Capítulo 8

– Está bien, Laura, aquí te bajas tú -dijo Brent al detener el vehículo en la mitad de la carretera.

– ¿Qué? -Laura se volvió para mirarlo.

– Ya llegamos -hizo un gesto a la oscuridad que los rodeaba, y ella advirtió que habían llegado a la Hondonada del Ahorcado. A ambos lados de la carretera, el convoy que los había seguido desde el bar estacionó sus camiones… el sonido de los motores y el olor del humo de los escapes rompió la monotonía de la noche, al tiempo que sus faros iluminaban los restos carbonizados del árbol del ahorcado.

– Laura -dijo Brent, tocándole el brazo-, ¿me oíste? Quiero que esperes aquí hasta que termine la carrera.

Ella miró su rostro, sórdidamente iluminado por los faros, y sintió náuseas. Si lo perdía de vista por un segundo, se estrellaría y moriría. No sabía de dónde se le había ocurrido esa idea, pero estaba convencida de ella en lo más profundo de su ser.

– Yo voy.

– No seas ridícula -se rió-. Esto no es un paseo dominguero. Las cosas se pueden poner peligrosas.

– Justamente -dijo ella, tragándose el temor. Si se quedaba con Brent, manejaría con mayor cuidado. Y si no lo hacía, ella estaría allí para ayudarlo-. Yo iré contigo.

– ¡Eh! -gritó Jimmy Joe, arrimándose en un Mustang Vintage color rojo. A su lado, Darlene daba saltitos, haciendo que el Mustang se meciera como un caballo de carrera que aguardaba para salir disparado de las puertas de salida-. ¿Estás listo para que te dé una buena paliza?

– Cuando tú y ese pedazo de chatarra quieran intentarlo -le gritó Brent a su vez.

Mientras los dos hombres discutían sobre el recorrido, Laura fijó la mirada en la oscuridad que se abría ante ella. No podía creer lo que estaba haciendo. Seguramente morirían todos… pero por nada en el mundo dejaría a Brent solo. Jimmy Joe y él se lanzaron algunas provocaciones más, y Brent se volvió hacia ella:

– ¿Estás segura de lo que haces?

– Completamente -sus dedos se aferraron al apoyabrazos.

– Está bien -suspiró-. Tan sólo asegúrate de tener abrochado tu cinturón de seguridad.

Lo observó abrocharse su propio cinturón, y luego se aferró con una mano al volante y con la otra a la palanca de cambio. Jamás lo había visto tan decidido, tan peligroso. Provocándole tanta excitación.

Bobby, que había llegado con Jimmy Joe, descendió en el medio de la carretera y levantó ambos brazos. Detrás de él cruzaba un puente angosto conocido como el Puente de los Suspiros, por los fantasmas de los ahorcados que supuestamente vivían debajo. A ambos lados se levantaban pilotes de cemento, impidiendo que más de un auto cruzara el puente por vez. Quien tomara la delantera la mantendría hasta llegar al otro lado. ¿Pero qué sucedería si ambos autos llegaban al puente al mismo tiempo? Los gritos a los costados de la carretera se volvieron ensordecedores. Oh, Dios. Laura se aferró con fuerza en el apoyabrazos. Moriremos todos.

Bobby dejó caer las manos. La cabeza de Laura golpeó hacia atrás con fuerza en el instante en que el Porsche salió disparado, tomando la delantera. Cruzó el puente a toda velocidad y quedaron sumidos en la más densa oscuridad. El camino subía y bajaba, se torcía y se curvaba, y ella sintió que se zarandeaba de un lado a otro. Echó un vistazo hacia atrás, y vio los faros del Mustang.

– ¿Hasta dónde vamos? -gritó por encima del ruido.

– Alrededor de la granja de Simmons y de vuelta al árbol del ahorcado. El que cruza el puente primero gana -echó una mirada en el espejo retrovisor y los faros de Jimmy Joe iluminaron sus ojos-. Intenta pasarme, hijo de puta -hizo un movimiento brusco con el volante para cortarle el paso al otro auto.

Laura gritó mientras se caía encima de Brent.

– ¿Estás bien? -gritó, soltando la palanca de cambio para sujetarla.

Ella levantó la mirada y vio el brillo en sus ojos cuando volvió a concentrarse en la carretera:

– Lo estás gozando -gritó por encima del viento que azotaba su cabello sobre el rostro.

