Mientras Laura estaba fuera de la ciudad, Brent decidió que cuando regresara, se disculparía por su extraño ataque de posesividad y le aseguraría que jamás tenía ese tipo de reacciones, al menos no en relación a las mujeres. Aún no sabía por qué había actuado así, pero como no estaba seguro de querer comprender esta insólita reacción de su inconsciente, decidió no examinar el incidente demasiado.
Pero esa decisión quedó en la nada cuando pasaron dos días y no supo de ella. El desconcierto se transformó rápidamente en furia, cuando de dos pasaron a ser tres días. ¿Había decidido terminar la relación por una sola pelea? Si fuera así, no sería él quien la llamara primero. Aunque sonara infantil incluso a él, ella había prometido llamarlo cuando volviera, y él estaba decidido a respetar la consigna.
Además, no era que no tuviera oportunidad de salir con otras mujeres. Una de las representantes de ventas de anuncios en el canal le echaba miraditas cuando se cruzaban en el pasillo. O podía llamar a la presentadora del mediodía del canal rival a quien había llevado a algunas recepciones de premiación. Salvo que la representante de ventas era demasiado entusiasta para su gusto, y jamás había sentido ningún tipo de atracción por la presentadora.
No como la que sintió por Laura.
Cuando llegó el fin de semana, había pensado en diferentes maneras de responderle a Laura si alguna vez encontraba el tiempo para llamarlo. Primero, la levantaría en peso por preocuparlo; después de todo, podría estar muerta a la vera del camino, por lo que a él concernía. No es que realmente lo creyera, pero al decirlo la pondría a ella en una posición de tener que disculparse.
El domingo por la noche ya estaba lo suficientemente indignado como para decidir que no la perdonaría inmediatamente cuando le presentara esas disculpas. Además comenzó a preguntarse si tal vez no habría sufrido un accidente de verdad.
El lunes y martes apenas podía concentrarse en su trabajo al imaginar su cuerpo hecho pedazos en alguna camilla de hospital, sin que a nadie se le ocurriera llamarlo.
Desafortunadamente, esta pequeña fantasía ocupaba el mismo lugar que otra en la cual ella lo llamaba para decirle que había decidido no mudarse a Houston sino quedarse en casa y casarse con el rubio timorato que llevaba anteojos con montura de metal.
Para el jueves por la noche, estaba tan angustiado, que ya no le importaba si había decidido quedarse en Beason’s Ferry y criar una docena de niños con otro hombre… si sólo llamara. Se quedó despierto en la cama, con la mirada fija en la oscuridad y el sudor que le pegaba las sábanas al cuerpo, deseando saber cómo rezar. En ese momento, le habría ofrecido cualquier cosa a Dios sólo por saber que Laura estaba a salvo.
Cuando las primeras luces del amanecer se filtraron por la ventana de su dormitorio, se dio cuenta de que no podía seguir así. De una forma u otra, tenía que saber si ella estaba bien… aunque le diera una perorata y lo llamara un estúpido sobreprotector y le dijera que jamás lo quería volver a ver.
Por otra parte, además de estar loco de preocupación, la extrañaba. En algún momento de la noche, se percató de que una parte suya la había extrañado durante años. Era la única persona con la que se había sentido verdaderamente cómodo alguna vez. Estaba cansado de tener que cuidar cada palabra que decía por temor a que la gente descubriera que era un farsante. Laura ya sabía que era un farsante, y no entendía por qué pero le tenía simpatía igual.
Eso es lo que necesitaba en su vida. Volver a ver a Laura lo había hecho darse cuenta de que, por amplio que fuera su círculo de conocidos, no tenía amigos de verdad. Estaba tan solo ahora como cuando era un niño. Y estaba cansado de estar solo.
Laura levantó la mirada de la pantalla de la computadora cuando Cathy, la asistente del médico, entró en su oficina:
– ¿Terminaste? -le preguntó.
– Por lo menos terminé con los pacientes -respondió Cathy, al tiempo que se dirigía al armario detrás del escritorio de Laura para buscar su ropa de calle. Como el doctor no atendía pacientes los viernes después del mediodía, los empleados se tomaban más tiempo para almorzar, antes de volver a encarar el trabajo que había quedado por hacer-. Pero te aseguro que no siempre hay el caos de esta semana. Sucede que queríamos entrenarte.
