A lo lejos se oyó el fragor de los truenos. Brent se agitó con el ruido que se filtró por las capas de su sueño, como el eco de voces furiosas. Intentó sacudirse la modorra, pero la oscuridad se aferró a él tenazmente, atrapándolo en el estrecho espacio que habitaban viejos terrores.
Sumido en la oscuridad, pudo oír la voz suplicante de su madre, y las objeciones furiosas de su abuela.
No puedes dejar al chico aquí. Cielos, acabo de terminar con tu crianza y la de tus hermanos. ¿Ahora también quieres que lo críe a él?
No tengo otra opción, mamá. Wayne y yo nos casamos hoy. Ahora es mi esposo. Sabes que él y Brent no se llevan bien, pero lo harán. Wayne sólo necesita tiempo para acostumbrarse a la idea. Brent es un buen chico, en general. Lo sabes. No te dará ningún trabajo.
Mejor que lo sea, o ya se las verá conmigo.
La luz estalló en la habitación, despertando a Brent de un sacudón. Se levantó de un brinco, respirando con dificultad mientras se apagaban los destellos luminosos. Las ventanas vibraron con los truenos.
Cielos. Se limpió el rostro con una mano, y sintió el sudor. ¿Cuándo había sido la última vez que había tenido esa pesadilla? Miró de costado, esperando no haber molestado a Laura.
Y vio que no estaba.
El pánico le oprimió el pecho. Lo había abandonado. Sin despertarlo para despedirse. Igual que su madre.
Al advertir el origen de su pánico, se paró en seco. Laura no era el tipo de persona que se marchaba disimuladamente en medio de la noche para no regresar.
¿Entonces por qué le seguía palpitando el corazón?
Enterró el irracional temor en donde debía estar. Los hombres adultos no perdían el tiempo con temores infantiles. Salió de la cama y se puso los pantalones para ir a buscarla. Seguramente le había costado dormirse, o necesitaba un vaso de agua. Sin pensarlo, se frotó el pecho al cruzar la sala de estar. Los rayos estallaban del otro lado de las ventanas. Cuando se apagaron, vio el resplandor que emanaba de la cocina.
Cruzó la puerta y se detuvo ante el espectáculo que se ofrecía delante de él. Laura estaba parada frente a la pileta con su bata color azul marino, lavando platos y canturreando una alegre melodía. La observó un momento, y deseó que su presencia lo aliviara.
– ¿Laura? -llamó.
– ¡Oh! -giró rápidamente y luego se hundió contra la pileta. El cabello prolijamente peinado enmarcaba su rostro mientras le sonrió con dulzura. ¿Cómo era posible que una mujer que había sido poseída tan salvajemente hasta hace tan poco, luciera como una combinación de June Cleaver [4] y Polyana?-. Me asustaste -se rió.
Él frotó más violentamente el nudo en su pecho, irritado con la presión que persistía.
– La próxima vez que no puedas dormir, te agradecería si me despiertas también a mí.
– Lo siento. Yo… -los relámpagos centelleaban en la ventana a sus espaldas. Sus cejas se fruncieron y advirtió que la mano de él se contraía sobre su pecho-. ¿Sucede algo?
– No, por supuesto que no -dejó caer la mano y se obligó a olvidar la pesadilla. Laura no era su madre, y ciertamente no lo había abandonado-. ¿Vuelves a la cama?
– Apenas termine de secar estos platos.
– Está bien -su mandíbula se tensó al pronunciar las palabras. Una mirada de dolor se cruzó por su rostro, y él se maldijo por su brusquedad. Comenzó a levantar la mano para tocarse el pecho, pero, en cambio, la cerró formando un puño-. Tómate tu tiempo.
Se volvió y la dejó allí parada.
En el dormitorio, se sentó al borde de la cama, haciendo un esfuerzo por dominarse. La inhabilidad de Laura para dormir en su cama no era un insulto personal. La mayoría de la gente tenía dificultades para dormir en un lugar nuevo.
Cuando escuchó el sonido de pies descalzos a la puerta de entrada, levantó la mirada y la halló recortada en la luz de la sala de estar. Ella dudó, como si no supiera si debía entrar en el cuarto oscuro.
– ¿Vienes a la cama? -preguntó él, más bruscamente de lo que quería.
– Tal vez debiera ir a lo de Melody.
Un golpe por parte de su abuela jamás le había quitado el aire tan rápidamente.
– ¿Es lo que quieres? ¿Marcharte?
– No… -se cruzó los brazos delante del pecho, abrazándose-. Brent, ¿qué sucede? ¿Te molesta que esté aquí?
