Capítulo 21

Ese consejo de Laura de vivir el día a día cambió la vida de Brent. Se preguntó por qué no había adoptado esa filosofía en su vida personal antes, ya que frecuentemente lo hacía en el trabajo para paliar una crisis. Pero era la primera vez que se permitía realmente relajarse a nivel personal y dejar que el tiempo hiciera lo suyo sin estar constantemente preguntándose por el resultado de los acontecimientos.

Por lo general, Laura seguía viviendo en su propia casa con su compañera de piso, un hecho que le provocaba un leve malestar, pero decidió no prestarle atención. Además, los fines de semana era suya. Incluso se había adaptado a que trajera los Rottweilers a su casa, ya que el acuerdo de alquiler estipulaba que se hiciera cargo de los dos enormes perros toda vez que Melody se ausentara de la ciudad por un viaje.

Por supuesto, los perros habían cavado hoyos en su jardín, se comieron un trozo de su alfombra Navajo y rayaron su piso de madera. Pero había descubierto un secreto sobre el trato con perros. Hasta los cachorros más grandes y mimados podían aprender palabras como “siéntate”, “abajo”, y “suelta ese zapato o ya verás”, si se manifestaban las órdenes con autoridad. Para su sorpresa, también descubrió que le gustaba que lo saludaran con entusiasmo y devoción absoluta cuando entraba furtivamente por la puerta de entrada los viernes por la noche. Especialmente porque la presencia de los perros era un indicio de que hallaría a Laura acurrucada en el sofá, en donde se quedaba dormida todos los viernes mientras esperaba su regreso al hogar.

Creyó que no se acostumbraría jamás a la sensación que afloraba dentro de sí cuando, de pie en la oscuridad, la observaba dormir. Entonces, ella despertaba, se estiraba y le dirigía aquella increíble sonrisa de bienvenida, al tiempo que él se inclinaba para besarla. Parecía destinada a sus brazos, cuando la levantaba del sofá y la llevaba hasta su cama. Jamás cesaba de emocionarse ante la manera en que se entregaba generosa y abiertamente a la pasión que compartían. Más tarde, en la oscuridad, cuando ella se acurrucaba contra él y volvía a dormirse, él se quedaba despierto y se preguntaba qué había hecho bien en su vida para merecer a Laura… durante el tiempo que ella decidiera quedarse.

Durante el tiempo que ella decidiera quedarse.

Ese pensamiento irritante apareció cada vez menos, a medida que avanzó el verano. Para mediados de agosto, mientras se dirigía a la oficina donde ella trabajaba para llevarla a almorzar, halló que podía hacer a un lado la preocupación, casi sin ningún esfuerzo. Su vida era casi perfecta. Mientras que no hiciera nada estúpido para arruinarla, no veía por qué no podía continuar todo exactamente como estaba, por tiempo indefinido.

Al entrar en la oficina del doctor, hizo un gesto de saludo con la mano a Tina, la recepcionista.

– Hola, Brent -el rostro de la recepcionista se iluminó cuando lo vio entrar.

– Hola, Tina -sonrió a su vez. Cuanto más conocía a las colegas de Laura, menos se preocupaba por el lugar donde trabajaba. Al parecer, las mujeres le habían enseñado algunas estrategias básicas para sobrevivir en la gran ciudad, como llevar espray paralizante, estacionar bajo las luces de la calle y jamás dirigirse sola a su vehículo cuando estaba oscuro.

– Laura no tarda en salir -Tina se inclinó hacia delante, sonriéndole con coquetería-. Está con el doctor, intentando resolver un problema administrativo. Por lo que parece, podría tardar un rato. Pero puede hablar conmigo hasta que termine.

– ¿Y correr el riesgo de que te metas en líos con tu jefe? -Brent fingió horrorizarse-. No, prefiero tomar asiento y portarme bien.

Disimulando una sonrisa ante el puchero de Tina, se dirigió hacia la sala de espera. Como era cerca de la hora de almuerzo, el lugar estaba vacío, pero advirtió por los juguetes y los libros desparramados por el piso que habían tenido una mañana movida.