– Sí, maldita sea, ¡lo estoy gozando! ¿Sabes hace cuánto le quiero ganar a ese animal bruto en una carrera callejera? No es que pudiera hacerlo en esa carcacha desvencijada que solía manejar.

Volvió a girar bruscamente el volante para cortarle el paso al Mustang. Luego la carretera se enderezó, y Jimmy Joe viró a la banquina de grava. A medida que el Mustang los alcanzaba, los neumáticos lanzaron por el aire tierra y piedras. Con espanto, Laura vio que Darlene se inclinaba fuera de la ventanilla, moviendo los brazos y riéndose mientras provocaba a Brent con imprecaciones obscenas.

Laura echó un vistazo hacia delante, donde el camino se estrechaba para iniciar otra serie de curvas:

– Oh, Dios, te quiere cortar el paso.

– ¡Ni mierda! -Brent apretó el acelerador a fondo, forzando al Porsche a transitar la delgada línea entre velocidad y falta de control. Al ver el gesto decidido de su mandíbula, algo se movilizó dentro de Laura: una veta competitiva que jamás había advertido. Por más estúpida e infantil que fuera una carrera callejera, Brent quería ganarla desesperadamente, y en ese momento ella lo deseaba tanto como él. Sólo por esta vez quería que el niño inadaptado se sobrepusiera al cabecilla más popular.

Pero el deseo por sí solo no podía lograrlo. Jimmy Joe arrojó su auto de costado, y Brent frenó para que su auto no recibiera un golpe de refilón. En medio de una nube de grava y polvo, el Mustang tomó la delantera. Brent se movió de un lado a otro hasta que halló un espacio y se lanzó hacia delante sobre la curva que los llevaría alrededor de la granja Simmons y de vuelta al Puente de los Suspiros. Sobre una cuesta que descendía, el Mustang volvió a ganar, terreno agresivamente. Mientras se disputaban la delantera, Laura advirtió que el Porsche estaba mejor preparado para manejar las curvas, pero el auto más pesado lo superaba en las rectas.

La competencia era pareja al acercarse a la línea de llegada, cuando Brent echó un vistazo a su espejo retrovisor y maldijo.

– ¿Qué? -Laura se dio vuelta. Luces centelleantes aparecieron detrás y oyó el tenue ulular de una sirena. Volvió a enderezarse y miró fijo hacia delante. No iba a morir esta noche… ¡iba a ser arrestada! Su padre tendría que pagar una fianza para sacarla de la cárcel. Todo Beason’s Ferry se enteraría cuando lo leyeran en el diario la semana siguiente: hija de doctor arrestada por actividades ilícitas en automóvil, o por imprudencia riesgosa, o como lo llamaran. En cualquier momento, Brent se detendría al costado de la carretera, les pondrían las esposas y se los llevarían arrestados.

Sólo que Brent no redujo la velocidad. Pisó el pedal para acelerar aún más.

– ¿No vas a detenerte? -gritó ella por encima del ruido.

– ¿Estás loca? -le dirigió una mirada de incredulidad.

– Pero está el segundo del sheriff justo atrás -le dio el beneficio de la duda, por si no lo había visto.

– ¡Sí, lo sé! -derraparon de costado en otra curva, y Jimmy Joe recibió una lluvia de grava encima-. Esperemos que no esté manejando uno de los vehículos nuevos preparados para persecuciones a gran velocidad.

– ¿Y si es así?

Brent no respondió. Sus ojos se clavaron en algo que tenía adelante. Ella siguió el recorrido de su mirada hasta el Puente de los Suspiros, con sus macizos postes de seguridad.

– Oh, mi Dios -por el rabillo del ojo, vio la trompa del Mustang rojo. Ambos autos rivalizaban por ir aún más rápido.

– Vamos, nena, vamos, nena -gritaba Brent, mientras avanzaban a toda velocidad hacia la línea de llegada. El Mustang intentó recuperar la punta, pero Brent se aferró al volante, rehusándose a ceder el paso. Laura se dio cuenta de que Jimmy Joe iba a chocar contra los postes de cemento antes que perder la carrera. Brent iba a ganar, pero Jimmy Joe y Darlene iban a morir.

– ¡No! -gritó y se tapó los ojos al tiempo que se arrojaban sobre el puente.

– ¡Sí! -gritó Brent triunfalmente.

Cuando no advirtió ningún accidente, levantó la mirada:

– ¿Qué sucedió?

