Capítulo 12

Will tomó el coche, por deferencia a la señorita Beasley. De camino al pueblo, hablaron de los niños, del cumpleaños y, finalmente, de Elly.

– Es una mujer terca, señorita Beasley. Vale más que lo sepa, la razón por la que le pedí ese libro sobre partos humanos es que se niega a que la atienda ningún médico. Quiere que yo traiga el bebé al mundo.

– ¿Y usted lo hará?

– Supongo que tendré que hacerlo. Si no, lo hará sola. Es así de terca.

– Y usted tiene miedo.

– ¡Joder, si lo tengo! -De repente, recobró la compostura-. Oh, perdone. Lo que quiero decir es que cualquiera lo tendría.

– No lo estoy culpando, señor Parker. Pero, al parecer, sus otros dos hijos nacieron en casa, ¿no?

– Sí.

– Sin complicaciones.

– Ya está hablando como ella.

Él le contó lo del libro y cómo lo había asustado. Ella le habló de cuando iba a la universidad y de cómo la había asustado, pero que la experiencia la había vuelto una persona más fuerte. Él le habló de los niños y de lo extraño que se había sentido al principio estando con ellos. Ella le dijo que ella también se había sentido extraña al estar con ellos esa tarde. Él le explicó el miedo que Elly tenía a las abejas y lo mucho que a él le gustaba trabajar con ellas. Ella le dijo lo mucho que le gustaba trabajar entre libros y que, con el tiempo, Elly se daría cuenta de que era cuidadoso y diligente, pero que debía tener paciencia con ella. Él le preguntó qué clase de hombre era Glendon Dinsmore y ella le respondió que era tan distinto de él como el aire lo era de la tierra. Él quiso saber si él era el aire o la tierra. Ella rio y contestó: «Eso es lo que me gusta de usted; no se sabe.»

Hablaron todo el trayecto hasta llegar al pueblo, discutieron un poco, y ninguno de los dos se planteó la extraña pareja que hacían: Will, con sus antecedentes penales y su educación chapucera; la señorita Beasley con su estimable cargo y su título universitario. Will con su larga experiencia en vagar de un lugar a otro, la señorita Beasley con su larga experiencia en permanecer en un solo sitio. Él con sus casi tres hijos, ella, solterona. Ambos se habían sentido solos a su propia manera. Will, debido a su pasado de huérfano; Gladys, debido a su intelecto superior. Él era un hombre que rara vez se confiaba a nadie; ella una mujer a la que rara vez alguien se confiaba. Él se sentía afortunado de tenerla como mentora y, ella, halagada de haber sido elegida como tal.

Diametralmente opuestos, encontraron el uno en el otro el complemento perfecto para sus conversaciones, y cuando llegaron al pueblo se había cimentado su respeto mutuo.

Esa tarde la biblioteca estaba cerrada en memoria de Levander Sprague, que había trabajado en ella casi un tercio de su vida. Era un día nublado, pero el interior del edificio era cálido y había mucha luz. Al entrar, Will lo miró con otros ojos: madera reluciente, ventanas inmensas y un orden perfecto. Era increíble poder trabajar en semejante sitio.

La señorita Beasley le enseñó todo el edificio, le explicó sus obligaciones, le mostró los materiales y el horno, le pidió que llegara todos los días cinco minutos antes de cerrar para poder darle cualquier instrucción especial y le tendió una llave.

– ¿Para mí? -preguntó mirándola como si fuera el reloj de oro del abuelo de la señorita Beasley.

– Tendrá que cerrar cada noche al irse.

La llave. ¡Dios santo, esa mujer estaba dispuesta a confiarle la llave! Nunca había tenido nada. Ahora tenía una casa y una biblioteca en la que podía entrar siempre que quisiera.

– Esta biblioteca es de propiedad pública, señorita Beasley -le dijo en voz baja, sin apartar la vista del metal frío que tenía en la mano-. Puede que haya gente que ponga objeciones a que le dé la llave a un ex presidiario.

La señorita Beasley hinchó el pecho y entrelazó las manos bajo él.

– Que lo intenten, señor Parker. Estaría encantada de librar pelea -aseguró y, tras cerrarle los dedos alrededor de la llave, añadió-: Y la ganaría.

Will no tenía la menor duda de que así sería. El metal le ardía en la mano mientras esbozaba una sonrisa. Pensó que algún pobre diablo hubiese podido tener a aquella mujer toda la vida con él pero había dejado escapar la oportunidad. El pueblo tenía que estar lleno de hombres realmente idiotas.

Entonces lo dejó solo y se fue a casa a pasar lo que le quedaba de su poco habitual día libre. Will recorrió las salas silenciosas, maravillado con la idea de que no iba a tener ningún supervisor, capataz ni carcelero; podría hacer las cosas a su manera, a su propio ritmo. Le gustaban el silencio, el olor, la amplitud y la utilidad de aquel lugar. Representaba una faceta de la vida que él se había perdido. Lo visitaba gente formal, responsable. A partir de ahora, él sería uno más de ellos: dejaría su confortable hogar para ir allí a trabajar cada día, cobraría su sueldo cada semana, sabiendo que haría lo mismo la siguiente semana, y la otra, y la otra. Rebosante de sentimientos que no sabía cómo expresar, apoyó las dos manos abiertas en una de las mesas de lectura, resistente, útil, necesaria; como lo sería él ahora. Mesas hechas de roble macizo, de madera de calidad, para que duraran. Él también duraría en aquel trabajo porque en la señorita Beasley había encontrado una persona que juzgaba a un hombre por lo que era, no por lo que había sido. Se plantó delante de una de las ventanas y miró abajo, hacia la calle.