Abriéndose paso entre el desorden, se sentó en una de las sillas para adulto. No parecía haber ningún Sports Illustrated para leer, y no le entusiasmaba demasiado hojear el American Baby. Sobre la mesa maltrecha descubrió una copia de Huevos verdes con jamón de Dr. Seuss, y pensó qué diablos. Jamás había leído un libro de Dr. Seuss y pensó que el momento era tan oportuno como cualquier otro para ampliar sus horizontes literarios.

Acomodándose en la silla, comenzó a echar una ojeada al texto de excéntricos poemas. Cuando ya había pasado algunas páginas, oyó pasos y levantó la vista, esperando que fuera Laura. En cambio, vio a una joven que se dirigía al mostrador para pagar.

Apenas volvió a su lectura, el libro voló hacia delante, golpeándolo con fuerza en el pecho. Sorprendido, se quedó mirando el rostro sonriente de un muchacho que acababa de atropellado.

– Yo ttte conozco -dijo el niño, apoyándose contra las piernas de Brent.

– ¿Oh, sí? -Brent reprimió una carcajada ante la absoluta falta de inhibición del niño.

– Sí. Usted es el ttti… -el niño se esforzó por un momento como si tuviera la lengua pegada al paladar-… tipo… que hace las no no noticias.

– En realidad, yo sólo informo las noticias. Otra gente las hace -Brent esbozó una sonrisa, pero aparentemente el niño no había comprendido el chiste-. ¿Te gusta mirar las noticias?

El niño sonrió y sacudió la cabeza con suficiente fuerza como para que rebotara de un lado a otro.

– Me gustan los dibujos animados.

– Oh -a esa edad, Brent también prefería los dibujos animados a las noticias-. Los dibujos animados tienen buena onda.

El niño soltó una risita, y Brent halló que el sonido era extrañamente contagioso. Siempre había considerado a los niños como algo que debía ser evitado, pero éste no estaba tan mal. Incluso era simpático, y tenía el aspecto de una ardillita, con ojos bizcos color marrón y grandes paletas delanteras. Su negro cabello corto y parado contribuía a su aspecto curioso.

– Así que, eh, ¿viniste a ver al doctor? -preguntó Brent.

El niño asintió con un movimiento espasmódico y endeble.

– Ssssí -dijo con el sonido nasal de alguien que está resfriado.

– ¿Estás resfriado?

– ¡No! -el niño estalló en carcajadas como si la pregunta fuera comiquísima-. Parsis cerbral.

¿Parsis cerbral? Brent frunció el entrecejo. En ese momento, volvió a mirar al niño, advirtiendo los ojos bizcos, los movimientos espásticos, y el constante movimiento de la cabeza.

– ¿Quieres decir que tienes parálisis cerebral?

El niño asintió, aún sonriendo.

Brent sintió como si le faltara el aire, mientras observaba el rostro delante de él. Era la cara de cualquier niño normal y saludable en edad escolar, y al mismo tiempo era diferente. Este niño jamás sería completamente normal y saludable como el resto de sus compañeros. Siempre sería diferente, discriminado sin que tuviera culpa alguna.

– ¿Así que essstas aqqquí para ver al doccctor? -preguntó el niño.

– No. No, estoy aquí para ver a Laura Morgan.

– ¿Ah, sí? -los ojos del niño se iluminaron-. Es muy sssexy.

– ¿Qué? -Brent parpadeó, sin saber si había entendido bien.

– La ssseñorita Mmmorgan. Muy sssexy.

Brent no sabía qué esperar de un niño con parálisis cerebral, pero seguro que no era el humor. No pudo evitar sonreír.

– Sí, supongo que tengo que admitir que tienes razón.

– ¿Es ttttu nnnovia?

– Algo así.

– Diablos -el niño hizo una mueca.

– ¡Oye! -Brent fingió que se enojaba-. ¿Andas detrás de mi chica?

– Ella cccree que ssssoy lindo.

