¿A sí que Brent quería que volvieran a ser sólo amigos? Laura resopló con desprecio ante una idea tan descabellada, al tiempo que se detenía en el estacionamiento de Chuy, un restaurante mexicano de moda, quince minutos antes de la medianoche. Ella y Brent ya habían ido demasiado lejos para que ella pudiera volver atrás y pensar en que era “sólo un amigo”, aunque quisiera. Algo que, sin lugar a dudas, no era el caso. Quería que Brent le diera algo más que eso. Mucho más.
Cuando vio su auto, soltó el aire apresuradamente. Él ya estaba allí, como lo había planeado. Ahora, si lograba armarse de valor para llevar a cabo su plan, ella y Brent volverían a estar en términos “no amistosos” antes de que finalizara la noche.
Detuvo el auto en un sitio para estacionar y apagó el motor de su pequeño auto económico. Se aferró al volante y se convenció de que tenía un aspecto sexy, sin parecer una vampiresa. El vestido era un sencillo solero tejido de color rojo fuego, que insinuaba las formas, y que había encontrado hace una semana al salir de compras por primera vez en busca de un ajuar nuevo. Se sintió tentada de comprarlo en ese momento pero no había podido justificar el derroche mientras buscaba ropa para el empleo nuevo.
Pero hoy, las palabras bien intencionadas de Brent le habían provocado tal furia… no contra él, sino contra la imagen que ella había proyectado durante demasiado tiempo… que condujo a la Galleria después del trabajo, entró en la tienda, y puso la tarjeta de crédito sobre el mostrador, sin siquiera probarse el vestido. No fue sino cuando llegó a casa y se calzó el ceñido vestido que advirtió lo sexy que era. O tal vez fue el hecho de que no estaba acostumbrada a usar algo que anunciara con tanto descaro: “Mírenme, muchachos, mírenme y sufran”.
Echando un vistazo por el espejo retrovisor para inspeccionar su maquillaje, intentó imaginarse en el momento en que entrara caminando en el restaurante atestado de gente. No, no caminando, merodeando. Esa era la palabra que había empleado Melody, instantes antes de salir, cuando ella estuvo a punto de echarse atrás.
– Cuando llegues al restaurante -había dicho Melody-, pasa por la puerta como una reina que se digna visitar a sus súbditos.
Sintió un aleteo de nervios en el estómago, como si miles de mariposas estuvieran intentando escapar por su garganta. Soy capaz de hacer esto, se dijo a sí misma. Además, ¿qué otra opción hay? Podía entrar en el restaurante y posiblemente quedar como una idiota mientras intentaba enseñarle a Brent algunas nociones básicas de la vida. O podía achicarse, volver a casa y pasar el resto de su vida siendo una solterona respetable.
Ya había decidido que si no podía conseguir al hombre que deseaba profunda y apasionadamente, no quería a nadie más. Brent era ese hombre. Y si tenía que tramar algunas estrategias, estaba dispuesta a arriesgar todo lo que tenía, forzar las reglas, y hasta engañar si era necesario. Lo que hiciera falta para ganar.
Decidida a llevar a cabo su plan, abrió la puerta del auto y giró el pie calzado en una sandalia de cuero rojo y taco aguja. Mientras se paró para cerrar el auto, la breve falda se balanceó contra sus muslos desnudos. Todavía no podía creer que había dejado que Melody la convenciera de salir en público sin nada debajo del vestido.
– Créeme, Laura. Salir sin bombacha te hará sentir tan perversa que sin duda exudarás feromonas.
No sabía mucho sobre sus feromonas, pero sintió que le ardían las mejillas mientras cruzaba el estacionamiento.
Nerviosa, se alisó el corpiño del vestido que la estrechaba de los pechos a las caderas. Dos pequeñas aletas formaban mangas por debajo de los hombros. Con un poco de suerte, en un sitio como Chuy’s, conocido por su estridente decoración, nadie sino Brent advertiría su vestido rojo intenso. La breve esperanza quedó trunca cuando tres muchachos universitarios soltaron un largo y grave silbido. No sabía si debía sentirse animada u ofendida.
