Capítulo 17

– Biblioteca Municipal Carnegie, dígame.

– ¿Es la señorita Beasley?

– Sí.

– Soy Will.

– Oh, Dios mío, Will… Señor Parker, ¿está bien?

– Sí, estoy bien, pero tengo un poco de prisa. Escuche, siento llamarla al trabajo pero no se me ocurrió otra forma de avisar a Elly. Y tengo que pedirle que me haga el favor más grande de mi vida. ¿Podría ir a casa o pagar a alguien para que vaya a avisarla? Acabamos de saber que nos vamos el domingo y tenemos cuarenta y ocho horas de permiso. Pero si voy en tren, cuando llegue ya tendré que volver. Dígale que quiero que tome el tren y se reúna conmigo en Augusta. Es lo único que se me ha ocurrido, que nos encontremos a mitad de camino. Dígale que saldré de aquí en el próximo tren y que la esperaré en la estación. Oh, Dios mío, ni siquiera sé si es muy grande. Pero dígale que la esperaré cerca de los lavabos de señoras, así sabrá dónde buscarme. ¿Podría hacer eso por mí, señorita Beasley?

– Recibirá el mensaje en menos de una hora, se lo prometo. ¿Quiere que le llamemos con su respuesta?

– No tengo tiempo. Mi tren sale dentro de cuarenta y cinco minutos.

– Hay más de un modo de despellejar un gato, ¿verdad, señor Parker?

– ¿Cómo dice?

– Si esto no la saca de esa casa, nada lo hará.

– No había pensado en ello -rio Will-. Dígale que la amo y que la estaré esperando.

– Recibirá el mensaje de manera sucinta.

– Gracias, señorita Beasley.

– Oh, no diga tonterías, señor Parker.

– ¿Señorita Beasley?

– ¿Sí?

– También la quiero a usted.

Hubo una pausa.

– ¡El señor Bell no inventó este aparato para que los Marines pudieran usarlo para flirtear con mujeres lo bastante mayores como para ser sus madres! -soltó entonces la señorita Beasley-. Y, por si no lo sabía, estamos en guerra. Las líneas telefónicas deben mantenerse libres el mayor tiempo posible.

– Adiós, preciosa -rio Will de nuevo.

– ¡Será majadero! -Gladys Beasley colgó coloradísima.


Elly sólo había ido una vez en tren, pero era entonces demasiado pequeña para acordarse. Si alguien le hubiera dicho cuatro meses antes que se estaría comprando un billete para cruzar sola Georgia, se habría reído en su cara y le habría llamado iluso. Si alguien le hubiera dicho que iba a hacer el viaje con un bebé lactante y que haría transbordo en Atlanta para ir a una ciudad que no había visto nunca y llegar a una estación que no conocía, habría preguntado quién era el chiflado, si ella o ese alguien.

Antes de marcharse, Will había dicho que las mujeres tendrían que hacer más cosas por su cuenta, y ahí estaba, sentada en un vagón de tren que no dejaba de traquetear, rodeada de uniformes y de vestidos con hombreras, de mucho ruido y demasiado poco sitio, y de una semana de colillas aplastadas en el suelo. Esos días los trenes viajaban con exceso de pasaje, de modo que la gente iba de pie o sentada en los pasillos, y tres o cuatro personas se apiñaban en asientos pensados sólo para dos. Pero como viajaba con un bebé, la gente había sido considerada con ella. Y como Lizzy P. se había estado quejando, había sido servicial. Una mujer con los labios pintados de carmín rojo vivo, con unos zapatos de tacón alto rojo vivo y con un vestido de estampado tropical rojo y blanco se ofreció a cargar a Lizzy un rato. El soldado que la acompañaba se quitó las placas de identificación y las agitó en el aire para entretener a la niña. En el grupo de cuatro asientos situado al otro lado del pasillo, ocho soldados jugaban al póquer. Todo el mundo fumaba. El aire del vagón era del color del agua de lavar, pero no tan transparente. Lizzy se cansó de las placas de identificación y empezó a llorar de nuevo, llevándose los puños a los ojos y retorciéndose en busca de Elly. Cuando la mujer con el vestido tropical imaginó que la niña tenía hambre pero que Elly le daba de mamar, le susurró algo a su joven teniente y éste encontró enseguida a un mozo que vació un compartimento, donde Elly dispuso de treinta minutos de intimidad para dar de mamar a Lizzy y cambiarle el pañal.

La estación de Atlanta estaba tan concurrida como el vagón de tercera clase. Era un tumulto de gente que corría, se daba empujones, chocaba, se besaba, lloraba. La megafonía y el ruido de los trenes asustaron a Lizzy, que berreó los cuarenta minutos que duró la espera, hasta que la misma Elly estuvo al borde de las lágrimas. Le dolían los brazos de dominar a la pequeña, que no paraba de moverse. Le dolía la cabeza del ruido. Le dolían los omoplatos de la tensión. Una serie de preguntas aterradoras le martilleaban la cabeza: ¿Qué haría si, al llegar a Augusta, Will no estaba? ¿Y dónde dormirían? ¿Y qué harían con Lizzy?