– Pues definitivamente lo lograron -Laura se rió, pensando en lo ajetreada que había sido la semana. Se sentía agradecida, ya que había estado demasiado ocupada para pensar en Brent más que… pues, unas doscientas veces por día. Arrugó el entrecejo al intentar comprender por enésima vez lo que había sucedido entre ellos. No podía creer que la relación hubiera acabado siquiera antes de comenzar. Y todo por una discusión. ¿Qué más podía pensar si los días continuaban sucediéndose sin saber nada de él?
– Oh, cielos, miren eso -exclamó Cathy desde atrás. Cuando Laura echó un vistazo por encima del hombro, la enfermera estaba mirando por la ventana que daba al estacionamiento-. ¡Oye, Margarita! -llamó Cathy lo suficientemente fuerte como para que la otra enfermera en la sala de espera la oyera-. ¡Ven a ver esto!
Margarita entró en la oficina de Laura, luciendo agotada tras una mañana de niños enfermos y padres afligidos.
– Terminé de reponer todos los medicamentos en las salas de examen -le dijo a Laura-. A menos que no tengas nada más que hacer, me voy a almorzar.
– Sí, ve -dijo Laura.
– No, espera -Cathy le hizo un gesto con la mano hacia su colega, mientras miraba abajo al estacionamiento-. Tienes que ver esto.
Arrastrando los pies, Margarita se acercó a la ventana, y se quedó de una sola pieza, en estado de alerta:
– ¡Dios! Ése sí que es un chico sexy.
– Lo suficientemente como para que se me caiga la baba -dijo Cathy.
Laura les dirigió a las mujeres una mirada de desconcierto. Si bien sus colegas solían admirar algún niño particularmente encantador, el tono de su voz tenía un dejo de avaricia.
– ¡Dios mío! -Margarita se paró en puntas de pie para no perder de vista al chico atractivo, al tiempo que se desplazaba bajo la ventana-. Creo que está a punto de subir.
– ¡No puede ser! -Cathy empujó a la otra mujer a un lado para poder ver mejor-. ¿Qué vendría a hacer a un lugar como éste?
– No lo sé -Margarita estiró el cuello para mirar por encima del hombro de Cathy-. Pero si entra, seré yo quien le tome la temperatura.
– Personalmente, yo prefiero hacerle subir la temperatura.
Laura reprimió una sonrisa al comprender lo que sucedía. Durante su primera semana y media de trabajo, las dos mujeres habían sido una fuente constante de diversión. Aunque vapuleaban a los hombres sin piedad, rápidamente cambiaban de parecer cuando oteaban a algún miembro particularmente apuesto del sexo masculino.
Por lo visto, aquello que les había provocado una suba de presión salió de su campo visual, pues suspiraron a dúo decepcionadas y se volvieron de la ventana.
– Entonces, Laura -preguntó Cathy-, ¿vienes a Loose Willie’s con nosotras?
Según se había enterado, Loose Willie’s era un bar donde iban las empleadas para almorzar distendidas los viernes y celebrar los happy hours después del trabajo.
– No, todavía tengo que completar este formulario de apelación para el seguro y hacer el depósito. Pero tal vez me puedan traer algo.
– Yo no puedo. El doctor V. me dio la tarde libre -dijo Margarita-. Así que vamos, Laura, ven con nosotros.
Su primer impulso fue decir que no. Además de tener cosas que hacer, tenía la impresión de que Loose Willie’s no era mucho más respetable que Snake’s Pool Palace en Beason’s Ferry. ¿Pero acaso no se trataba de eso su declaración de independencia? ¿Hacer lo que quería, cuando quería y con quien quería?
– Saben -dijo, sonriendo-, creo que iré con ustedes.
Antes de que Margarita pudiera responder, la recepcionista, Tina, asomó la cabeza por la puerta:
– ¡Psst! -los ojos de Tina tenían el tamaño de platillos, y su voz sonó como un susurro arrebatado-: ¡Laura!
– ¿Sí, Tina? -Laura arrugó el entrecejo-. ¿Qué sucede?
– Hay un hombre que pregunta por ti.
Laura sintió un hormigueo en la piel, al tiempo que Cathy y Margarita se quedaron paralizadas detrás de ella.
– ¿Te dijo quién era?
– No hizo falta -dijo Tina-. Lo reconocí del noticiario. Es, ya sabes, ese Michael algo.