«Gracias, Levander Sprague, dondequiera que estés.»

El cuarto del encargado olía a aceite de limón y a líquido de limpiar. Le encantaba la idea de que aquel lugar fuera territorio suyo. Reunió el material que necesitaba y se dirigió ilusionado al espacio público para levantar las sillas y limpiar el suelo de madera noble con una mopa. Sacó el polvo de los marcos de las ventanas, de los muebles, de la ordenada mesa de la señorita Beasley, vació la papelera, quemó los papeles en la incineradora y se sintió como si acabaran de elegirlo gobernador.

A las seis y media, regresó a casa.

A casa.

La palabra jamás había sido tan prometedora. Ahí lo estaba esperando ella, la mujer que lo había llamado «cariño». Aquella a la que había besado en la mejilla. Aquella cuya cama compartía. Al pensar que regresaba con ella, empezó a imaginar cosas: que se acercaba y ella lo estrechaba entre sus brazos mientras él le hundía la cara en el cuello. Que lo abrazaba como si le importara.

Ahora que tenía un trabajo se sentía distinto. Más atrevido, más digno. Quizás esa noche la besara y a la mierda las consecuencias.

Cuando llegó, la cocina estaba vacía, pero la cena lo esperaba en una fiambrera, encima del depósito para el agua. La tarta de cumpleaños estaba en el centro de la mesa recogida. Desde el dormitorio de los niños le llegaba un poco de luz y un murmullo de voces. Se llevó el plato y el tenedor hasta la puerta y vio que Elly estaba metida en la cama de Donald Wade, sentada con un brazo alrededor de cada niño.

– … rodeó corriendo el gallinero gritando al zorro, preparado para disparar, y cuando… -se interrumpió al verlo en la puerta-. Oh… Will… Hola. -Su semblante expresó alegría-. Estaba contando un cuento a los niños.

– No pares.

Sostuvieron la mirada unos instantes eléctricos mientras Eleanor se sonrojaba y se ponía un mechón de pelo tras la oreja. Finalmente, prosiguió el cuento. Will se apoyó en el marco y empezó a comerse el picadillo de carne con patatas y judías escuchando y riendo entre dientes mientras ella entretenía a los niños con un cuento alegre lleno de bichos peludos. Cuando terminó de contar la historia, dio un beso a cada uno de sus hijos, se levantó de la cama y tendió las manos hacia Thomas.

Will se acercó.

– No deberías cargarlo. Ten, aguanta esto.

Le dio el plato y llevó a Thomas a la cuna. Después siguió el ritual de los besos de buenas noches y, al final, dejaron la puerta de los niños entreabierta y se dirigieron tranquilamente a la cocina.

– ¿Cómo te ha ido en la biblioteca?

– ¿Sabes qué ha hecho la señorita Beasley? -preguntó Will, atónito.

– ¿Qué?

– Me ha dado la llave. Figúrate. Yo, con la llave de algo.

Eso la conmovió. No sólo el asombro de Will, sino el hecho de que la señorita Beasley confiara en él. Mientras él enjuagaba el plato y le describía sus obligaciones, se sentó en una mecedora y puso uno de los tapetitos de Madeira en un tambor de bordar. Will acercó una silla a ella para tomarse una taza de café mientras miraba cómo creaba flores de colores donde antes sólo había habido tinta azul. Hablaron en voz baja, tranquilos en apariencia, pero con una creciente tensión subyacente a medida que el reloj se iba acercando a la hora de acostarse.

Cuando llegó el momento, Will arqueó el cuerpo y lo estiró mientras Eleanor guardaba su labor. Hicieron sus salidas, cerraron la casa para la noche y se retiraron a su cuarto para desvestirse, dándose la espalda, como era su costumbre. Cuando se hubo quedado en ropa interior, Will volvió la cabeza y captó un momento la espalda desnuda y el costado de un pecho de Eleanor, que se estaba pasando un camisón blanco por la cabeza.

«Cariño.» El recuerdo de esa palabra le llevó a plantearse todas las posibilidades que podía abarcar. ¿Lo habría dicho en serio? ¿Era realmente el cariño de alguien por primera vez en su vida?

Se sentó en el borde de la cama y dio cuerda al despertador a la espera de notar cómo el colchón se hundía con el peso de Eleanor para tumbarse y bajar la luz de la lámpara.

Yacían memorizando el techo mientras repasaban mentalmente lo sucedido ese día: un regalo de cumpleaños, una palabra de cariño, un apretón de manos, un beso de despedida; nada demasiado extraordinario en apariencia. Lo extraordinario estaba pasando en su interior.

Permanecían tumbados, temblando por dentro, obligándose a no moverse. Con el rabillo del ojo, Eleanor veía el pecho desnudo, los codos imponentes, las manos bajo la cabeza de Will. Con el rabillo del ojo, Will veía el contorno embarazado de Elly y el camisón abrochado hasta el cuello con las sábanas que la tapaban hasta las costillas. Bajo sus manos, Eleanor notaba, a través de la colcha, cómo el corazón le latía desenfrenado. En la parte posterior de la cabeza, Will se notaba el ritmo acelerado del pulso.

