Capítulo 19

Después de una larga mirada ardiente, Brent se volvió hacia sus amigos y procedió a ignorar a Laura durante el resto de la noche. Ella se sentó a su lado, dando pequeños sorbos a su margarita, sin saber qué hacer. Su plan había sido venir a coquetear con él, no de manera descarada, pero lo suficiente como para que él admitiera que las chispas entre ambos iban más allá de la amistad. ¿Pero cómo podía flirtear con un hombre que se pasaba toda la noche intercambiando noticias con sus colegas del trabajo?

Echó un vistazo a Franklin, el único como ella que no era periodista en el grupo. Por desgracia, Franklin estaba sentado en el otro extremo del asiento con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Por la manera sutil en que Keshia se movía en su asiento, Laura imaginó que el intercambio que estaba teniendo lugar debajo de la mesa era tan animado como la conversación, arriba.

Si sólo tuviera el valor para “hablar” con Brent de esa manera, para decirle que lo deseaba acariciando su muslo; para preguntarle si él también la deseaba empujando su rodilla con la suya. ¿Respondería que sí con la presión de su propia pierna contra la suya? ¿O se movería para alejarse de ella?

Suspirando, bebió otro trago del espumoso cóctel de tequila y jugo de lima. Había tenido muchas expectativas para esta noche, pero nada estaba saliendo según sus planes. Miró fijo su vaso casi vacío, e imaginó la vida que tenía por delante, como si estuviera sola en medio de una fiesta, mientras que todos se divertían a su alrededor. Claro, pero si esa misma gente necesitaba a una trabajadora eficiente para organizar una reunión a beneficio, sería a la pequeña Laura Beth a quien llamarían primero.

No fue sino cuando le trajeron la segunda margarita que se preguntó por qué toleraba que la hicieran a un lado tan desvergonzadamente. ¿Y por qué diablos estaba allí sentada dejando que se arruinaran sus planes tan bien concebidos? Había logrado atraer a Brent cuando entró por la puerta. ¿Estaba dispuesta a rendirse ante el primer obstáculo? Jamás se había dado por vencida ante la primera señal de rechazo cuando recaudaba fondos. Había aprendido, cuando buscaba donaciones, que jamás debía aceptar el primer “no”, porque el “sí” podía estar a una palabra de distancia. Y si era capaz de seguir adelante sorteando situaciones incómodas en beneficio de otra gente, ¿por qué no podía hacer lo mismo en beneficio propio?

Echó una ojeada al perfil de Brent mientras él y Keshia discutían acerca del criterio de un reportero que había dado una noticia sin confirmar su autenticidad con una segunda fuente. Amaba a este hombre. Y si no hacía algo, se pasaría el resto de la vida preguntándose si podría haber habido algo más que una breve y maravillosa noche de pasión, si tan sólo le hubiera dado un empujoncito más fuerte.

Esta era su oportunidad de hacerlo. Tal vez la única que tendría. Hazlo, se dijo a sí misma.

Aunque respiró hondo para fortalecer su voluntad, mover la mano de su propio regazo al suyo fue lo más difícil que había hecho en su vida. Detuvo la mano en el aire, con dedos temblorosos. Sintió como si toda su vida dependiera de esta única acción, o, más bien, de la respuesta a ella. Si él se alejaba, jamás tendría el valor para volver a intentarlo. Seguramente, tampoco tendría el coraje para volver a mirarlo, pero si no lo intentaba, jamás lo sabría.

Antes de poder cambiar de opinión, apoyó su mano sobre su muslo. Los músculos de él se tensaron bajo su palma y la parte inferior de su cuerpo se quedó inmóvil. Aunque su conversación con Keshia no sufrió variación alguna, ella sintió que volvía a advertir su presencia. Pasó una eternidad mientras aguardaba que la mirara. Entonces obtendría su respuesta, una sonrisa que la animara a continuar o un gesto de enojo.

Sólo que no se volvió. Ni siquiera la miró.

Avergonzada, comenzó a levantar la mano, pero la pierna de él se movió y se apoyó contra la suya. Ella contuvo el aliento, preguntándose si de verdad se había movido. Cuando permaneció inmóvil, la pierna de él se volvió a mover, con una presión lenta y sostenida. Quería desfallecer de emoción y gritar de alegría. Pero se quedó quieta, fingiendo escuchar recatadamente como lo había estado haciendo la última media hora, mientras que debajo de la mesa enroscaba los dedos para apretar el muslo de él.

