– ¡Oye, Michaels! -gritó una áspera voz por encima del estruendo de la sala de redacción-. ¡Teléfono!
Brent Michaels se volvió de la consola de monitores de televisión y vio a Connie Rosen, su productora de noticias, agitando el auricular sobre su cabeza. El cable de teléfono atravesaba el atiborrado escritorio de ella hasta el inmaculado de él.
– ¿Quieres atenderlo? -gritó.
Él echó un vistazo a uno de los relojes digitales que colgaban sobre cada una de las paredes de la sala de redacción de Houston. Aún le quedaban catorce minutos, veintiséis segundos antes de salir al aire. Tiempo de sobra.
– ¿Quién es?
– Asegura que eran grandes amigos en la escuela secundaria de… ¿Beason’s Ferry? -Connie encogió los hombros, como si ello significara que podía tratarse de cualquiera.
Brent sintió que el corazón le daba un vuelco al oír nombrar su pueblo natal.
– ¿Te dijo cómo se llamaba?
– No. Pero decididamente no es un hombre -el guiño de Connie no se avenía con su recio temperamento neoyorquino.
Brent la miró fijamente, incapaz de imaginar a una sola persona a quien pudiera considerar una gran amiga de la escuela secundaria. Un chasquido giratorio lo hizo volver en sí, mientras la cinta terminaba de descargar la información del satélite para su principal noticia. Luego de entregar la grabación a un productor, cruzó hacia su escritorio. Como faltaba tan poco para la emisión, el caos migró por el corredor hacia la sala de control y el set, y la sala de redacción quedó en silencio.
Connie exhaló una nube de humo al entregarle el teléfono y darle a su reloj unos golpéenos en señal de advertencia.
– No tardo en venir -le aseguró con una sonrisa para ocultar su tensión. Una vez que ella se unió al éxodo, echó un vistazo al auricular en su mano. No había regresado a Beason’s Ferry desde el día en que se había marchado a la universidad; casi había olvidado el sentimiento de zozobra que sentía por ser un marginado. ¿Cómo era posible que algo tan sencillo como un teléfono en la palma de su mano le hiciera recordar todo?
Respirando hondo, se armó de valor y acercó el auricular a la oreja:
– Habla Brent Michaels.
– ¡Brent! Qué suerte que te encontré -la suave voz evocó inesperadamente el perfume de la madreselva-. Lamento mucho tener que molestarte justo antes de las noticias, pero no quería correr el riesgo de esperar. -Algo en esa voz hizo que se le acelerara el pulso.
– ¿Quién es?
– Oh, cielos -la risa franca desató los recuerdos, e imaginó una cola de caballo rubia y grandes ojos azules tras gruesos anteojos-. Soy Laura. Laura Morgan.
– ¿Laura Beth? -soltó el aire en sus pulmones, aliviado.
– Bre-ent… -arrastró el nombre regañándolo alegremente-. Al menos podía contar contigo para que me llamaras Laura… aunque el resto de Beason’s Ferry aún insista en Laura Beth.
– La pequeña Laura Beth Morgan -apoyó la cadera sobre el escritorio al recordar la muchacha flaca y desgarbada. Siendo hija del médico y ciudadano más respetado del pueblo, debió haber tenido una vida fácil. Pero, extrañamente, Laura había resultado casi tan rebelde como él; probablemente por eso no había pensado en ella cuando Connie mencionó una gran amistad de la escuela secundaria. Aunque habían ido juntos a la escuela, él jamás la había considerado parte del grupo. Claro que tampoco él había sido parte del grupo-. Dios mío, chiquita, ¿cuánto tiempo pasó?
– Catorce años, siete meses y diez días. Pero, ¿quién lleva la cuenta?
Él rió:
– Sólo una mente matemática como la tuya podía recordar algo así.
– No tiene nada que ver con el cerebro -respondió secamente-. Una mujer jamás olvida su primer beso. No es que valga la pena recordar aquel beso fraternal que me diste el día que te fuiste -añadió rápidamente, haciéndolo sonreír.
Al menos eso no había cambiado. Laura siempre había conseguido despertarle una sonrisa.
– Pues no quería conmocionarte, sino tan sólo dejarte algo que te hiciera recordarme siempre.