– Ah, eso es lo que cree, ¿no? Pues tendré que hablar con ella al respecto.

El niño soltó una risita y se tambaleó, al tiempo que Brent se contuvo para no ayudarlo.

– Robby -llamó la joven. Cuando Brent miró hacia arriba, vio que ella misma era también una niña, con una trenza de cabello oscuro que le colgaba hasta la cintura de su uniforme de criada de poliéster color durazno-. Ven, hijo.

– Sí, mammma -el niño intentó enderezarse, y Brent advirtió que llevaba aparatos ortopédicos en ambas piernas. Caminando espásticamente, se abrió paso hasta el otro lado de la sala, para tomar la mano de su madre. Una vez en la puerta, giró y saludó a Brent con la mano.

– Nos vemmmos.

– Sí, nos vemos -Brent saludó a su vez al tiempo que el niño y su madre se marchaban. Una extraña sensación se apoderó de su pecho, como si algo se estuviera derritiendo allí. Incluso después de que la puerta se cerrara, se quedó sentado con la mirada fija en donde había estado Robby. ¿Cómo podía alguien con un cuerpo sano quejarse sobre su suerte en la vida?

La culpa atenazó su conciencia al recordar todas las veces que se había lamentado de sus propios vicisitudes. Tal vez su vida había sido dura en algunos aspectos, pero también había sido generosa regalándole un cuerpo saludable y un rostro que le había abierto muchas puertas.

– Perdón por hacerte esperar -dijo Laura al entrar rápidamente en la sala de espera-, aunque veo que estuviste entretenido -añadió, advirtiendo el libro de Dr. Seuss. Una mirada extraña se apoderó de su rostro, más tierna que divertida.

– Sí, eh, apasionante -puso el libro a un lado y se levantó para besarla brevemente, como siempre hacían cuando la venía a buscar para almorzar.

– ¿Qué te parece si vamos a Ol’Bayou para comer comida cajún? -preguntó-. Salvo que prefieras huevos verdes con jamón.

– Lo que sea -respondió distraído, pensando aún en el niño.

– Oye -ella ladeó la cabeza para atrapar su mirada-. ¿Estás bien?

– ¿Hmmm? Oh, claro, el Ol’Bayou suena bien.

La sonrisa que iluminó su rostro finalmente captó su atención.

– Anoche te extrañé -susurró ella.

– Yo también te extrañé -murmuró él a su vez. La dulzura en su interior se licuó y fluyó hacia afuera, al verla parada a su lado. Algunas veces se preguntaba si ser feliz afectaba el cerebro de una persona. Parecía pasar mucho tiempo mirando a Laura sin un solo pensamiento en la cabeza. Pero como ella parecía padecer de un mal semejante, decidió que no se preocuparía demasiado por ello. Sólo lo disfrutaría… mientras durara.


Laura saboreó un bocado del espeso estofado mientras observaba a Brent. Parecía indiferente al pintoresco entorno del restaurante cajún, con su extraña colección de ollas de cobre, carteles de cerveza antiguos, y redes de pescar que cubrían las toscas paredes.

– Entonces -preguntó, más curiosa que irritada-, ¿vas a mirar la comida o a comerla?

– ¿Qué? Oh, lo siento -se rió, avergonzado-. ¿De qué hablábamos?

– De organizar una fiesta para tus compañeros de trabajo -había estado animándolo suavemente a invitar a un grupo de amigos. Tenía una casa hermosa que merecía lucirse, como también merecía los elogios y la aceptación de sus amigos. Sólo que nunca tendría amigos si los mantenía a todos a raya-. Si la idea de recibir en tu casa te molesta tanto, dejaré de ponerte presión.

– No, no es eso -sacudió la cabeza-, y no fue mi intención no escucharte. Es sólo que tengo otras cosas en la cabeza en este momento.

– ¿Como cuáles? -preguntó, interesada en saber qué excusa inventaría ahora para posponer la fiesta.

– Nada importante -encogió los hombros.

– Dime cuáles.

