– Espera, detente -Brent se detuvo en seco en el instante en que salieron por la puerta de entrada del club al estacionamiento-. No puedo llevarte a Snake’s.
– ¿Por qué no? -Laura le dirigió una amplia sonrisa, que desbordaba de entusiasmo.
– Porque… -la miró fijo, pensando que para ser una mujer inteligente, había momentos en que podía ser realmente corta de luces-. ¿Tienes idea del aspecto que tiene ese lugar?
– No, por eso quiero ir -su expresión indicaba que jamás había hecho algo parecido, y que casi no podía creer que lo haría ahora.
– Está bien, oye, si quieres jugar al pool o bailar un poco de música western, ¿por qué no vamos al Salón VFW?
– No quiero ir al Salón VFW -dijo lentamente-. Quiero ir al Palacio de Pool de Snake.
– Laura, tu padre me asesinará si te llevo a un lugar como ése.
Sus palabras le provocaron escozor:
– Por eso mismo quiero ir. Estoy harta de vivir según las reglas de otros. ¿Acaso no puedo divertirme una vez en la vida como cualquier otra persona normal?
Tenía razón. No era un argumento que le gustara, pero, de cualquier manera, era válido.
– ¿Señor Michaels? -preguntó el valet-. ¿Desea que le traiga su auto, señor?
Brent miró a Laura. Si deseaba conocer el lado más oscuro de la vida, estaría más segura haciéndolo con él que sola.
Asintiendo escuetamente, le dio la orden al valet para traer su auto.
– Está bien, Laura, si se te ha metido en la cabeza que debes caminar al filo del peligro, escúchame bien. No prorrumpirás un solo grito de horror ni un vituperio en toda la noche. Te quedarás a mi lado en todo momento. Y jamás le contarás a nadie en dónde estuvimos esta noche; de otra manera, volveré y te daré una buena zurra. ¿Entendiste?
– ¿Significa que iremos? -su rostro se iluminó.
– ¿Tengo otra opción?
Con un rumor suave, el Porsche amarillo se deslizó hasta detenerse al lado de ellos, y el valet salió rápidamente del auto.
– Vaya, qué joyita. ¿Desea que le baje el techo, señor Michaels?
– Oh, sí, por favor -respondió Laura alegremente, como si estuvieran a punto de embarcarse en un picnic campestre.
Brent se arrancó la corbata y la chaqueta y las arrojó en el asiento trasero cuando el valet terminó de bajar el techo. Metió la propina en la mano del muchacho, se subió en el asiento del conductor y cerró dando un portazo.
Laura, por supuesto, esperó cortésmente a que el valet se lanzara corriendo del otro lado del capó y le abriera la puerta. Entró con la gracia innata que la caracterizaba, doblando las piernas con elegancia, con los tobillos cruzados y las rodillas arrimadas.
Él le dirigió una mirada prolongada, y esperó que ella cambiara de idea. Ella enarcó una ceja como para decir: ¿Y? ¿Vamos o no?
Como respuesta, metió primera y se dirigió a la salida.
– Ésta es la idea más estúpida que he oído jamás.
– Será divertido -dijo ella.
– ¿Qué haces? -la miró irritado, mientras ella se quitaba la chaqueta azul. La dobló prolijamente con el crisantemo por encima y la puso en el asiento de atrás. El viento le adhería la camisa al cuerpo, y dejaba ver el encaje de su corpiño a través de la delgada seda. Rayos, ¿cómo era posible que una mujer luciera tan pudorosa y tan sexy a la vez?
– No sé por qué -respondió-, pero no creo que un traje para ir a misa y un ramillete de flores sean apropiados para un salón de pool.
Brent se obligó a concentrarse en la carretera. Esto era una locura. Debía hacerla desistir antes de que los pueblerinos retrógrados que frecuentaban Snake’s pudieran echarle el ojo a Laura. Se arrojarían encima de ella más rápido que lobos sobre un corderito recién nacido.