Los minutos pasaban lentamente. Ninguno de los dos se movía. Ninguno de los dos hablaba. Ambos estaban inquietos.

«Un beso, ¿tanto te cuesta?»

«Sólo un beso, por favor.»

«Pero ¿y si ella te rechaza?»

«¿Qué podría verle a una mujer embarazada que anda como un pato?»

«¿Qué mujer va a querer a un hombre que ha estado con tantas?»

«¿Qué hombre va a querer sentir bajo su cuerpo el hijo de otro hombre?»

«Pero la mayoría fueron pagando, Elly, ninguna de ellas significó nada.»

«Sí, es hijo de Glendon, pero él nunca me hizo sentir así.»

«No soy digno.»

«No soy atractiva.»

«Soy incapaz de despertar el amor de nadie.»

«Me siento sola.»

«Búscala», pensó él.

«Búscalo», pensó ella.

La mecha de la lámpara chisporroteó. La llama se retorció y distorsionó la sombra que la repisa de la chimenea proyectaba en el techo. El colchón parecía temblar con sus dudas. Y cuando daba la impresión de que el aire mismo sisearía con la electricidad del ambiente, los dos hablaron a la vez.

– ¿Will?

– ¿Elly?

Sus cabezas se giraron y sus ojos se encontraron.

– ¿Qué?

Una pausa.

– Se… Se me ha olvidado lo que iba a decir.

Diez segundos de un silencio insoportable.

– A mí también -dijo entonces Elly en voz baja.

Se miraron, sintiéndose como si se asfixiaran, ambos temerosos…, ambos desesperados…

Entonces, todo el pasado de Will y todos los defectos de Eleanor se elevaron por el aire y explotaron como una estrella remota.

Los labios de Eleanor se separaron, invitándolo inconscientemente. Will levantó el hombro de la cama y se volvió hacia ella, lo bastante despacio como para darle tiempo a rehuirlo si quería.

Pero en lugar de hacer eso, Eleanor dibujó su nombre con los labios: «Will…», aunque de ellos no salió ningún sonido mientras él se agachaba y le tocaba la boca con la suya.

No fue un beso apasionado, sino un contacto lleno de inseguridades. Vacilante. Indeciso. Una unión del aliento más que de la piel. Mil preguntas encerradas en el roce trémulo de dos bocas tímidas mientras sus corazones tronaban y sus almas buscaban.

Will levantó la cabeza…, miró…, y vio unos ojos del color de la aceptación, verdes como el mar en medio de la sombra que proyectaba su cabeza. Ella también le observó los ojos de cerca…, esos ojos castaños, vulnerables, que tan a menudo había escondido Will bajo el ala de un sombrero maltrecho. Vio las dudas que lo habían acompañado hasta ese momento y se asombró de que alguien tan bueno, tan hermoso por dentro y por fuera, las hubiera albergado. Era ella la que debiera haberlas tenido… Ella. La embarazada y poco agraciada Elly See, el blanco de todas las burlas y de todas las miradas. Pero en los ojos de Will no vio burla, sino un desconcierto tan profundo como el suyo.

Volvió a besarla…, con suavidad…, con suavidad…, el roce de un ala sedosa con un pétalo mientras ella le tocaba el tórax con la yema de los dedos.

Y, por fin, la soledad de la vida de Will Parker dejó de doler. Pensó su nombre una y otra vez: «Elly… Elly…» Una bendición mientras el beso se volvía más apasionado, más firme, más pleno, pero todavía con ciertas reservas. Dos personas que habían aprendido a rechazar la posibilidad de que los milagros existieran se veían ahora obligadas a cambiar de opinión.

Will le rodeó un brazo con la mano y ella apoyó la suya en el vello sedoso del tórax de Will, pero éste siguió apartado mientras la apremiaba con los labios a separar los suyos para que sus lenguas, pálidas, húmedas y todavía temblorosas, tuvieran su primer contacto. Sus corazones, que habían martilleado con incertidumbre, lo hacían ahora con exultación. Buscaron, y encontraron, una postura más íntima, favorecida por el movimiento de las cabezas, que convirtieron aquel beso en algo más de lo que ninguno de los dos había esperado. Una dulce, dulcísima interacción que no sólo les aceleraba el pulso sino que también conllevaba la seguridad de que Will y Eleanor eran muy importantes el uno para el otro.

Él se mantenía sobre ella soportando su propio peso con los codos por temor a lastimarla. Pero ella le pidió que se acercara. Más… Más… Hasta el punto donde su corazón se elevaba hacia el de él. Y Will descansó sobre sus pechos, con cuidado al principio, hasta que su consentimiento fue inconfundible.

Durante unos minutos maravillosos se saciaron de lo que ambos habían conocido tan poco, y después Will se separó un poco para mirarle la cara y descubrir la misma expresión de asombro que él sentía. Se observaron, renovados, y después se abrazaron con fuerza y mecieron sus cuerpos porque besarse no parecía poder expresar todo lo que sentían.