– Te habría recordado de cualquier manera -dijo ella en voz queda, con el tono ligeramente ofendido.
Confundido por la descarga de emociones que había desatado su voz, intentó conservar un tono ligero:
– ¿Entonces qué te llevó a rastrearme luego de todos estos años?
– En realidad, estoy llamando de parte de otra persona, si quieres saber la verdad.
– ¿En serio? -sintió la antigua cautela que le oprimía el pecho.
– ¿Recuerdas el Tour anual de las Mansiones de Bluebonnet? -preguntó.
– ¿El festival más importante de Beason’s Ferry? -frunció el entrecejo-. ¿Cómo podría olvidarlo?
– Pues este año estoy en el comité de recaudación de fondos.
– ¿Y? -la animó a seguir.
Ella suspiró con fuerza:
– ¿Recuerdas a Janet Kleberg?
– La cabezona de pocas luces. ¿La porrista que intentaba acorralarme detrás del gimnasio de la escuela, pero que ni muerta se dejaba ver en el pasillo hablando conmigo? Sí, me acuerdo de ella.
– Eso no es justo -me reprendió-. Janet hubiera dado su brazo derecho por salir contigo, como la mayoría de las chicas en este pueblo. Eras tú quien las desairaba.
– Sólo estaba ahorrándoles el esfuerzo -dijo-. ¿Entonces en qué anda nuestra querida Janet Kleberg?
– En realidad, ahora es Janet Henshaw. Se casó con Jimmy justo después de graduarse.
– Mi más sentido pésame a ambos.
– Se han divorciado.
– Entonces, mis felicitaciones.
– De cualquier manera -continuó en tono exasperado-, Janet preside el comité de recaudación de fondos, y se le ocurrió una idea, bastante… em… imaginativa.
– Dila, chiquita.
La oyó respirar hondo antes de lanzarse a hablar a toda carrera, como siempre lo hacía cuando estaba nerviosa.
– Quieren repetir el Juego de las Citas, como el viejo show de televisión que solía presentarse cuando éramos niños.
– Conozco el show -Brent miró el reloj. Tenía ocho minutos y doce segundos hasta el tiempo de emisión. Necesitaría exactamente un minuto, veintiocho segundos para llegar al set y acomodarse en su lugar.
– Sí, pues -carraspeó-, quieren conseguir a una celebridad para la fiesta, para vender más entradas.
– ¿Y? -sentía como si estuviera a punto de caer en la trampa.
– Y, pues, tú eres lo más cercano que tenemos a una celebridad en Beason’s Ferry.
– A ver si nos entendemos -se frotó la tensión que se alojaba en su pecho-. En la época en que vivía en aquel pueblito pedante, no podía invitar a una muchacha “decente” sin que los padres del pueblo me arrinconaran en algún callejón estrecho para hacerme las advertencias correspondientes. Y ahora, sólo porque estoy en el noticiario de la noche, ¿quieren pagar dinero para verme invitar a una de sus hijas a una cita?
– No lo plantearía exactamente así, pero veo que has captado la idea básica -hizo silencio, como si estuviera esperando su respuesta-. Entonces -preguntó por fin-. ¿Lo harás?
– Por supuesto que no.
– Es por una causa justa.
– Restaurar casas antiguas no es una causa justa, Laura. Diferente sería hacerlo por un hospital de niños o para ayudar a los ancianos indigentes.
– Brent, sabes lo importante que es el turismo para nuestro pueblo. El Tour de las Mansiones nos ha hecho populares.
– Lo lamento, es sólo que no me entusiasma -por el rabillo del ojo vio a Keshia Jackson, su compañera conductora, salir de la sala de maquillaje y peinado y dirigirse al estudio-. Oye, Laura, fue grandioso hablar contigo. Me refiero a que, en serio. Tal vez podríamos salir juntos alguna vez, pero…
– Brent, espera -el pánico se coló en su voz-. Sé que este pueblo no significa nada para ti, pero es mi hogar, y siento cariño por él. No sólo por el pueblo, sino por la gente que vive aquí. Este festival es importante para nosotros.
– Me doy cuenta de ello. Pero lo que es importante para Beason’s Ferry no coincide con lo que es importante para mí. Tú deberías saberlo.