Por el rabillo del ojo, vio que el viento había comenzado a despeinar su rodete francés. Ella levantó las manos para recoger los mechones que se habían soltado, y lo inundó una sensación de alivio. Laura Beth Morgan iba a echarle un solo vistazo a Snake’s e iba a pedir que la llevara a casa.
Sólo que, con gran horror, advirtió que no había vuelto a recoger el cabello. ¡Lo estaba soltando!
Laura intentó disimular su decepción cuando giró el cuerpo para observar el oscuro edificio separado de la ruta por un estacionamiento de grava. No tenía nada que ver con lo que había anticipado. En las pocas ocasiones en que había manejado por este camino rural de día, había intentado imaginar cómo luciría el edificio de aspecto abandonado de noche. Estridentes luces de neón iluminarían las ventanas, y el sonido retumbante de la música inundaría el aire nocturno. Las parejas estarían trenzadas en abrazos apasionados contra coches fantásticos y camionetas desvencijadas. Tal vez incluso vería a dos vaqueros ebrios salir tambaleando por la puerta de entrada para iniciar un pleito de bar. Jamás había visto un pleito de bar. Por supuesto, los únicos bares que había conocido eran los que estaban anexados a restaurantes respetables.
– ¿Y? -preguntó Brent con el tono de reproche de un hermano mayor que por algún motivo había adoptado-. ¿Ya viste suficiente?
Ella le dirigió una sonrisa de suficiencia:
– Todavía ni siquiera hemos entrado.
– Entonces, cómo no, entremos -Brent salió del auto. Ella esperó que viniera a abrirle la puerta, pero él se dio vuelta y comenzó a cruzar el estacionamiento.
– Oye, espera -salió rápidamente del auto, colgándose la delgada correa de la cartera sobre el hombro. Sabía perfectamente bien que estaba intentando que se echara atrás, pero ella estaba dispuesta a demostrarle que era más aguerrida de lo que creía.
La alarma del auto hizo sonar un gorjeo detrás de ella mientras comenzó a caminar detrás de él. Se resbaló sobre la grava y se agarró de un viejo Oldsmobile. Su padre tenía razón, realmente se torcería el tobillo con estos zapatos.
Para su sorpresa, sintió que el auto se mecía. Echó un vistazo a través de la ventana mugrienta y alcanzó a ver movimiento en el asiento trasero.
– ¿Vienes, chiquita? -llamó Brent.
Ella se apartó de un salto del auto, e intentó no sonrojarse ni reír mientras se apuraba para reunirse con él.
– ¿Por qué te ríes? -le preguntó cuando lo alcanzó.
– Por nada -se le escapó una risita.
– Laura… -dijo en tono amenazante.
– Había… -bajó la voz- gente. En el asiento trasero del auto. Ya sabes… haciéndolo.
– ¿Qué auto?
– Aquél. Allá atrás. ¡Cielos, no mires! -intentó aferrarse a su brazo, pero fue demasiado tarde.
En lugar de susurrar, como ella, él levantó la voz:
– ¿Te refieres al que tiene una pegatina en el parachoques que dice “Si este auto se está meciendo, no te atrevas a tocar la puerta”?
– ¡Breeent! -se tapó la cara con la mano. Él se rió, lo cual fue un paso adelante respecto del rostro ceñudo que había adoptado desde que salieron del club de campo-. ¿Podemos entrar de una vez?
Él dejó de reírse, y ella bajó la mano. Había adoptado de nuevo el gesto contrariado.
– Laura, escucha… -hizo una pausa-, no sé lo que intentas demostrar, pero no tenemos que hacer esto.
Anhelaba decirle que no estaba intentando demostrar nada, pero era mentira. Necesitaba demostrar, al menos a sí misma, que sólo porque su vida era aburrida, ella no lo era.