El corazón le dio un vuelco, y luego comenzó a cabalgar desesperadamente. Después de una semana y media de esperar que sonara el teléfono, lo último que esperaba era que Brent apareciera en persona. ¿Había venido a hacer las paces o a terminar de romper oficialmente?
– Dile que ya voy -logró decir con voz hueca.
Haciendo tiempo para dejar de temblar, acomodó las planillas de los pacientes sobre su escritorio. Podía sentir las miradas de Cathy y Margarita y temió que advirtieran sus nervios. De todas formas, se levantó con las piernas temblorosas, alisó su falda entallada de lino, y se dirigió al área de recepción.
En el instante en que giró en la esquina y lo vio, el aire hinchó sus pulmones y sintió vértigo. Él estaba parado en el medio de la sala abarrotada de cosas, entre el caos de juguetes y pequeños muebles de plástico. Tenía las manos en los bolsillos y el entrecejo fruncido. Jamás había visto a un hombre tan fuera de lugar, y, sin embargo, tan irresistiblemente masculino. Lo único que impidió que estallara de júbilo de verlo fue el gesto de contrariedad mientras observaba el raído consultorio. Era obvio que no había cambiado de opinión respecto del lugar en donde ella había elegido trabajar.
– Hola, Brent -dijo, lo más calma que pudo, cruzando las manos delante del cuerpo.
Su cabeza se levantó bruscamente. Por un momento, sus facciones denotaron una expresión de alivio, seguido por emociones demasiado extraordinarias para ser nombradas. Pero esa mirada desapareció rápidamente, oculta tras la sonrisa lánguida y sensual que había refinado con los años. Su mirada la recorrió de arriba abajo, y fue consciente de su vestuario recién adquirido. Aunque similar a su antiguo estilo, la falda color verde salvia, la chaqueta suelta, y el top de seda color blanco lucían más alegres y juveniles que los colores que solía usar. Incluso había incurrido en un derroche al comprar un par de sandalias con taco para completar el conjunto.
El recorrido de sus ojos se detuvo a medio camino entre el breve ruedo de su falda y los zapatos nuevos.
– Yo… este… -comenzó, luego parpadeó y levantó la mirada para encontrarse con la de ella-. Andaba por aquí.
Por el pícaro brillo de su mirada se dio cuenta de que era una mentira descarada. Brent Michael Zartlich era la persona más exasperante, confusa e impredecible que jamás había conocido. Debía estar furiosa con él por no llamar. Y sin embargo, para su disgusto, tuvo que admitir que no podía seguir enojada con el hombre, como no había podido hacerlo con el niño.
No es que fuera a perdonarlo así de fácilmente. Enarcó una ceja:
– ¿Ah, sí?
– En realidad -inclinó ligeramente la cabeza-, es un día hermoso y tenía ganas de hacer un picnic. Tengo entendido que cierran al mediodía, y como conozco un lugar fenomenal en el pantano de Buffalo, se me ocurrió persuadirte para venir conmigo. No se puede hacer un picnic de verdad estando solo -al acercarse lentamente hacia ella, vio un destello detrás de la picara expresión, un atisbo de soledad y urgencia que le provocó una punzada de piedad-. ¿Qué te parece si me acompañas?
No se detuvo hasta que estuvo parado directamente ante ella. Sintió el perfume de la loción para después de afeitarse, la fragancia de la ropa recién lavada, y una nota de almizcle masculino. La embriagadora fragancia despertó recuerdos que le hicieron sentir un hormigueo en las rodillas. Cerró los ojos, pero la falta de visión sólo hizo que las imágenes fueran más vividas.
Recordó con demasiada claridad la sensación de sus manos acariciando su piel, el efecto de sus labios, el sonido de sus propios gemidos de placer.
– Almuerza conmigo, Laura -las palabras pronunciadas con suavidad acariciaron sus sentidos. Este hombre la desarmaba demasiado rápido, demasiado por completo. ¿Podría sobrevivir una vez más a caer en sus brazos sin esfuerzo… sólo para terminar sola otra vez?
– Yo… no puedo. En serio. Sólo porque no veamos pacientes al mediodía no significa que tengamos el resto de la tarde libre. Además, les prometí a las enfermeras que las acompañaría a almorzar.
– Ve, Laura -dijo Cathy a sus espaldas-. Al doctor V. no le importa si te tomas un almuerzo largo, y puedes ir con nosotras en cualquier otro momento.
– Ya ves -dijo Brent-, parece que, después de todo, estás libre.