– ¡Gané! -rió Brent, acercándose a la Hondonada del Ahorcado del otro lado del puente. Una ovación sacudió a los hombres que seguían esperando parados sobre el capó de sus camionetas. Echó un vistazo atrás y por poco queda enceguecida por los faros de Jimmy. Al menos había sido lo suficientemente cuerdo como para frenar en lugar de chocar.

Siguieron avanzando a través de algunas curvas y vueltas, intentando dejar atrás al patrullero.

– Agárrate -gritó Brent, y un instante después, apagó los faros. El auto tambaleó hacia el costado, saliéndose del camino asfaltado hacia un camino de grava.

Laura giró justo a tiempo para ver el auto del sheriff pasar a toda velocidad pisándole los talones al Mustang de Jimmy Joe. Mientras Brent avanzaba lentamente hacia adelante a través de las tinieblas, una sensación de alivio le recorrió el cuerpo tenso por la adrenalina. Deslizándose hacia abajo, apoyó la cabeza sobre el respaldo. Sus ojos se cerraron y su cuerpo comenzó a agitarse en convulsiones de risa.

Las carcajadas la sacudieron hasta que le dolieron las costillas. Después de un rato, sintió que el auto se detenía. El motor se apagó. La noche la envolvió con su silencio. Riendo aún, se secó las lágrimas de las mejillas y abrió los ojos. El cielo era un gran arco encima de ellos, de un infinito azul, salpicado de una abundancia de estrellas luminosas. Hace un instante, había estado al borde de la muerte. Y sin embargo jamás se había sentido tan viva.

Al oír la risa de Brent, se volvió hacia él. Él también se había deslizado para descansar la cabeza sobre el respaldo del asiento. Luego la miró. Sus ojos se encontraron. Su risa se apagó.

Durante unos instantes que parecieron eternos, simplemente fijó su mirada en sus ojos, su rostro, su cabello. Ella contuvo el aliento al tiempo que su corazón detuvo la marcha para comenzar a latir con fuerza en su pecho, y anheló que cerrara la brecha que los separaba.

Lo deseaba tanto que temió estar soñando cuando él se inclinó hacia delante de modo que su cuerpo se irguió encima de ella. Ahuecó la parte de atrás de su cabeza en su mano, y su cara tapó el cielo. Sintió su aliento y el calor de su cuerpo, y anheló la sensación de su boca sobre la suya.

El beso, cuando finalmente sucedió, fue un susurro contra sus labios al tiempo que él se acercaba y retrocedía. Por favor, le suplicó con la mirada. Por favor, bésame como anhelo ser besada.

Un gemido gutural se escapó de su garganta, y toda suavidad desapareció. Su boca cubrió la de ella, moviéndose, probando, saboreando. Su lengua imploró entrar, y ella abrió la boca por voluntad propia, irguiéndose para ir a su encuentro. Desabrochando con torpeza su cinturón y luego el de ella, liberó sus cuerpos para moverse y entrelazarse. Las manos de él recorrieron su espalda, sus costados, sus pechos. Los botones de su blusa se abrieron, al igual que el broche delantero de su corpiño.

Cuando ahuecó sus manos alrededor de sus pechos desnudos, ella arqueó la espalda hacia arriba. Desesperada por sentir su piel, desabrochó con desesperación los botones de su camisa, y luego enterró los dedos en la tibia mata de vello que cubría su pecho. Sintió sus músculos tensos y duros a medida que la atraía hacia sí.

La pierna de ella chocó contra la palanca de cambio; el codo de él se dio contra el volante. Reprimiendo una maldición, estiró la mano al lado del asiento de ella. El asiento se inclinó lentamente al tiempo que él la presionaba hacia atrás. Con los dedos hundidos en su cabello, él le besó el cuello, y luego su boca se desplazó hacia abajo. Tomó la aureola erecta de su pezón con suavidad entre los dientes. Un escalofrío la recorrió y él procedió a apaciguar la carne con la lengua. Hipnotizada por la luz de la Luna, observó cuando su boca se cerró sobre un duro pezón. Sí, gimoteó, y se dio cuenta de que el sonido provenía de un lugar recóndito dentro de sí. Necesitaba que él la acariciara. En cualquier lado. En todos lados.

La mano de él se deslizó hacia abajo, debajo de su falda y volvió a subir.

– Oh, Dios -gimió él al tocar la piel desnuda por encima de sus medias con ligas. Comenzó a respirar, jadeando entrecortadamente al apoyar su frente sobre los pechos de ella-. ¿Siempre llevas esto?