– No, no me molesta que estés aquí. Sólo que no me gusta despertarme y ver que desapareciste, ¿sí?
Ella se acercó y se arrodilló delante de él. Le sonrió de modo tranquilizador, y tomó su mano entre las suyas:
– Sólo fui a la cocina a llamar a Melody, para decirle que no me espere hasta mañana.
Él se obligó a respirar lentamente, mientras los relámpagos relumbraban en la habitación:
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Porque… -sus ojos lo miraron con reproche, al tiempo que ponía la mano contra su mejilla-… estabas durmiendo.
La suavidad de sus manos envió una descarga por todo su cuerpo, mientras los truenos retumbaban afuera. Cerró los ojos y posó su mano sobre la de ella, haciendo el esfuerzo de calmarse. Aun así, le temblaron todos los músculos del cuerpo. Si estuviera en sus cabales, subiría y levantaría pesas hasta que los viejos temores volvieran a la oscuridad, de donde provenían. Pero Laura lo estaba tocando, acariciando la mejilla con suavidad.
– No fue mi intención asustarte -susurró dulcemente.
Él apretó los dientes al sentir que las puntas de sus dedos cepillaban su cabello, provocando espasmos en todo su cuerpo. Necesitaba decirle que se detuviera, antes de tomarla con fuerza contra sí mismo y perder la cabeza en un esfuerzo mucho más primitivo que hacer pesas. Ella merecía mejor trato. Cualquier mujer merecía algo mejor. Si sólo dejara de tocarlo.
– ¿Me perdonas? -lo dijo con tono juguetón, ignorando por completo la batalla que se libraba dentro de él. Una nueva descarga eléctrica iluminó la habitación, al tiempo que ella besaba su sien, su mejilla. Su fragancia limpia a madreselva descendió flotando en su interior y envolvió sus entrañas en un puño de deseo. Los labios de ella trazaron la línea de su mandíbula apretada, mientras acunaba su rostro en sus suaves manos.
El instante en que los labios de ella tocaron los suyos, perdió el control. Con un gemido, él tomó su cabeza en su mano e inclinó su boca sobre la suya. Su lengua se sumergió en su empalagosa calidez, arrebatando su dulzura. Ella se tensó sorprendida cuando él la deslizó sobre la cama. La inmovilizó allí, y levantó la cabeza:
– No lo vuelvas a hacer, ¿sí? No te levantes y te vayas sin avisarme.
– Está bien -Laura parpadeó, levantando la mirada hacia él, y sintió que el corazón se le salía por la garganta. Jamás había visto algo tan salvajemente excitante como Brent en ese momento, dominándola con el cuerpo en la oscuridad. Respiraba agitadamente mientras los relámpagos danzaban detrás de él.
Bajó la mirada, y ella advirtió que la bata se había abierto, dejándola al descubierto. Sus pechos subían y bajaban con su propia respiración entrecortada. Ahuecando un montículo, bajó la cabeza y tomó un botón en su boca. El placer la atravesó como un cuchillo, mientras los truenos rodaban sobre la casa.
Dio un grito sofocado cuando él absorbió el pezón en su boca. No estaba segura de lo que había molestado a Brent, pero tuvo el presentimiento de que él la necesitaba con una desesperación que la sorprendió y la excitó. Se movió contra él, ofreciéndole el consuelo de su cuerpo. De alguna manera, él logró quitarse los pantalones en medio de besos devoradores, mientras que ella se quedó irremediablemente embrollada en su bata.
Ella intentó tocarlo, pero las mangas retuvieron sus brazos a sus lados. La boca y las manos de él se movieron sobre su cuerpo, besando y friccionando su carne, y la condujeron a un universo de placer enloquecido. No pudo pensar, apenas respirar cuando él se acomodó entre sus muslos.
Un relámpago estalló en la habitación al tiempo que él la penetró. Sin poder tocarlo con las manos, ella se arqueó hacia arriba, abriéndose a su avidez, a su necesidad. Su cabeza se movió de un lado a otro, enloquecida por el deseo que crecía dentro de ella, tan agudo y penetrante, que sollozó su nombre. Ella sabía que él también lo sentía, el filo insoportable del éxtasis montándolo con tanta fuerza y velocidad como él la montaba a ella. Cuando estalló a su alrededor, él se quedó rígido encima de ella, con la espalda arqueada, y la cabeza arrojada hacia atrás. Aturdida, lo observó, y una ola de ternura superó los placeres de la carne. Sabiendo que había satisfecho una necesidad en su interior, que le había dado algún solaz, se sintió más mujer que con el clímax que acababa de estallar en su interior.
