Capítulo 9

El timbre de un teléfono sonó repetitivamente en sus oídos. Aturdido por el sueño, buscó a tientas en la mesa de luz para apagar el reloj despertador. En lugar del reloj, su mano chocó contra el teléfono. Tomó el aparato y lo acercó a su oreja.

– Hola -masculló.

– ¿Brent?

– ¿Hmmm?

– Cielos, Michaels, son las diez de la mañana. Levántate ya mismo, huevón.

– ¿Connie? -parpadeó un par de veces, intentando quitarse el sueño de encima, y enfocó la mirada en los números digitales de su reloj despertador. Sólo que su despertador no estaba en la mesa donde debía estar. Nada estaba donde debía estar.

Con la voz de su productora que le martillaba en el oído, echó un vistazo a la habitación. Las cortinas con volados y los pintorescos adornos campestres le trajeron a la memoria la noche anterior con todos sus detalles escabrosos.

Se hallaba en Beason’s Ferry. Anoche había llevado a Laura Beth Morgan a Snake’s Pool Palace, la había emborrachado con whisky, y había intentado tirársela en el asiento delantero de su auto.

Rezongando, se cubrió la cara. Imágenes eróticas de ella retorciéndose bajo sus suaves caricias excitaron su memoria. Antes de que las imágenes pudieran excitar también su cuerpo, bajó la mano. Pero nada podía acallar el eco de sus palabras de despedida: Tal vez lo mejor es hacer de cuenta que lo de esta noche nunca ocurrió.

No es que se lo reprochara. Se había comportado como un adolescente dominado por sus hormonas, olvidando el significado de palabras como moderación y respeto, al momento de sentirse excitado. Sólo el haberse comportado así era humillante. Que se hubiera comportado así con Laura, lo más cercano que tenía a una amiga de la infancia, era inconcebible.

– Michaels, ¿me estás escuchando? -le ladró su productora en la oreja.

– No -giró sobre la espalda, y dejó caer el antebrazo sobre los ojos-. Cielos, Connie, ¿acaso no me puedo ir un solo fin de semana sin que me tengas que rastrear hasta encontrarme?

– No cuando irte significa que tu cara aparece estampada en otro noticiario.

– ¿Qué? -su modorra se desvaneció en el acto. ¿Se habrían enterado de la carrera callejera?

– En realidad, KTEX no mencionó tu nombre, gracias a Dios. Todo lo que dijo el conductor, de manera capciosa, fue que “un hombre oriundo de Houston se donó como premio en un show de Juego de Citas para recaudar fondos en un pequeño pueblo”. Si el camarógrafo no te hubiera filmado de pie en la plaza con la soltera ganadora, ni siquiera yo me habría enterado de que eras tú.

– Ah, eso -suspiró, aliviado. Al menos no había arruinado la reputación de Laura en la comunidad. Aún.

– ¿A qué te refieres con “Ah, eso”? -la voz de Connie subió varios decibeles-. Hubo tres televidentes que llamaron para preguntar si te ibas de KSET. Y como si fuera poco, ¡el director del informativo de KTEX llamó para preguntar inocentemente por qué mi reportero más popular estaba participando de un ardid publicitario sobre el que nosotros ni siquiera estábamos informando!

– Dame un respiro, Connie -incorporándose, giró las piernas sobre el lado de la cama, y se puso el cobertor sobre el regazo. Hablar con su productora mientras estaba desnudo no era su forma preferida de comenzar el día-. El hecho de que yo participe en una noche con fines benéficos fuera de la ciudad no tiene ningún valor periodístico en Houston.

– No jodas, Michaels -oyó el click de un encendedor seguido por la inhalación profunda de un cigarrillo-. Todo lo que hagas que tenga visos de “espíritu comunitario” y “buenas intenciones” hace quedar bien a la emisora. Además, me dijeron que este Tour de las Mansiones de Bluebonnet atrae a un gran público de Houston… y jamás me dijiste nada sobre ello. Cielos, eres el local en este equipo, y me haces quedar como una tonta ignorante.

– Se dice yanqui, Connie. Aquí en el Sur, decimos “yanqui ignorante”, no “tonta”.