Brent saltó al sentir la presión de sus dedos, y una descarga eléctrica en la entrepierna. ¿Acaso no sabía esta mujer lo sensible que era la parte interna de los muslos de un hombre?

– ¡Qué! -preguntó Keshia-. No me digas que estás en desacuerdo.

– ¿Eh? -Brent hizo un esfuerzo por recordar el tema de conversación. Oh, sí, confirmar las fuentes-. Por supuesto que no estoy en desacuerdo.

– ¿Entonces por qué estás frunciendo el entrecejo? -preguntó Keshia.

– No estoy frunciendo el entrecejo. -¿Lo estaba haciendo?-. Estaba pensando -pensando en que le gustaría tomar la mano de Laura y moverla un centímetro más arriba y a la izquierda. Eso o arrastrarla afuera y obligarla a que explicara qué se proponía. Estaba comportándose de una manera completamente extraña. Tal vez se tratara del estrés de la mudanza o de la discusión con su padre. Debía apartarse de ella antes de que la situación se saliera de control. En cambio, apartó las rodillas para darle un acceso más fácil a su muslo. Como si le hubiera trazado un mapa, los dedos de ella se dirigieron directamente a la zona erógena que se hallaba a mitad de camino entre su entrepierna y su rodilla.

Su cuerpo se sacudió tan bruscamente, que pensó que todos se darían vuelta para mirarlo, conscientes de lo que sucedía debajo de la mesa. Tomó su bebida para disimular el violento movimiento. Y también para extinguir la hoguera que se desparramaba por todo su cuerpo. Maldición, cada vez hacía más calor en el salón. Posó el vaso, y le dirigió una mirada interrogante a Laura, exigiendo una explicación. Para su sorpresa, ella le sonrió a su vez como si no sucediera nada.

Está bien, le dijo con los ojos, yo también puedo jugar este juego. Ya veremos quién se rinde primero.

Volviéndose hacia Keshia, retomó la discusión donde había quedado, al tiempo que deslizaba su mano bajo la mesa. Recorrió con su palma el largo del muslo de Laura. Ella se retorció cuando él apoyó la mano sobre su rodilla desnuda. La satinada suavidad de su piel azuzó las puntas de sus dedos, cuando levantó el ruedo de su vestido hacia arriba para realizar pequeños círculos sobre su carne. Por el rabillo del ojo, él observó que comenzaba a jadear. Quiso sonreír cuando ella estiró el brazo para tomar su trago y beber un rápido sorbo. Pero su sonrisa titubeó, cuando su otra mano se desplazó hacia abajo sobre su propia rodilla, y nuevamente hacia arriba. Ella repitió el camino una y otra vez, subiendo un poquito más cada vez.

El sudor cubrió la parte posterior de su cuello, aunque sabía que ella jamás, por nada en el mundo, treparía hasta la parte superior de su muslo, al bulto que pugnaba por salir del pantalón. Movió las piernas para acomodar la presión que crecía y rogó que ella no lo interpretara como una invitación. Si ella lo llegaba a tocar allí, no sería responsable de las consecuencias.

Para su alivio, ella cambió la dirección de su acoso a la parte superior de su muslo, y él se aflojó ligeramente; no mucho, sino lo suficiente para reclinarse sobre el respaldo del asiento y disfrutar del juego. Tal vez estuviera extrañamente atrevida, pero seguía siendo una novata, y él se haría cargo de que terminara implorándole que se detuviera, en cualquier momento.

Desgraciadamente, él tampoco era un experto en estas lides, ya que había focalizado la mayor parte de su vida en el trabajo más que en las mujeres. De hecho, tocar el muslo de ella, sentir los tersos músculos bajo su mano, parecía estar afectándolo más a él que a ella. Se alegró cuando Franklin retomó el debate con Keshia, ya que su propio cerebro era incapaz de hilvanar dos ideas de forma coherente.

Laura, por otra parte, se había vuelto hacia Connie y conversaba animadamente sobre Beason’s Ferry y la historia de su familia. Durante todo este tiempo, realizaba círculos martirizadores con la yema de sus dedos, trazando dibujos al azar que lo hacían contener el aliento cada vez que ascendía hacia la coyuntura de sus muslos. En un momento dejó de temer que lo tocara allí y comenzó a desear que lo ahuecara con la mano. No pasó mucho tiempo para que el deseo se hiciera tan intenso, que le dolieron las encías.