Hizo el último tramo del viaje en un tren más viejo, tan sucio que Elly temía que Lizzy fuera a pillar algo, tan abarrotado que iban como sardinas en lata, tan ruidoso que Lizzy no podía dormir por más cansada que estuviera. En un solo asiento, una mujer dormía en el regazo de un hombre y las cabezas les chocaban al ritmo que marcaban las ruedas al pasar por las junturas irregulares de las vías. Un grupo de soldados cantaba mientras uno de los hombres rasgueaba con estridencia una guitarra. Habían cantado tantas veces lo mismo que Elly hubiese querido romper la guitarra de un puntapié. Unos hombres contaban en voz alta historias sobre su campo de entrenamiento, con tacos y onomatopeyas de ametralladora. En otra zona del vagón, la inevitable partida de póquer generaba algún que otro aplauso y de vez en cuando un alarido. En el asiento contiguo al de Elly, una mujer voluminosa con bigote dormía con la boca abierta y roncaba. Una estridente carcajada femenina sonaba demasiado a menudo. El revisor se abría paso periódicamente entre los pasajeros y gritaba el nombre de la siguiente parada. Alguien olía a ajo. El humo de cigarrillo era asfixiante. Lizzy no dejaba de berrear. Elly seguía queriendo romper la guitarra. Pero, al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que no era distinta de los centenares de personas a las que la guerra había sacado temporalmente de su lugar, muchas de ellas rumbo a un último encuentro, breve y frenético, con alguien a quien amaban, como ella.

Secó la nariz a Lizzy y pensó: «Voy para allá, Will, voy para allá.»

La terminal de tren de Augusta, que cubría el tráfico de ida y de vuelta de muchas bases militares, era peor que todo lo que había visto hasta ese momento. Cuando se apeó del tren se sintió perdida en un mar de humanidad. Con la maleta del abuelo See en una mano y la niña en la otra, subió como pudo una escalera, arrastrada como los restos de un naufragio por la marea alta, sin saber si iba en la dirección adecuada, pero sin tener otra opción.

Alguien le dio un golpe en el hombro y se le cayó la maleta. Se agachó para recogerla, Lizzy se le escurrió y alguien chocó con ellas desde detrás y estuvo a punto de tirarlas al suelo.

– ¡Uy, perdón! -exclamó un soldado uniformado que la ayudó a levantarse, recogió la maleta y se la entregó.

Elly le dio las gracias, hizo saltar a Lizzy en su brazo para cargarla mejor y avanzó con la multitud hacia lo que esperaba que fuera la zona principal de la terminal. Por encima de su cabeza, una voz nasal y monótona anunció como si retumbara en una alcantarilla: «Pasajeros del tren de las cinco y diez con destino a Columbia, Charlotte, Raleigh, Richmond y Washington diríjanse al andén número tres.» Tuvo la vaga impresión de pasar junto a un quiosco, un restaurante, un puesto de cigarrillos, un limpiabotas, colas de personas sin rostro que esperaban para comprarse un billete, un par de monjas que le sonrieron, y tantos uniformes militares que se preguntó quién estaría en el frente luchando en la guerra.

Entonces vio una puerta de vaivén que indicaba «caballeros» y un momento después su gemela, que ponía: «señoras».

Se paró y leyó otra vez la palabra para asegurarse, se dio la vuelta y lo vio, avanzando rápidamente hacia ella.

– ¡Elly! -la saludó sonriente con la mano-. ¡Elly!

– ¡Will! -Dejó caer la maleta y le devolvió el saludo con la mano, saltando dos veces con el corazón latiéndole desenfrenado y los ojos llenos de lágrimas. Will se le acercó zigzagueando, apartando a la gente. Un momento después, llegó a su lado.

– Elly, cariño. ¡Oh, Dios mío, has venido!

La levantó del suelo, la besó con la boca abierta, de modo que, entre ambos, apretujaban a Lizzy. «Te he echado tanto de menos, te amo, Dios mío, cuánto tiempo ha pasado…»

Ajenos al temblor del suelo que provocaba el movimiento de los trenes, a la algarabía de voces que impregnaba el ambiente y a la muchedumbre que recorría el vestíbulo, Will y Elly se dieron un beso lleno de deseo, prolongado, interminable, con las lenguas en contacto, los brazos aferrados al cuerpo del otro y la sal de las lágrimas de Elly condimentando su reencuentro.

Lizzy empezó a retorcerse y se separaron, entre carcajadas, conscientes de repente de que la habían estado estrujando.

– Lizzy P., cielo, también has venido… Deja que te vea…

Will la levantó con los brazos estirados para mirarla, y sonrió al ver sus mejillas sonrosadas y unos ojos cuyas pestañas e iris eran mucho más oscuros que la última vez que la había visto. Con tantas distracciones nuevas, Lizzy no sabía si inquietarse o reír.

– Lizzy P. -prosiguió Will-, mira lo rolliza que estás, cielo. -Le dio un beso sonoro, la cargó en brazos y terminó-: Hola, cielo.

– Lo siento, Will, he tenido que traer…

Los labios de Will interrumpieron la explicación de Elly. Aquel segundo beso empezó exultante para volverse sensual primero y exigente después. Usaron la lengua y los labios mientras Lizzy se retorcía en los brazos de Will sin que le prestaran atención. Will sujetó a Elly por la nuca y le dijo sin palabras lo que podía esperar cuando estuvieran solos. Cuando el beso terminó, se separó de ella y se miraron a los ojos.

Elly lo encontró imponente con su uniforme y su gorra militar, tan atractivo que tuvo la impresión de estar soñando.

Will la encontró más delgada, más bonita, con los rasgos estilizados por un ligero toque de maquillaje, el primero que le había visto llevar.