– Lo que sea. Me debes una, querido. Y lo sabes.

– Perfecto. Envíame un móvil para filmar algunas secuencias.

– Ya lo creo que te enviaré un móvil. Ahora, dame un resumen del programa de la fiesta.

– Demonios, no lo sé -se peinó el cabello con la mano e intentó pensar-. Si siguen la tradición, habrá un recreación con trajes de época del Incendio de Beason’s Ferry, seguida por una parrillada en el parque de la ciudad.

– Perfecto -exhaló en el auricular, y podría haber jurado que el humo salía de su lado-. Puedes hacer una transmisión en vivo para el informativo de las seis.

– No creo que sea posible. Me estoy yendo apenas termine de vestirme. -Aunque si me quedara, tendría otra excusa para volverá ver a Laura. ¿Y hacer qué? ¿Pedirle perdón? ¿Explicarse? Sacudió la cabeza-. Necesito volver a Houston. Cuanto antes, mejor.

– ¿Para hacer qué? -se burló ella-. ¿Lavar tu ropa?

Para salir de este pueblo antes de que me ahogue, pensó.

– Está bien, está bien -dijo Connie en tono conciliador, cuando él permaneció callado-. En lugar de dos minutos, te daré dos minutos y medio. Pero no más que eso, ¡así que no comiences a quejarte!

– ¿Dos minutos y medio para una noticia insignificante? -Brent miró el teléfono, irritado-. ¿Qué sucede? ¿Andamos flojos de noticias?

– Andamos muy flojos de noticias. Además, las tomas con niños que beben helados siempre suben los índices de audiencia. Agrega un par de perritos asquerosamente simpáticos, y hasta usaré una de tus citas jugosas para nuestra próxima campaña publicitaria.

– No sé… -se devanó los sesos, pensando en lo que le diría a Laura si la volvía a ver. Se habían despedido anoche en términos bastante cordiales. Tal vez debiera dejar las cosas así.

– Vamos, Michaels, me debes una.

– ¿Por qué?

Ella hizo una pausa, obviamente buscando desesperadamente un motivo.

– Por no informarme acerca de esta gran fiesta popular.

– Rastrear comunicados de prensa para los reporteros del fin de semana no forma parte de mi trabajo. Inténtalo otra vez -aunque, pensó, si él y Laura estaban en buenos términos, no había motivo alguno por el cual no la podía ver. Además, ¿qué problema había con permanecer algunas horas más en Beason’s Ferry ahora que ya estaba acá?

– Está bien, cielos -Connie volvió a dar una calada áspera al cigarrillo-. ¿Por qué no hacemos lo siguiente? Soy yo la que estaré en deuda contigo. Un favor, de tu elección, para que reclames en cualquier momento del futuro.

– ¡Ja! -resopló Brent-. Qué lástima que no te estoy grabando.

– Oye, soy una persona confiable.

– Sí, claro -dijo en tono burlón, mientras pensaba rápidamente. Laura estaría en el festival de recreación histórica. Seguramente lo había organizado casi todo ella. Un informe en vivo sería buena publicidad para todo el pueblo. Era lo mínimo que podía hacer por Laura-. Está bien, Rosenstein, lo único, no te olvides según te convenga que tuvimos esta conversación en el instante en que colguemos.

– ¿Estás diciendo que lo harás? -Connie se atragantó.

– ¿Por dos minutos y medio en el aire? ¡Qué diablos! -encogió los hombros. Aunque se tratara de una historia desechable que podía hacer cualquier principiante, a Laura le encantaría.

– Maravilloso -cuando Connie recobró el aliento, recitó una serie de enfoques y párrafos de apertura para la historia.

– Connie -rió entre dientes-, si quieres que me ocupe de la historia, al menos déjame escribir la presentación.

– Sí, claro, sólo es que pensé que…

– Adiós, Connie -dio por terminada la discusión colgando el teléfono. En el instante en que lo hizo, volvió a pensar en Laura.