Camina lento, se dijo a sí misma, cuando franqueó la puerta color violeta fuerte con la moldura amarillo limón, y entró en un escenario de ruido, pinturas de Elvis en terciopelo, y peces de madera en colores fuertes que colgaban del cielo raso. Una bola de espejos giraba en el medio del área del bar, reflejando su luz sobre el baúl de un Cadillac color rosa de 1950 que servía de bufé.
– ¿Cuántos? -preguntó la camarera de aspecto agotado por encima del estridente ruido que rebotaba en los pisos de cemento color naranja.
– En realidad, vengo con un grupo de gente -le gritó Laura a su vez, tirando por la borda sus planes de hablar en una voz baja y sensual-. ¿De KSET?
– Ah, sí, están en la mesa del rincón.
Siguió la dirección que señalaba la camarera, y vio a media docena de personas apiñadas en una gran mesa semicircular contra la pared que parecía recién traída de un salón en Las Vegas. Brent estaba sentado en el medio del semicírculo, obviamente el centro de atención.
Se detuvo un instante, fascinada al verlo cautivar la atención de su audiencia con algún relato. Incluso en medio de este restaurante vulgar, le vino a la memoria una imagen del Rey Arturo que reunía a su corte en torno de su mítica mesa redonda. Estaba tan cómodo, tan evidentemente admirado, que su corazón se hinchó de orgullo. Para esto había nacido: para ser un líder entre sus pares.
Los ojos de él la pasaron de largo y se posaron sobre la puerta; al instante retrocedieron. Una mirada hipnótica paralizó sus facciones al mirarla, y sus ojos absorbieron cada centímetro de ella; primero, incrédulo; luego con una llamarada de deseo que salió eyectada hacia el otro lado del atestado restaurante para encenderle la piel. Jamás en su vida se había sentido tan atractiva, tan segura de sí, y tan nerviosa, todo a la vez.
Un ramalazo de deseo sacudió a Brent cuando Laura comenzó a caminar hacia él. Aunque el vestido la cubría con discreción, le ceñía cada curva, desde sus pechos suavemente redondeados y la curva de su cintura hasta el meandro de su cadera. Debajo del ruedo a mitad del muslo, un par de sandalias de cuero rojo con tacos aguja ponían de relieve sus largas piernas contorneadas.
La habitación pareció desdibujarse mientras ella se acercaba con los pasos lentos y decididos de una mujer que sabía que podía obtener cualquier hombre que quisiera. Pero tenía los ojos focalizados en él, como si lo hubiera escogido a él en particular entre todos los otros hombres que sin duda la admiraban a su paso. Jamás había visto esa mirada artera y resuelta arder con tanta intensidad en los ojos de Laura. ¿Qué se proponía esta noche?
¿Y qué se había hecho en el pelo? Flotaba alrededor de su rostro como una nube etérea de un blanco dorado que por algún motivo hacía que sus labios parecieran más pulposos y sus ojos más azules. Tenía deseos de arrastrarla al baño más cercano y lavarle ese lápiz labial de un color que pedía a gritos ser besado. Eso o lamérselo con la lengua.
A su lado, alguien hizo una pregunta, pero su cerebro se negó a registrarla. Cuando Laura llegó a la mesa y se paró directamente en frente de ella un exiguo silencio siguió a su llegada. Parte de la audacia desapareció de su expresión, revelando la incertidumbre que había detrás. A pesar del vestido seductor, había una inocencia en torno de ella, una dulzura que siempre penetraba el pecho de Brent y le oprimía el corazón.
– Oye, Michaels -Connie chasqueó los dedos frente a su cara-. ¿Estás ahí?