– Dios mío -susurró-. No puedo creerme que estés aquí. ¡Tenía tanto miedo de que no vinieras!

– Puede que no lo hubiera hecho de no haber sido por la señorita Beasley. Ella me obligó.

Will rio y volvió a darle un breve beso. Entonces le sujetó la mano y retrocedió un paso para mirarla bien.

– ¿De dónde has sacado este vestido?

De color amarillo, largo hasta las rodillas, con botones y vuelo, tenía hombreras y un ribete negro de tipo militar. Elly estaba muy elegante con él. ¡Y llevaba unos zapatos de tacón!

– Lo hice para esa vez que ibas a venir a casa -respondió tras bajar los ojos tímidamente-. ¿Recuerdas que te dije que te tenía preparada una sorpresa?

Will soltó un silbido lento y le robó una expresión al Capitán Maravillas de la radio: «¡Shazam!»

Elly se ruborizó favorecedoramente, se tocó un botón de la cintura y alzó los ojos tímidamente para mirar el rostro atractivo de Will. Era extraño; casi tenía miedo de mirarlo demasiado, como si hacerlo pudiera poner en peligro su derecho a estar con alguien tan apuesto.

– Lydia Marsh me dejó el patrón, y compré la tela y los zapatos por catálogo.

Estaba tan impresionado que no sabía qué comentar primero, que hubiera entablado amistad con alguien o que hubiera mejorado su aspecto. Llevaba el pelo recogido hacia arriba, apartado de la cara como solían llevarlo las mujeres de las fábricas de municiones bajo el pañuelo de seguridad. Una onda le cubría un lado de la frente; se había depilado un poco las cejas y llevaba los labios pintados de color rosa pálido.

– Y llevas maquillaje -dijo, con una mirada de aprobación.

– Lydia opinaba que debía probarlo. Me enseñó a ponérmelo.

– Estás tan guapa que me dejas sin aliento, cariño.

– Tú también estás muy guapo -aseguró mientras le echaba un vistazo con su uniforme: la guerrera de lana y los pantalones con la raya bien planchada, unos zapatos relucientes, camisa y corbata caqui y el cinturón con bandolera; el reluciente emblema del Cuerpo de Marines (águila, globo terráqueo y ancla), centrado sobre la visera de su gorra, que le daba el aspecto de ser un desconocido importante. Había engordado, tenía el tórax y los hombros más llenos, pero eso le favorecía. Ver a su marido con esa ropa tan entallada hacía que Elly se sintiera henchida de orgullo.

– ¿Dónde está mi vaquero? -preguntó con una voz suave, socarrona.

– Ya no está, señora -contestó Will con orgullo-. Ahora es soldado.

– Tienes el aspecto de uno de esos hombres que vigilan la puerta de la Casa Blanca.

Will se rio entre dientes, satisfecho.

– Déjame ver ese corte de pelo -pidió entonces Elly.

– Ay, no. Mejor que no lo veas.

– Quiero verlo, soldado de primera Parker -insistió, tocándole alegremente el galón dorado de la manga.

– Muy bien. Tú lo has querido.

Se quitó la gorra y Elly no pudo evitar tragar saliva de pesar cuando le vio el cuero cabelludo bajo el pelo cortado al uno. La mata gruesa de pelo que a menudo le había lavado, cortado y peinado había desaparecido.

«Los Marines tendrían que cambiar de barbero», pensó. Ella lo hacía mejor con sus tijeras de cocina. Pero buscó algo alentador que decir.

– Creo que no te había visto nunca las orejas, Will. Las tienes muy bonitas, y me sigues gustando, incluso sin pelo.

– Qué mal mientes, señora Parker -soltó Will entre carcajadas. Volvió a ponerse la gorra, le robó otro beso y levantó la maleta de Elly y su petate con una sola mano antes de ordenar-: Sujétate bien a mí. No quiero perderte entre esta multitud. Tener aquí a Lizzy P. es una sorpresa. ¿Cómo estás, Lizzy? ¿Estás cansada, cielo?

Le besó la frente mientras la pequeña gemía y se frotaba los ojos.

– ¿Cómo se ha portado en el tren? -preguntó a su madre.

– Muy mal.

– Siento haberte avisado con tan poco tiempo. Pero con cuarenta y ocho horas de permiso, no tuve tiempo de hacer planes para los niños. Para serte sincero, no me hubiese importado que los trajeras a todos siempre y cuando pudiera verte. ¿Dónde están los otros dos?

– En casa de Lydia Marsh. Armaron un buen alboroto cuando se enteraron de que iba a verte, pero ya era bastante malo tener que traer a ésta. Y he tenido que hacerlo porque todavía le doy de mamar.

– Lo pensé después de colgar. Te lo he puesto muy difícil, ¿verdad? ¿Cuánto hace que ha comido?

– Lo ha hecho alrededor de las tres.

– ¿Y tú? ¿Tienes hambre?

– No. Sí. -Alzó la vista hacia la luz de neón que había sobre la puerta de la cafetería cuando pasaron junto a ella-. Bueno, más o menos -rectificó mientras le estrujaba el brazo-. Lo que pasa es que no quiero perder tiempo en ningún restaurante y no sé cuánto rato más podrá aguantar Lizzy.

– He reservado una habitación en el Oglethorpe -le explicó cuando la hubo sacado de la estación-. ¿Qué te parece si compramos unas hamburguesas y las llevamos allí?

