Capítulo 2

– ¡Llegó! ¡Llegó! ¡Llegó!-se oyó una voz estridente por encima de los sonidos de la multitud congregada sobre la plaza del Palacio de Justicia.

Laura echó un vistazo por encima del hombro y vio a Janet lanzándose directamente hacia ella, o más bien hacia Tracy Thomas, parada frente a ella en la fila del concesionario de comida. El largo cabello oscuro de Janet y su pulposa figura resultaban llamativos bajo el sol del mediodía.

– ¡Oh, Dios mío! -gritó Tracy, una rubia igualmente bonita-. ¿Brent Michaels está realmente aquí?

El corazón de Laura latió con fuerza, mientras sus ojos recorrían rápidamente la plaza. Debajo de las imponentes magnolias, la muchedumbre serpenteaba entre los puestos de pinturas y artesanías. Del lado sur de la plaza, se escuchaba el estruendo de la música country, que provenía de un quiosco de música, mientras el aroma a. carne asada lo envolvía todo.

– ¿Lo viste realmente? -preguntó Tracy a Janet-. ¿Dónde?

– En la posada. ¿Y a que no adivinan qué auto manejaba? -Janet esperó apenas un suspiro, y luego soltó-. ¡Un Porsche!

– ¡Oh, Dios mío! -gritó Tracy-. ¡Tienes tanta suerte, y yo te tengo tanta envidia! Si sólo no estuviera embarazada -le dirigió una mirada de enojo a su vientre distendido.

– Aun así, tu marido jamás te dejaría participar en el show, ni aunque fuera a beneficio -señaló Janet.

– Tienes razón -hizo un gesto de contrariedad-. Además, es probable que Brent te eligiera a ti de cualquier manera, y entonces sí que te odiaría.

Como la mayoría del pueblo, Tracy daba por descontado que Brent elegiría a Janet de la hilera de participantes. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Janet tenía un cuerpo por el que morían los hombres. Y hasta los kilos que había aumentado luego de tener a sus tres hijos habían ido a parar a los lugares más favorables.

Pero Laura tenía la fuerte sospecha de que Brent ya había tomado su decisión: elegirla a ella. No porque tuviera un deseo profundo de salir con ella, sino porque ella jamás le había dado motivos que delataran algún interés. Si hubiera sabido de su atracción, la habría evitado como lo hacía con todas las demás muchachas del pueblo que le habían echado el ojo.

La idea de un Brent adulto que la invitaba a salir la hizo volver a sentir mariposas en el estómago. Mordiéndose el labio, se preguntó cuál sería la reacción de Janet. Para el caso, ¿cuál sería la reacción de Greg? No, mejor no pensar en Greg.

– Oh, Laura Beth -Janet se volvió como si acabara de verla-. La señorita Miller me pidió que la ayudara a armar el escenario en el teatro de la ópera. Pero tú eres mucho mejor en ese tipo de cosas. ¿Te importaría ocuparte de ello?

– En absoluto -Laura se obligó a sonreír, mientras mentalmente agregaba la decoración de escenarios a su lista cada vez más larga de responsabilidades.

– ¡Gracias! -exclamó Janet, apretándole los hombros y besando el aire al lado de su mejilla-. ¡Eres tan dulce! Realmente no sé lo que haría el comité sin ti.

Laura dominó el instinto de poner los ojos en blanco, mientras las dos mujeres se alejaban apuradas, sin duda para echar a correr la noticia de la llegada de Brent. Por enésima vez se maldijo por hacer esa llamada cuatro meses atrás. ¿Pero cómo habría de saber que las mujeres de Beason’s Ferry se tomarían el regreso de Brent como la Segunda Venida? Y cuanto más ridículamente actuaban las mujeres, peor era el gesto de malhumor en el rostro de los hombres.

Si sólo hubiera dejado que Janet hiciera esa llamada, entonces Brent habría dicho que no, y todo este fiasco se habría evitado. Por lo menos, suponía que se habría negado; siempre había despreciado al grupo más popular cuando estaba en la escuela secundaria.

Por otro lado, tal vez su regreso era lo indicado. Una vez que pasara este fin de semana, la pequeña fantasía que titilaba en lo profundo de su corazón quedaría definitiva y efectivamente extinguida. Sí, Brent había sido su amigo cuando eran niños; hasta le había dado su primer beso… un casto roce de labios por el que casi se había desmayado, pero no había ninguna posibilidad de que Brent Michael Zartlich regresara al pueblo para tomarla en sus brazos y declararle amor eterno.