¿Debía realmente comportarse como si lo de anoche no hubiera sucedido jamás? Tal vez no se hubieran visto en los últimos años, pero él seguía valorando la amistad con ella. ¿Quería ponerla en peligro para… para qué? ¿Tener un affaire romántico que no conduciría a ningún lado? Ella vivía en Beason’s Ferry. Él vivía en Houston. No la imaginaba yendo en auto todos los sábados a la ciudad para pasar el fin de semana con un hombre. Y de ninguna manera iba a volver a este pueblito asfixiante para invitarla a comer a la cafetería local y despedirla con un beso casto en la casa de su padre.

Pensó por un instante en un motel sobre la autopista I-10, pero descartó la idea rápidamente. Laura se merecía algo más que un sórdido affaire en un motel clandestino. Merecía cenas a la luz de la vela, música suave y la posibilidad de relajarse y conocer a su pareja: así habían comenzado las cosas ayer.

Entonces, ¿por qué había insistido en ir a un lugar como Snake’s Pool Palace? Todo su comportamiento de la noche anterior lo sorprendía… especialmente la escena erótica dentro del auto. Apenas había comenzado el beso cuando ella arqueó su cuerpo contra él, acariciándole el pecho con las manos. Casi podía oír el voluptuoso gemido en lo profundo de su garganta y el suspiro entrecortado cuando él ahuecó las manos entre sus piernas. Había estado tan increíblemente caliente y húmeda cuando la presionó adentro con el dedo. Y apretada. Cielos, qué apretada estaba.

Por un terrible instante, se preguntó si era virgen. Las nociones como la virginidad y la inocencia estaban en el mismo nivel que el compromiso y el matrimonio en su lista de cosas que debía evitar.

Le gustaba que sus mujeres, cuando tenía tiempo para ellas, tuvieran experiencia, fueran sofisticadas y despreocupadas respecto del sexo. No tenía tiempo para inquietarse por cuestiones como el abuso o, Dios no lo quisiera, quebrar el frágil corazón de alguien.

No, Laura tenía razón. Lo mejor era hacer de cuenta que lo de anoche jamás había sucedido. Debía estar contento con que ella le ofreciera una solución tan fácil. De esta manera, podían conservar el recuerdo de su amistad libre de complicaciones libidinosas.

Sí, era el mejor camino a seguir.

Entonces, ¿por qué se sentía tan vacío de repente?

Tal vez fuera sólo la resaca. Lo que necesitaba era comer algo… algo más que el jugo de frutas y los pasteles que servían en la hostería. Necesitaba un plato grasiento de papas y cebollas doradas en la sartén, huevos y salchichas, servidas con un litro de café negro en la cafetería del pueblo.

Pensando en ello, se duchó, se vistió con pantalones y una camiseta de golf, y salió de la hostería por las escaleras traseras. Al girar para cruzar el estacionamiento de grava, se detuvo en seco. Inclinándose sobre su Porsche como para admirar el interior estaba el sheriff Bernard Baines.

– Maldición -masculló. Y él que creía poder fingir que lo de anoche jamás había sucedido.

El sheriff se enderezó con una sonrisa de falsa amistad:

– Buen día, Zartlich.

– Buenos días, sheriff -sin tener otra opción, Brent cruzó el pequeño estacionamiento para estrechar la mano del sheriff. El hombre siempre le recordaba al muñeco Pillsbury [1], pero con la tez morena: un enorme muñeco que había jugado de guardia izquierdo el año en que los bulldogs de Beason’s Ferry jugaron la final del estado. La torpe recuperación de Bubba Baines y el touchdown le habían ganado a los Bulldogs el título de campeones del estado. Era el motivo por el cual había logrado cierta fama que más tarde lo había ayudado a obtener el cargo de sheriff del condado.

– Me enteré de que habías vuelto al pueblo -empujó hacia atrás el sombrero de vaquero gris, y se volvió hacia el Porsche-. Vaya, qué auto bonito tienes por aquí.

Brent jamás había creído el papel que hacía de muchachito de pueblo ignorante y pobre. Bernard Baines era sumamente listo. Y Brent tuvo la impresión de que acababa de caer en el medio de una trampa perfectamente planeada.

– Dime, ¿qué tipo de motor tienes bajo el capó? -preguntó Bubba, parándose frente a él-. ¿Un dos ochenta y dos?

