Capítulo 11

Brent levantó la cabeza bruscamente y vio a Jorge parado en la esquina del edificio, apartando la mirada cortésmente.

– Siento, eh, molestarlos -una sonrisa jugueteaba en las comisuras de sus labios, y Laura ocultó la cara en el pecho de Brent-. Sólo quería saber si, en definitiva, nos quedaremos para los festejos en la calle.

Brent dejó caer los brazos y se movió para ocultarla de la vista.

– Ve y carga la camioneta. Estaré allí en un momento.

– Ya la cargué.

Le dirigió al camarógrafo una mirada de reprobación:

– Entonces ve a comer un poco de carne o lo que quieras. Te encontraré cuando esté listo.

– ¡Vamos! -con un grito de alegría, Jorge se marchó a divertirse.

– Te vas, ¿no es cierto? -preguntó Laura en voz queda.

Volviéndose hacia ella, vio la mirada de resignación en sus ojos.

– No significa que te dejo, es sólo que…

– El pueblo -adivinó correctamente.

Él la miró, como pidiéndole disculpas:

– Creo que ya les dimos suficiente tema de conversación con lo de anoche, ¿no crees?

– Sí -se mordió el labio y la risa le bailó en los ojos-. Por suerte, nos hemos portado bien después de eso.

Él lanzó un gruñido al advertir el alcance de la escena que había hecho en la cocina.

– Lo siento.

– Yo, no -ella sonrió-. No he visto a los miembros del comité recaudador de fondos tan excitados y alterados en años.

– Me imagino.

Se puso seria:

– ¿Y ahora qué?

– No lo sé -se metió la manos en los bolsillos de los pantalones-. Me gustaría verte, pero… -no sabía cómo explicarlo sin ofender al pueblo que ella tanto amaba.

Ella respiró hondo, buscando coraje:

– Brent, desde ayer, he pensado… acerca de muchas cosas. Bueno, en realidad, he pensado en algunas de estas cosas durante años.

– ¿Qué tipo de cosas?

Ella cruzó los brazos y miró fijo el suelo:

– Yo, pues, ¿supongo que no te fijaste en la mujer con la que hablaba cuando entraste en la cocina?

– En realidad, no.

– Bueno, pues, ella es una de las artistas de la muestra.

Él frunció el entrecejo ante el abrupto cambio de tema:

– Déjame adivinar. ¿Vas a intentar combatir la monotonía provinciana con el arte?

– ¡Cielos, no! -se rió. Amaba el sonido de su risa, y su espontaneidad-. Soy un desastre pintando. Pero Melody vive en Houston. Y -Laura levantó la mirada- está buscando a alguien que comparta la vivienda con ella.

– ¿Ah, sí? -aguzó el oído.

– En realidad, sólo necesita a alguien durante el verano -dijo con prisa-. Parece que es un período del año muy activo para los artistas. Salvo que Melody no puede hacer muchas muestras porque tiene dos perros. Dice que los cuidadores de perros son caros, y no les gusta hacerse cargo de los Rottweilers; además, le vendría bien el dinero del alquiler del cuarto de huéspedes, algo que ya intentó hacer, pero sin mucha suerte…

– Laura -dijo, riéndose-, te estás yendo por las ramas.

– Sí, bueno -se movió nerviosamente-, tan sólo quiero evitar que pienses que estoy tratando de perseguirte o de ponerte presión. La verdad es que hace mucho que tengo ganas de mudarme a Houston. Ya sabes, para buscar un empleo, independizarme un poco.

Los pensamientos se agolparon en su mente mientras ella esperaba su reacción. Por algún motivo, él sintió que el estómago se le contraía, aunque reconociera que su plan no tenía ni un solo inconveniente. Obligar a su padre a cuidar de sí mismo sería lo mejor para ambos, y su mudanza a Houston les allanaba el camino para conocerse.

– ¿Y? -lo animó a responder.

Él decidió hacer caso omiso al inexplicable ataque de nervios:

– Creo que es una gran idea. ¿Cuándo te mudas?