Al soltar el aire en sus pulmones, Brent se hundió sobre ella. Ella acogió su peso y le besó la frente húmeda. Fluyeron sobre ella tibios torrentes de satisfacción, y se abandonó a los ruidos de la tormenta.
Cuando él finalmente cambió el peso de su cuerpo para acostarse al lado de ella, la atrajo hacia sí, sosteniéndola de cerca:
– Gracias -susurró, besándole la frente.
Ella movió la cabeza contra su hombro para observar su rostro.
– ¿Por qué?
Él sonrió, e incluso en la oscuridad, pudo ver que la tensión había desaparecido:
– Por quedarte.
Acurrucándose a su lado, depositó la sonrisa de él en su corazón y se quedó dormida.
Cuando Brent estacionó delante del tercer lugar al que Laura asistía para entrevistarse, reprimió un gruñido. El ruinoso edificio se hallaba en el medio de una barriada. Esto, además de sus dos desastrosas entrevistas anteriores, hizo que se le estrujara el corazón.
Miró de reojo para observar la reacción de Laura. Ella levantó la mirada hacia el edificio con la misma expresión nerviosa pero decidida que había tenido toda la mañana.
– Sabes -dijo con cautela-, si no quieres entrar para ésta, no tienes que hacerlo.
Se volvió hacia él con la mirada dolida:
– ¿Tan inútil soy?
– No, no me referí a eso -estiró el brazo para darle un apretón a su mano-. Quise decir que no tienes que acudir a todas las citas que has concertado, si te das cuenta desde afuera que el trabajo no es lo que querías.
– Brent… -le sonrió divertida-. ¿Cómo me puedo dar cuenta si no entro?
– Pero mira este lugar -lo observó horrorizado-. Es una pocilga.
– No está tan mal -los nervios regresaron-. Además, el doctor que compró la práctica de papá fue a la universidad con el doctor Velásquez y tiene historias increíbles sobre él. De acuerdo con él, el doctor Velásquez podría haber abierto una práctica pediátrica en cualquier lado, pero eligió volver a su viejo barrio porque era aquí donde sintió que más lo necesitaban.
– Qué noble.
Ella lo miró con el entrecejo fruncido:
– Pensé que te gustaban las causas nobles.
– Me gustan. Simplemente no me gusta la idea de que trabajes en este barrio.
– Pues, por el modo en que están saliendo las cosas, dudo que tengas que preocuparte demasiado.
– Laura -le dio otro apretón en la mano-, sabes que encontrar un empleo lleva tiempo.
– Lo sé -miró hacia abajo a sus manos entrelazadas, ocultando sus ojos tras sus pestañas-, pero el primer doctor echó un vistazo rápido a mi solicitud y me hizo a un lado.
– Es evidente que el hombre era un idiota.
– Y el segundo doctor ni siquiera se preocupó por acudir a la cita. Hizo que una de las enfermeras tomara mi solicitud y me dijera que se pondrían en contacto conmigo si estaban interesados.
– Otro idiota.
– No pueden ser todos idiotas -dijo en voz queda.
– ¿Puedes dejar de tomarte esto tan personalmente?
– Tienes razón, tienes razón -respiró hondo y levantó la mirada al edificio de veintidós pisos con sus feas escaleras de metal y puertas abolladas que se abrían a un descanso exterior-. Pero nunca encontraré un empleo si me quedo aquí afuera.
– Sólo una cosa -dijo él, mientras ella tomaba su cartera y alcanzaba la manija de la puerta-. No tienes que aceptar el primer empleo que te ofrezcan, ¿sí?
Ella sonrió:
– Tan sólo esperemos que me ofrezcan uno.
– Te lo ofrecerán -él sonrió abiertamente.
– Gracias -le besó la mejilla-. Ahora, deséame suerte -con esas palabras, se bajó del auto y cruzó el estacionamiento.
Él mantuvo su sonrisa hasta que subió las escaleras y desapareció a través de una puerta en el segundo nivel; luego soltó el bufido que había estado conteniendo. Si le daban este empleo, se pegaba un tiro. La mujer ni siquiera tenía derecho a entrevistar a alguien en un barrio como éste. Jamás debió animarla a mudarse a Houston.
Pero ahora que estaba aquí, lo menos que podía hacer era verla bien instalada. Así, cuando rompieran la relación, no se tendría que preocupar tanto por ella. Y aun después de anoche, sabía que romperían. Era inevitable. Sus relaciones con las mujeres jamás duraban.