– No, el nueve once viene con un tres quince -respondió Brent, que prefirió no mencionar los pequeños ajustes que le había hecho para incrementar los caballos de fuerza a cerca de cuatrocientos.

– Tres quince -el sheriff silbó-. Apuesto a que un auto así puede volar en serio.

– Pasa de cero a sesenta en exactamente seis segundos, y se detiene con la misma rapidez -respondió Brent con impaciencia. Se preguntó cuánto tiempo más pensaba divertirse el hombre con él antes de que las mandíbulas de la trampa se cerraran con fuerza.

– Sabes -dijo el sheriff mientras continuaba su circuito alrededor del elegante convertible color amarillo-, resulta realmente asombroso que una de estas bellezas pase por mi jurisdicción, pero dos en un fin de semana me deja completamente atónito.

– ¿Dos? -parpadeó Brent.

– Pues, claro, ¿acaso no supiste? -Bubba le dirigió una sonrisa amplia que dejaba ver sus dientes blancos-. Todo el pueblo está hablando del convertible Porsche nueve once que anoche derrotó finalmente al Mustang de JJ en una carrera callejera. Por cierto, las dos docenas de personas que la vieron de primera mano dicen que fuiste tú quien manejaba. Pero yo creo que habían bebido demasiado. ¿Acaso no invitaste a la señorita Laura Beth anoche? Y un tipo inteligente como tú ciertamente habría tenido la sensatez de no llevar a una niña buena como Laura Beth a correr carreras cerca de Snake’s Pool Palace.

– Sí, señor -para el asombro de Brent, se dio cuenta de que el sheriff tenía la intención de perdonarlo para salvaguardar la reputación de Laura. No debió sorprenderlo. Además de proceder de una familia prominente, Laura siempre había sido el tipo de muchacha de credenciales impecables que las figuras de autoridad adoraban; mientras que Brent era del tipo al que se le aplicaba todo el rigor de la ley tan sólo por cruzar imprudentemente la calle.

– Hablando de la señorita Laura Beth… -el sheriff Baines se acercó del lado del auto donde estaba Brent y sacó un talonario de multas del bolsillo de atrás. El alivio de Brent duró lo que un suspiro-. Me ayudó a mí y a mis ayudantes a organizar una rifa para comprar uniformes de ligas infantiles para los niños de bajos recursos. Incluso consiguió que las Damas Auxiliares donaran un acolchado confeccionado a mano.

– ¿Una rifa? -Brent hizo un gesto de desconcierto al observar el talonario de multas. ¿Qué tenían que ver los uniformes de la liga infantil con la multa por exceso de velocidad? ¿Y podía el sheriff realmente hacerle una multa tanto tiempo después de los hechos, aun si tenía dos docenas de testigos?

– Como sabía que ibas a querer comprar algunas de estas rifas -Bubba levantó el talonario de multas-, pensé en ahorrarte la molestia de venir a buscarme.

– ¿Rifas? -Brent escudriñó más de cerca el talonario y casi estalla en carcajadas. No podía creer que estaba a punto de zafarse de tener que pagar por la insensatez de la noche anterior nada más que comprando algunas rifas-. Por supuesto, me encantaría comprar algunas -dijo, buscando el clip donde llevaba el dinero-. ¿Cuánto cuestan?

– Dos dólares cada una -dijo el sheriff-. O veinte dólares la docena. Por supuesto que sabiendo lo generosas que son ustedes las celebridades, me tomé la libertad de traer todo el talonario -Bubba sostuvo el talonario en alto como si estuviera presentando el primer premio en un concurso televisivo.

– Ya veo -Brent entornó los ojos al ver el talonario-. ¿Y el talonario completo cuesta…?

– Doscientos dólares.

– ¡Doscientos dólares!

– Por ciento cincuenta rifas -la sonrisa del sheriff se estiró de oreja a oreja-. Puedes pagar con cheque o efectivo. Y por supuesto es una donación desgravable.