Eso no les sucedía a las mujeres como ella. Les sucedía a las mujeres famosas, despampanantes, exóticas, románticas. Si bien Laura tenía un corazón irremediablemente romántico, no era ni despampanante ni exótica, y ya era hora de que lo aceptara.

– Laura Beth -se oyó una voz tensa detrás de ella-. Me gustaría hablar un instante contigo.

Greg. Dejó caer los hombros por un instante, antes de volverse para mirar a su novio circunstancial.

– Hola, Greg. ¿Estás disfrutando del show de arte?

– Pues, sí, yo… -comenzó a responder, y, luego, sorpresivamente, irguió los hombros-. Lo disfrutaría mucho más si no estuvieras a punto de transformarte en el hazmerreír de todo el pueblo.

– Greg… -clavó la mirada en él, sorprendida por su descaro-. ¿De qué hablas? Ya discutimos esto, ¿recuerdas? Me comprometí a ser una de las participantes del concurso para ayudar a reunir fondos para el Tour de las Mansiones.

– Sé lo que dijiste, pero… -sus ojos color castaño parpadearon agitados detrás de los anteojos de montura dorada-. Es sólo que no me gusta la idea de que compitas con otras mujeres para salir con un… un joven buen mozo.

Ocultó una sonrisa frente a la acusación, dado que Greg, con su cabello claro y sus mejillas suaves, estaba mucho más cerca de ser “buen mozo” que Brent. De hecho, cuando Greg Smith se había mudado cinco años atrás a Beason’s Ferry para ser el nuevo farmacéutico del pueblo, su timidez le había parecido encantadora. De alguna manera, lo seguía creyendo. Greg se irguió en una rara manifestación de temeridad.

– Laura Beth, insisto en que te retires de este… este espectáculo.

Su alegría se disipó al escuchar la orden.

– No puedo -dijo. Al llegar a la parte delantera de la fila del puesto de comida, dirigió la atención a Jim Bob Johnson, a cargo del puesto del Club de Optimistas.

– Hola, LB -Jim Bob le guiñó el ojo; mientras hacía girar el escarbadientes al otro lado de la boca-. ¿Cómo amaneciste hoy?

– Muy bien, JB, ¿y tú? -preguntó.

– Espectacularmente bien -enderezó la gorra roja sobre su cabeza-. Entonces, ¿qué te pido? ¿Una bandeja de salchicha? ¿Un sándwich de carne?

El aroma a carne humeándose detrás de él en la parrilla, le hizo agua la boca.

– Prepárame una bandeja de salchicha, dos sándwiches de carne, un choclo asado, dos Cocas, y una limonada grande.

– ¡Oye! Tú sí que tienes hambre -Jim Bob sonrió mostrando los dientes.

Por el rabillo del ojo, vio a Greg buscar la billetera.

– Yo me ocupo -insistió ella, con el dinero en la mano.

El desánimo cruzó las facciones de Greg.

– Esta semana es la tercera vez que no me dejas pagarte el almuerzo. Si no fuera porque te conozco, pensaría que estás tratando de rechazarme.

En lugar de entrar en un tema espinoso, echó un vistazo a su cuerpo delgado enfundado en pantalones beige y una blusa de seda color crema.

– ¿Crees que todo esto es para mí?

Dos manchas rojas riñeron las mejillas de Greg, y al instante ella se sintió culpable. Era un hombre tan amable; lo que menos quería era herir sus sentimientos. Pero tarde o temprano, tendría que decirle que ya no sentía lo mismo por él. En el instante en que llegó la comida, Greg la tomó, y dejó que ella llevara las bebidas.

– ¿Así que te retirarás del concurso? -le preguntó mientras ella lo guiaba hacia las tiendas de arte, y él la seguía de cerca.

– Greg, no puedo -se movió zigzagueando entre la multitud, sonriéndole a amigos y vecinos-. Es demasiado tarde para retirarme, aunque lo quisiera.

– Maldita sea, Laura Beth, no puedes hacer esto. ¡Estamos prácticamente comprometidos!

– ¿Desde cuándo? -se paró en seco, y él casi se la lleva puesta.

– Oh, sé que acordamos pensar en ello por un tiempo, pero todo el mundo sabe que al final nos terminaremos casando.

La culpa se apoderó de su conciencia. Hace seis meses, cuando Greg le había propuesto matrimonio, ella había intentado decirle que no. Realmente lo había intentado. Salvo que la palabra no parecía haber desaparecido de su vocabulario. Al final, consintió en pensarlo y volver a hablar con él. Supuso que seis meses de silencio eran respuesta suficiente. Aparentemente, estaba equivocada.