– No sé -se demoró, deseando estar con él, pero a la vez temiéndolo. Tenía el poder para atraparla con demasiada facilidad. Y si se preocupaba por ella, si realmente quería estar con ella, ¿por qué no había llamado?
– Entiendo -soltó un suspiro resignado. Cuando levantó la mirada, ella vio que la máscara estaba nuevamente en su lugar. ¿Era posible que estuviera tan dolido y confundido como ella?-. No te preocupes, entonces. Sólo pensé…
Comenzó a retroceder, se detuvo, y se volvió:
– Oh, vamos, Laura, ven a almorzar conmigo. Sólo esta vez. Yo… -sus ojos parpadearon hacia el pasillo detrás de ella, y bajó la voz-: Tengo algunas cosas que realmente necesito decirte, y prefiero decirlas en privado.
Si no hubiera sido por el énfasis en la palabra necesito, habría opuesto más resistencia.
– Está bien -suspiró, exasperada, y luego hizo un gesto fingido de contrariedad-. Con una condición.
– ¡Ah! Ahora viene -se dio una palmada sobre el pecho como si estuviera lesionado. Qué rápido volvía a desempeñar el rol de ingenioso seductor-. Bueno, vamos, dilo.
– Que me dejes manejar.
– ¿Quieres que deje mi auto en este barrio? -parecía tan incrédulo, que ella casi se ríe.
– No, tonto. Me refiero a que me dejes manejar tu auto.
Sus ojos se abrieron aún más durante varios segundos, antes de respirar hondo y responder:
– Está bien; acepto.
Brent mantuvo la conversación en cuestiones de poca importancia, tales como la mudanza a casa de Melody, mientras ella maniobraba el convertible color amarillo a través del odioso tráfico de Houston. Aunque hubiera querido hablar de algo más íntimo, estaba demasiado ocupado aferrándose al apoyabrazos e intentando lucir tranquilo. Sin embargo, debía admitir, Laura manejaba con una rápida agresividad que le sorprendió. Parecía completamente a gusto, y muy sexy, hundida en el asiento de cuero con una mano en el volante y la otra en la palanca de cambio, mientras el viento le revoloteaba el cabello.
Cuando llegaron al pantano, que corría como un río tan sólo al norte y oeste del centro, tomó la bolsa de sándwiches gourmet y una manta del asiento trasero.
– Oh, eso es perfecto -dijo, saliendo del auto.
– Sí, pensé… -echó un vistazo hacia arriba a tiempo para ver que se quitaba el saco del traje; el top de seda por debajo dejaba al descubierto los hombros y gran parte de la espalda-… que te gustaría.
Su mente se distrajo al conducir a ambos a un sitio retirado a la sombra. Extendieron la manta sobre la orilla cubierta de hierba donde un flujo constante de gente que hacía footing y andaba en bicicleta pasaba a su lado. Pero allí, bajo el roble, al observar la luz del sol que se colaba entre las hojas para bailar sobre su cabello, se sintió aislado, como si estuvieran en un mundo propio.
Mientras comían, se devanó los sesos para encontrar una forma de decirle las palabras que había ensayado. Echó una mirada de soslayo y la vio observando los patos que hurgaban en busca de desperdicios a lo largo de la orilla. Quería permanecer así para siempre, sentado en silencio a su lado, sin que hubiera sentimientos de dolor que se interpusieran entre ambos. Pero cuando el silencio se prolongó más de la cuenta, él vio que comía el sándwich con pocas ganas. Era imposible que se sintieran cómodos si no aclaraban las cosas. Deseaba aquel consuelo… aún más de lo que temía la respuesta a su pregunta inicial.
Arrancando los ojos de su hombro, casi desnudo, la enfrentó:
– Laura, ¿por qué no me llamaste cuando volviste?
Hubo un segundo de silencio antes de que ella se volviera con una mirada de sorpresa:
– ¿Qué?
Casi lo dejó pasar, casi dijo al diablo con ello, hagamos de cuenta de que la semana y media que pasó no sucedió jamás, que nunca hubo una palabra de furia entre los dos. Tan sólo volvamos a la mañana en que despertamos uno en brazos de otro, y comencemos de nuevo a partir de allí.
En cambio, se obligó a mirarla:
– Cuando volviste de Beason’s Ferry, ¿por qué no me llamaste?
– Brent… -una risa estrangulada se escapó de su garganta-. Estaba esperando que tú me llamaras a mí.