Mientras esperaba que terminara su entrevista, se preguntó cuánto tiempo estarían juntos… y cómo lo manejaría él cuando ella lo dejara. Las pocas rupturas anteriores que había sorteado no habían sido tan terribles. Hubo gritos, algunas furiosas acusaciones sobre su resistencia a comprometerse con una relación, seguidas por un portazo o dos. Después de lo cual había suspirado aliviado y se había concentrado en el trabajo.
Tal vez Laura tendría más paciencia con su inhabilidad de acercarse a una mujer. Tal vez comprendería, porque sabía cuál era el motivo que había detrás: temía el abandono porque su madre lo había abandonado de niño. Un estudiante de psicología de primer año se podía dar cuenta sin siquiera abrir un libro.
Las mujeres necesitaban un compromiso emocional. Lo merecían. Pero él no podía ofrecerlo. Cuando se daban cuenta, lo dejaban.
Tal vez debiera explicárselo a Laura. Sólo que, si lo hacía, tal vez se marchara en el acto en lugar de dentro de unos meses. Aunque fuera egoísta, anhelaba esos pocos meses. Planeaba disfrutar cada momento. ¿Tan mal estaba?
Echó un vistazo otra vez al edificio de oficinas, preguntándose cuánto demoraría la entrevista. Las primeras dos habían terminado incluso antes de que se acomodara para esperarla. Pasaron varios minutos mientras observó el tránsito y se fijó en su reloj cinco veces. Tal vez debería entrar y asegurarse de que estaba bien.
Justo cuando tomaba la manija para abrirla, ella reapareció en el balcón del segundo piso. En el instante en que se dio vuelta, con una sonrisa radiante, él juró que pudo sentirla hasta el otro lado del estacionamiento. Su cuerpo, que debió de estar completamente satisfecho después de la noche anterior, adoptó el estado de alerta.
Sacudió la cabeza ante la reacción física que sentía por el solo hecho de verla correr escaleras abajo y precipitarse hacia él.
Laura resistió el deseo de gritar sí mientras cruzaba a toda carrera el pavimento resquebrajado hacia la parcela de sombra en donde Brent había estacionado. La entrevista había salido muy bien. Muy bien. Lo presentía. En el mismo instante en que le estrechó la mano al doctor Velásquez, sintió que congeniaban. El pediatra era de estatura baja con manos delicadas y la voz baja, pero percibió una fortaleza de carácter que exigía respeto. Para una madre, no podía haber un médico mejor para sus hijos, y Laura no podía imaginarse un mejor jefe.
Saltó en el auto, se inclinó y le dio un beso a Brent en la mejilla:
– ¿Adivina?
Su rostro se puso rígido:
– Te dieron el empleo.
– Tal vez -sintió su propia sonrisa radiante-. La entrevista salió bien. Muy, muy bien.
– ¿Y? -sus labios parecían petrificados en una sonrisa, pero después de la mañana que había tenido, probablemente no quería hacerse demasiadas expectativas.
– No lo sabré hasta dentro de un par de días. El doctor Velásquez dijo que tiene que entrevistar a otra gente. Pero creo que lo tengo. Al menos, eso espero.
– Laura… -la miró fijo como si se hubiera vuelto loca-. Realmente no tienes que aceptar el primer empleo que te ofrecen.
– Lo sé. Pero deseo este empleo. Me gusta mucho el doctor Velásquez, y también te gustará a ti cuando lo conozcas.
– Si tú lo dices -farfulló mientras prendía el motor.
Ella lo observó en silencio salir manejando del estacionamiento.
– ¿Te sientes bien?
– Claro, estoy bien -cuando la miró de reojo, su mirada no llegó a encontrarse con la suya.
– ¿Estás seguro? -insistió ella.
– Por supuesto -dijo él-. ¿Por qué no habría de estarlo?
– No lo sé. Sólo pensé que estarías más contento por mí, es todo.
– Estoy contento por ti -insistió él, con más fuerza de lo que debiera. Luego, se retractó y suspiró-: Es que tengo demasiadas cosas en la cabeza, es todo.
– ¿Oh, sí? -ella ladeó la cabeza para mirarlo a los ojos-. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?
Haciendo caso omiso a su pregunta, se metió en el tránsito:
– ¿Qué calle dijiste que debo tomar?
Ella suspiró y le dio la dirección de la casa de Melody, pero no pudo quitarse de encima la sensación de que se había levantado una barrera entre los dos.