Sacudió la cabeza, y continuó caminando hacia un puesto que vendía camisetas pintadas a mano, donde dejó la bandeja de salchicha. Repartir almuerzos no era una tarea que los voluntarios del festival solieran hacer, pero había tantos artesanos que estaban solos al frente de sus puestos que Laura no lo podía evitar.

– Aquí está la comida y el cambio que necesitabas.

– ¡Genial… gracias! -la mujer proveniente de Houston parecía sorprendida de que efectivamente Laura hubiera regresado con su dinero-. Eres tan dulce.

Sonrojándose por el cumplido, Laura se apuró por llegar al segundo puesto, donde una pareja de Hill Country vendía figuras recortadas en madera de vacas, gallinas y cerdos. Mientras les entregaba sus sándwiches y gaseosas, pensó en la propuesta matrimonial de Greg. Si tuviera dos dedos de frente, se casaría con el hombre. Era considerado, responsable y atractivo. ¿Qué más podía pedir una mujer? Era todo lo que había soñado tener durante aquellas noches solitarias de su niñez. Excepto que no era Brent.

Pero Brent era un sueño. Greg era real.

Por desgracia, cada vez que se imaginaba como la señora Greg Smith, sentía que se ahogaba. ¿Cómo podía explicárselo sin destruir su ego masculino? Volviéndose hacia él, tomó su choclo asado, que seguía envuelto en la tibia chala:

– Greg, cuando termine este fin de semana, realmente creo que debemos hablar.

– Eso me gustaría, Laura Beth -una sonrisa suavizó su rostro-. Sabes que siempre disfruto de hablar contigo.

Fijó la mirada en él, y se sintió realmente tentada a pegarle con el choclo. ¿Acaso no presentía que ella deseaba romper con él?

– Después de todo -dijo, acercándose para tocarle el brazo-, últimamente no hemos podido estar mucho tiempo juntos, ya sea por tu trabajo en el Tour de las Mansiones, o porque yo estaba tan ocupado con… pues… ya sabes.

Sacudió la cabeza cuando no se le pudo ocurrir una excusa por su propia falta de tiempo. La verdad era que jamás hacía nada. Trabajaba. Veía televisión. Jugaba al golf. Eso era todo: en dos palabras, la vida de Greg Smith. No es que hubiera mucho más para hacer en Beason’s Ferry, motivo por el cual muchos de sus compañeros se habían marchado a Austin y Houston y jamás habían regresado.

Al seguir por el sendero de césped, se preguntó cómo habría sido su vida, si hubiera ido a una universidad importante en lugar de viajar todos los días a Blinn College en el pueblo vecino de Brenham. Un sentimiento de melancolía se apoderó de ella, como siempre le ocurría cuando se imaginaba la vida fuera de su pequeño mundo. Tantas veces, aun antes de conocer a Greg, había querido preguntar: ¿Ésta es la vida? ¿Acaso no hay nada más? Rechazando el sombrío pensamiento, Laura se acercó a un puesto al final de la hilera, que estaba lleno de pinturas alegres y coloridas.

– ¡Mi salvadora! -exclamó la artista al verla venir. Melody Piper era una artista habitual del Tour de las Mansiones y Laura la consideraba una amiga. El cabello color naranja brillante era tan vigoroso como sus pinturas, y desentonaba espectacularmente con su camiseta teñida de rosa, sus calzas violetas y los borceguíes. Amuletos de dragones plateados y cristales pendían de su cuello y colgaban de sus orejas-. Pensé que desfallecería de hambre si no volvías.

Sonriendo por la exuberancia de Melody, Laura le entregó el choclo.

– Como siempre, las opciones son limitadas para los vegetarianos.

– Lo que sea. Estoy famélica -dijo Melody mientras Greg se paraba en seco. Quedó absorto con el atuendo chillón de la mujer. Bajando la voz, Melody preguntó:

– ¿Has tenido oportunidad de pensar en mi oferta?

Laura echó un vistazo a Greg. Lo último que quería hablar delante de él era acerca de la posibilidad de ser la compañera de apartamento de Melody en Houston. Ni siquiera había tenido tiempo de pensarlo. Al menos, no en serio. Dirigiéndole a Melody una mirada de advertencia, le preguntó:

– ¿Qué tal va el show?