Al cabo de un rato, Will la hizo girar hasta que quedaron frente a frente, de costado. Y, acto seguido, le puso la cara en el cuello y le rodeó la panza voluminosa con el cuerpo.

– Elly… Elly… Tenía tanto miedo.

– Yo también.

– Creía que me rechazarías.

– Pero eso es lo que yo creía que tú harías.

– ¿Por qué iba a hacer yo eso? -preguntó. Había echado la cabeza hacia atrás para poder verle la cara.

– Porque no soy demasiado bonita. Y estoy embarazada, y torpe.

– No… -Le acarició la mejilla con ternura-. No. Eres una persona preciosa. Lo vi la primera mañana que estuve aquí.

Eleanor le sujetó el dorso de la mano y escondió los ojos en su palma. Era más fácil admitir estas cosas con los ojos cerrados.

– Y no soy demasiado inteligente, y tal vez estoy chiflada. Y tú lo sabías.

Will le levantó la barbilla para que lo mirara.

– Pero yo maté a una mujer. Y he estado en la cárcel y en burdeles. Y tú lo sabías.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– La mayoría de la gente no lo olvida nunca.

– Creía que, como llevaba el hijo de Glendon en mis entrañas, no querrías tocarme.

– ¿Qué tiene que ver eso?

– ¡Oh, Will! -exclamó Eleanor, cuyo corazón parecía demasiado pequeño para contener tanta alegría.

– ¿Puedo tocarte la barriga una vez? -preguntó Will-. No le he tocado nunca la barriga a una mujer embarazada.

Se sintió acalorada y avergonzada, pero asintió.

Rodeó los costados de la panza de Elly con las manos como si fuera un ramo de flores que podían aplastarse.

– Está dura… Estás dura. Creía que sería blanda. ¡Oh, Dios mío, Elly, da gusto tocarte!

– Y a ti también. -Le acarició el pelo, grueso y lleno de vida, con ese inconfundible olor tan suyo-. He extrañado esto.

Cerró los ojos y dejó que Eleanor siguiera. Aunque viviera mil años, no se cansaría nunca de que le tocara el pelo.

Al cabo de un rato, abrió los ojos y se quedaron mirando unos minutos, saciándose. Ella de sus increíbles ojos y su pelo revuelto. Él de sus labios suavemente hinchados y de sus ojos verdes, verdísimos. Se sintió irrazonablemente celoso de sus años anteriores con Glendon Dinsmore.

– ¿Todavía piensas en él?

– Hace semanas que no lo hago.

– Creía que lo seguías amando.

Se armó de valor y repitió lo que Will había dicho antes.

– ¿Qué tiene que ver eso? ¿Crees que amaré menos a este bebé sólo porque tuve otros dos antes que a él?

Se apoyó en un codo, la miró y tragó saliva con fuerza. Se sintió como si alguien le hubiera sujetado el corazón. Cuando habló, dio la impresión de que le costaba pronunciar las palabras.

– Elly, nunca nadie… -Avergonzado, no pudo seguir.

– ¿Nunca te ha querido nadie? -Le tocó con ternura una mejilla-. Bueno, pues yo sí.

Will cerró los ojos y giró la cara para darle un beso en la palma de la mano.

– Nunca. Nadie -reiteró-. En toda mi vida. Ni mi madre, ni ninguna otra mujer, ni ningún hombre.

– Bueno, tu vida no ha llegado aún ni a la mitad, Will Parker. La segunda mitad será mucho mejor que la primera, te lo prometo.

– Oh, Elly… -De todas las cosas que le habían faltado en la vida, ésa era la que le había dejado un vacío mayor. Quería oírlo una vez, como había soñado oírlo durante cinco largos años en una celda, durante todos los años solitarios que había vagado de un lugar a otro y durante la niñez, mientras veía cómo otros niños, los afortunados, pasaban frente al orfanato y lo miraban boquiabiertos desde la seguridad de los carruajes y los automóviles de sus padres-. ¿Podrías decirlo una vez? -suplicó-. Como dicen que hace la gente.

El corazón de Eleanor latió con la fuerza de las alas de un águila y la elevó a lo más alto mientras se lo decía:

– Te amo, Will Parker.

Will sintió una punzada de dolor y bajó la cabeza porque nadie le había preparado para eso, nadie le había dicho: «Cuando ocurra, resucitarás. Dejarás de ser lo que fuiste. Serás lo que no eras.» Se precipitó hacia ella y hundió la cara en su pecho.

– Oh, Dios mío… -gimió, abrazado con fuerza a ella-. Oh, Dios mío.

Elly le sujetó la cabeza como si fuera un niño que se despertaba de una pesadilla.

– Te amo -le susurró en el pelo con lágrimas en los ojos.

– Oh, Elly, yo también te amo -dijo con la voz entrecortada-, pero tenía tanto miedo de que nadie pudiera amarme. Creía que tal vez era imposible que alguien lo hiciera.

– Oh, no, Will…, no…, no es así.