Por un instante, Brent casi le informa al sheriff Bubba Baines dónde podía meterse las rifas. Pero provocar el enojo de un sheriff de condado jamás era buena idea. Al menos de esta manera no tendría el antecedente de una multa por exceso de velocidad, lo cual le ahorraría mucho más que doscientos dólares con el seguro. Y la reputación de Laura no sufriría menoscabo. Y ni hablar de lo que podía suceder si las agencias de noticias se enteraban de ésta. Se podía imaginar el informe en la cadena rival KTEX: reportero de noticias de KSET es multado por imprudencia riesgosa.

Tirando coléricamente de su bolsillo, Brent extrajo cuatro billetes de cincuenta dólares de su clip de dinero. En nombre de Laura, debía agradecer al sheriff por su discreción, realmente debía hacerlo, pero, por algún motivo, no lograba reunir la suficiente motivación para hacerlo.

– Con eso está muy bien -dijo el sheriff Baines, al tiempo que Brent le alcanzaba el dinero-. Los muchachos y yo agradecemos mucho tu colaboración.

– Faltaba más -masculló Brent mientras aceptaba el talonario de rifas.

El sheriff se dio vuelta para marcharse, luego volvió sobre sus pasos y su expresión se tornó más seria:

– ¿Sabes? De todas maneras, es una lástima lo que sucedió con la dulce Laura Beth.

– ¿A qué se refiere? -Brent frunció el entrecejo.

– Pues ya sabes cómo es la gente de por acá. Una vez que tienen un chisme jugoso para comentar, les gusta hablar del tema hasta agotarlo. Ahora bien, normalmente no les presto demasiada atención, pero la verdad que me duele que la gente esté diciendo cosas tan terribles sobre la chica de Morgan -los ojos de Bubba se clavaron en Brent-. Sólo me cabe esperar que, una vez que acabe todo este alboroto, no vuelva a suceder jamás una cosa así.

La furia que sentía Brent por el sheriff se extendió para abarcar a todo el pueblo… y a él mismo:

– Le aseguro que, en lo que a mí respecta, no volverá a ocurrir.

Brent le sostuvo la mirada un instante más, y luego asintió.

– Yo diría que es lo mínimo que puede hacer un hombre -comenzó a marcharse, luego se volvió-. Oh, y puedes estar seguro de que estaré a la caza del conductor de ese otro convertible color amarillo. Si alguna vez vuelve a exceder los límites de velocidad en mi condado, voy a tener que arrestarlo por conducir en estado de ebriedad. Es bastante difícil que un hombre pueda sobreponerse a una cosa así. Aunque se trate de una importante celebridad, no sé si me comprendes.

– Perfectamente bien, señor.

El sheriff Baines volvió a sonreír.

– Entonces, me voy -volvió a hacer una pausa-. Oh, sólo una cosa más.

¿Ahora qué?, casi estalla Brent.

– ¿Sí, señor?

– Tal vez te convenga revisar el capó antes de prender ese motor de lujo. A mí me parece que estás perdiendo aceite.

Brent echó un vistazo debajo del auto y vio una enorme mancha de aceite sobre el suelo justo al lado del neumático derecho. Sintió un vacío en el estómago al tiempo que se le ocurrieron un montón de posibilidades inverosímiles. ¿Había el sheriff destrozado su auto a propósito? No, Baines no haría una cosa así, pero Jimmy Joe, sí. Se tiró al suelo para mirar por debajo. Un pequeño agujero marcaba el centro de una enorme abolladura en el refrigerador de aceite.

– ¡Maldición!

– ¿Hallaste el problema? -preguntó el sheriff.

– Tengo un agujero en uno de los refrigeradores.

– Me pregunto cómo pudo suceder algo así en una ruta asfaltada.

Fastidiado, Brent miró al sheriff, que sabía perfectamente bien cómo había sucedido. Brent había chocado con una roca o se había metido en un pozo cuando se apartó de la calle asfaltada para evitar que lo atrapasen.

– Mmmmm -el sheriff Baines sacudió la cabeza-. Como decía mi madre, de un modo u otro, la gente siempre paga cuando hace algo mal. -Habiéndole dedicado estas sabias palabras, el sheriff se marchó tranquilamente.

Brent dejó caer la cabeza sobre la grava. Mirando hacia arriba al chasis aceitoso, sintió que el corazón se le partía en dos. Mi auto. ¿Cómo pude hacerle esto a mi dulce y hermoso auto?


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