– ¡Fabuloso! -respondió Melody, captando el mensaje. Salieron a relucir más dragones y cristales cuando sacudió la mano señalando un espacio vacío en su puesto-. Vendí el enorme adefesio, lo cual significa que ahora tendré que reorganizar toda la muestra para llenar un agujero. -Se volvió a Laura, interrogándola con su mirada chispeante-: Es mucho pedir que me ayudes, ¿no?

– Me encantaría, en serio, pero no puedo -Laura señaló el edificio del siglo XIX del teatro de la ópera que se alzaba sobre la plaza, como una magnífica diva-. Debo ayudar a los estudiantes de teatro a prepararse para el show del Juego de las Citas.

– Oh, es cierto -dijo Melody con una amplia sonrisa-. Te apuesto cinco dólares a que el periodista te elige a ti.

Greg se arrimó abruptamente:

– Laura Beth jamás arrojaría dinero en una apuesta frívola.

Una sonrisa perezosa se dibujó en sus labios al volverse hacia el farmacéutico encrespado:

– ¿Quieres apostar?

– Melody -se interpuso Laura rápidamente-, no creo que hayas conocido a mi… amigo… Greg.

La curiosidad chispeó en los ojos de Melody:

– ¿Así que éste es Greg? -extendió la mano fláccidamente-. Me han hablado tanto de ti.

Las manchas en las mejillas de Greg se volvieron color carmesí. Dudó, y luego tomó su mano llena de sortijas; parecía no saber si debía besarla o estrechársela.

– Me alegra conocerla -farfulló.

– Entonces, sir Gregory -Melody se arrimó hacia él-, ¿le gustaría a usted socorrer a una dama en apuros?

– Sí, por supuesto -Laura se abalanzó sobre la idea, mientras que era evidente que Greg estaba horrorizado-. Eso sería perfecto. Greg te puede ayudar a reorganizar tu puesto, mientras yo voy a ayudar a los estudiantes.

– Pero… -se volvió a Laura con ojos de súplica.

– Buena suerte con el resto del show -le gritó a Melody, saludándola con la mano.

– Tú también -gritó Melody a su vez-. Y si Brent Michaels te termina eligiendo, me debes cinco dólares.

Al cruzar la calle, Laura suspiró aliviada. Ahora que había logrado librarse de Greg, dirigió su atención a un problema mucho mayor: cómo transitar las siguientes horas sin quedar como una idiota.


Al salir de la posada Boudreau, la mirada de Brent abarcó la escena delante de él. Visitantes de todo el estado abarrotaban las calles mientras se amontonaban para entrar en el distrito histórico. Muchos de los autos bajaban la velocidad cuando los pasajeros comenzaban a vislumbrar las casas completamente restauradas.

Del otro lado de la calle se alzaba la joya de la corona del Tour de las Mansiones: una mansión de comienzo de siglo primorosamente pintada en colores rojo, verde y dorado. Entre los altísimos robles y las azaleas en flor, caminaban las lugareñas ataviadas en trajes típicos de Southern Belle que habían pasado de madres a hijas, de hermanas a amigas, desde que el Tour de las Mansiones había comenzado hacía más de cincuenta años. Los peatones hacían fila, abanicándose con los folletos de la visita guiada a pie, mientras esperaban que les llegara el turno para entrar.

Una sonrisa irónica plegó la comisura de sus labios. Durante la mayor parte de su infancia se había sentido exactamente igual que esos turistas: como alguien que estaba afuera, esperando su turno para ser admitido por el umbral. Salvo que el umbral que había querido cruzar era un anillo invisible que rodeaba todo el maldito pueblo. Como hijo ilegítimo, criado por una abuela alcohólica y dos tíos pendencieros en las afueras del pueblo, no había sido aceptado por la sociedad de Beason’s Ferry. ¿Por qué habrían de hacerlo, cuando ni siquiera su propia madre lo había querido lo suficiente como para quedarse con él?

– ¡Oh, miren! ¡Es él! -una de las beldades del Sur lo señaló.

Haciendo girar los quitasoles, ella y sus dos compañeras saludaron con la mano:

– Hola, señor Michaels. -Acercándose al cerco que les llegaba a la cintura y rodeaba el jardín delantero, una de ellas lo llamó desde el otro lado de la calle-. Soy Susie Kirckendall. Apuesto a que no lo recuerda, pero mi mamá, Carol Sawyer, fue al colegio con usted.