– Nada… -insistió. Ante su mirada de exasperación, suspiró-. Sólo me preguntaba si alguien había descubierto una cura para la parálisis cerebral.

– ¿La parálisis cerebral? -lo miró fijo un instante antes de comprender-. Ah, conociste a Robby.

– Entró en la recepción mientras te esperaba.

– Es un niño muy dulce, ¿no?

– Tengo que admitir que es simpático -asintió Brent.

– Muy simpático -ella sonrió, como hacía a menudo cuando pensaba en Roberto González. Pero la sonrisa siempre desaparecía rápidamente, ahuyentada por la realidad de la situación-. Desgraciadamente, la respuesta a tu pregunta es no, no existe una cura para la parálisis cerebral. Es un tipo de daño cerebral, no una enfermedad. Aunque Robby es uno de los afortunados, si se puede hablar de fortuna en estos casos.

– ¿A qué te refieres? -finalmente manifestó interés por el tema de conversación.

– No tiene retraso mental, y sus habilidades motrices y sentido del equilibrio son bastante buenos. Incluso podría aprender a caminar con un modo de andar relativamente normal si… -respiró hondo, frustrada-… si tan sólo pudiéramos conseguirle la terapia física que necesita.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó Brent, alargando la mano para tomar un pedazo de pan de maíz-. Aunque no tenga una obra social privada, ¿no debería cubrirlo el seguro médico estatal?

– Oh, lo cubren -resopló-. Sólo que el seguro del Estado ha adherido al nuevo sistema de administradores de seguros de salud. ¿Tienes idea de la cantidad de obstáculos que hay que sortear para obtener una derivación médica para un paciente?

Sacudió la cabeza.

– Está bien, déjame explicarte -dejó el tenedor a un lado-. El doctor Velásquez quiere que Robby reciba terapia física una vez por mes durante un año para ver si mejora. Así que llamé a la compañía de seguros para que me aprobaran doce sesiones. Ningún problema. Aprobaron las doce sesiones, salvo que… oye esto… tiene que recibirlas todas seguidas.

– ¿Quieres decir una por día durante doce días?

– Así es -se echó las manos a la cabeza desesperada-. ¿Alguna vez oíste algo igual?

Brent apoyó el tenedor.

– ¿Le has explicado esto a la compañía de seguros?

– Como un millón de veces -dijo-. Desgraciadamente, los que se ocupan de las referencias son estudiantes universitarios que están sentados frente a una computadora llena de indicadores. Si la computadora dice que los tratamientos tienen que ser en días consecutivos, ¿cómo puede un médico con años de experiencia contradecirlos? Y si intento explicar el error, creen que intento engañarlos.

– ¿Has hablado con alguien más arriba?

– Lo estoy intentando, Brent. No creas que no lo estoy intentando -levantó el tenedor y lo clavó en un camarón, frustrada-. Pero me saca de quicio. He estado presentando solicitudes durante varias semanas, sin conseguir nada. Es como si a nadie le importara. Para ellos, Robby es sólo un niño. ¿Qué importa si un niño cae en el olvido, siempre y cuando se ocupen de la mayoría?

Con una calma que la sorprendió, Brent alargó la mano y tomó una servilleta de papel, al tiempo que extraía una lapicera de su bolsillo.

– ¿Cuál es el nombre de su compañía de seguros?

– ¿Por qué? -se irguió en su asiento-. ¿No los llamarás ni nada por destilo, no?

– Haré mucho más que llamarlos. Los pondré en las noticias de las seis de la tarde.

– ¿Estás loco? -se aferró a su mano-. ¿Quieres que me despidan y que demanden al doctor Velásquez? -Cuando él frunció el entrecejo, ella le explicó-: Todo lo que te acabo de contar está protegido por el derecho a la confidencialidad del paciente.

– Tienes razón -casi pudo ver las ruedecillas que giraban en su cabeza. Una sonrisa se extendió por su rostro-. Por eso, llamarás a la madre de Robby apenas regreses a la oficina y le dirás que me llame. Tal vez tú no puedas darme permiso para informar esta historia, pero ella, sí. Veremos lo rápido que cambia de parecer la compañía de seguros.