– Brent -dijo-. Tengo veintiocho años. Una edad en que la mayoría de la gente soltera está pensando en echar raíces. ¿Pero cómo voy a conseguir hacer eso, si ni siquiera sé cuáles tengo que cortar?
Él la observó con detenimiento; su rostro era inescrutable en la oscuridad.
– Me refiero a que… -se movió nerviosamente-. ¿No debería tener todo el mundo al menos una noche en la vida de la que se arrepiente?
Él suspiró con fuerza:
– Tan sólo recuerda que la que dijiste eso fuiste tú, no yo.
– Totalmente -inmediatamente le cambió el ánimo.
– Y arráncate esa sonrisa entusiasta de los labios -subió las escaleras hacia la sencilla puerta color marrón-. Cielos, he querido preguntarte qué tipo de galletas estás vendiendo este año.
– De avena -su sonrisa se ensanchó aún más.
– Entra de una buena vez -abrió la puerta de un tirón y la sostuvo para que pasara.
El olor a humo y cerveza rancia le llenó las fosas nasales al traspasar el umbral. Un silencio se adueñó del austero interior. Directamente frente a ellos, dos viejos granjeros estaban sentados en el bar, no el que había imaginado, tallado y ornamentado en madera y con un espejo por detrás, sino un sencillo bar de madera con simples taburetes de madera. Una variedad de botellas de bebidas alcohólicas abarrotaba los estantes que se hallaban detrás.
Los dos bribones, ataviados en sucias camisas a cuadros y gorras de béisbol, echaron un vistazo por encima del hombro para dirigir una mirada fiera a los recién llegados. Laura se acercó aún más a Brent.
– Hay demasiado silencio aquí dentro, ¿no te parece?
– Es temprano -dijo, cerrando la puerta tras él.
Laura miró al costado, donde dos jóvenes se inclinaban sobre una de las tres mesas de pool. Sobre cada mesa colgaban imitaciones de plástico de lámparas estilo Tiffany con logos de cerveza, y proyectaban haces de luz cargados de humo sobre la superficie de juego.
– ¿Te gustaría tomar asiento? -preguntó Brent con exagerada cortesía-. ¿O prefieres directamente un partido de pool, apostando fuerte?
– No, no, me gustaría sentarme.
Fue un gran alivio cuando la condujo hacia la derecha, donde una variedad de mesas de diferentes estilos rodeaba una diminuta pista de baile. Una máquina de discos se hallaba delante de un escenario que parecía no haber sido usado en muchos años. Brent eligió una mesa al lado de las ventanas pintadas de negro que daban al frente, alejado de las mesas con bancos corridos que se hallaban en el fondo. Mientras se acomodaban sobre las sillas de plástico rajadas, Laura se alegró de ver a otras dos mujeres cerca, aunque las mujeres tuvieran el mismo aspecto pendenciero y acabado que los hombres.
– Creo que pediré un whisky -dijo Brent-. ¿Tú qué deseas?
Ella miró fijo el bar, y deseó poder echar el cabello hacia atrás y decir algo insinuante como: “Yo beberé lo mismo, cargado y con hielo”. ¿Pero cargado de qué? Jamás había bebido whisky y ni siquiera sabía qué opciones tenía.
– Pues, miren si no es Brent Zartlich -resolló una voz rasposa masculina-. Perdón. Brent Michaels.
– Buenas noches, Snake -Brent asintió saludando al hombre.
Laura levantó la vista y sus ojos se posaron sobre los de una serpiente tatuada. Se enroscaba a lo largo de un brazo fláccido que era casi tan ancho como su pierna.
– ¡Ey, chicos! -el hombre gritó a las mesas de pool-. Miren lo que trajo el gato.
Laura levantó la mirada por encima del tatuaje y advirtió a un hombre enorme que llevaba una camiseta negra sin mangas. El cabello negro le enmarcaba el rostro que podía haber sido atractivo si hubiera sido menos fofo y con menos aspecto de facineroso. Pensándolo dos veces, aquel brillo malvado de forajido en los ojos le prestaba un cierto encanto.