– No lo sé -frunció la frente-. Necesito encontrar a alguien que le prepare las comidas a papá y se asegure de que tome sus remedios. Los médicos son notoriamente malos pacientes, y Clarice se niega a trabajar más horas. Sólo espero que no renuncie en el instante en que me vaya.

Ya se estaba echando atrás. Y conociendo a su padre, encontraría una manera de encadenarla a esa casa hasta que estuviera vieja y con el cabello gris. Jamás se iría por su propio bien… lo que necesitaba era focalizarse en las necesidades de otro.

– Tengo una idea -inhalando profundamente, se lanzó a explicarla antes de cambiar de idea-. Es un favor, en realidad. Parece que mi auto permanecerá en el taller durante un tiempo.

– ¿Tu auto está en el taller? ¿Qué pasó?

La miró fijo un instante, y luego lanzó una carcajada:

– Quién diría, eres la única persona en el pueblo que no se ha enterado. Anoche agujereé uno de los refrigeradores de aceite, cuando me salí de la ruta.

– Oh, Brent, lo siento -apoyó la mano sobre su brazo.

– Laura -con un gruñido pícaro, sacudió su mentón-. ¿Podrías dejar de disculparte cuando no tienes la culpa? Soy yo quien debería disculparse por poner en peligro las vidas de ambos en esa carrera estúpida.

Para su sorpresa, ella sonrió… una sonrisa traviesa que le dio un aire increíblemente joven y extraordinariamente sexy:

– Supongo que debemos estar agradecidos de que el ángel guardián de los chiquillos insensatos estaba de guardia anoche.

– Y que su jurisdicción incluye a adultos que de vez en cuando se comportan como idiotas -recorrió su mandíbula con un dedo perezoso y sintió que temblaba-. De cualquier manera, ¿qué te parece si me llevas el Porsche a Houston cuando terminen de arreglarlo?

– ¿Yo? -abrió enormes los ojos-. ¿Manejar tu coche deportivo?

– Claro -la atrajo hacia sí, rodeándole suavemente la espalda-. Puedes venir el domingo, quedarte el lunes, para… mmm… hojear los anuncios clasificados. Y yo puedo -mordisqueó el lóbulo de su oreja- llevarte en coche de vuelta a tu casa -comenzó a trazar el delicado contorno de la oreja con su lengua-. Podría ser el martes por la mañana…

– Y tú… -oyó su suspiro cuando él besó su punto de pulso en el cuello-, ¿no tienes que trabajar?

– Laura -rió entre dientes, deslizando sus labios por la línea de su mandíbula-. Soy reportero de las noticias vespertinas. Trabajo de dos a doce de la noche.

– Oh -ella se meció contra él, al tiempo que él cubría su boca con la suya. Tenía un sabor esquivo, entre salado y dulce, que no reconoció, pero, apetecible, habría seguido allí durante horas degustando aquella boca suave y exquisita.

Maldiciendo su falta de privacidad, levantó la cabeza y sonrió al ver la sublime expresión de su cara.

– Mmm -ella parpadeó-. Supongo que podría hacerlo.

Él la observó mientras sus ojos se enfocaban otra vez y su mente comenzaba a funcionar.

– De esa manera me podría quedar con Melody, para ver si funciona la convivencia. Como una especie de prueba.

– En realidad, yo estaba pensando… -se detuvo en seco, a punto de invitarla a quedarse con él. No tenía sentido apurar las cosas. Aflojó la presión de sus brazos para recuperar la compostura-. Tu, eh, idea parece perfecta. Siempre es buena idea probar.

– Si estás seguro de que no te importa que maneje tu auto -lo miró con esos ojos imposiblemente azules.

– Por supuesto que no -dio otro paso hacia atrás-. Me refiero a que sabes manejar una palanca de cambios, ¿no? No has chocado, volcado, o sufrido abolladuras, ¿no es cierto?

– Ni siquiera una multa por exceso de velocidad -le dedicó una sonrisa de complicidad.