Lo que había comenzado como un inocente flirteo se transformó en una batalla de los sexos. Su ego masculino reclamaba que fuera ella quien se detuviera primero. Tan sólo esperó que se rindiera pronto, porque si las yemas de sus dedos rozaban una vez más ese lugar en su muslo, comenzaría a gemir.

La mano de él se cerró alrededor del muslo de ella. Cielos, tenía piernas increíbles. Quería deslizarse bajo la mesa y besar cada centímetro de ellas durante una hora entera, desde los delgados tobillos hasta la ardiente cavidad que sabía lo aguardaba en la cúspide.

En un último esfuerzo desesperado para ganarle la partida, se inclinó hacia ella, advirtiendo la fragancia de especias de un perfume nuevo.

– Sabes, Laura -susurró-, si seguimos así, podrías terminar humillándote.

– ¿Ah, sí? -se volvió hacia él, parpadeando con inocencia, pero sus ojos estaban dilatados por el deseo. Estaba a punto de salir victorioso. Ella estaba demasiado jugada, y pronto lo admitiría.

– Eso es -le susurró en el oído-. ¿O te has olvidado de aquella noche en mi auto? ¿De cómo te hice gritar? ¿Deseas que lo haga? ¿Qué te haga gritar de placer en frente de toda esta gente?

Por un instante, ella lo miró fijo como si estuviera demasiado convulsionada o aterrada para hablar. Luego, para su alivio, ella apartó la mano con rapidez. Aunque había querido que dejara de tocarlo, casi lanzó un gemido cuando ella se alejó de él. Buscando su bebida, le susurró unas palabras de consuelo:

– Lo que sí puedo decirte es lo siguiente: qué suerte que no llevabas medias debajo de ese vestido, o este jueguito se habría salido de control.

Para su sorpresa, una carcajada se escapó de sus labios.

– Brent -le susurró a su vez, mientras él bebía un trago de su margarita-, no llevo nada debajo de este vestido.

Él se atragantó, respirando con dificultad, hasta que Jorge dio un golpe fuerte entre los omóplatos y le preguntó si se sentía bien.

– Bien, bien -logró exclamar-. Pero acabo de recordar algo que debo hacer.

– ¿Qué? -preguntaron varias voces.

– Yo… eh… necesito ir a casa. Ahora -se aferró de la mano de Laura-. Siento arruinar la fiesta, pero realmente me tengo que ir.

Haciendo caso omiso a los rostros asombrados de sus compañeros de trabajo, empujó a Jorge y a Kevin del asiento, arrastrando a Laura tras él.

– ¿Qué diablos debes hacer en tu casa a esta hora de la noche? -preguntó Keshia. Al lado de ella, Franklin estalló en carcajadas.

– Un proyecto -el cerebro de Brent se negaba a funcionar, y mencionó la primera palabra que le vino en mente-. Estoy cambiando una moldura, y Laura prometió que me ayudaría a elegir la pintura.

– ¿En medio de la noche? -Keshia lo miró con ojos desorbitados.

Brent la miró exasperado mientras buscaba el dinero suficiente para pagar lo que le correspondía de la cuenta.

– ¿De qué sirve vivir en una ciudad grande si no se aprovechan las ferreterías que abren las veinticuatro horas?

– ¿Ferreterías? -Franklin se pasó un brazo por el estómago para amortiguar la risa-. Oh, cielos, qué genial, Michaels. Tal vez yo también deba conseguir algunas herramientas.

Arrojando el dinero a la mesa, Brent tomó la mano de Laura y se dirigió a la puerta.

– Brent, más despacio -le dijo Laura, mientras se tropezaba tras él en el estacionamiento. Antes de que pudiera decir otra palabra, abrió la puerta del vehículo, la metió adentro, y corrió al lado del conductor. En el instante en que cerró la puerta, se inclinó hacia ella, arrinconándola contra el asiento.

– Pruébalo.