– ¿Qué? -ella respiró, sin poder pensar. Apretó los muslos para calmar el dolor. Le pasó los dedos entre el cabello, y anheló volver a sentir su boca.

– Las medias con ligas -dijo con voz ronca, mientras se movía hacia delante para sostenerse por encima de ella. En la oscuridad, sus ojos acariciaron su rostro-. ¿Siempre llevas medias con ligas?

– Sí. Yo… son muy cómodas y… no siento tanto calor con ellas.

Una sonrisa iluminó su rostro:

– ¿Sientes menos calor ahora con ellas?

Sus ojos se agrandaron al darse cuenta de lo que había dicho. Pero luego él tomó su boca besándola con ferocidad. Debajo de su falda, la mano de él se deslizó por encima de su muslo, provocando un estremecimiento en los músculos y un hormigueo en la piel. Se movió, sin saber si quería más o menos hasta que el deseo que sentía se transformó en algo irracional, como una bestia que luchaba por escapar. Gimoteó asustada de la sensación misma que deseaba obtener.

– Calma -le susurró él en el oído, al tiempo que su mano se abría paso debajo de su ropa interior húmeda al núcleo de su ardor.

– Oh, Brent… vamos… por favor… -quería decirle que jamás había sentido esta urgencia de sensaciones. Pero su dedo presionaba dentro de ella, y perdió toda capacidad del habla.

Lanzó un grito ahogado mientras él la frotaba, con estocadas lentas y seguras, y sus piernas se abrieron, acogiendo sus dedos. Cuando su pulgar encontró el capullo sensible, el mundo estalló a su alrededor; como un martillazo de vidrio, se sintió embestida por un ramalazo de placer que se fragmentó hacia afuera. Se arqueó, asombrada, y luego quedó suspendida durante un instante eterno antes de descender lentamente a la tierra.

Cuando abrió los ojos, vio que él se había echado hacia atrás. Con la mano aún bajo su falda, tocándole las partes íntimas, su cuerpo se había vuelto completamente inmóvil. Las sombras ocultaban el rostro de Brent, pero ella advirtió su mirada despavorida.

Al instante, desapareció. Se abalanzó fuera del auto, y ni siquiera se tomó la molestia de cerrar la puerta. Ella permaneció recostada un momento con la blusa abierta, y las piernas apartadas. La brisa fresca le rozaba la piel, y la calaba hasta los huesos.

Avergonzada, se apuró por acomodarse la ropa. Las manos le temblaban mientras se abrochaba la blusa. Sabía muy poco de sexo, pero era evidente que algo había hecho mal. Sólo que no advertía lo que había sido. Si hubiera sido Greg, jamás se hubiera detenido tan bruscamente, al menos no antes de quedar satisfecho. No es que fuera un amante egoísta, pero era, bueno, inepto. O al menos eso había pensado. Tal vez la inepta era ella. Debía de ser ella. ¿Por qué otro motivo se había prácticamente escapado Brent del auto para alejarse de ella?

Enderezó el asiento y arriesgó una mirada hacia atrás. Estaba parado a pocos metros, y su silueta se recortaba contra el cielo nocturno; tenía la espalda rígida y los puños cerrados a sus lados. Sus hombros se estremecían mientras daba grandes bocanadas de aire. Levantó una mano para limpiarse el rostro, pero se detuvo en seco para tomar la mano delante de él como si estuviera horrorizado.

Sintió otra oleada de humillación al advertir que ésa era la mano que la había estado tocando unos minutos atrás. Él cerró el puño con fuerza y lo dejó caer a su lado. Sin decir una palabra ni dirigirle una mirada, se apartó del auto, se detuvo y dio la vuelta.

Estaba regresando. Ella se apuró para acomodarse la falda debajo de las piernas, e intentó adoptar una actitud indiferente. El corazón le latía con fuerza cuando él entró y cerró la puerta. Del rabillo del ojo, advirtió que tenía la mirada clavada frente a él, y se negaba incluso a mirarla.

– Yo… este… -carraspeó-. No fue mi intención que eso sucediera.

– ¿No? -preguntó, y luego se estremeció por lo absurdo de su propio comentario. ¿Debía disculparse? ¿Pero por qué? Ni siquiera sabía qué había hecho mal… más que excitarse como nunca antes en su vida. Ni siquiera sabía que podía ser así. Como una explosión que estallaba dentro de ella y se propagaba hacia fuera en una serie de ondas vibrantes. Había pensado que las mujeres que hablaban de orgasmos estaban exagerando.