– Sólo preguntaba -dijo-. Pero tendrás cuidado, ¿verdad?

– Por supuesto. Sólo tienes que llamarme cuando el auto esté listo. Aunque tendrás que hacerlo algunos días antes para que le pueda preparar todo a mi padre.

– Toma, aquí tienes mi dirección particular y el número de teléfono -extrajo una tarjeta personal de su billetera y garabateó su número de teléfono que no figuraba en guía en la parte de atrás-. El taller tiene las llaves. Te llamaré para darte indicaciones cuando el auto esté listo.

Cuando le entregó la tarjeta, sus dedos la retuvieron unos instantes. Incluso al tirar de ella, parecía no poder soltarla.

– Tendrás mucho cuidado con mi auto, ¿no es cierto? Los cambios son muy sensibles, y no frenes demasiado bruscamente o saldrás despedida por el parabrisas.

– Estoy segura de que no tendré problema.

– Tal vez deberías dar una vuelta alrededor del pueblo varias veces, antes de subirte a la autopista, sólo hasta que te acostumbres a la dirección europea…

– Brent.

– ¿Sí?

– Tendré cuidado -extrajo la tarjeta de su mano y le dio un rápido beso en los labios. Cuando se apartó, tenía un brillo de excitación en los ojos-. Entonces, supongo que nos veremos en una semana o dos.

– Sí, eso creo.

Ella se quedó parada un instante, lo suficiente como para que a él se le ocurriera volver a besarla, pero algo lo retuvo.

– Bueno, pues -dijo ella-, si eso es todo, será mejor que vuelva a ayudar al club.

La observó alejarse, momentáneamente distraído por el meneo de sus caderas. Con una sonrisa final, ella lo miró por encima del hombro, antes de desaparecer girando en la esquina del edificio… entonces, sintió un inmenso terror que le oprimió el pecho. No sabía si era el hecho de que Laura manejara su auto, o la idea que se mudara a Houston.

Respirando hondo varias veces, se recordó a sí mismo que ella se mudaría a Houston para buscar trabajo, no para hostigarlo o encerrarlo en una relación. Además, tenía dos semanas para acostumbrarse a la idea, o para dar marcha atrás por completo.

Aunque hizo un amago de ir tras ella, sabía que no daría marcha atrás. Al menos, no por ahora. Superaría el momento de pánico de la misma manera en que había superado su primer noticiario en vivo: concentrándose en el presente y bloqueando el futuro.

No es que Laura y él tuvieran un futuro. Al menos, no en el largo plazo. Pero ella debía de saberlo, o no le habría asegurado con tanta vehemencia que tenía otro motivo para mudarse. No tenía nada de qué preocuparse. Eran ambos adultos. Todo saldría bien.


Dos semanas después, Laura descendió las escaleras con un portatrajes y un bolso de viaje. Su padre apareció en el vestíbulo en el momento en que posó su equipaje para buscar en su cartera las llaves del auto de Brent.

– Así que realmente vas a llevar a cabo tu plan -dijo su padre-. Tu intención es irte de verdad.

Ella levantó la mirada, sorprendida de oír su voz, luego de tantos días de silencio. La reacción de asombro de Greg ante su partida ya había resultado incómoda, pero la desaprobación de su padre le dolía mucho más. Desde que se había enterado de sus planes, apenas habían cruzado unas palabras.

Resignada a su desaprobación, se abocó a buscar las llaves.

– Hay comida en envases etiquetados que está lista en el freezer. Las instrucciones para calentarlas están puestas sobre las tapas. Tus remedios están en el pastillero diario, sobre la mesada de la cocina. Aunque si lo deseas -hizo una pausa-, puedo llamarte en las noches para hacerte acordar.

– Yo puedo cuidar de mí mismo, Laura Elizabeth -se enderezó con la ayuda del bastón-. Pero no pretendas que te cubra mientras estés allá.

– ¿Que me cubras? -frunció el ceño-. ¿A qué te refieres?