– ¿Qué? ¿Cómo? -parpadeó y encontró varios pares de ojos divertidos que alternaban entre él y Laura.
– ¿Nos vas a presentar? -preguntó Connie-. ¿O piensas mirar embobado a la mujer toda la noche?
– Oh, sí -sacudió la cabeza para recobrar la sensatez, e intentó salir de su lugar en el medio de la mesa, lo cual obligó a la mitad de los ocupantes a pararse y dejarlo pasar. Por fortuna, logró mantener su servilleta discretamente delante de él mientras los presentaba-. Les presento a Laura Morgan. Laura, ella es Keshia Jackson, mi correportera, y su novio, Franklin.
Keshia le dirigió una de sus sonrisas encantadoras, que siempre destacaban sus dientes increíblemente blancos contra la piel aterciopelada color café. Su novio financista saludó a Laura con un movimiento de cabeza, y luego miró a Brent divertido, como si supiera exactamente cómo se sentía, un sentimiento seguramente innegable. Estar comprometido con una mujer despampanante como Keshia no podía ser fácil.
Brent arrugó el entrecejo al presentar a los demás hombres del grupo:
– Éste es Jorge, uno de nuestros camarógrafos, y su amigo Kevin, que trabaja en una de las salas de control.
– Hola -Jorge la saludó con la mano-. Ya nos conocemos, ¿recuerdas? ¿Detrás del clubhouse?
Las mejillas de Laura se sonrojaron al recordar el momento en que Jorge los sorprendió besándose.
– Y ella -dijo Brent apurándose para sortear el momento- es mi productora, Connie Rosenstein.
– Entonces -Connie esbozó una amplia sonrisa- tú eres Laura Beth, la noviecita de Brent de la escuela secundaria de Beason’s Ferry. Brent no nos ha contado absolutamente nada sobre ti.
– En realidad, no hay nada para contar -Laura se inclinó hacia delante y estrechó la mano de Connie, un movimiento que dejó al descubierto un tramo exquisito de su muslo desnudo. Al menos no estaba usando medias. En ese caso, no hubiera quedado más remedio que arrastrarla a la cabina telefónica o al rincón oscuro más cercano. Con un dejo de picardía en la voz, Laura explicó-: Brent y yo éramos sólo amigos de niños. Seguimos siéndolo. ¿No es cierto, Brent?
Él apartó la vista de inmediato de sus piernas y la halló sonriéndole por encima del hombro. Entornó los ojos en señal de advertencia.
– Claro. Amigos.
– Ven a sentarte -ordenó Connie, haciendo un gesto hacia Laura con el cigarrillo en la mano. Jorge intentó deslizarse detrás de ella, pero Brent le cerró el paso con una mirada amenazante que ni siquiera un muchacho ofuscado por las hormonas en estado de ebullición podía dejar de advertir. Se introdujo al lado de ella, sentado a presión contra el respaldo, con Laura a un lado y Jorge y Kevin del otro.
– Entonces, Michaels -dijo Franklin desde el otro lado de la mesa-, ¿terminarás el relato que estabas contando?
Recordó de pronto la historia que acababa de empezar cuando entró Laura:
– Este… no, creo que mejor la cuento otro día.
– ¡Oh, vamos! -Kevin, un estudiante universitario con la cara llena de espinillas, se lamentó-: Estabas por llegar a la mejor parte.
Echó un vistazo al círculo de rostros expectantes e intentó pensar en otra historia menos subida de tono que la reemplazara.
– Sí -Connie hizo un gesto con el mentón-, estabas a punto de contarles a estos muchachos por qué Sandra Wilcox fue trasladada a un canal apestoso en Idaho desde un espacio en horario de máxima audiencia en Denver.
– ¿Sandra Wilcox? -preguntó Laura a Connie.
– Solía ser una reportera popular en el último canal donde trabajó Brent -explicó Connie.
– Oh, ¿qué sucedió? -preguntó Laura con inocencia absoluta.