Su entrecejo se frunció en un gesto de enfado:
– Pero quedamos por teléfono que tú me llamarías cuando regresaras.
– No, no fue así. Sólo quedamos en que hablaríamos cuando regresara -ella hizo una pausa, y luego levantó las cejas-. ¿No?
– No. -Sintió que algo se aflojaba en su pecho, como un puño que había estado demasiado tiempo cerrado y de repente se abría-. Te pedí especialmente que me llamaras tú, si querías hablar de… algo. Así que cuando no llamaste, supuse… -hizo silencio, avergonzado. Cielos, se sentía como un idiota. Por supuesto que Laura esperaría que fuera el hombre quien llamara.
– Oh -la palabra susurrada se hizo eco del dolor en sus ojos.
– Yo… lo siento. Supongo que estaba enojada y no escuché bien.
Él sacudió la cabeza, indignado consigo mismo:
– En realidad, creo que soy yo quien debería decir eso… que lo siento. Laura, yo…
– No, no te disculpes -se apartó cuando él extendió la mano para tocarla. Abrazó las piernas con los brazos, y dejó caer la cabeza hacia delante-. Cielos, no puedo creerlo -soltó una risa triste-. Durante todo este tiempo, estaba convencida de que no me querías volver a ver.
– Jamás tuve la intención de que lo pensaras -una punzada de dolor le atravesó el pecho al advertir que ella se había sentido tan mal como él toda la semana. Todo por su terco orgullo. No es que ella no fuera igual de terca, pero de todas formas…-. Debí llamarte. Lo siento.
– No importa -suspiró-. Tal vez fuera para bien.
– ¿A qué te refieres? -preguntó.
– Sí -arrojó lo que quedaba de pan a los patos-. Después de lo que sucedió en casa, he tenido que pensar en muchas cosas esta última semana. Necesitaba un poco de tiempo a solas.
– ¿Debo suponer que tu padre ha vuelto a las andadas?
– Algo así -sus hombros se hundieron-. Sólo que esta vez se le ocurrió algo diferente. En lugar de aferrarse a mí, se desentendió totalmente.
– ¿A qué te refieres? -sintió un estremecimiento que le recorrió la espalda.
Cuando finalmente habló, lo hizo sin volverse para mirarlo.
– El día que me fui para traerte el auto, me dijo que si cruzaba la puerta, jamás podría volver a pasar por ella. Por lo visto, lo decía en serio. Cuando llegué a casa -contrajo los músculos, como si estuviera replegándose dentro de sí-, encontré todas las cerraduras cambiadas y todas mis cosas empacadas en cajas.
– ¿Lo dices en serio? -su cuerpo se puso tenso, como preparándose para dar batalla. Aunque jamás le había gustado la actitud posesiva de su padre, nunca pensó que el hombre podía ser cruel. Pero al ver la espalda encorvada de Laura, percibió las señales de un profundo dolor-. ¿Qué demonios te dijo?
– Nada -volvió la cabeza para apoyar la mejilla sobre las rodillas y lo miró resignada-. Ni siquiera estaba allí. No hizo falta. Su mensaje fue lo suficientemente claro: o regreso a casa o dejo de ser su hija.
– Qué hijo de puta egoísta y manipulador -cerró los puños con fuerza, y deseó poder pegarle a algo.
– Sé que da la impresión de ser así -suspiró-, pero hay aspectos de él que no comprendes.
– No hay ningún tipo de excusa para el modo en que te trata, Laura. Jamás lo hubo.
Ella le sonrió… una sonrisa triste que le quebró el corazón:
– ¿Ni siquiera el amor?
– Esto no es amor. Es dominación pura.
– Sólo está tratando de protegerme.
– ¿Protegerte de qué? ¿De crecer?
Ella apartó la mirada:
– Del mundo que mató a la única persona que amaba más que a nadie.
La miró fijo, confundido, y advirtió que no estaba resignada, sino agotada emocionalmente. Sólo por eso, le hubiera retorcido el pescuezo a su padre. No podía creer que además de que él no la llamara en toda la semana, había tenido que lidiar con esto sola.
– ¿Recuerdas a mi madre? -preguntó, luego de un momento.
– No mucho -respondió distraído. Halló difícil conversar despreocupadamente, con la sangre que le hervía-. Sé que hubo rumores sobre ella, pero siempre los pasé por alto. Era tan hermosa y elegante. Ya sabes, la esposa perfecta para el ciudadano más respetable de Beason’s Ferry.
