terminó, se quedó tumbada boca arriba, observando el pálido cielo a través de los tiernos brotes primaverales.

– No quiero tener hijos del pecado, Glendon -dijo.

– No los tendrás -replicó Glendon mientras le tomaba la mano con fuerza-. ¿Te casarás conmigo, Elly?

– No puedo. Tengo que cuidar de mi madre.

– Podrías cuidar igualmente de ella en mi casa, ¿no? Voy a sentirme muy solo. ¿Sabes qué? Podríamos cuidarla juntos. No me importaría nada que viviera con nosotros. Y ella me recuerda, ¿no? De cuando os llevaba hielo a la casa.

– Jamás le he hablado de ti, Glendon. Tampoco lo entendería. Está loca, ¿comprendes? La asusta la luz del día. Ya no sale nunca de casa, y tengo miedo de que se muera del susto si la saco.

Pero Chloe se murió igualmente, un año después que sus padres, sin sufrir, mientras dormía. El día que la enterraron, Elly recogió sus escasas pertenencias, cerró la puerta a todos aquellos estores bajados, se subió al carro de Glendon y jamás volvió la vista atrás. Fueron a Calhoun, adquirieron una licencia de matrimonio en el juzgado y se casaron en una hora. Más que la consumación de un noviazgo, su boda fue la prolongación natural de dos vidas solitarias que juntas no lo eran tanto. Su vida matrimonial fue bastante igual: compañerismo sin demasiada pasión.


Y ahora Elly volvía a casarse, de modo parecido, por motivos similares. Estaba acostada en la cama, pensando en el día siguiente con un nudo en la garganta. ¿Por qué para la chiflada de Elly See el matrimonio no podía ser nada más que un acuerdo racional? Ella también tenía sentimientos, penas, deseos y necesidades, como todo el mundo. ¿Acaso los había suprimido por completo al tener que pasarse tantos años conteniéndolos, obligada a obedecer y a callar en aquella casa oscura? Nadie le había enseñado cómo se portaban las mujeres con los hombres. Querer a los niños era fácil, pero hacerle saber a un hombre lo que sentías por él era algo completamente distinto.

¿Por qué no podía haber dicho a Will que tenía miedo de que las abejas lo lastimaran? No, ella había tenido que lanzarle un huevo. ¡Por el amor de Dios, le había lanzado un huevo, cuando ese hombre había hecho tanto por ella y lo único que deseaba era hacer más! Se le llenaron los ojos de lágrimas de la vergüenza, y se los tapó con un brazo mientras recordaba. Le había pasado algo extraño cuando Will se había ido riendo en lugar de enojado. Algo extraño en la boca del estómago. Seguía ahí cuando volvió a casa para cenar, algo que no había sentido nunca, ni siquiera con Glendon. Una especie de exaltación. Algo que le oprimía el corazón, algo que le ocluía la garganta.

Volvía a sentirlo, con fuerza y con insistencia, cuando se imaginaba a Will, larguirucho y delgado, y tan distinto de Glendon. Se afeitaba todas las mañanas, se lavaba tres veces al día y se cambiaba de pantalones todos los días. Le daba más ropa sucia en una semana que Glendon en un mes. Pero no le importaba. En absoluto. A veces, mientras le planchaba la ropa, pensaba en él con ella puesta, y volvía a sentirlo: un nudo en el estómago y el corazón acelerado.

Antes, cuando había entrado en la cocina y la había tomado por un brazo, con el torso desnudo, la piel morena y aún mojada después de lavarse, casi se había desmayado al verlo. La chiflada de Elly había deseado que Will Parker la besara. Por un instante, había creído que tal vez lo haría, pero, al final, no había sido así, y el sentido común le decía por qué: porque estaba embarazada y era tonta y poco atractiva.

Se acurrucó apenada en la cama porque al día siguiente se casaba y había sido ella quien había tenido que pedirlo.

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