– ¿Lo dices en serio? -una sensación de euforia la invadió. No sabía si reír o llorar o echarle los brazos al cuello y cubrirlo de besos-. Gracias, Brent. Esto podría cambiarle la vida.

– Será un placer -le sonrió a su vez, y ella supo que le preocupaba el futuro de Robby tanto como a ella. ¿Cómo podía un hombre con semejante capacidad de compasión dudar de que sería un padre fabuloso?

Un dolor sordo comenzó a latir en su pecho, un dolor que era cada vez más difícil de ignorar. Seis semanas atrás, aseguró que quería algo más en la vida que un matrimonio e hijos. Y desde ese momento, todos los días se imaginaba con el bebé de Brent entre los brazos. En los momentos más impensados del día, afloraban escenas imaginarias: imágenes de Brent que le enseñaba al hijo de ambos a sostener un bate de béisbol, o de Brent sonriendo orgulloso a su hija en un acto escolar. Cuando entró en la sala de espera y lo vio con el libro de Dr. Seuss, lo había imaginado con un niño acurrucado en su regazo mientras le leía en voz alta.

Sólo que esos niños jamás existirían. Brent había declarado con firmeza que no los deseaba. Y ella le había asegurado que lo respetaba en este tema. Entonces, ¿por qué era tan difícil aceptar esa decisión? ¿Había deseado en secreto que cambiaría de opinión? ¿O que sería capaz de hacerlo cambiar?

Frunció la frente al pensarlo, pues si había empezado a salir con él con semejantes expectativas, se toparía inevitablemente con el desengaño. A menos que…

Por un instante estuvo tentada de imaginar lo que sucedería en el futuro si Brent cambiaba de opinión.


Para el día siguiente, Brent había conseguido el permiso de la madre de Robby y de su director de noticias para transmitir un reportaje especial. De hecho, al canal le gustó tanto la idea, que decidió jugarse el todo por el todo y pasar el informe especial en la siguiente semana de los índices de audiencia. Connie accedió incluso a producirlo, algo que normalmente no hacía.

Con Laura colaborando en la investigación, Brent se dio cuenta rápidamente de que se trataba de un asunto que iba mucho más allá de la lucha de un niño por obtener terapia física. Aunque quería que el informe se focalizara en Robby, amplió el guión para explicar que no se trataba de un caso aislado sino de un problema generalizado en la comunidad médica. Los legisladores en los niveles estatal y nacional habían estado tratando el tema durante los últimos años, pero hasta tanto no se hallara una solución, los pacientes a lo largo del país se veían privados de tratamientos médicos vitales.

La grabación del segmento se hizo a lo largo de un período de días, durante las horas libres de Brent. Laura organizó una entrevista grabada con el doctor Velásquez, y dispuso que Brent llevara un equipo de camarógrafos a una de las sesiones de terapia física de Robby, obtenidas con gran esfuerzo. No es que no podía ocuparse él mismo de grabarlas, pero disfrutaba de trabajar con Laura. Se dedicó al proyecto de manera eficiente, profesional y entusiasta. A menudo pensaba que era una lástima que Laura no hubiera estudiado periodismo. Habría sido una gran reportera.

Cuando se lo mencionó, ella sólo se rió y dijo que para ser un buen reportero hacía falta algo más que recabar información. Hacía falta talento, que él tenía en abundancia. El cumplido hizo que el bienestar que había sentido durante todo el verano se profundizara más, y la sonrisa bobalicona se hiciera todavía más perceptible.

Connie, por supuesto, se burlaba impiadosamente de su mirada soñadora. Pero él la ignoró, algo que los sorprendió. Normalmente, cualquier indicio de que se estaba enamorando habría sido una señal de alarma para él.