Estaban en la acera, a última hora de una tarde húmeda de verano, y sus ojos intercambiaron mensajes de hambre y de impaciencia.

– Muy bien -se obligó a contestar.

– Está a unas ocho manzanas. ¿Crees que podrás llegar con esos zapatos?

– ¿Es un hotel de verdad?

– Sí, Ojos Verdes. Un hotel de verdad para pasar la noche. Intimidad.

Se quedaron mirando mientras un taxi tocaba el claxon y se cerraban de golpe algunas puertas de automóvil. El corazón de Will saltó de alegría. El de Elly le respondió. Querían besarse pero se contuvieron y pospusieron cualquier intimidad hasta que el momento y el lugar les permitieran saborearla por completo.

– Bien mirado -murmuró Elly-, no me importaría olvidarme de las hamburguesas.

– Tendrías que comer algo y beber leche también, por Lizzy.

– ¿Tengo que hacerlo?

– No llevará mucho rato -sonrió Will, y la guio por la acera.


Veinticinco minutos después entraban en su habitación, detrás de «una» botones en lugar de «un» botones. La joven era simpática, hospitalaria y llevaba un casquete rojo. Mientras Will dejaba la bolsa de papel con las hamburguesas sobre el tocador, Elly se quedaba en la puerta para echar un vistazo a su alrededor. La botones dejó las maletas en la cama, abrió una ventana y señaló el cuarto de baño contiguo con sus baldosas hexagonales de mármol blancas y negras, una bañera y un inodoro. El cuarto en sí era pequeño, decorado en tonos verdes fuertes con pinceladas de granate y melocotón. El suelo estaba alfombrado, las ventanas adornadas con unas cortinas con estampado de hojas, y había dos butacas y una mesa. El centro de atención de la habitación era la cama de madera, cubierta con un edredón de felpilla color melocotón. En la mesilla de noche, había una lámpara en forma de ola granate.

Will reprimió el impulso de echar a la botones de la habitación y cerrar la puerta, y dejó educadamente que hiciera su trabajo y se lo mostrara todo.

Le dio propina y, en cuanto hubo cerrado la puerta, se volvió hacia Elly para darle un beso. Cuando apenas habían unido sus labios, Lizzy se quejó, lo que los obligó a pensar antes en ella.

– ¿Se dormirá?

– Eso espero. Está agotada.

Sus miradas se encontraron. «¿Cuánto tardará? ¿Media hora? ¿Una hora? Te necesito ahora.»

– ¿Qué vamos a hacer con ella, Will? Porque, ¿dónde dormirá?

– ¿Qué me dices de las butacas? -sugirió Will tras examinar la habitación. Dio cuatro zancadas y las puso de modo que quedaban unidas por el asiento. Formaban una cuna perfecta, blanda y segura gracias al relleno y a los brazos-. Tendría que servir, ¿no?

– Irá perfectamente -sonrió Elly, aliviada.

Will le devolvió la sonrisa y recogió la maleta.

– Tú dale de comer y yo le buscaré la ropa limpia.

Mientras Will hurgaba en la maleta, Elly tendió al bebé en la cama y empezó a cambiarle la ropa para acostarla. Lizzy se frotó los ojos y gimió.

– Está rendida, la pobre -comentó Will, que se sentó junto a Lizzy y apoyó un codo en la cama para mirar y disfrutar con lo que veía. A los pocos minutos, la pequeña llevaba un pañal limpio y un pelele ligero.

– Vigílala un minuto, por favor -le pidió Elly.

Sin dejar de decir cositas a Lizzy, a la que tenía en brazos, Will miró cómo Elly se quitaba el vestido amarillo, lo colgaba en el armario y se volvía, descalza y con la enagua y el sujetador.

Se quedaron mirándose un instante, y no se oía otra cosa que los gemidos suaves de Lizzy y el martilleo estrepitoso de sus corazones. Will bajó los ojos, que se posaron en la franja de piel desnuda entre las dos prendas blancas mientras Elly le recorría con los suyos el uniforme oscuro que tanto lo favorecía. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, la respiración de Will se había acelerado y las mejillas de Elly habían adquirido un nuevo brillo.

– ¡Dios mío, qué buen aspecto tienes! -suspiró Will con una voz tensa, aflautada.

– ¡Tú también! -susurró Elly.

Se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador para quitárselo sin dejar de retener la atención de Will con la mirada. Tenía los pechos llenos, los pezones grandes y marcados, de los que irradiaban unas tenues líneas azules. Se quedó inmóvil, enmarcada por la puerta del cuarto de baño, conociendo por primera vez el exquisito placer de dejar que otra persona le observara el cuerpo a través de los ojos del amor. Qué diferente se sentía entonces de cuando acababa de conocer a Will. Descubrió que el amor había acabado con su deseo de esconderse.

Vio que Will tragaba saliva con fuerza. Las aletas de la nariz se le dilataban y empezaba a respirar más rápido. Aunque Lizzy seguía inquieta, Elly cruzó despacio la habitación y, con una rodilla apoyada en la cama, se inclinó hacia Will para darle un largo beso. Will acercó la mano para rozarle el pecho oscilante con un nudillo y, tras separarse de ella, le pidió que se diera prisa en un susurro.