– Sí, lo era. Pero eso no significa que los rumores acerca de ella no fueran ciertos. De hecho, dudo de que la gente en Beason’s Ferry conozca toda la verdad. Incluso en un pequeño pueblo, algunos secretos se pueden guardar durante muchos años -se quedó callada y quieta-. Hubo muchos secretos en la casa donde me crié.
Parecía tan frágil, que temió que se hiciera añicos ante el más mínimo roce. Obligándose a deponer la furia, se inclinó y rodeó sus rodillas con sus brazos:
– ¿Quieres contarme acerca de ellos?
Ella permaneció tanto tiempo en silencio, que él supo que los pensamientos que tenía en la cabeza no habían sido compartidos jamás con nadie.
– Creo que mi madre fue… abusada… sexualmente de niña. Por… su padre.
Se obligó a no reaccionar, a permanecer totalmente quieto aun cuando todo su ser se rebelaba ante la idea de que algo tan horrible hubiera tocado la vida de Laura.
– Creo -siguió lentamente- que ése era el motivo por el cual era tan autodestructiva. Por más que mi padre la amara, y realmente la amó, ella jamás pensó ser digna de él.
Él observó en silencio su mirada perdida en la distancia.
– Se conocieron cuando papá trabajaba en un hospital aquí en Houston. Ella acababa de ser expulsada de la universidad y enviada de vuelta a casa. Sus padres, mis abuelos, viven en un rancho al norte de aquí. No los conozco demasiado. Papá siempre ha impedido que se me acercaran.
– Fue una buena decisión -dijo Brent, con calma controlada.
– De cualquier forma, mis padres se conocieron cuando mi madre fue traída al hospital. Le habían dado una paliza.
– ¿Su padre?
– No, un tipo cualquiera -Laura habló en voz baja, sin mirarlo-. Dudo de que siquiera conociera su nombre. Sólo era alguien que se había levantado en un bar. Mi padre le hizo unas curaciones y le dio el alta. Una semana después estaba de nuevo en la guardia por una sobredosis de barbitúricos.
Laura suspiró ante un recuerdo lejano:
– Siempre la imaginé como un pájaro hermoso con un ala rota. Papá no pudo nunca resistirse a curar a los heridos. Intentó hacer todo lo que pudo para salvarla del odio que sentía por sí misma.
– Supongo, entonces, que sus esfuerzos fueron en vano -preguntó Brent con suavidad.
– Durante un tiempo, creo que dieron resultado. De recién casados, cuando se mudaron a Beason’s Ferry, creo que estaba mejor. Al principio la gente la veía como mi padre: de buen corazón, generosa, amable. Pero ella no se veía así. Y para cuando murió, había hecho lo posible para que el resto de la gente la viera de la misma manera en que se veía ella.
Lo miró a los ojos:
– ¿No es acaso extraño que a menudo la mirada que tenemos de nosotros mismos no coincida con la mirada que tienen los otros de nosotros?
La verdad detrás de la pregunta lo hizo arrugar el entrecejo, pues siempre había considerado la vida de Laura como opuesta a la suya, sólo para enterarse ahora de que había tenido sus propios demonios que vencer. Pero tal vez él había intuido esta tristeza y esta fuerza dentro de ella. Tal vez había sido aquello que los había unido en la infancia.
– ¿Y tú cómo la veías? -preguntó.
– Era una buena madre. La mejor -dijo con convicción-. Me gusta creer que era feliz cuando estaba conmigo. Parecía feliz.
– ¿Cómo podía no estarlo? -sonrió-. Cualquier madre estaría orgullosa de tenerte como hija.
Laura apartó la vista:
– Pero no fue suficiente. Ni lo fue papá. No fue suficiente para que fuera feliz.
– ¿Te sientes culpable de su muerte?
– No -suspiró-. Pero papá sí. Sabía que era clínicamente depresiva, pero pensó que podía tratarla él mismo. Pensó que podía serlo todo para ella: doctor, psicólogo, esposo. Ella intentó curarse para él. Sé que lo intentó.
Laura sacudió la cabeza:
– Ese es el motivo por el cual nunca cometía un desliz en Beason’s Ferry. Toda vez que caía en una espiral de autodestrucción, se iba a Houston o a Galveston, o a cualquier otro lado en donde podía perderse en el alcohol, las drogas y los hombres.