– ¿Disculpa? -lo miró fijo, aún jadeando. Ni siquiera estaba segura de cómo había pasado de estar sentada en el restaurante a estar sentada en su auto, pero lo estaba, inclinada debajo de él en la oscuridad. Afuera del auto, oyó música y carcajadas que provenían del bar que se hallaba en el patio. Haces de luz de los vehículos que pasaban ingresaban a través de la ventana trasera del Porsche, iluminándole los ojos. Parecía decidido y completamente serio.

– Prueba que no llevas nada debajo de ese vestido -dijo.

– ¿Cómo pretendes que lo haga? -su corazón latía acelerado, al tiempo que los ojos de él se deslizaban hacia su regazo y volvían a subir.

– Es muy sencillo, Laura. Tan sólo levántate la falda y déjame ver.

– ¡No puedo hacer eso! -lo miró horrorizada por la sugerencia, e increíblemente excitada. Pero peor que su sugerencia era su propio motivo por negarse. Sabía que se moriría de vergüenza si se levantaba la falda y él veía el brillo de humedad entre sus muslos. Entonces sabría cuánto la había excitado en el restaurante.

– ¿Qué sucede? ¿Perdiste el valor? -sus labios se curvaron en una lánguida sonrisa tan cargada de autosuficiencia masculina que quiso borrársela de un plumazo.

Ella lo miró y le dirigió la sonrisa más lánguida y seductora que sabía hacer:

– ¿Quieres ver lo que llevo? Fíjate tú mismo.

– ¿Crees que no lo haré? -sintió como si su corazón dejara de latir, cuando la mano de él tomó el ruedo del vestido, al tiempo que sus ojos seguían clavados en los suyos. Lentamente levantó el vestido hasta su cintura, y la brisa nocturna rozó los rizos entre sus muslos.

La mirada de él se posó en su regazo, y quedó inmóvil.

– Oh, cielos -susurró las palabras con reverencia, y volvió a dirigir rápidamente su mirada hacia la suya. Por un instante, se miraron solamente, y luego buscó su boca con la suya, besándola con una avidez que le cortó el aliento. No pudo pensar, cuando la mano de él se dejó caer el lado del asiento, y el respaldo se reclinó suavemente, deslizándola seductoramente debajo de él. Sus manos se movieron para acariciar sus piernas y estrechar sus nalgas.

Soltó sus labios y apoyó la frente contra la suya.

– Oh, cielos -jadeó, como suplicando fuerzas. Levantó la cabeza, y la miró directo a los ojos-. No te muevas.

Con la cabeza que aún le daba vueltas, permaneció como estaba, recostada en el asiento, con el vestido por la cintura y las rodillas ligeramente abiertas. Girando la muñeca, Brent puso en marcha el vehículo, que se encendió con un rugido y se dirigió a la salida del estacionamiento. Una parte de su cerebro le decía que se sentara derecha, se bajara el vestido e intentara recuperar la modestia perdida. Pero en el instante en que lo intentó, la mano de él salió disparada de la palanca de cambio y se apoyó sobre su rodilla, inmovilizándola. Ella levantó la mirada y lo vio observándola por el rabillo del ojo.

– Oh, no, no lo harás -dijo, de manera juguetona-. Tú comenzaste este juego, y tú lo terminarás. Salvo que quieras darte por vencida ahora.

¿Un juego?, se preguntó. ¿Qué juego? Vagamente recordaba la mirada desafiante que él le había dirigido en el restaurante. Aparentemente esto era un juego para él, un juego excitante y perturbador que ella estaba más que dispuesta a jugar. Sólo quiso conocer las reglas.

– ¿Qué pasa si me doy por vencida?

– ¿Por qué no lo haces y te enteras? -su mano trepó por su muslo para jugar con los rubios rizos. Una llamarada de calor la atravesó, derritiendo sus piernas, que se abrieron aún más. Tal vez fuera una locura, y no podía creer que realmente estuviera haciendo esto, pero jamás se había sentido tan vital como en ese momento.

En la oscuridad del auto, aceptó sus caricias. Gracias a Dios, la casa de Brent estaba a pocas cuadras del restaurante. Aun así, sintió que aumentaba la presión, mientras se retorcía contra su mano, anhelando la descarga.

– Aún no, querida -dijo, lanzando una mirada de costado-. No te perdonaré tan fácilmente.