Las palabras agridulces de Will despertaron en ella un gran deseo de sanar. Se acurrucó contra él con un nudo en la garganta y le sujetó la cabeza en actitud protectora mientras él le respiraba en el pecho. Le recorrió el pelo con las manos y notó que eso lo llenaba de placer. Le pasó las uñas por el cuero cabelludo con movimientos largos, lentos… una vez… y otra vez… y otra, levantando su olor, memorizándolo, grabándoselo para siempre en sus sentidos. Tenía el pelo grueso, del color de la hierba seca. Le había crecido desde que se lo había cortado, especialmente en la nuca, donde se lo levantaba y volvía a aplastárselo antes de iniciar otro recorrido largo y sensual hacia la parte superior de la cabeza. Él se estremecía y emitía un sonido gutural de satisfacción.

Toda su vida había ansiado que alguien lo tocara de esta forma, que tocara al niño que había en él además de al hombre, que lo aliviara y lo tranquilizara. La sensación de los dedos de Elly en el pelo le daba una idea de todo lo que le había faltado. Él era tierra reseca, ella era lluvia. Él, una vasija vacía, ella vino. Y en esos momentos de proximidad lo llenaba, llenaba todos los vacíos que le había dejado su vida abúlica y solitaria, y se convertía en todas las cosas que había necesitado: madre, padre, amiga, esposa y amante.

Cuando se sintió saciado, levantó la cabeza como si estuviera embriagado de placer.

– Solía mirarte cuando tocabas a los niños de esta forma. Quería pedirte que me tocaras a mí también como los tocabas a ellos. Nadie me lo había hecho antes, Elly.

– Lo haré siempre que quieras. Lavarte el pelo, peinarlo, frotarte la espalda, tomarte la mano…

Le puso los labios en la boca para interrumpirla. Parecía arriesgado aceptar demasiado en este primer y magnífico momento. La besó con gratitud y pasó rápidamente a la exuberancia de un amor recién nacido. La sujetó más arriba y la empujó con suavidad hacia la almohada mientras dejaba que su mano le vagara por el cuello y el hombro. Le succionaba la boca mientras extendía los dedos de modo que dejaba un pulgar tan cerca de sus labios que casi formaba parte del beso. El cuerpo le pedía participar más en esta unión. Como sabía que era imposible, terminó el beso, pero descansó la mano en su cuello y notó que su pulso era igual de rápido que el de él.

– ¿Sabes desde cuándo te amo?

– ¿Desde cuándo?

– Desde el día que me lanzaste ese huevo.

– Todo este tiempo y jamás dijiste nada. Oh, Will…

De repente, se puso posesivo. Le reclamó de nuevo la boca y le exploró el interior con la lengua mientras Eleanor le rodeaba el cuello con los brazos. Le mordió los labios y ella hizo lo mismo. Levantó una rodilla para presionarle las piernas y ella las separó y le apretó el muslo. Le rodeó la inmensa cintura y la abrazó como si no quisiera soltarse nunca.

– Dímelo otra vez -pidió, insaciable.

– ¿Qué? -lo provocó.

– Ya sabes qué. Dímelo.

– Te amo.

– Otra vez. Tengo que oírlo una vez más.

– Te amo.

– ¿No te cansarás nunca de que te pida que me lo digas?

– No tendrás que pedírmelo.

– Ni tú a mí. Te amo. -Otro beso, un breve momento de posesión y, después, una pregunta llena de impaciencia infantil-. ¿Cuándo lo supiste?

– No lo sé. Fue sin darme cuenta.

– ¿Cuando nos casamos?

– No.

– ¿Cuando embotellamos la miel?

– Puede.

– Bueno, desde luego no fue cuando me lanzaste ese huevo.

– Pero ese día me fijé por primera vez en tu tórax desnudo y me gustó -rio Elly.

– ¿Mi tórax?

– Sí.

– ¿Te gustó mi tórax antes que yo?

– Cuando te estabas lavando junto a la bomba de agua.

– Tócalo -pidió exultante a la vez que le ponía la mano en él-. Tócame lo que quieras. Dios mío, ¿sabes cuánto hace que una mujer no me toca?

– Will -lo reprendió con timidez.

– ¿Te da vergüenza? No te dé vergüenza. A mí también me la daba pero, de golpe, siento que tenemos que recuperar mucho tiempo perdido. Tócame. No, espera. Levántate. Antes tengo que verte. -Se puso de rodillas y tiró de ella para que se pusiera igual delante de él. Entonces, la observó mientras le apartaba las manos de los costados-. Dios mío, eres preciosa. Deja que te mire.

Eleanor bajó el mentón tímidamente y él se lo levantó, le apartó el pelo despeinado de las sienes, se lo ahuecó con los dedos y se lo dispuso por las clavículas.

– ¿Así que ya no tendré que mirarte a escondidas cuando quiera verte? Tienes los ojos más verdes que he visto. El verde es mi color favorito, pero eso ya lo sabías.

Abrumada por este Will tan exuberante y expresivo, juntó las manos entre las piernas.

– Siempre pensé que cuando tuviese una mujer, tendría que tener los ojos verdes. Y ahora estás aquí. Tú y tus ojos verdes… y tus mejillas sonrosadas… y tu preciosa boquita… -Se la tocó con los pulgares y, luego, bajó las manos hacia sus hombros y sus brazos, donde se detuvo-. No te muevas, Elly -susurró.