– No, no lo sabía. Siempre te importaron mucho las cosas, tanto como a mí. Pero resulta que se trata del pueblo, y entonces le das la espalda sin miramientos. ¿Cómo se supone que debo comprenderlo, Brent? No tiene ningún sentido.
– Tiene sentido para mí -apretándose el puente de la nariz, se dio cuenta de que nada había cambiado. Él y Laura seguían siendo los mismos inadaptados de siempre. Ella seguía intentando salvar el mundo, y él, enfrentándolo intrépidamente, con los hombros bien erguidos y los puños apretados.
– Lo siento -dijo suavemente.
– No -suspiró-. Soy yo quien lo siente. Por tantas cosas. No tenía derecho a pedírtelo -continuó-. Ni siquiera debí llamarte. Debí saber que jamás considerarías algo así…
– Puedes callarte -dijo. Dios, odiaba cuando se menospreciaba. Por otra parte, aunque jamás lo admitiera en voz alta, la idea de regresar a Beason’s Ferry como un héroe conquistador había sido una tentación persistente desde que se había vuelto a Texas dos años atrás. Cuando echaba a volar su imaginación, se le ocurrían todas las posibilidades, desde un desfile que le daba la bienvenida, completo con banda de música, hasta las miradas desconfiadas de los fundadores del pueblo, deseando saber qué hacía “él” de nuevo en el pueblo.
– ¿No estarás pensándolo, no? -preguntó ella esperanzada.
Él no respondió.
– Porque si lo estás, quisiera aclararte que sería sólo por un fin de semana. El primer fin de semana de abril. Si no tienes otros planes.
No los tenía, por desgracia. Cerró los ojos y sintió una gran ola de resignación.
– Puedes dedicar un fin de semana… ¿no? -preguntó en una voz suave, dulce, que lo hizo pensar en una tartaleta de duraznos servida a la sombra de un viejo roble, rodeado del perfume del césped recién cortado y de las madreselvas-. ¿Lo harías por mí?
Si cualquier otra persona que no fuera Laura le hubiera hecho tal requerimiento, habría colgado el teléfono. Pero en el fondo se dio cuenta de que deseaba regresar, aunque más no fuera para volver a verla.
– Está bien -soltó un suspiro contenido-. Lo haré. Pero con una condición.
– Por supuesto. Lo que quieras.
– Quiero que tú seas una de las solteras.
– ¡No puedo hacer eso! Sería hacer trampa.
Él sonrió:
– Ese es mi precio, muchacha. Me niego a tener que soportar toda la noche a alguna idiota sobreexcitada como Janet.
– ¿Cómo sabías que planea concursar?
– Digamos que adiviné -puso los ojos en blanco y miró el reloj. Tres minutos, dieciocho segundos-. ¿Trato hecho?
– No me voy a subir a un escenario en frente de todo el pueblo para hacer el papel de tonta.
– Oh, pero sí me lo puedes pedir a mí, ¿no? -preguntó, sabiendo que la tenía atrapada-. ¿Qué te parece, Laura? Lo haré, si tú lo haces.
– Oh, está bien -respiró con fuerza-. Pero yo también tengo una condición. Debes prometer que no me escogerás de entrada. Al menos, ten en cuenta a las otras concursantes.
– No hay problema -asintió distraído. Poniéndose de pie, se enderezó la corbata de seda-. Pero ahora, de veras debo marcharme.
– Está bien, está bien -un asomo de picardía se coló en su voz-. Haré que te llame Janet para explicarte los pormenores. Adiós, Brent.
– No, espera… -la comunicación se cortó. Miró el teléfono furioso durante un instante, y luego se rió. Laura Beth Morgan. ¿Quién habría dicho que iba a hablar con ella después de todos estos años? Se preguntó qué aspecto tendría sin la boca llena de frenillos.
Laura exhaló aliviada al colgar el teléfono. No podía creer que efectivamente había llamado a Brent Zartlich, o más bien Brent Michaels, como se lo conocía ahora. Pero, ¿qué otra opción tenía? El comité para recaudar fondos se había reunido aquella tarde. Si ella no se hubiera apurado por llegar a casa, buscar desesperadamente el número del canal en Houston, y realizar esa llamada, habría sido Janet quien lo hubiera llamado.