– Sí, Michael, ¿qué pasó? -preguntó Connie con aquel tono burlón que divertía e irritaba a Brent alternativamente.
– Sabes perfectamente bien lo que sucedió, Connie -dijo Brent, con una sonrisa tan provocadora como la de ella.
– Por supuesto que lo sé. Pero estos jóvenes aún no han escuchado la historia, motivo por el cual estabas a punto de impresionar sus mentes juveniles con una jugosa crónica periodística.
– ¡Oye, no somos tan impresionables! -se quejó Kevin-. Además, no es que no sepa todo el mundo cómo obtuvo el puesto en el noticiario.
– Pues, les aseguro que no fue por su talento -dijo Keshia, indignada.
– Oh, no lo sé -Jorge se rió por lo bajo-. Por lo que me cuentan, es muy talentosa con la boca.
– Pero no para leer las noticias -dijo Keshia.
– Pues, si van a comenzar a chismorrear, es mejor que conozcan los hechos tal como fueron -dijo Brent.
– Óiganlo -Connie lo imitó mientras se inclinaba hacia Laura-. Me encanta cuando habla como un texano.
Los ojos de Laura brillaron llenos de risa al volverse hacia él. Debajo de la mesa, sus cuerpos se tocaban desde la cadera hasta la rodilla. Él pudo sentir el calor que emanaba a través del delgado trozo de tela que los separaba. Decidido a ignorar el efecto que estaba teniendo ese calor sobre su entrepierna, se concentró en su historia:
– Como muchos de ustedes ya saben, Sandra consiguió el puesto de reportera… em…
– Tirándoselo -aportó Kevin con una sonrisa de oreja a oreja.
– Acostándose con el jefe de redacción -corrigió Brent.
– ¿El jefe de redacción? ¿Quieres decir Ed Kramer? -Keshia observó con desprecio-. Cielos, debe de haber estado desesperada por conseguir ese puesto. Ese hombre es desagradable.
– Tal vez -dijo Connie-. Pero se trataba de la presentadora de la noche con un mercado enorme.
– Es cierto -concedió Keshia-, pero aun así, es desagradable.
– Pues, aparentemente -dijo Brent-, Sandra también lo creía, pues mientras complacía a Kramer, se entretenía también con uno de los camarógrafos.
– Ustedes los camarógrafos son los que más se divierten -Keshia le sopló un beso a Jorge que lo hizo sonrojar.
– Entonces, ¿qué pasó? -preguntó Kevin con avidez-. ¿Los atraparon desnudos?
– En realidad… -Brent sintió el cuello enrojecer de vergüenza. ¿Qué le había hecho pensar que salir con Laura y sus compañeros de trabajo sería una buena idea? Seguramente, ella no querría tener nada que ver con él después de conocer a estos idiotas. Debió haber reducido el grupo a Keshia, Franklin, Laura y él mismo. Pero eso se hubiera parecido demasiado a una cita. Y esto no era una cita. Definitivamente no era una cita.
Brent se obligó a concentrarse en la historia que deseó jamás haber comenzado.
– No fue que los atraparan desnudos directamente. Pues, verán, Sandra y el camarógrafo practicaban algunos juegos pervertidos que incluían la filmación que él hacía de ella, mientras jugaba con una interesante selección de… este… juguetes.
– ¿Una filmación? -Jorge se enderezó en su asiento-, ¿quieres decir como un encuentro personal?
Brent sacudió la cabeza, riéndose a pesar de la vergüenza:
– Quiero decir como un encuentro muy personal.
– ¡Genial! -asintió Kevin.
– ¿Y cómo lo sabes tú? -preguntó Keshia a Brent-. ¿El consabido alarde machista?
– No -Brent arrastró la palabra para crear suspenso-. Lo sé porque el idiota del camarógrafo utilizó equipos del canal y se olvidó de quitar la cinta luego de una de esas maratones sexuales.