Deslizó las palmas hacia los costados de sus pechos y Eleanor, ruborizada, buscó un lugar seguro donde fijar la vista. La tenue luz se fue reflejando en los pliegues de su camisón cuando Will le tomó los pechos con las manos, demasiado pequeñas para contenerlos dada su plenitud prenatal. Los movió y los levantó con cuidado y luego los soltó para deslizarle una mano hacia la parte más voluminosa de la barriga, donde la dejó con los dedos extendidos. Se miró la mano, a la que pronto unió la otra para alisar la tela hacia las caderas de Eleanor y mantenerla tirante de modo que se le marcara el ombligo hinchado. Se agachó para besarla. Ahí. En la tripa que ella creía lo bastante fea como para ahuyentarlo.

– Will -dijo a la vez que le sujetaba el mentón e intentaba levantárselo-. Estoy gorda como una foca. ¿Cómo puedes besarme ahí?

– No estás gorda -replicó Will tras enderezarse-, sólo embarazada. Y si voy a traer a este bebé al mundo, más vale que empiece a conocerlo.

– Creía que me había casado con un hombre tímido y tranquilo.

– Yo también lo creía.

Sonrió durante tres latidos alegres de corazón y, entonces, soltó una carcajada. Y se preguntó si la vida volvería a ser así de buena. Y decidió que el día siguiente, y el otro y el otro serían mejores aún.


Tenía razón. Jamás había imaginado una felicidad como la que conoció los días y las noches posteriores. Dar vueltas medio dormido y atraerla hacia sí para volver a dormirse extasiado. O, mejor aún, girarse hacia el otro lado y notar que ella lo seguía y se acurrucaba contra él. Notar su mano en la cintura, sus pies bajo los de él, su respiración en la espalda. Despertarse y encontrársela con un codo bajo la mejilla, observándolo. Besarla entonces a la luz vaga de primera hora de la mañana y saber que podía hacerlo en cualquier momento. Despedirse de ella con un beso y regresar ansioso. Entrar en la cocina y encontrarla haciendo algo en el fregadero con la cabeza vuelta tímidamente antes de bajar la vista hacia sus manos hasta que él cruzaba la habitación, le metía las manos en los bolsillos del delantal y le apoyaba el mentón en el hombro. Besarla, por encima del hombro, a la espera de ese momento exquisito en que ella se volvía y lo rodeaba con los brazos para darle la bienvenida. Comer pastel de su tenedor, hacerle una trenza, llenarle la taza de café, verla bordar. Inclinarse sobre el fregadero y estremecerse mientras ella le lavaba el pelo, relajarse después en una silla de la cocina mientras ella se lo secaba, se lo peinaba y se lo cortaba. A veces le besaba la oreja y otras se burlaba de él, porque se quedaba dormido y tenía que despertarlo con un beso en los labios. Bajar el camino tomados de la mano, tirando del carro de juguete con los niños encima.

Durante esos días serenos, sólo había algo que lo inquietaba: Lula Peak. No había tardado mucho en saber que Will era el encargado de la biblioteca. Una tarde, al cabo de una semana de empezar a trabajar en ella, se acercó a la puerta trasera y encontró a Will en el almacén encolando el travesaño suelto de una silla.

– Hola, encanto, ¿dónde te habías metido?

Will dio un brinco y se dio la vuelta, sobresaltado al oír su voz.

– Perdone, pero la biblioteca está cerrada.

– Ya lo sé, hombre. Y también el café, porque acabo de apagar la luz. Me pareció que tenía que acercarme para felicitarte por tu nuevo empleo -comentó, apoyada en el marco de la puerta con una mano en la cintura y la otra holgazaneando cerca del escote blanco de su uniforme-. Eso es lo que hacen los buenos vecinos, ¿no?

– Se lo agradezco mucho. Y ahora, si me disculpa, tengo trabajo que hacer.

Se agachó de nuevo, de espaldas a ella, para arreglar la silla. Pero Lula entró en la habitación sin ventanas para situarse detrás de él y ponerle la rodilla en la espalda.

– ¿Pensaste en lo que te dije, encanto? -preguntó, acariciándole el cuello-. Un hombre como tú le quita el sueño a una chica por la noche. Me imaginé que tú tampoco podrías dormir con eso de que tu mujer está embarazada. No tiene sentido que ninguno de los dos no pueda conciliar el sueño, ¿no crees?

Will se giró a la vez que se incorporaba, la sujetó por los hombros y la empujó hacia atrás.

– No quiero tener problemas; ya se lo dije una vez. -La soltó y metió las manos en los bolsillos, sintiéndose sucio por haberla tocado-. Soy un hombre felizmente casado, señorita Peak. Ahora me temo que tendré que pedirle que se vaya porque tengo trabajo que hacer.

Pero, en lugar de moverse, Lula dejó que sus ojos vagaran por el cuerpo de Will, desde la frente hasta las caderas y de vuelta hacia arriba.

– Te has sonrojado, encanto, ¿lo sabías? Eso significa que estás caliente… Veamos. -Alargó la mano para tocarle la cara, pero Will le sujetó la muñeca con fuerza para mantenerla alejada de él.

– ¡Maldita sea, Lula, te he dicho que te largues!

– Bueno -dijo con los ojos centelleantes, desbordantes de entusiasmo-, algo es algo. Por lo menos ya me tuteas.

– No quiero volver a verte aquí.

– Algunos hombres no saben lo que quieren.

