Capítulo 25

– Soy Brent Michaels, informando desde la capital de la nación -las palabras salieron mecánicamente de su boca, como tantas palabras, últimamente. De pie sobre los escalones del edificio del Capitolio, se sentía extrañamente distanciado… como si estuviera observando desde afuera a un periodista exitoso que concluía un informe en vivo. Ni siquiera registraba el frío cortante de noviembre que atravesaba su sobretodo.

– Buen trabajo, Brent -la voz de su productora a través del interruptor de retroalimentación llegó a sus oídos. La mujer era joven, competente y agresiva, pero había momentos en que su vital entusiasmo lo sacaba de quicio.

Extrañaba el humor insolente de Connie, y los rápidos retruques de Keshia, que a menudo hacían que fuera imposible conservar la cara seria cuando estaba en el aire. Cuando el camarógrafo tomó su micrófono y cargó la camioneta, se dio cuenta de cuánto extrañaba la rara mezcla de astucia callejera e ingenuidad de Jorge. Extrañaba salir a disfrutar de la comida mejicana con el equipo a medianoche. Incluso extrañaba los malditos Rottweilers que lo baboseaban cada vez que entraba en su casa.

Y extrañaba a Laura.

Cielos, la extrañaba tanto que sentía como si alguien le hubiera cortado un agujero en el pecho. ¿Cómo era posible que algo doliera tanto y no sangrara?

Creyó que el espantoso dolor se mitigaría con el tiempo. Pero después de dos meses y medio, aún no podía respirar hondo sin sentir que algo estaba a punto de explotar. Su instinto de supervivencia le alertaba que debía mantener sus emociones a raya. Porque una vez que aflorara el dolor, se lo devoraría entero.

– Señor Michaels -llamó el camarógrafo-. Ya terminé de cargar, si está listo para irse.

Miró el rostro energético del muchacho, lleno de vida con el frío otoñal. Si tenía que subirse a esa camioneta y escuchar la cháchara alegre hasta la estación, perdería el control.

– No, sigue tú. Yo tomaré el subte.

El camarógrafo encogió los hombros como si Brent estuviera loco, pero se subió a la camioneta. Un instante después, Brent quedó solo. Felizmente solo. Doblándose el cuello del abrigo para protegerse contra el viento, metió las manos en los bolsillos y caminó por el medio del famoso Mall de Washington, sin saber verdaderamente adónde iba. Habiendo terminado la temporada veraniega de turistas, el parque cubierto de hierba, que se extendía desde el Capitolio hasta el Monumento a Washington, parecía casi desierto. Algunos transeúntes dormían sobre los bancos delante de los numerosos edificios del Smithsonian y cada tanto pasaba alguien haciendo jogging.

Las decoraciones que engalanaban los postes de luz le recordaron que mañana sería el Día de Acción de Gracias. Siempre había detestado las fiestas, y este año las temía aún más. Las fiestas ponían crudamente al descubierto su condición de extraño en medio del mundo. Sólo junto a Laura había sentido que pertenecía al mundo que lo rodeaba. Que pertenecía a algo vital.

Respirando apuradamente, apartó el pensamiento y se concentró en el presente, en el crujido del césped quebradizo bajo sus pies y el viento gélido en sus mejillas.

Había deseado este trabajo con tanto fervor. Tal vez demasiado. Cuando su agente lo llamó con la oferta de la cadena, su primera reacción había sido la incredulidad. ¿Sería por eso que no le había contado a Laura enseguida? ¿Simplemente porque había necesitado tiempo para asimilarlo?

No, admitió en un momento de honestidad brutal. No le había contado porque sabía cuál sería su respuesta; y necesitó todo un día para convencerse de que estaba equivocado… de que lo seguiría despreocupadamente adonde él fuera.

Agotado, se sentó en un banco desocupado frente al edificio conocido como “El Castillo”. Aun desolado como hoy, el tiovivo que estaba en frente le pareció un icono del sueño norteamericano, un lugar al que las parejas jóvenes con acogedoras casas en los suburbios traían a sus hijos para recrearse, y luego volver a casa para disfrutar de la cena como una unidad, como un todo. ¿Existía de verdad semejante felicidad, o era sólo un mito?