Sí, lo recordaba. Carol había sido una de las más audaces, que disfrutaba flirtear con el muchacho que había sido prohibido para las niñas respetables; aunque imaginó que habría vuelto a casa gritando si él alguna vez hubiera aceptado su invitación. Apartando el recuerdo desagradable, saludó con la mano a las tres adolescentes y las observó riendo a carcajadas. Qué irónico, pensó mientras caminaba por la calle, que ahora, que ya no importaba, la flor y nata de Beason’s Ferry le diera la bienvenida con los brazos abiertos. Hasta habían colgado un estandarte que cruzaba la calle principal del pueblo que decía: “Bienvenido a casa, Brent Michaels” en grandes letras color rojo.

Sí, era cierto que no decía Brent Zartlich, pero se rehusaba a dejar que eso le molestara.

No debía molestarle.

Era él quien había cambiado su apellido por una modificación de su segundo nombre. Aun así, se percibía la sutil connotación: le daban la bienvenida sólo porque ya no lo consideraban miembro de aquellos Zartlichs, escoria de la población blanca.

Pero cambiar su nombre no rompió los vínculos con sus parientes. Se debatió si iría a la casa en algún momento del fin de semana para saludar a “la familia”. No es que los dos tíos que quedaban constituyeran cabalmente una. Sea lo que decidiera, estaba contento que no debía preocuparse por toparse con ellos en el pueblo. Un sábado por la tarde estarían recuperándose de una borrachera o esforzándose por sumirse en una. Su abuela se había muerto de cáncer de pulmón hacía muchos años. Brent había estado haciendo las prácticas en un noticiario, en Nuevo México, en ese momento.

Sintió una puntada de remordimiento por no regresar a casa para el entierro, pero en ese momento el dinero era escaso.

Decidió dejar de lamentarse al llegar a la esquina. El conocido aroma a carne asada en el jardín del juzgado despertó un antiguo apetito que no tenía nada que ver con comida. Las notas alegres de la música del violín acrecentaban el zumbido del tránsito humano. Se dio cuenta de que habían levantado un estrado para la banda en la parte sur del jardín. La gente llenó las mesas alrededor de la pista de baile, como una taberna al aire libre. Era evidente que el Tour de las Mansiones había cobrado gran popularidad en los últimos catorce años.

Observando toda la plaza, vio que también habían cambiado otras cosas. La ferretería de Fischer era ahora un anticuario, como lo era la vieja tienda de pienso. La tienda de Todo por Dos Pesos tenía un colorido escaparate con artesanías, y la farmacia había agregado un bar de café exprés. ¡Un bar de café exprés en Beason’s Ferry!

– Allí estás -una voz escueta y directa se oyó detrás de él. Se volvió para hallar a la señorita Miller, su antigua profesora de inglés de la escuela secundaria. Su cuerpo se tensó, como si lo acabaran de descubrir faltando a clase. Lo fulminó con una mirada de reproche-. Y yo que acabo de recorrer todo el camino hasta la posada para buscarte.

– Le ruego me disculpe, señorita Miller -intentó una de las sonrisas ganadoras de índices de medición que le había procurado un sueldo importante-. No se me ocurriría molestarla. Aunque es un día hermoso para caminar.

Ella resopló dando a entender que no toleraría sus palabras zalameras; que estaba metido en un lío y no había nada más que hacer. Habían pasado catorce años, y la mujer no había cambiado ni un ápice. Aún llevaba el cabello recogido en un prolijo rodete de rulos fijados con laca que rodeaba su rostro anguloso, aunque el color estaba ahora más cerca del gris que del rubio. Anteojos bifocales oscurecían sus penetrantes ojos azules, que parecían poder atravesar las paredes y leer las mentes de los niños. Por deferencia al clima cálido, llevaba un vestido chemisier de algodón que acentuaba su figura de extrema delgadez.

Por encima de la parte superior de sus anteojos, miró sus pantalones caqui, la remera de cuello volcado, el cinturón de cuero italiano y los mocasines. Sabía que tenía todo el aspecto de un ejecutivo de negocios exitoso que descansaba en el club. Se había esmerado en conseguir el look y lo había practicado hasta llevarlo con naturalidad. Pero se había olvidado de que en los pueblos pequeños la moda llevaba un retraso de cincuenta años. En Beason’s Ferry, los granjeros mayores usaban caqui, y cuando lo hacían era sólo para trabajar en sus campos.

– Supongo que tendrás que ir así -la señorita Miller apretó sus delgados labios en señal de desaprobación-. No has tenido tiempo de cambiarte. Tengo que llevarte detrás del escenario del teatro de la ópera antes de que comience el show.