Lo atacó como una cobra: le mordió los nudillos y retrocedió con un movimiento rapidísimo de la cabeza.

– ¡Ay, maldita sea! -exclamó Will, que vio que la mano le sangraba.

– ¿Qué tengo que hacer, Parker? -lo desafió desde la puerta, con los hombros hacia atrás, los brazos en jarras y un brillo demoníaco en los ojos-. Sé hacer cosas que esa chiflada mujer tuya jamás ha soñado. Piénsalo. -Se volvió y se fue corriendo.

Will se sintió violentado. Y enojado. Y culpable. E impotente, porque era una mujer y no podía combatirla con los puños como había hecho con los hombres que habían intentado seducirlo en la cárcel. Aquella noche, cuando volvió con Elly, se lo quedó todo dentro, porque tenía miedo de contarle lo de Lula, porque tenía miedo de poner en peligro su relación, cada vez más íntima, con ella.

En la biblioteca siempre había cerrado la puerta principal. Después de la intromisión de Lula, también cerraba la trasera. Pero una noche lo acorraló cuando iba a quemar la basura en la incineradora situada en la parte posterior del edificio. Se le acercó sigilosamente por detrás en la oscuridad y lo tocó antes de que se hubiera dado cuenta de que estaba ahí. Esa vez la empujó con más fuerza, de modo que chocó con la incineradora, y levantó el puño diciendo un taco para detenerse justo a tiempo.

– Hazlo -lo incitó-. Hazlo, Parker.

Y Will se percató de que estaba enferma, que la impulsaba una necesidad extraña que lo asustaba.

– No te acerques a mí, Lula -gruñó antes de recoger el cubo de la basura y marcharse corriendo.

Intentó olvidarse del incidente, pero cada vez que salía de la biblioteca, cada vez que la cerraba al terminar de trabajar, volvía la cabeza para mirar hacia atrás. Se acercó más a Elly, la valoró más, se reconfortó con su bondad.

Por la noche, cuando volvía a casa, ella se despertaba, se desperezaba y miraba cómo se quitaba la ropa y se metía en la cama junto a ella. Y le abría los brazos, y estaban acostados besándose y susurrando hasta que eran las tantas y la luna empezaba a descender por el cielo. Aunque eran marido y mujer, sus abrazos seguían siendo castos. A veces, Will le acariciaba el pecho; pero, un día, cuando la fecha del parto estaba más cerca, Elly se estremeció, y eso le hizo sentir culpable.

– Lo siento, cariño. ¿Te he hecho daño?

– Siempre están algo sensibles cuando falta tan poco.

Después de eso la besaba y la abrazaba, pero nada más. Eleanor siempre llevaba el largo camisón blanco, y sabía que era porque le daba vergüenza que le viera el cuerpo deformado. Aunque estaba tentado de hacer más, jamás la presionó, sino que se conformaba con besarla. Permanecían con las extremidades entrelazadas y las manos alejadas de las zonas íntimas.

Hasta que una noche, a principios de diciembre, encontró una nota de Lula en la puerta trasera al salir del trabajo. Era gráfica, obscena, sugiriendo cómo podría satisfacerlo cuando por fin cediera y aceptara su invitación. Esa noche tuvo un sueño. Andaba por el lecho de un arroyo seco de Tejas. Era mediodía y hacía tanto calor que el suelo le quemaba bajo las suelas de las botas. Tenía los labios agrietados y un dolor sordo lo obligaba a andar algo encorvado. Subía con dificultad una colina, jadeante y cansado, y se detenía sorprendido al ver lo que había al otro lado. El valle brillaba tanto que era como si una capa de cielo le hubiera caído encima. Lleno de altramuces azules, parecía reflejar el color cobalto de la bóveda celeste. Una cinta brillante de agua dividía el campo cubierto de flores, altas como las botas de un hombre. Al llegar junto al río se arrodillaba para beber, y el agua le resbalaba por la cara y el cuello de modo que se mojaba la camisa y el chaleco de cuero. Volvía a llenarse la mano de agua y, mientras la sorbía, todavía arrodillado, veía aparecer un par de pies bajo su nariz. Una vaporosa falda amarilla flotaba en la superficie. Alzaba la mirada y se encontraba con unos ojos tan negros como la obsidiana, y con un cabello igual de negro.

– Hola, Will, ¿me buscabas? -Era Carmelita, una de las mujeres del burdel de La Grange. Tenía sangre mexicana, lo bastante como para que su piel fuera oscura y sus labios rojos como una ciruela madura.

Se sentaba en cuclillas y cerraba la boca despacio mientras ella ponía los brazos en jarras y se mecía seductora. Tenía los pies muy separados y los muslos se le marcaban bajo la vaporosa falda amarilla. Carmelita metía las manos en el agua y se mojaba perezosamente los brazos. Después, se inclinaba hacia delante hasta que los pechos le colgaban flácidos bajo la blusa de estilo campestre.

– Oye, Will Parker, ¿qué estás mirando?

Se enderezaba, todavía con las piernas separadas, y se remangaba la falda para tentarlo con su piel desnuda y su vello púbico. Soltaba una carcajada gutural y se acercaba a la orilla. Con el agua hasta los tobillos, empezaba a lavarse la cara con la falda mojada. Will le sujetaba las caderas con las manos. Ella lo apartaba de inmediato de un empujón y retrocedía corriendo hacia la parte honda del río, sin dejar de reír.