El último día de grabación tuvo lugar un sábado a orillas del pantano de Buffalo, cerca del lugar donde él y Laura habían compartido su picnic dos meses atrás. Como era agosto, el equipo llegó temprano por la mañana, cuando los treinta grados de temperatura resultaban aún tolerables y el parque estaba relativamente vacío. Dos camarógrafos, los técnicos y el director de área instalaron el equipo cerca de la zona donde iban a comer los patos. Emplearían una cámara montada para filmar la presentación del informe a cargo de Brent, y luego una cámara de mano para filmar a Brent y Robby dándoles de comer a los patos y caminando por el parque. Estas tomas serían intercaladas con entrevistas y otras escenas, al final de las cuales se escucharía la voz en off de Brent en el estudio, una vez que se ensamblara todo el material.

Mientras esperaban que comenzara la grabación, Brent estaba parado junto a Connie, Robby y la madre de Robby bajo la sombra de un árbol. Connie se abanicaba con sus notas.

– No entiendo cómo me pudiste convencer alguna vez de hacer una toma exterior en pleno agosto -se quejó.

– Me debías un favor, ¿recuerdas? -dijo Brent.

– Sí, pero nunca pensé que implicaría estar afuera con esta temperatura. Hace tanto calor que te juro que se me derrite el cerebro. ¿Cómo aguantan ustedes los locales?

Brent se rió entre dientes mientras se aplicaba unos toques de polvo sobre el rostro para absorber el brillo. Al mediodía, el calor y la humedad harían difícil incluso la respiración.

– Lamento informarte que no nos resulta más fácil. De hecho, todos los años, cuando estamos en esta época, pienso seriamente en la posibilidad de comprar una cabaña en Colorado y escapar hasta octubre.

– Qué buena idea -suspiró Connie y buscó un cigarrillo-. ¿Cuándo nos vamos?

– ¿Tttengo que uuusar esa mugggre? -preguntó Robby, mientras observaba a Brent terminar con su maquillaje. Brent disimuló una sonrisa, ya que tampoco a él le gustaba. Afortunadamente, como tenía la tez morena, rara vez tenía que usar la crema salvo fuera del estudio, y entonces se ponía la menor cantidad posible.

– No es tan terrible -le aseguró Brent-. Una vez que te acostumbras a ello.

– ¡Es pppara niñas! -Robby arrugó la nariz.

– Y para las estrellas de cine -añadió Brent, respondiendo con rapidez. En los últimos días, había aprendido que Robby podía ser tan temperamental como cualquier niño de siete años. Le resultó extraño que le cayera aun mejor por ser tan natural. Con Robby, nadie tenía que preguntarse qué estaría pensando… porque decía lo que pensaba en el acto. Brent echó un vistazo a la madre de Robby, María-. ¿Cuál es el programa favorito de Robby?

Walker, el guardabosques de Texas -respondió en su inglés con acento.

Brent se puso en cuclillas a la altura de Robby:

– Te apuesto a que Chuck Norris lleva maquillaje.

– ¿Quién? -Robby arrugó la frente.

Brent puso los ojos en blanco y le hizo cosquillas en el estómago:

– El tipo que actúa de Walker.

– Wwwalker no lleva mmmaquillaje -protestó el niño entre risas.

– Claro que sí. Toda persona que se para frente a una cámara lleva algún tipo de maquillaje -Brent tomó un poco de polvo traslúcido con la esponja-. Y eso harás hoy: actuarás en frente de una cámara, como Walker, el guardabosques de Texas. Qué suerte, ¿no?

Robby hizo un gesto ceñudo ante la esponja en la mano de Brent:

– Sssupongo que sí.

Sin darle oportunidad de cambiar de parecer, Brent comenzó a pasar la esponja por el rostro del niño.

– Después de que todos tus amigos vean el programa, serás una estrella conocida.

– ¿Lo ccccrees?

– Te apuesto a que sí -Brent sonrió al ver la excitación del niño. Ya había aprendido que el temor a las cámaras no era uno de sus problemas.

En ese momento Laura llegó en su auto y se estacionó al lado de la vereda, detrás de la camioneta de televisión y otros vehículos. Luego de salir del auto, se dirigió hacia ellos con una bolsa de panadería en una mano y una heladera portátil en la otra.