– ¡No digas! -gritó Keshia.
– ¡Anota dos puntos para el camarógrafo! -gritó Jorge.
Brent echó un vistazo a Laura y halló que tenía la mano en la boca y los ojos llenos de risa. Era realmente un contraste fascinante en su vestido sexy color rojo con aquel tinte rosado que le sentaba tan bien, en las mejillas.
– Cuéntales el resto -dijo Connie por encima del bullicio.
– ¿Hay más? -Kevin se inclinó hacia delante.
– Sí -Brent se rió -. Los muchachos en la sala de control hallaron la cinta e hicieron copias, que enviaron a amigos en estaciones de todo el país.
– ¡Fabuloso! -Kevin movió la cabeza siguiendo una melodía que sólo él podía oír-. ¡Qué genial!
– Cielos -bufó Keshia-. Con razón fueron despedidos.
– En realidad, creo que el camarógrafo sigue trabajando allí.
– ¿Qué? -el tono de Keshia se volvió militante-. ¿Envían a Sandra a una estación de morondanga en las afueras de Siberia pero conservan al camarógrafo? Nunca oí algo tan descaradamente machista.
– Es cierto, pero vivimos en un mundo machista, Keshia -señaló Brent-. Es mejor que te acostumbres a ello.
– Brent Michaels, si creyera por un instante que realmente piensas así, te daría una patada debajo de la mesa.
– Lo siento, cariño -Brent sonrió-. No me dedico a juegos pervertidos.
– Sí, claro, y apuesto a que no estabas allí en la sala de control con el resto de los hombres, babeándose con la película porno de Sandra.
– Oigan… -levantó las manos-, ¡soy inocente!
– Como si me lo creyera. Son unos cerdos machistas -farfulló, y luego se volvió hacia su novio-. ¿Y tú, de qué te ríes?
– Da nada, nena -Franklin levantó las manos tal como lo había hecho Brent-. No estoy diciendo nada.
– Es mejor que no digas nada, si sabes lo que te conviene.
Franklin se inclinó y besó el cuello de Keshia:
– Supongo que esto significa que no le pediremos la cámara a Jorge esta noche.
– Ni aunque lo sueñes -dijo Keshia bruscamente-. Y no me busques con esa mano bajo la mesa, Franklin Prescott. ¡Franklin!
Keshia gritó y se retorció al tiempo que Franklin le hacía cosquillas sin piedad.
Brent echó un vistazo a Laura, riendo entre dientes. Ella también se estaba riendo mientras observaba a la pareja, pero cuando sus ojos se encontraron con los de él, dejó de reír. Podía sentir con claridad su muslo que presionaba contra el suyo mientras su mirada la recorría desde el delgado cuello, pasando por la curva de sus hombros desnudos. En la base de su garganta, el pulso le latía. Anhelaba inclinarse hacia delante y besarla allí, sentir los latidos del corazón contra sus labios. Como si estuviera leyéndole la mente, ella se sonrojó. Él observó su garganta moverse mientras tragaba.
Arrastrando los ojos hacia arriba, vio el deseo brillar en su mirada. No quería que lo mirara con un deseo tan manifiesto, como si recordara todas las formas en que se habían explorado sus cuerpos. Como si quisiera que se exploraran así una vez más.
No, no quería que ella lo mirara así, aunque nada lo había excitado tanto en su vida. Pero si se entregaba al deseo que ardía entre ambos, ¿lo seguiría mirando ella así dentro de un mes? ¿Dentro de un año? ¿O se apartaría furiosa al darse cuenta de que él podía satisfacer su cuerpo pero no su corazón?
Las mujeres como Laura merecían lo mejor de un hombre. Y lo mejor que él podía dar jamás sería suficiente, sin importar cuánto lo deseara él. Conocía sus limitaciones, aceptaba sus defectos.
Desafortunadamente, ello no impedía que su cuerpo deseara el de ella.