Laura se estremeció de sólo imaginar a Janet metiendo la pata… y a Brent rechazándola de plano. Ahora sólo debía preocuparse por el trato que le daría a Brent la gente de Beason’s Ferry cuando volviera. Su vuelta a casa no podía ser tan terrible, ¿no? Desde que se había marchado, la actitud de la gente hacia él había cambiado radicalmente. Mientras que antes la gente lo consideraba un huraño solitario, con más orgullo que inteligencia, ahora la gente se ufanaba diciendo “siempre supimos que llegaría lejos”.
La pregunta era, ¿cómo reaccionaría él ante esta nueva actitud? Sus cambios de humor podían ser tan impredecibles como el clima en Texas.
El reloj de pie en el pasillo dio cinco campanadas. Puntualmente, entró su padre, el doctor Walter Morgan, en el escritorio revestido en madera. Aunque debía valerse de un lustroso bastón negro, conservaba un porte digno. Sus rasgos severos no delataban más emoción que de costumbre, aunque ella advirtió que las arrugas alrededor de su boca lucían más profundas esa noche. Mucha gente creía que se había vuelto distante desde la muerte de su madre, pero pocos conocían la verdadera historia.
Sintió pena mientras lo vio sentarse en su sillón de cuero.
– ¿Puedo servirte algo antes de comenzar a preparar la cena? -preguntó-. ¿Un vaso de té helado?
Su padre hizo un sonido que ella tomó por afirmativo, mientras apuntaba el control remoto hacia los controles de la televisión. Nunca dejaba de dolerle la rapidez con que la hacía a un lado. Anhelaba hacer algo para que su vida fuera más fácil, más feliz. Él no deseaba otra cosa que una casa limpia, que le sirvieran puntualmente la comida, y, fuera de esto, que lo dejaran solo, sumido en veinte años de duelo a causa de su viudez.
Poniéndose de pie, alisó su falda y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo al escuchar la voz de Brent, al tiempo que su imagen llenaba la pantalla. Verlo la sacudió, como todas las noches. Aunque su cabello oscuro estaba ahora profesionalmente recortado y había subido de peso, aún tenía los ojos azules más increíbles que jamás hubiera visto, y una sonrisa irresistible.
Cómo recordaba esa sonrisa de aquellos sábados de años atrás, cuando Brent venía a cortarle el pasto a su padre. La primera vez, ella no debería tener más de diez años. Brent era mayor, trece. Lo reconoció enseguida como el niño que provenía de las afueras del pueblo, aquel de quien la gente siempre cuchicheaba. Mientras empujaba la enorme cortadora de pasto sobre la gran extensión de césped, le hizo acordar a su padre, desafiando al mundo a que le ofreciera una palabra de cariño o de ayuda.
Ésa fue la época cuando comenzó a quedarse tendida en la cama de noche, soñando con ser grande y tener hijos propios para reír con ellos y amarlos, y un marido que advirtiera el empeño que ponía en transformar su casa en un hogar.
Y en aquellos sueños su marido siempre tenía el aspecto de Brent.
Suspiró, observándolo leer las noticias mientras miraba la cámara de televisión. Ciertamente había recorrido un largo camino desde el reservado muchacho con el que las niñas de Beason’s Ferry tenían prohibido salir, pero que era considerado el más apuesto de todos. La confianza que proyectaba le había ganado la admiración que merecía, y el éxito que había alcanzado hacía que el corazón se le hinchara de orgullo.
Cuando el canal hizo un corte para la propaganda, volvió al presente. Debía llamar a Janet y decirle lo que había hecho. Aunque Brent había accedido a aparecer en el programa, la ex porrista de Beason’s Ferry no iba a estar contenta, pues Laura le había robado la excusa para que Janet lo llamara ella misma.
Dirigiéndose a la cocina, en la parte trasera de la enorme y antigua mansión, casi deseó haber sido rechazada. Entonces habría podido aferrarse a las posibilidades urdidas en sus sueños de niña. Había otra parte de ella, la parte audaz que había intentado ignorar, que se estremecía de placer anticipando volverlo a ver. Por más firmeza con que predicara a su corazón, no podía evitar que se acelerara cuando pensaba en que había una posibilidad, por más pequeña que fuera, de que ésta fuera la oportunidad para que esos sueños se hicieran realidad.