Ella gimió cuando él levantó su mano para volver a apoyarla en la palanca de cambios. Las ruedas rechinaron cuando giró en una esquina. Luego frenó bruscamente, haciendo que ella se sentara de golpe. Sorprendida, ella fijó la mirada en la oscura silueta de su casa. Luego se abrió la puerta de su lado, y Brent la sacó fuera del auto, entre ayudándola y arrastrándola. La volvió a besar, apretándola con su cuerpo contra el vehículo. Ella sintió su masculinidad contra su estómago, al tiempo que él mecía sus caderas.

Antes de que pudiera deslizar sus brazos alrededor de su cuello, le soltó la boca y la arrastró tras él por el sendero que conducía a la entrada. Ella se rió mientras se tropezaban subiendo las escaleras, hasta la puerta de entrada. Buscó la llave para meter en la cerradura, y maldijo cuando no la pudo hacer entrar. Sintiéndose escandalosa, ella envolvió los brazos alrededor de su espalda, deslizando sus manos contra el pecho de él.

– ¿Qué sucede si eres tú quien te rindes?

– No lo haré -se rió él, luego gimió cuando ella movió las manos hacia abajo, recorriendo su tenso vientre-. Que Dios me ayude.

Como si fuera una respuesta a su plegaria, la puerta se abrió, y se precipitaron juntos a través del umbral. Él giró hacia ella, cerró la puerta y la atrapó contra ella. Su boca cubrió la suya, y sus manos recorrieron sus caderas. Ella sintió que su vestido trepaba por encima de su cintura, sintió que presionaba toda su dureza contra su estómago enardecido. Sólo sus pantalones se interponían entre ellos, pero incluso eso era demasiado. Ella gimió y se frotó contra él, desesperada por desatarse.

– Santo Dios -levantó la cabeza, jadeando-. Laura, espera, dame un segundo.

– ¿Quieres decir que gané? -la decepción luchó con el triunfo, y se preguntó si ganar significaba detenerse.

Él entornó los ojos:

– Ni lo sueñes.

Con habilidad sorprendente, estampó una huella de besos sobre su mentón, que descendía por el cuello.

– Me deseas, Laura; lo sabes. Todo lo que debes hacer es admitirlo, y te daré todo lo que tu cuerpo anhela.

¿Era esto lo que obtenía por admitir la derrota? ¿Que él saciara la feroz necesidad que la consumía? De pronto, perder parecía una opción muy agradable. Sintió que él bajaba el puño que formaba la parte de arriba de su vestido, y sus brazos quedaban atrapados a sus lados. Aturdida, lo vio ahuecar su pecho desnudo, y luego, tomar un pezón en su boca caliente y húmeda.

Su cabeza cayó hacia atrás y sus ojos se cerraron. El movimiento de succión de su boca se sintió hasta la anhelante cavidad entre sus muslos. Las palabras “me rindo” subieron a sus labios, pero cuando abrió la boca para pronunciarlas, lo que salió fue:

– ¿Qué sucede si gano?

Él inició el ascenso besando y mordisqueando hasta que su cabeza quedó encima de la suya. Una sonrisa malvada le iluminó los ojos:

– En ese caso, tú puedes hacer lo que desees con mi cuerpo.

La imagen de él recostado desnudo sobre una cama completamente a su merced casi la lleva al borde del precipicio. Debió de ver la reacción en sus ojos, pues soltó una risa grave y sensual que incitó la lujuria.

– Salvo que eso no sucederá -dijo, mordisqueándole el cuello. Sus dientes rozaron el lóbulo de su oreja-. Porque, mi dulce Laurita, en aproximadamente dos segundos, serás tú quien me esté suplicando que te haga mía.

– ¿Quieres apostar? -se controló lo suficiente como para sonreír, al tiempo que buscaba el espacio entre ambos. Encontró su miembro rígido a través del pantalón. Escuchó el silbido de su aliento y su cuerpo se convulsionó con violencia-. Tal vez seas tú quien me suplique a mí -dijo ella.

– Puede ser que tengas razón -respiró mientras se movía contra su mano. La expresión concentrada en su rostro, la sensación dura y maciza contra su palma la puso loca. No le importó quién ganaba; tan sólo sentirlo dentro de ella.

Con brusquedad, él apartó la mano de ella.

– Laura -jadeó contra sus labios, al tiempo que tomaba su boca con la suya, besándola con violencia una vez más-. Envuelve tus piernas a mi alrededor.