Como una burla, surgió en su mente una imagen de Laura que levantaba a una pequeña con cola de caballo y anteojos para sentarla sobre uno de los caballos de vivos colores. Casi pudo oír la risa cuando la pequeña versión de Laura se volvió hacia él y gritó:

– Mírame, papá.

Él sacudió la cabeza para desterrar la visión y el dolor lo apuñaló por dentro. Como hombre realista que era, sabía muy bien que no debía entretenerse con tales fantasías. Un hogar con niños era el sueño de Laura, no el suyo. Además, de cualquier manera, ¿qué tan extraordinario era el matrimonio?

Esperó que apareciera la diatriba de auto justificación, como una cinta que se repetía en su cabeza durante los últimos dos meses… en la cual le reprochaba a Laura que dijera que lo aceptaba como era, para luego traicionarlo al final. Desafortunadamente, con cada día que pasaba, las palabras de ira se apagaban más rápidamente. En su lugar, se extendía el silencio, un silencio que no creía poder soportar mucho tiempo más. Pero seguía allí y cada día era más amplio, hasta que pensó en vender su alma sólo para que aquella quietud fuera interrumpida por la voz de Laura.

En otros momentos, casi podía oírla susurrar: Si me amaras, te casarías conmigo, sin importar cuánto temor sientas.

De todo lo que había dicho, aquello era la que más se aproximaba a la verdad. Tenía terror… terror de abrirse por segunda vez luego de lo que había ocurrido. Le había dicho que la necesitaba, que ella le importaba. Y se había comportado como si eso no tuviera importancia.

Bruscamente se puso de pie, y siguió alejándose del Capitolio. Saliendo del Mall, subió la colina del monumento a Washington y descendió la cuesta cubierta de césped del otro lado. Pero por más que caminara, las palabras de ella no dejaban de perseguirlo.

Si me amaras, te casarías conmigo, sin importar cuánto temor sientas.

Caminó más rápido hasta llegar a la fuente espejo delante del monumento a Lincoln y no pudo seguir. Se detuvo y miró hacia abajo, a su propio reflejo, a la desesperación que abatía sus rasgos… y aceptó la verdad. Amaba a Laura Beth Morgan. Cómo, no lo sabía, pero ella ya era una parte tan vital de él, que supo que el sentimiento era verdadero y que nunca dejaría de existir.

Cerró los ojos e intentó imaginar el momento en que se lo diría. ¿Saltaría a sus brazos, llenando su vida de gozo? ¿O lo rechazaría, dando por terminadas todas las oportunidades de granjearse su afecto otra vez? Pero aunque lo rechazara, ¿sería posible sufrir aún más que en ese momento? Abrió los ojos y contempló el cielo plomizo. Como fuera, esto tenía que terminar. Era imposible seguir un día más sin oír su voz.

Sus manos temblaron al tiempo que hurgó en el bolsillo de su abrigo buscando su teléfono celular, y luego hizo una pausa. ¿Y si se negaba siquiera a hablar con él? Tal vez debiera esperar hasta la noche para llamarla a su casa. Pero no podía esperar. Tenía que hablar con ella ahora. Recordando el teléfono de su trabajo de memoria, apretó los números.

– Consultorio. ¿En qué puedo servirlo? -respondió una voz cordial.

– ¿Tina? -el corazón le latió furioso al advertir la cercanía a Laura por la magia de un teléfono-. Soy Brent. ¿Está Laura?

– Lo siento. No soy Tina. Ella renunció -anunció la nueva recepcionista alegremente-. Soy Angie.

– Oh, hola, Angie -sonrió ante lo joven que parecía-. Soy Brent Michaels. Necesito hablar con Laura Morgan, por favor.

– Lo siento, hoy no vino. ¿Le gustaría dejar un mensaje? O tal vez lo pueda ayudar otra persona.

– No, no creo que nadie más me pueda ayudar con esto -admitió con una sonrisa-. Es personal.

– Oh, ¿llama por el casamiento? Si es así, puede probar llamando a Laura a su casa. Aunque seguramente esté en casa de la modista, recogiendo el vestido.

Sintió un dolor agudo en el pecho. ¡Casamiento! Casi gritó la palabra en voz alta, pero los años de experiencia como periodista lo retuvieron.

– Ah, sí. Claro. El casamiento -apretó con los pulgares a ambos lados del caballete de la nariz, al tiempo que su cabeza le daba vueltas.