– ¿No creerás que alguien imagina realmente que vas a Houston para buscar un trabajo, no? -su brazo se sacudió, mientras se apoyaba sobre el bastón-. Todo el mundo sabe que te vas para pasar el fin de semana en la ciudad con ese muchacho de Zartlich.

– Tengo veintiocho años, papá -le recordó con poca paciencia-. Lo que decido o no decido hacer no es asunto de nadie sino mío.

– ¿Y yo? -se golpeó el pecho-. Yo soy quien quedará y tendrá que aguantar todos los cuchicheos de la gente a mis espaldas. Todo el pueblo dirá que eres igual a tu madre.

– Basta, papá. ¡Basta! -la furia estalló como lava caliente. Respiró hondo para contenerla-. Si me parezco a mi madre, mejor. A pesar de todas sus faltas, se me ocurren un montón de personas peores con quien ser comparada.

– Eso es porque jamás supiste cómo era de verdad. Yo te protegí de eso, gracias a Dios.

– ¿Gracias a Dios? ¡Gracias a Dios! -lo miró con los ojos desorbitados, sin saber si reír o llorar-. Apenas recuerdo a mi propia madre porque su nombre ha sido un tabú en esta casa desde el día en que trajiste su cadáver de vuelta de Galveston, ¿y por eso debo dar gracias?

– Es mejor que no recuerdes cómo era.

Lo miró fijo, y vio el dolor tras las palabras de amargura.

– Recuerdo que era amable y generosa, y la madre más cariñosa que pueda tener una niña. También recuerdo que lloraba tan a menudo como se reía. Recuerdo la desesperación con la que ustedes dos se amaban, aun mientras me acuerdo acostada en la cama de noche, escuchándolos pelear. Es todo lo que sé de mi madre. Todo lo que jamás sabré.

– Entonces tal vez sea hora de que sepas por qué tu madre y yo peleábamos tan a menudo. Tal vez sea hora de que conozcas la verdad sobre todos esos “viajes de compras” que hacía a Houston.

– Papá… -sus hombros se hundieron bajo el peso del dolor-. Por favor. No quiero hablar de esto, no ahora cuando estás disgustado. Tal vez cuando vuelva…

– Como si hubiera algún momento adecuado para decirle a una criatura que su madre es una libertina.

– ¡Te dije que basta! Yo… -se mordió el labio para detener el temblor-. Sé que hubo… otros hombres, ¿sí? Escuché suficientes peleas como para enterarme de eso.

– No eran sólo “otros hombres”, Laura Beth. Eran desconocidos que levantaba en los bares. ¿Es ése el tipo de mujer con la que quieres que te comparen? ¿El tipo de mujer que quieres ser?

– ¡Esto no se parece en nada!

– ¿Y en qué se diferencia? ¿Acaso niegas que vas a ver a Brent Zartlich?

– Voy a ver a Brent, sí… un hombre que conozco desde hace muchos años. Un hombre con el que espero comenzar una relación.

– Una relación -hizo un gesto de desdén-. Puedes disfrazarlo con palabras, muchacha, pero no puedes cambiar la realidad. El sexo fuera del matrimonio sigue siendo un pecado.

– Tal vez tengas razón. Tal vez sea un pecado. Pero me pasé toda mi vida siendo la niña buena, y ¿qué he conseguido?

– Has conseguido una casa decente, comida y ropa, y el respeto de este pueblo: eso es lo que has conseguido.

– No es suficiente. ¿Acaso no puedes comprenderlo? Necesito…

– ¿Qué? ¿Qué necesitas que no puedes conseguir aquí en Beason’s Ferry?

– ¡Algo más! ¿Entiendes? -su cuerpo tembló de frustración-. Necesito algo más.

– Y por eso, jovencita, es que eres igual a tu madre -cerró los ojos-. ¿Por qué las mujeres persiguen aquello mismo que terminará destruyéndolas?

Hizo un ademán para defenderse, pero no pudo hablar.