Consumida por un deseo demasiado fuerte como para oponerse, dejó que la levantara, envolvió sus piernas alrededor de sus caderas, y liberó sus brazos para colgarlos por encima de sus hombros. Sus lenguas se entrelazaron, al tiempo que él se volvió y comenzó a caminar. Cada paso que daba golpeaba su dureza contra su piel sensible. Se sintió devorada por el deseo cuando cayeron juntos sobre su cama.

Intentó quitarle la ropa, pero él eludió sus manos. Su vestido tejido color rojo subió y salió por encima de su cabeza, y quedó desnuda salvo por las sandalias con taco. Cuando ella intentó tocarlo nuevamente, él le atrapó las muñecas en una mano y las inmovilizó sobre el colchón por encima de su cabeza. Estirándose al lado de ella, la provocó con largos y embriagadores besos, mientras su mano libre jugueteaba sobre su cuerpo. Ella gimoteó desesperada cuando la abandonó bruscamente.

Aturdida, abrió los ojos y lo vio parado al lado de la cama, quitándose la ropa. Devorándola con los ojos, advirtió su propia desnudez y el hecho de que estaba extendida sobre su cama, con las manos sobre la cabeza, y las rodillas levantadas y separadas, sobre las sandalias con taco que se enterraban en su colchón. Avergonzada, comenzó a cerrar las piernas.

– No, no lo hagas -la mano de él se deslizó sobre su rodilla, y la sostuvo en su lugar-. Por favor, quédate quieta.

Sonriendo, ella se preguntó si él había advertido que acababa de decir “por favor”, la palabra que indicaba rendición. Luego su mirada se posó sobre su erección que pugnaba por salir, y lo olvidó todo cuando él se arrojó a su lado.

Sujetando firmemente sus muñecas con su mano, tomó un pezón duro como una piedra en su boca y lo chupó hasta que ella gimió y se revolvió debajo de él. Luego él se movió más abajo, dejando un rastro de besos sobre su estómago tembloroso. Él soltó sus manos para apartar sus muslos.

Uno de sus dedos se deslizó suavemente dentro de ella. Cuando ella gimoteó de placer, él la miró y sonrió:

– Eres tan increíblemente hermosa -respiró asombrado y luego volvió a descender su boca sobre la suya. En el momento en que la tierra comenzaba a girar a su alrededor, él se echó atrás, observándola fijamente mientras ella volvía a descender. Luego volvió a hacerlo una y otra vez, arrastrándola hacia el borde del abismo, sólo para echarse atrás a último momento. Quiso gritar de frustración cuando lo oyó reír entre dientes-: Di las palabras, Laura.

– Sí, sí, te deseo.

– Y me tendrás. Sólo di que te rindes.

– Me rindo. Tú ganas. Lo que sea, pero por favor, Brent, por favor, hazme el amor.

Él se deslizó hacia arriba de su cuerpo y selló su boca sobre la suya. Sollozando su nombre, ella lo buscó con las manos.

– Shhh -le apartó el cabello del rostro mientras le besaba la sien y la mejilla-. Aquí estoy. No me iré a ningún lado.

– Te deseo, Brent. Ahora, Brent. Por favor. Tómame. Ámame. Ahora, por favor, ahora.

Él la embistió con fuerza, y el mundo se hizo añicos. Ella tembló y se convulsionó, y sintió que se moría, sólo para renacer consumida por la furia y el fuego.

Sentía que nada era suficiente. Lo necesitaba con desesperación, más profundamente, más violentamente, que la tocara por completo, que la tomara. En respuesta a los ruegos que emanaban de sus labios, él enganchó los brazos detrás de sus piernas y presionó sus rodillas contra sus hombros.

Atrapada debajo de él, ella apoyó las manos contra la cabecera de la cama para aumentar el impacto de cada embestida. Debió sentirse indefensa, pero en lugar de ello, sintió que se elevaba con poder y deseo mientras observaba la expresión sobre el rostro de él, y la tensa musculatura de sus hombros y brazos. Quería darle más que su cuerpo; quería darle su alma misma. Arqueando la cabeza hacia atrás, le abrió el corazón y sintió que se elevaba con el tormentoso placer de estar enamorada.

En ese instante, el cuerpo de él se puso rígido contra el de ella y se dejó caer en un glorioso estallido que los lanzó a ambos a la gloria.


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