– Yo, eh, soy un amigo de la familia, y perdí la invitación. ¿Tendrás la hora y el lugar de la ceremonia?

– Oh, claro. Está en el calendario de Laura. Espere que lo buscaré.

Mientras esperó, se obligó a conservar la calma. Tal vez no fuera su casamiento. ¿Cómo podía serlo? Sólo se había ido hace dos meses y medio. Era imposible que se hubiera enamorado de alguien tan rápidamente. A no ser que hubiera decidido casarse con Greg Smith. No, juró que eso había terminado, que no amaba a Greg, y no la imaginaba casándose por cualquier otro motivo que no fuera por amor.

Salvo que quería un hogar, una familia. Niños. ¿Se casaría con Greg sólo para obtener todo eso?

– Aquí está -anunció Angie-. A ver. La ceremonia será en la Primera Iglesia Metodista en Beason’s Ferry el sábado a las cuatro, con una recepción en los salones del VFW. ¿Necesita las direcciones?

– No, sé dónde están -las palabras se oyeron como un gruñido a través de sus dientes apretados-. ¿Figura el nombre del novio en el calendario?

– Pues, no, pero todo el mundo sabe que se trata de Greg Smith.

– ¡Hijo de puta! -apretó con fuerza el pulgar sobre el botón de apagado y casi arroja el teléfono a la fuente espejo. Lo iba a hacer de verdad. ¡Se iba a casar con ese farmacéutico anémico y circunspecto!

– Sí, ¡claro que lo hará! -rugió. Volviéndose, caminó a grandes pasos hasta la estación de metro más cercana, mientras que la mente lo azuzaba con pensamientos. ¡La ceremonia no era hasta el sábado, lo cual le daba suficiente tiempo para alcanzar a Laura e informarle que no se iba a casar con nadie más que no fuera él!

Mientras caminaba, apretó los botones del número de su casa, pero sólo atendió el contestador telefónico de Melody. Da igual, decidió. Para algo así, tenía que hablar con ella cara a cara, no por teléfono. Se detuvo e hizo otra llamada antes de descender en la estación de metro subterránea. La voz de su productor apareció en la línea.

– Oye, Margie, necesito salir de la ciudad inesperadamente. Es una emergencia familiar. ¿Me puede cubrir alguien durante unos días?

– Pues, claro, supongo, si es una emergencia -la voz de la mujer se tiñó de preocupación-. ¿No ha fallecido nadie, no?

– No -dijo-. Pero podría suceder -añadió en voz baja. Le rompería todos los huesos a Greg antes de permitir que otro hombre se casara con Laura-. Necesito un pasaje para Houston en seguida. ¿Con qué agencia de viajes trabajamos?

Ella buscó la información en su fichero y se la dio. Cuando se pudo comunicar con la agente de viajes unos instantes después, perdió el poco control que le quedaba.

– ¡Cómo puede ser que no haya un vuelo hasta el lunes!

– Lo siento, señor Michaels, pero es el fin de semana del Día de Acción de Gracias.

– ¡El Día de Acción de Gracias! ¿A quién le importa el Día de Acción de Gracias? -intentó de nuevo y no pudo controlar la furia-. Usted no entiende. Tengo que llegar a Houston -luego de unos minutos más de discutir inútilmente, colgó y entró airadamente a la estación de subte para dirigirse al hotel donde alquilaba una habitación por semana. Incluso después de dos meses, no soportaba la idea de buscar una casa sin Laura. Cada vez que veía un lugar que necesitaba ser restaurado, recordaba los fines de semana que habían pasado juntos arreglando su casa en Houston.

¡Maldición! Tenía que haber una manera de llegar a Houston que no fuera esperar en el aeropuerto en lista de espera. Si los vuelos estaban todos vendidos como decía el agente de viajes, no podía arriesgarse. Necesitaba ver a Laura. Ya.

Cuando llegó a la habitación del hotel, había urdido un plan. Tenía tres días para llegar de Washington a Texas. Su Porsche tendría que reemplazar el avión. Buscó una valija y empacó en tiempo récord.

Treinta minutos más tarde, se subió a la autopista a ciento setenta kilómetros por hora. Revisó el detector de radares y se acomodó para el viaje. Si no sufría complicaciones, vería a Laura con tiempo suficiente como para detener el casamiento.


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