Se quedó callada un rato, y él esperó paciente, intuyendo que necesitaba contarle más.
– ¿Sabes cómo murió? -preguntó por fin.
– En un accidente de barco, ¿no?
Laura asintió:
– Salvo que la historia era mucho más compleja de lo que me contaron. El yate donde estaba pertenecía a un traficante de drogas de Galveston. Parece que hizo una fiesta escandalosa a bordo y el yate se descontroló. Colisionó con otro barco a toda velocidad y mató a varias personas… aunque él se salvó, sin un rasguño -suspiró para ahuyentar la amargura que se había colado en su voz-. Ese día perdí más que a mi madre. Perdí una parte de mi padre. Lo vi en su rostro el día que trajo el cuerpo de ella a casa para el entierro. Algo dentro de él había muerto.
– ¿Por eso es tan sobreprotector contigo? ¿También teme perderte?
Ella le echó un fugaz vistazo:
– Soy todo lo que tiene, Brent.
– Me sigue pareciendo que no es excusa.
– En realidad, estoy de acuerdo -enderezó las piernas, y volvió a apoyar el peso en sus manos-. Pero… también sé que él no tiene toda la culpa. Quería que mi vida fuera perfecta, por lo que me acostumbré a simular que lo era -dejó caer la cabeza hacia atrás, y miró el cielo-. Pero luego, ¿quién hubiera creído que vivir en una burbuja perfecta no sería suficiente?
Él la miró, distraído por la curva grácil de su cuello. Dio vuelta la cabeza de costado y le sonrió.
– La verdad es que descubrí que prefiero equivocarme un par de veces que no experimentar nunca nada por fuera de Beason’s Ferry. Y eso es lo que él no puede soportar: la idea de que yo pueda sufrir un solo segundo de dolor.
La mirada de Brent se detuvo en la curva suave de su mejilla, antes de volver a mirarla:
– ¿Acaso no ve que es él quien te está lastimando?
– Probablemente -apoyó el peso sobre un codo, girando apenas hacia él-. Y por lo que conozco a papá, debe de estar ahora mismo en casa, sumido en la culpa, sin tener la menor idea de cómo corregir la situación. Lamentablemente, no puedo decirle que no se preocupe, o asegurarle que estoy bien.
– ¿Por qué no? -tuvo que controlarse para no inclinarse hacia atrás sobre el codo y reclinarse a su lado.
Ella encogió los hombros:
– Cometió el error de trazar ese estúpido límite. Pero por una vez en mi vida, me niego a avenirme a sus deseos. Si él quiere hacer las paces, tendrá que dar el primer paso.
– Pero, ¿estás bien, de verdad, Laura? -la observó detenidamente.
– Sí. No. No lo sé -dirigió la mirada al agua-. Supongo que más que nada estoy confundida. Acerca de un montón de cosas. Como el motivo por el que pasamos por la vida engañándonos. ¿Por qué no podemos directamente bajar la guardia y ser más auténticos?
– ¿A qué te refieres? -se irguió y deseó que ella hiciera lo mismo, especialmente dado que su falda había comenzado a trepar por el muslo.
– Es sólo que pareciera que todos fingimos ser alguien que no somos, o pensamos que la gente es algo que no es -se dio vuelta sobre la espalda, de manera que su peso descansaba sobre sus codos y el top de seda se estiraba de manera incitante sobre sus pechos-. Y yo soy la peor de todas. Mientras que intentaba por todos los medios hacer de cuenta que la vida era perfecta, todo el mundo comenzó a verme así. La hija del doctor Morgan, tan respetable, responsable, amable y buena. ¡Qué fastidio!
– No es un insulto -dijo, intentando no reírse de su expresión-. Además, tú eres así.
– Tal vez. En parte. Pero no me alcanza -levantó la mirada, y una sonrisa artera iluminó sus ojos-. Algunas veces, lo que realmente quiero es ser exactamente lo contrario.
– ¿Cómo?
– Sólo una vez, me gustaría entrar en una habitación y que todo el mundo se diera vuelta para mirarme -pareció saborear la imagen por un instante, mientras él intentaba no hacerlo.
Contra su voluntad, un recuerdo se agitó en su interior y evocó su aspecto y la sensación de ella acostada debajo de él, los cuerpos entrelazados febrilmente. Carraspeó:
– A mí me parece que los hombres te observan más de lo que crees.