– ¿Quieres a Carmelita? Ven a buscarla.

Antes de que terminara de hablar, él ya se estaba quitando el chaleco. Una vez desnudo del todo, se metía en el agua fría del río. Carmelita gritaba y corría, pero él la atrapaba y la giraba, la hacía caer, junto con él, en el agua, que le volvía transparente la ropa. Le mordía un pezón a través de la blusa mojada y ella gritaba de nuevo, riendo. Luego, se retorcía para alejarse luchando contra la corriente mientras se quitaba la ropa y se la tiraba a la cara. Will se abalanzaba hacia ella, se quitaba la ropa de la cabeza y la placaba cuando ella subía la orilla. La besaba voluptuosamente, y su pelo negro mojado se les metía entre las lenguas. Antes de que las ondas que habían creado en el agua desaparecieran río abajo, Will la había penetrado con el dedo. Carmelita arqueaba la espalda animadamente y reía con su voz de contralto. Se revolcaban enloquecidos, y la espalda se les llenaba de arena. Cuando paraban, sin aliento, ella estaba encima apremiándolo con sus expertas caderas.

– Te gusta, ¿verdad, hombre? -gruñía con voz grave, y lo acogía con poca dulzura y menos pausa. Los ojos le brillaban con picardía mientras lo acariciaba con firmeza-. Esto te gustará más todavía.

Bajaba hacia él sin invitación, abría la boca y reducía su mundo a un estrecho pasillo donde lo único que importaba era la carne.

– Will…, despierta. ¿Will?

Desorientado, abrió los ojos y se encontró, no en un campo de altramuces de Tejas, sino en una cama de hierro; con la cara mojada no en un río, sino empapada en su propio sudor; no con Carmelita, sino con Elly. Tenía el cuerpo tan hinchado como un cactus bajo la lluvia de marzo, y había metido la mano bajo la ropa interior de algodón de Elly, en su cuerpo embarazado.

Eleanor volvió la cara para mirarlo, sobresaltada. Se mantuvo rígido, demasiado cerca del clímax para arriesgarse al menor movimiento.

– Estaba soñando -logró decir con voz ronca.

– ¿Estás ya despierto?

– Sí. -Apartó la mano y tras ponerse boca arriba, se tapó los ojos con una muñeca-. Perdona -murmuró.

– ¿Qué soñabas?

– Nada.

– ¿Soñabas conmigo?

Como temió lastimar sus sentimientos, se quedó callado, mientras maldecía mentalmente a Lula, y el sueño, y a su propio cuerpo por necesitar aliviarse.

– ¿Te da miedo que te toque, Elly?

– No paras de tocarme.

– No ahí.

Silencio.

– No quiero que me veas -dijo entonces Eleanor-. Las mujeres embarazadas no son demasiado atractivas.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– Es que no lo son.

– Te veré cuando nazca el bebé.

– No demasiado rato. Y, después, no tendré este aspecto.

Will movió la muñeca y miró el techo mientras pensaba: «No es natural que dos personas se acuesten juntas, después de tanto tiempo de estar casadas y, deliberadamente, no se toquen nunca.»

– Voy a apagar la lámpara, Elly.

No hubo respuesta, así que bajó la luz. En medio de la inhabitual oscuridad, notaron el fuerte olor a humo de queroseno.

– Ven aquí -dijo Will. Le sujetó el brazo y tiró de ella con cuidado-. Ha llegado el momento de hacerlo, ¿no te parece?

– Will, me gusta cuando me besas y me abrazas, pero no puedo hacer nada más.

– Ya lo sé. -Encontró sus caderas y la giró hacia él-. Pero me muero de ganas cada noche, preguntándome qué pasaría. ¿Tú no? Seré lo más tierno del mundo -dijo, mientras le levantaba el camisón y la tocaba con ambas manos-. Quiero que sepas algo, Elly -prosiguió antes de besarla en los labios con el corazón acelerado-. Me gustaría que ese niño fuera mío.

Le exploró la piel como si fuera braille sin dejar nada por descubrir.

– Ah, Elly… Elly… -murmuró con voz ronca.

Luego, encontró la mano de Eleanor y se la puso encima, y su respiración se convirtió en una lucha por conseguir aire. Se estremeció y le eyaculó en la mano. Con rapidez. Después, se sintió sanado y renovado, y volvió a tender la mano hacia ella para recompensarla. Pero ella le apartó la mano, suspiró y se acurrucó contra él.

Will la abrazó mientras las emociones lo purificaban. Pensó en darle las gracias, pero consideró que el momento era demasiado precioso para estropearlo con palabras. Así que le acarició la espalda y el pelo, y a intervalos, cuando necesitaba expresar que se sentía realizado, la acercaba más a él.

Fuera, una becada solitaria gritó y alzó el vuelo con un sonoro aleteo. El viento se calmó y las copas de los árboles se quedaron inmóviles. Se oyó un cárabo a lo lejos, como el ladrido de un perro al principio y como si preguntara después: «¿Quién eres tú? ¿Quién eres tú?»

Dentro, Will y Eleanor, con los cuerpos entrelazados, se quedaron dormidos.

Y ninguno de los dos se acordó de volver a encender la lámpara.

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