Cuando Elly se sentó en una de las butacas con Lizzy en el brazo, él se tumbó boca abajo y cruzó las muñecas bajo el mentón para observar cómo su mujer bajaba los ojos, se tomaba un pezón entre dos dedos y lo guiaba hacia la boquita abierta de la niña. Con los ojos oscuros como el ónice y el cuerpo excitado, se imbuyó de esa imagen, maternal y sexual a la vez. Cuando ya no pudo soportarlo más se levantó y merodeó por la habitación intentando no mirarla. Dejó la gorra en el tocador, se quitó la guerrera de lana y la colgó en el armario, abrió la bolsa con la comida, echó un vistazo dentro y sacó una hamburguesa envuelta en papel encerado.

– ¿Quieres una mientras le das de mamar?

Aceptó la hamburguesa y empezó a comérsela mientras él encontraba la botella de leche, la destapaba, buscaba un vaso en el cuarto de baño, lo llenaba y lo dejaba en la mesa, junto a ella. Cuando se le acercó, Elly volvió la cabeza y siguió todos sus movimientos. Fijó los ojos en la cara de su marido y dejó que éste viera que su impaciencia había aumentado con la misma insistencia persistente que la de él.

Pero la niña era lo primero. A regañadientes, Will se volvió.

Elly lo observó atentamente, y su forma de moverse, característica de él y de ningún otro hombre, la excitó. Will se quitó la corbata, la dejó bien doblada junto a la gorra, se desabrochó los puños y se remangó la camisa hasta el codo. Al verlo ir arriba y abajo por la habitación haciendo tareas rutinarias, le asombró que unos movimientos tan sencillos pudieran agitarla de esa forma, que pudieran hacerle sentir el deseo carnal como nunca antes. Agradeció la sensación y esperó ansiosa el momento de poder darle rienda suelta.

Tras poner una almohada sobre la otra, Will se sentó apoyado en ambas con una pierna extendida y un pie en el suelo. La postura acentuaba la masculinidad que el uniforme ya realzaba: el brillo de sus zapatos marrones, la raya marcada de los pantalones, el cuello bien planchado de la camisa. Lo recordó con sus botas camperas raspadas, los vaqueros descoloridos que le colgaban de unas caderas delgadas y una camisa arrugada con manchas de sudor en los sobacos. Se le ocurrió que el cambio de ropa no sólo le hacía parecer masculino y limpio, sino importante e inteligente, y que ese matiz de su aspecto la afectaba más que ningún otro. Lo notó como si le hubieran dado un golpe entre los pechos que había provocado que el corazón le diera un vuelco y la sangre se le acelerara. Will se llevó la mano al bolsillo de la camisa y sacó de ella un paquete de Lucky Strike que golpeó metódicamente contra el pulgar. Luego, sacó una cajetilla de cerillas, encendió un cigarrillo y fumó despreocupadamente mientras observaba a Elly a través del humo. La fascinó ver sus manos bien cuidadas con el cigarrillo entre los dedos mientras cerraba y abría la cajetilla de cerillas entre una calada y otra, sin dejar de mirarla con los párpados entrecerrados.

– ¿Desde cuándo fumas?

– Desde hace un tiempo.

– No me lo contaste en tus cartas.

– No creí que te gustara. Todo el mundo lo hace. Hasta nos dan cigarrillos gratis con nuestras raciones de combate. Además, calma los nervios.

– Hace que me resultes extraño.

– Si no te gusta, lo…

– No. No, no he querido decir eso. Es que… Hace tanto tiempo que no te veo y, cuando lo hago, vas con una ropa que no habías llevado nunca, un peinado que te da un aspecto diferente y tienes hábitos nuevos.

Will inspiró hondo y soltó el humo por la nariz.

– Pero no he cambiado interiormente -aseguró.

– Sí que lo has hecho. Eres más orgulloso -replicó Elly y, cuando Will no contestó, añadió-: Y yo también. Lydia y yo hablamos de ello. Al principio le dije que no soportaba que tuvieras que irte, pero ella dijo que tendría que estar orgullosa de que llevaras un uniforme. Y ahora que te he visto con él, lo estoy.

– ¿Sabes qué, Elly? -Dejó la ceniza del cigarrillo en el cenicero sin decir nada hasta que, por fin, alzó los ojos hacia su mujer-. Es la ropa más bonita que he tenido en mi vida.

Su comentario hizo que Elly entendiera mejor que nunca las privaciones que había soportado antes su marido, y que en los Marines había dejado de ser el raro para pasar a ser como todos los demás.

– Cuando te he visto en la estación… Bueno, fue algo curioso. Mientras venía en el tren, todo el rato te imaginaba como cuando estabas en casa, y a mí también. Pero entonces te he visto y… Bueno, me ha pasado algo… aquí -dijo, poniéndose la mano en el corazón-. Un golpeteo alocado, ¿sabes? Quería que fueras el mismo, pero me he alegrado de que no lo fueras. Esta ropa… -Lo recorrió con la mirada-. Es increíble lo bien que te sienta esta ropa.

Will esbozó una sonrisa torcida y le sostuvo la mirada, pero de alguna forma Elly supo que quería recorrerla con los ojos.

– A mí me ha pasado lo mismo cuando te he visto. Sentada ahí, en esa butaca, haces que todo vuelva a ocurrir.

Se observaron mientras Lizzy succionaba. Will bajó los ojos hacia el pecho desnudo de Elly y dio una calada larga al cigarrillo.

– ¿No vas a comerte la hamburguesa? -preguntó Elly.

– Ahora mismo no tengo demasiado apetito. ¿Cómo está la tuya?