– Papá, lo siento -dijo finalmente, reuniendo su equipaje-, pero debo irme. Por favor… -se le quebró la voz-. Trata de comprender.

– Laura Beth -la llamó cuando ella alcanzó la puerta. Ella miró por encima del hombro y vio su rostro surcado por el dolor y la preocupación-. Te romperá el corazón… lo sabes, ¿no?

– Puede que tengas razón. Pero prefiero ir tras lo que quiero y que se me quiebre el corazón a quedarme aquí con las manos vacías.

Su padre se irguió en toda su altura, con el rostro contorsionado por la aflicción, mientras reprimía sus propias lágrimas:

– Está bien, entonces. Vete. Entrégate a ese inútil de poca monta que destruirá todo lo que alguna vez te he dado. Pero te advierto, Laura Elizabeth, si sales por esa puerta, no vuelvas nunca más. Prefiero pensar que estás muerta, que estar día y noche preocupado por ti. ¿Entendiste?

Se le cerró la garganta:

– Adiós, papá -logró susurrar antes de cruzar el umbral y cerrar la puerta tras de sí.


Enjugándose las mejillas, Laura condujo el auto de Brent por First Street hacia la salida del pueblo. Sus ojos llorosos hacían que la dirección y los frenos sensibles fueran aún más difíciles de manejar. Al diablo con este auto y con todas sus mañas. ¿Por qué tenían que tener los hombres autos tan sensibles como sus egos? Al diablo con todos los hombres, y al diablo también con su padre.

Bueno, en realidad, al diablo con su padre, no. Al diablo con sí misma por dejarse afectar por sus palabras. Sabía que haría una escena antes de irse. Sólo que no había anticipado que sacaría a relucir el tema de su madre. Había sido un golpe bajo.

Al llegar a la autopista, condujo el auto a una velocidad constante. Un vistazo en el espejo retrovisor confirmó que se le había corrido el rímel. Masculló algunas maldiciones y se llevó un pañuelo a la cara para limpiar las manchas. Se suponía que éste era su gran día: su emancipación. Y en lugar de celebrarlo, el llanto le estaba arruinado el maquillaje.

Al diablo con eso, decidió. Su padre sólo le podía arruinar el día, si ella se lo permitía. Acomodándose en el asiento anatómico, se dejó llevar por la sensación de la ruta a través del volante.

Le gustaba bastante esta imagen de sí misma, corriendo a Houston en un Porsche para reunirse con un apuesto hombre. En cuanto al día, no podía haber elegido uno mejor: el sol fulguraba en lo alto de un cielo sin nubes, y una profusión de flores silvestres florecía a la vera de la autopista. Ahora sólo necesitaba la música adecuada.

Con un ojo en el camino, revolvió la ecléctica selección de CD de Brent, que incluía desde rhythm and blues hasta rock. Después de apartar los temas más livianos, eligió algo para crear el clima que quería: ZZ Top [2].

Mientras intentaba sacar el disco del estuche, un auto pasó zumbando por el carril rápido como si ella estuviera parada. Se sobresaltó con el sonido y miró hacia abajo al velocímetro. Señalaba setenta millas por hora, exactamente el límite de velocidad. Cualquiera pensaría que ya era lo suficientemente rápido. Pero al meter el CD en el reproductor, una camioneta se acercó detrás de ella tan rápido, que temió que la chocara, antes de que zigzagueara al otro carril y pasara volando al lado de ella.

¡Maldición! Presionó una mano sobre el corazón que le latía con fuerza, y luego se rió de sí misma por ser tan temerosa. Si la vida transcurría así de rápido fuera de Beason’s Ferry, entonces tendría que acostumbrarse a ello.

Buscó en la cartera y halló sus anteojos de sol, se los puso, y se deslizó hacia abajo en su asiento. Con la voz de Billy Gibbons cantando a voz en grito el comienzo de Gimme All Your Lovin, apretó el acelerador a fondo.

Estaba cansada de ser la conductora más lenta de la ruta.


* * *
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