Echó un vistazo a su Rolex:

– Tengo diecisiete minutos todavía. El tiempo suficiente.

Resoplando, ella se volvió y lo condujo por la vereda llena de turistas.

Él empezó a andar a su lado.

– Veo que hay bastantes cosas que han cambiado por aquí.

Ella siguió la dirección de su mirada al frente recién pintado de las tiendas.

– Sí, yo diría que muchas cosas han cambiado, al menos en apariencia, desde que Laura Beth formó el Comité de Embellecimiento.

– ¿Oh? -enarcó una ceja. Que Laura formara un comité no lo sorprendía. Pero sí que se llevara los laureles. Cuando estaban en la escuela, había pertenecido a una docena de clubes diferentes. Sólo que mientras ella hacía el trabajo pesado, las muchachas como Janet y Tracy se llevaban toda la gloria.

– Hablando de Laura -dijo al pasar-, ella es una de las solteras entre las cuales tendré que elegir, ¿no es así?

La señorita Miller le clavó la mirada cuando llegaron a la esquina:

– Sabes perfectamente bien que no puedo revelar el nombre de las concursantes.

– Tiene razón -concedió él mientras comenzaban a cruzar la calle. Jamás había logrado conseguir algo de la señorita Miller por medio de la seducción o persuasión. Su férrea voluntad para no ser doblegada era lo que siempre había admirado de ella. Si no lo hubiera presionado para estudiar más y apuntar más alto, probablemente estaría manejando un camión volcador como sus tíos.

Se preguntó qué le diría si le contaba que el juego de lápiz y lapicera que ella le había regalado para la graduación ocupaban un lugar sobre su escritorio en todas las salas de redacción en las que había trabajado. El recuerdo del día en que se los había obsequiado aún le producía una sensación de angustia.

Alargando la mano para abrir la puerta del escenario, hizo una pausa. ¿Cómo podía un hombre agradecerle a una mujer por cambiarle la vida?

– ¿Señorita Miller?

Ella se volvió frunciendo el entrecejo desconcertada.

– Yo, este… -No podía expresarse ahora como no había podido hacerlo en el pasado-… sólo quería agradecerle por mantener los perros a raya estos últimos meses.

Por un momento, él pensó que ella adivinaría su cambio súbito y hasta sonreiría. En cambio, asintió con la cabeza:

– Una expresión acertada. Si no me hubiera hecho cargo, esas muchachas te habrían molestado día y noche.

– Entonces -le guiñó el ojo burlonamente-: ¿quién, además de Janet y Laura, estará sobre el escenario?

Los ojos de ella se estrecharon:

– No practiques tus encantos conmigo, jovencito. Soy una tumba.

Ladeando la cabeza, le dirigió su sonrisa más sexy:

– ¿Supongo que no puedo simplemente elegirla a usted como mi novia soñada y evitarnos todos los inconvenientes?

Ella lo miró fijo un instante, atravesándolo con la mirada de aquel modo tan misterioso que tenía.

– Vaya, Brent Zartlich, me parece que estás nervioso.

Él lanzó un resoplido y esperó disimular lo que ella había detectado con tanta claridad.

– Sólo debes recordar una cosa cuando te suban al escenario -dijo-. El sentido del humor hace maravillas en la vida.

Y este consejo viene de una mujer cuyo rostro se resquebrajaría si alguna vez fuera a sonreír demasiado, pensó.

– No hagas eso -meneó el dedo frente a sus narices-. No te me pongas hosco y malhumorado.

– Jamás he estado de mal humor en mi vida -insistió.

Ella sacudió la cabeza:

– Como dije recién, hay cosas que nunca cambian -comenzó a adelantarse, pasando la puerta, pero se detuvo-. Te diré una cosa, Brent Zartlich. Algunas lecciones de estilo y la ropa de lujo no cambian quién eres. Si la gente de este pueblo fue demasiado ciega para ver que eras un muchacho inteligente y sensible en aquella época, entonces no deberías preocuparte por lo que opinen hoy. Sólo debes entrar allí, hacer que la gente sienta que el espectáculo valió la pena, y dar por terminado el tema. ¿Entiendes?

Él reprimió una sonrisa:

– No es necesario que me hable como si estuviera a punto de hacer un striptease.

Sus ojos entornados se clavaron en los suyos:

– Para cuando haya acabado este dislate, tal vez sientas que has hecho exactamente eso.


* * *
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