– Deliciosa -contestó, pero la había dejado a medio comer y los dos sabían por qué. Bebió un poco de leche. Una gota de condensación cayó del vaso frío a la mejilla de Lizzy, que se sobresaltó y soltó de golpe el pezón de Elly mientras mostraba con la cara y los puños su contrariedad por haber sido interrumpida de ese modo.

– Shhh… -dijo Elly para calmarla, y la cambió al pecho derecho.

Los ojos de Will se concentraron en el abandonado, con la punta húmeda e hinchada. Se levantó bruscamente de la cama, apagó el cigarrillo y se metió en el cuarto de baño. Elly echó la cabeza atrás, cerró los ojos y notó que estaba cada vez más preparada para él.

«Oh, Lizzy P., termina deprisa, cielo.»

En el cuarto de baño corría el agua. Se oyó el ruido de un vaso y, después, se hizo el silencio… Un silencio tenso hasta que Will apareció de nuevo en la puerta, desde donde la miró secándose las manos con una toalla blanca. Lanzó la toalla a un lado, se quitó la camisa y se quedó con una camiseta que le marcaba los músculos.

Cuando habló, lo hizo con una voz grave, a punto de perder el control.

– ¿Sabes qué, Elly? Te deseo como no había deseado nunca a una mujer en toda mi vida.

– Ven aquí, Will -susurró.

Echó la camisa a un lado, se situó detrás de la butaca, pasó una mano por encima del hombro desnudo de Elly y le recorrió el pecho con los dedos. Agachó la cabeza y ella ladeó la suya para que pudiera accederle al cuello. Cuando Elly levantó el brazo libre para rodear la cabeza de Will, notó la rigidez inusual de su pelo erizado. Mientras él le deslizaba la mano por el pecho desocupado, la piel le olía a un jabón desconocido.

– ¿Cuánto tiempo tenemos? -preguntó Elly con los ojos cerrados.

– Tengo que presentarme a las dieciocho cero cero de mañana.

– ¿Qué hora es ésa?

– Las seis de la tarde. Tengo que tomar un tren a las dos y media. Lizzy ha terminado de comer. ¿Podemos acostarla ya?

– ¿Eres siempre así? -preguntó con una sonrisa.

– ¿Así, cómo? -replicó Will con la voz suave y ronca.

– ¿Como si fueras a morirte si tuvieras que esperar otro minuto?

La mano se cerró alrededor de su pecho…, lo levantó…, lo moldeó. Un pulgar le recorrió el pezón erguido.

– Sí, desde el día en que estaba junto a la bomba de agua con restos de huevo en la cara y me enamoré de ti. Levántate.

Se puso de pie y observó cómo Will unía apresuradamente las butacas de nuevo, contando los segundos mientras las cubría con una colcha. Cuando ella se agachó para acostar a Lizzy, le acarició el hombro desnudo con la mano. Se enderezó y se miraron desde cada lado de las butacas, expectantes, sufriendo un último paréntesis autoimpuesto que les hizo latir con más fuerza el corazón. Will le tendió la mano y, cuando Elly puso en ella la suya, empezaron a fluir sentimientos entre ambos.

Will la sujetó con fuerza e hizo que rodeara la cuna improvisada. No dejaban de mirarse a los ojos, totalmente absortos.

Su unión fue exuberante e impaciente; dos cuerpos que se morían por estar juntos, dos lenguas resecas tras meses de separación. Era amor y deseo que se complementaban al máximo. El impacto y la inmediatez se sucedieron, en un intento desesperado de tocarlo todo, de saborearlo todo, incluso antes de haberse quitado la ropa.

– Oh, Elly… te he echado de menos. -La atrajo hacia él.

– Nuestra cama está tan sola sin ti, Will. -Desabrochó la hebilla del cinturón de su marido.

Sus prendas cayeron al suelo como velas flácidas. Se echaron sobre la cama murmurando.

– Deja que te vea -dijo Will, que se separó de ella y le recorrió el cuerpo con las manos y con los ojos, besándola donde le apetecía.

Elly, acostada, estiró los brazos por encima de la cabeza y se convirtió en el cáliz del que él bebía. Ella también lo saboreó, y su timidez desapareció, ahuyentada por la percepción remota de una última oportunidad.

Juntos por fin, encajaron a la perfección.

Tejieron una tela asombrosa y temblaron en ella, suspendidos en la dulce y esperada unión de sus corazones y sus cuerpos. Cerraron la puerta al fantasma de la muerte y de la guerra, esos silenciosos intrusos, y se impregnaron el uno de la otra, aceptando la satisfacción como algo merecido.

– Te amo -repitieron una y otra vez en susurros roncos-. Te amo.

Era lo que iba a sostenerlos cuando salieran de aquella habitación.

El sol se estaba poniendo en un horizonte que no podían ver. La campana de una boya sonó a lo lejos. El olor de aire húmedo y salado se colaba por la ventana. Un brazo pesado se apoyaba en el hombro de Elly y, una rodilla, en su muslo.

Le bajó el labio inferior con un dedo y lo soltó. Will sonrió con aire cansado, pero siguió con los ojos cerrados.

– ¿Will?

– ¿Sí?

– No sabes lo contenta que estoy de haber cruzado Georgia en esos trenes tan horribles.

– Y yo de que lo hayas hecho. -Abrió los ojos. Sus sonrisas se desvanecieron y se miraron, saciados.

– Te he echado tanto de menos, Will.

– Y yo a ti, Ojos Verdes.

– A veces, me volvía hacia el montón de leña y esperaba verte cortando los troncos.