No estaban exagerando. En todo caso, se quedaban terriblemente cortas. ¿Cómo podía disculparse por sentirse así, cuando quería desesperadamente agradecerle?

Él abrió la boca como para decir algo, pero la volvió a cerrar. Luego de un momento, suspiró y echó a andar el motor.

Regresaron de vuelta a casa sumidos en un atroz silencio. Cuando se detuvieron frente a su casa, ni siquiera podía mirarlo. Quería precipitarse fuera del auto y correr adentro, pero Brent había vuelto a jugar el rol de caballero. Tomó su saco del asiento trasero, y luego dio la vuelta para abrirle la puerta. Después de acompañarla a subir los escalones de la entrada, se volvió hacia ella.

– Laura… yo… -hubo otro silencio incómodo mientras ella esperaba. Sintió que las piernas le temblaban, y cuanto más tiempo estaba de pie, menos fuerza tenían. Si sólo le diera el saco, podía correr adentro y esconderse.

En cambio, hizo un esfuerzo por sonreír y encoger los hombros con una actitud despreocupada.

– Oye, no fue para tanto, ¿sí? -con una rápida ojeada, vio que él contraía las facciones como si estuviera confundido u… ¿ofendido? Suspiró, derrotada-. Tal vez lo mejor sea hacer de cuenta que lo de esta noche nunca ocurrió.

Él lanzó una risa triste:

– ¿Qué te parece si hacemos de cuenta que el día entero nunca ocurrió?

Ella sintió una puntada de dolor al pensar que su regreso había sido tan desagradable, y que había sido ella quien lo había persuadido de volver.

– Lo siento… -dijo-, por todo.

– No, Laura, no te sientas así… -exhaló bruscamente-. La verdad es que no estuvo tan mal.

Ella encontró el valor para mirarlo, para intentar determinar qué partes lamentaba y cuáles, no.

Una sonrisa tibia asomó en las comisuras de sus labios. Era la sonrisa que recordaba de la juventud compartida. Su sonrisa especial de amigo.

– Aunque más no sea, me encantó volver a verte.

Ella se sonrojó, más de vergüenza que de placer, pues definitivamente la había visto.

– Gracias.

– De nada -su sonrisa se tornó divertida. Sólo que ella no quería divertirse, jamás lo había querido, a decir verdad. Las bromas entre ellos siempre habían sido un escudo, y se sintió demasiado agotada como para ceñírselo ahora.

– ¿Entonces podemos seguir siendo amigos? -preguntó, con dolor en la garganta.

– Por supuesto -le extendió el saco.

Hubo algo en su gesto que le estrujó el corazón. Tomó el saco con el crisantemo marchito y sintió un hormigueo en los ojos.

– ¿Estarás en el festival de recreación histórica, mañana?

– No, yo… -apartó la mirada, fijándola en dirección a la autopista-. Me marcho a primera hora mañana.

– Oh, pues, entonces supongo que ésta es la última vez que nos vemos.

– Sí.

Ella se volvió hacia la puerta pero se detuvo con la mano en el picaporte. En todos sus sueños de la infancia, sus citas con Brent siempre terminaban de la misma manera: aquí, en los escalones de entrada, él la tomaba en sus brazos y la besaba con ternura. Luego le sonreía y le decía:

– Que tengas dulces sueños, amor mío.

Ella se sonrojaba de placer y decía:

– Siempre es así… cuando sueño contigo.

– Entonces, hasta mañana -decía él-. Te veré en tus sueños.

Sólo que ahora, en el mundo real de los adultos, no lo volvería a ver mañana. Tal vez no lo vería nunca más. Tragó saliva y con una sonrisa forzada dijo:

– Buenas noches, Brent. Cuídate.

– También tú.

Ella se apuró por entrar, antes de que se le saltaran las lágrimas. Por un largo instante, se quedó parada con la espalda apoyada contra la puerta, mordiéndose el labio mientras oía sus pisadas. Finalmente las oyó, seguidas por el sonido de la puerta de su auto que se cerraba con fuerza. Y luego el auto se alejó.

Anteriormente, había dicho que toda mujer necesitaba una noche en la vida de la cual arrepentirse. Y sin embargo, a pesar de todo, a pesar del dolor en el estómago y las lágrimas que se derramaban por sus mejillas, sabía que jamás se arrepentiría de su única noche con Brent.


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