Ella ladeó la cabeza para mirarlo de soslayo:
– ¿Crees que el deseo de ser malo hace que una persona sea mala? No me refiero a ser realmente malo, sino un poquito malo.
Él cambió de posición para acomodar el bulto en su entrepierna. ¿Acaso no tenía idea de lo sexy que era? ¿O que hablar del tema lo excitaba?
– Te aseguro que ser un poquito mala puede ser divertido en algunas ocasiones.
– ¿En serio? -se incorporó-. ¿Cómo cuándo?
Él se rió:
– Oh, no, no me harás caer en la trampa.
– ¿Ah, sí? -parpadeó de una manera que lo hizo desear acostarla y demostrar cuan malo podía ser-. ¿Crees que si me cuentas alguna aventura alocada con otra mujer me pondré celosa?
– Como decimos en el ambiente: sin comentarios.
– ¡Qué aburrido! -arrugó la nariz.
– Pero respecto de tu pregunta anterior… no, no creo que ser un poco mala de vez en cuando te haga una mala persona. De hecho, me parece saludable.
– Me parecía.
– No sé si me gusta lo que estoy escuchando -la miró con gesto de enojo, pensando que su padre había tenido razón en querer mantenerla a salvo.
– Pues -sonrió, mostrando los dientes-, no puedes hacer mucho al respecto, ¿no? -las palabras se deslizaron de su lengua como una chanza, pero entre ellos se instaló un silencio.
– Es cierto -su gesto de contrariedad se profundizó-. Sobre ello te quería hablar.
– ¿Sobre qué? -se volvió cautelosa.
Él respiró hondo buscando valor.
– Sobre nosotros.
– ¿Ah, sí? -su sonrisa desapareció, y estuvo a punto de cambiar de opinión. Pero no, había tomado una decisión anoche, y estaba dispuesto a adherir a ella.
– Laura -dijo-, no quiero que te tomes mal lo que te voy a decir, pero no creo que debamos salir más.
Ella lo miró por un instante, y luego rodeó las piernas con sus brazos.
– Ya veo.
– No es lo que piensas -se apuró por decir-. Esto no tiene nada que ver con tu atractivo, o con lo que disfruto de tu compañía. De hecho, me gustaría seguir viéndote, pero creo que lo mejor es que nos veamos como amigos.
– ¿Quieres que seamos amigos?
– ¡Desde luego! Yo sé lo que te digo cuando afirmo que las relaciones platónicas duran más que las relaciones entre amantes, y a mí me gustaría que lo que hay entre nosotros dure para siempre.
Ella lo observó con los ojos entornados, escudriñándolo demasiado intensamente para su gusto. Rogó que no se diera cuenta de lo que realmente deseaba, que tenía muy poco que ver con ser amigos y sí con arrancarle el brevísimo top de su exquisito cuerpecito.
Finalmente, ella asintió:
– Está bien.
– Entonces, ¿estás de acuerdo? -frunció el entrecejo, preguntándose por qué sus palabras no lo hacían feliz. Últimamente no había nada que le viniera bien-. ¿No hay problema? ¿No estás enojada? ¿No hay lágrimas? ¿No me dirás que me vaya al infierno?
– No -reunió los envoltorios de los sándwiches y los estrujó en sus manos antes de arrojarlos en la bolsa-. Ni un solo gesto de contrariedad.
– Está bien -dijo, pensando que debía sentirse mucho más aliviado de lo que se sentía-. ¿Entonces qué harás esta noche?
– ¿Esta noche?
– Pues es viernes -encogió los hombros-. Algunos compañeros del noticiario están planeando ir a Chuy después del trabajo-. O al menos eso harían, luego de que los invitara a todos.
– ¿Después del trabajo? -dejó de levantar las cosas del picnic el tiempo suficiente para mirarlo-. Pero tú no sales hasta las doce.
– ¿Y?
– ¿No crees que es un poco tarde para salir?
Le dirigió una sonrisa burlona:
– ¿Cómo piensas ser mala si ni siquiera quieres acostarte más tarde?
– ¿Sabes? Tienes razón -lentamente, su rostro se iluminó y sus labios se torcieron en una picara sonrisa-. De hecho, me encantaría esta noche.
¿Por qué le parecía que estaba planeando algo que a él no le gustaría?
– ¿Entonces nos vemos? ¿A las doce?
– ¡Por supuesto! -la mirada traviesa se volvió calculadora-: No me lo perdería por nada en el mundo.