– Volveré a hacerlo… pronto.

Esa idea los acercó demasiado al día siguiente, así que retrocedieron al momento presente y se tocaron, se susurraron, se besaron y se sintieron felices amándose. Yacían pegados y deslizaban los dedos cuerpo arriba y cuerpo abajo, mientras ponían las rodillas y los pies en sitios que parecían hechos a propósito para contenerlos. Cuando hubieron descansado, se encendieron de nuevo, y saborearon esa segunda vez a un ritmo más tranquilo, observando la cara del otro mientras el placer inundaba de nuevo sus cuerpos.

Al cabo de un rato, cuando habían hablado de casa y de cosas necesarias, como el temperamental generador eólico, la matanza del cerdo en otoño o la mina de oro que representaban las piezas usadas de automóvil, Will encendió otro cigarrillo y se quedó tumbado con la mejilla de Elly en su hombro.

Elly miró la sábana que rodeaba los dedos de los pies de Will y dio el paso que había estado temiendo.

– ¿Adónde te mandan, Will?

– No lo sé -respondió, tras dar una larga calada al cigarrillo. -¿Todavía no te lo han dicho?

– Corren rumores sobre el sur del Pacífico, pero nadie sabe dónde, ni siquiera el comandante de la base. El oficial al mando no para de usar la palabra «vanguardia», y ya sabes lo que eso significa.

– No, ¿qué?

Se acercó un cenicero, que se puso sobre el vientre, y dio unos golpecitos al cigarrillo con el dedo para que cayera la ceniza.

– Significa que lideraremos un ataque.

– ¿Un ataque?

– Una invasión, Elly.

– ¿Una invasión? -Levantó la cabeza para mirarlo a los ojos-. ¿De qué?

No quería hablar de ello y, en realidad, no sabía nada.

– Quién sabe. Los japoneses están repartidos por todo el Pacífico y controlan la mayoría de esa zona. Si nos envían allí, podríamos terminar en cualquier parte, desde Wake hasta Australia.

– Pero ¿cómo pueden enviaros a un sitio sin ni siquiera deciros adónde vais?

– La sorpresa forma parte de la estrategia militar. Si es eso lo que planean, nosotros nos limitamos a seguir órdenes, nada más.

Tardó unos minutos en asimilarlo mientras oía cómo el corazón de Will latía regularmente.

– ¿Tienes miedo, Will? -preguntó por fin en voz baja.

– Pues claro que lo tengo -contestó, acariciándole el pelo. Y, tras reflexionar un instante, añadió-: En algunos momentos. En otros me recuerdo que formo parte de la unidad mejor entrenada militarmente de la historia de la humanidad. Si tengo que combatir, prefiero hacerlo con los Marines que con cualquier otro cuerpo. Y quiero que lo recuerdes siempre que te preocupes por mí cuando me haya ido. En los Marines funciona el todos para todos. Nadie piensa primero en sí mismo, sino que todo el mundo piensa en el grupo, así que siempre tienes esa tranquilidad. Y todos los hombres están entrenados para asumir el siguiente rango superior al suyo si su oficial al mando cae herido en combate, de modo que la compañía siempre tiene un jefe, el pelotón siempre tiene un jefe. En eso es en lo que tengo que concentrarme cuando se me empiecen a poner los pelos de punta al pensar que pueden enviarme al Pacífico, y en eso es también en lo que tú tienes que concentrarte.

Lo intentó, pero no dejaban de venirle a la cabeza imágenes de bayonetas y de armas.

Él también veía las imágenes, las del noticiario en blanco y negro del cine.

– Venga, vamos, cariño -dijo. Apagó el cigarrillo y la apretujó contra su cuerpo para acariciarle la espalda desnuda-. Hablemos de otra cosa.

Lo hicieron. Hablaron de los niños. Y de la señorita Beasley. Y de Lydia Marsh. Y de cómo Will había ganado peso. Y de cómo Elly había aprendido a maquillarse y a arreglarse el pelo. Cuando había oscurecido, se dieron un baño juntos, y se tocaron y se provocaron, y rieron tras la puerta cerrada del cuarto de baño. Hicieron el amor apoyados en ella y se comieron las hamburguesas frías, y hablaron sobre la comida en la base y Will le enseñó toda la jerga de los Marines que había aprendido en la cocina. Elly se rio al oír que llamaban «vaquilla armada» a la leche enlatada, «ojos de pez» a la tapioca y «popeyes» a las espinacas. Hacia medianoche hicieron el amor en la alfombra granate con su estampado de hojas verdes. A veces, reían, tal vez de una forma un tanto desesperada porque se daban cuenta de que las horas pasaban. Will le habló sobre su compañero, Otis Luttrell, el pelirrojo de Kentucky, y sobre cómo esperaban embarcarse juntos. Dijo que Otis estaba prometido con una hermosa joven llamada Cleo que trabajaba en una fábrica de granadas en Lexington, y que nunca había tenido un amigo que le cayera tan bien como Otis.

La noche pasó volando y se sentaron en el alféizar de la ventana para observar la lejana oscuridad, donde sabían que los barcos estaban anclados. Pero no se veía nada porque habían apagado todas las luces, no fuera a ser que algún submarino alemán pudiera cruzar las defensas de la Costa Este.

La guerra estaba ahí…, existía…, por mucho que quisieran borrarla de su mente. Estaba ahí, tiñendo cada pensamiento, cada caricia, cada instante fugaz que compartían.