– Siento haber llegado tarde -dijo, acercándose-, pero pensé que les vendría bien ingerir algunas miles de calorías para conservar la energía:

Al ver la bolsa, el equipo abandonó su trabajo y se dirigió hacia la sombra del árbol.

– ¿Qué trajiste? -preguntó Connie.

– Donas, pasteles cubiertos de azúcar glaseada, y medialunas con tanta mantequilla que harán que se te haga agua la boca -anunció Laura con regocijo.

– Oh, bendita seas, hija mía -Connie se dirigió derecho a la bolsa mientras Laura extendía una manta bajo la sombra-. ¿No habrás traído un poco de café, también?

– ¿Con este calor? -Laura se estremeció, y luego abrió la heladera-. Traje jugo de naranja y refrescos.

Connie puso mala cara, pero alargó la mano para tomar una pequeña botella de plástico de jugo.

– Vvvoy a ssser una estrella de cine -dijo Robby a Laura.

– ¿En serio? -le preguntó, con la dosis justa de asombro-. Pues, hay que celebrar. Elige tu propio veneno: jugo de naranja o refresco.

– ¿Tienes rrrrefresco de naranja?

– ¡Claro!

– ¡Refresco de naranja, no! -gritaron al unísono Brent, Connie y el director de proyecto. Lo último que necesitaban era que Robby tuviera un bigote anaranjado cuando comenzaran a rodar las cámaras.

– Está bien, está bien -Laura fingió espantarse.

Brent echó un solo vistazo al gesto amotinado de Robby e intervino rápidamente:

– ¿Qué te parece una Coca ahora y un refresco de naranja después?

– Essstá bien -conservando aún el puchero, Robby se tambaleó y avanzó hacia la manta.

– ¿Tienes hijos? -preguntó María con suavidad a su lado.

Brent se sorprendió al oír las palabras:

– No, ninguno. ¿Por qué lo preguntas?

– Tienes muy buena mano con los niños -María sonrió.

– Yo… gracias -sintió una extraña opresión en el pecho, al tiempo que María se volvía para observar a su hijo. El orgullo y el amor que sentía por él brillaban visiblemente en sus ojos. Y sin embargo, él sabía que criar a Robby no podía ser fácil, y no sólo por la parálisis cerebral, sino porque María era joven y soltera.

Como lo había sido su propia madre.

Durante la última semana se había preguntado muchas veces por qué dos mujeres en la misma situación podían reaccionar de manera tan diferente. El padre de Robby había abandonado a María antes de que el niño siquiera hubiera nacido. María había dejado la escuela secundaria para cuidar de su bebé y ahora trabaja como camarera en un hotel para mantener a ambos. La admiraba por negarse a dejar a su niño, aunque tenerlo a su lado le complicara la vida.

La madre de Brent, por el contrario, apenas se había resistido cuando halló a un hombre que se quiso casar con ella y llevarla a California, pero con la condición de dejar a Brent. Aunque había prometido que lo mandaría a buscar más adelante, ninguno de los Zartlichs volvió a saber de ella.

Desde que tenía memoria, se había culpado por su partida, pero ahora no estaba tan seguro de ello. ¿Y si fuera ella la débil de carácter y no él?

Pensó en todos los años que había pasado intentando ser perfecto por temor al abandono. Incluso de adulto, temía que si alguien se acercaba demasiado y descubría sus defectos, llegaría a despreciarlo. Pero Laura conocía todas sus imperfecciones: podía ser porfiado y egoísta en algunos momentos, y vergonzosamente tímido en otros.

Sabía todo eso y, aun así, no le daba importancia, y decía que era parte de ser humano.

– Está bien -llamó a voces Connie, cuando terminó su pastel-. Que empiece el show.

El equipo se abalanzó sobre los últimos pasteles, y Brent se volvió a concentrar en su trabajo, aliviado. Al menos aquí estaba en terreno seguro, un lugar en donde no tenía que ofrecer otra cosa más que su aspecto exterior para que la cámara lo filmara.


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