Hacia el alba se quedaron dormidos, en contra de su voluntad, tocándose incluso en sueños, y se despertaban de nuevo para atesorar cada momento como avaros que cuentan sus centavos.

Lizzy se despertó poco antes de las siete y la llevaron a la cama con ellos. Will se tumbó de costado con la cabeza sobre una mano para contemplar una vez más lo que nunca se cansaría de ver. Cuando Lizzy hubo comido, dijo que quería bañarla él. Elly lo observó, melancólica y anhelante, mientras se arrodillaba junto a la bañera y disfrutaba encargándose de la pequeña. Lo hizo todo, la secó, le puso el pañal y un pelele limpio y, después, la puso en la cama donde jugó con ella y rio con sus gorjeos infantiles y sus posturas de osito de peluche. Pero, a menudo, miraba a Elly, que estaba al otro lado de la niña, y el dolor se extendía entre ambos sin necesidad de palabras.

Comieron en la habitación y estuvieron en ella hasta que otra botones fue a preguntarles si iban a quedarse un segundo día. Prepararon su escaso equipaje y se detuvieron ante la puerta para echar un vistazo a la habitación que les había proporcionado refugio las últimas dieciocho horas. Se miraron y trataron de mostrarse valientes, pero su último beso en privado estuvo acompañado de labios temblorosos y pensamientos desesperados.

Salieron a la calle y deambularon por Augusta hasta que encontraron un parque con un quiosco de música desierto rodeado de bancos de hierro. Se sentaron en uno y extendieron una manta en la hierba, donde dejaron a Lizzy para que jugara con las placas de identificación de Will. Miraron los árboles, el cielo despejado de Georgia, la niña que jugaba a sus pies, pero sobre todo se miraron. De vez en cuando, se besaban, pero con suavidad, con los ojos abiertos, como si fuera insoportable dejar de ver al otro aunque sólo fuera un instante. Más a menudo se tocaron. Will le acariciaba el omoplato o Elly le ponía una mano en el muslo mientras él jugueteaba con el anillo de la amistad que le había dejado, efectivamente, el dedo verde.

– Cuando vuelva, te compraré una alianza de oro de verdad.

– No quiero una alianza de oro de verdad. Quiero la que me puse el día que me casé contigo.

Sus ojos se encontraron: unos ojos tristes que ya no negaban lo que les aguardaba.

– Te amo, Ojos Verdes. No lo olvides.

– Yo también te amo, soldado mío.

– Intentaré escribirte a menudo, pero… Bueno, ya sabes.

– Te escribiré todos los días, te lo prometo.

– Lo van a censurar todo, así que puede que no sepas dónde estoy, incluso aunque te lo diga.

– Me dará igual mientras sepa que estás bien.

Otra larga mirada terminó cuando Will apoyó la frente en la suya. Permanecieron así, con los dedos entrelazados, varios minutos. En algún lugar del parque, un par de gaviotas gritaron. En el agua sonó la sirena de un barco. De más cerca les llegaba el tintineo de la cadena y las placas de identificación que Lizzy agitaba. Y sobre todo eso estaba el olor de las petunias purpúreas que florecían al pie de una pequeña fuente.

Will notó que se le hacía un nudo en la garganta y tragó saliva con fuerza.

– Tengo que irme -dijo.

– Oh… Por supuesto -soltó Elly con una falsa animación en la voz-. Madre mía, será mejor que acompañemos a papá a la estación, ¿verdad, Lizzy?

Will llevó a la niña en brazos y Elly cargó con el equipaje hasta que volvieron a estar en la ruidosa y concurrida estación, donde se miraron y, de golpe, se les trabó la lengua. Lizzy se quedó fascinada con un botón de la guerrera de Will y trataba de arrancárselo con una manita rolliza.

– ¡Pasajeros del tren de las dos horas treinta minutos con destino a Columbia, Raleigh, Washington y Filadelfia, diríjanse al andén número tres!

– Es el mío.

– ¿Tienes el billete? -preguntó Elly.

– Sí.

Se miraron a los ojos y Will le sujetó el mentón con la mano libre.

– Da un beso a los niños de mi parte y dales las chocolatinas.

– Sí. Envíame tu dirección en cuanto te… -No pudo seguir, por miedo a que le salieran los sollozos que estaba conteniendo en el pecho.

Will asintió con el semblante compungido.

– Ultima llamada para los pasajeros del tren con destino a Columbia, Raleigh…

Los ojos de Elly eran un surtidor de lágrimas, los de Will estaban relucientes.

– Oh, Will…

– Elly…

Se abrazaron torpemente, con el bebé entre ambos.

– Vuelve.

– Ya lo creo que lo haré.

Su beso fue algo terrible, una mezcla de «ten cuidado» y de «adiós» con las lenguas espesas debido a la necesidad de llorar. Sonó un silbato. «¡Al treeeeen!» Y el tren cobró vida.

Will terminó el beso, le dejó a la niña en los brazos y corrió, saltó, se subió al vagón y se volvió en el último momento para captar una imagen borrosa de Elly y de Lizzy saludándolo con la mano en medio de una multitud de desconocidos en una estación sucia de una ciudad calurosa de Georgia.

Hacía mucho que Eleanor Parker había dejado de rezar, así que tal vez fuera una impetración más que una oración lo que soltó con la voz entrecortada y un puño en la boca.

– Maldita sea, haz que no le pase nada, ¿me oyes?

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