– Bueno, bueno -uno de los jugadores de pool se acercó con aire arrogante. También él llevaba una camiseta sin mangas, pero sus brazos esculpidos eran puro músculo y carecían de tatuajes. Tenía el rostro de un ángel caído con ojos color castaño y una sonrisa maliciosa. En lugar de una aureola, llevaba un sombrero maltrecho de vaquero sobre su cabello rubio ceniza-. No sé, Snake, más que un gato, pareciera ser un zorrino el que lo trajo.
– Jimmy Joe -Brent saludó al recién llegado con tono distante sin ofrecerle la mano.
– ¿Y qué tenemos acá? -los ojos de Jimmy se iluminaron como si acabara de encontrar el escondite secreto donde su padre guardaba las Playboy. Ella se sonrojó, avergonzada pero extrañamente encantada por la idea de ocupar ese rol.
Cuando Brent no atinó a presentarla, ella ofreció la mano:
– Mucho gusto. Soy Laura M…
– Martin -interrumpió Brent y le clavó una mirada de advertencia, aunque ella pensó que sus precauciones eran innecesarias. Estaban lo suficientemente lejos de Beason’s Ferry, y Jimmy Joe seguramente no reconocería su nombre-. Laura Martin.
– ¿Novia? -preguntó Jimmy Joe, tomándole la mano.
– Amiga -corrigió Brent con voz forzada.
– Pueees, en ese caso… -Jimmy Joe levantó la mano de Laura y la acercó a sus labios- estoy encantado de conocerte, Laura Martin. Yo soy Jimmy Joe Dean -dijo, deslizándose sin invitación sobre la silla al lado de ella-. Un poco como James Dean, pero con un toque tejano.
– Sí -masculló Brent-. El rebelde original sin cerebro.
– Y acá tenemos a Roy -Jimmy Joe señaló a un hombre corpulento, parado en silencio mientras miraba a Laura por debajo de la visera de su gorra de béisbol. La mirada carente de expresión de Roy la hizo vacilar.
– Toma asiento, Roy -Jimmy Joe hizo un gesto hacia la única silla vacía, y su amigo obedeció-. Roy no es un tipo que hable mucho -susurró Jimmy Joe, y luego guiñó el ojo para tranquilizarla.
Ella le ofreció una sonrisa a Roy, que él no devolvió. Al observarlo con mayor detenimiento, decidió que parecía más tonto que peligroso.
– ¿Cómo se explica que no te hayamos visto antes por acá? -le preguntó Jimmy Joe.
– Viene de otro estado -respondió Brent.
Jimmy Joe se dio una palmada sobre el pecho:
– No me partas el corazón diciéndome que eres una yanqui.
– ¿Te parece que habla como una yanqui? -preguntó bruscamente Brent.
– Es difícil saberlo, pues no la he oído hablar mucho -Jimmy Joe le regaló una de sus sonrisas de ángel caído-. ¿Sabes hablar, no, querida?
– Por supuesto que habla -dijo Brent, y Laura tuvo que morderse la lengua para no soltar una carcajada.
– Sabes, lo que haces es muy hábil -le dijo Jimmy Joe-. Me refiero a cómo hablas, sin mover los labios. Debes de ser una de esas ventrílocuas -se volvió para sonreírle a Brent-. Y éste debe de ser tu muñeco.
– Muchachos, ¿van a pedir algo? -preguntó Snake-. ¿O se van a pasar toda la noche cotorreando?
Brent echó una mirada a Snake.
– A mí tráeme un whisky con hielo, y a Laura un whisky con Seven Up… Johnnie Walker Red, si lo tienes -evidentemente había adivinado que ella no tenía ni idea de lo que quería.
– ¿Y tú, JJ? -preguntó Snake-. ¿Tú y Roy quieren otra ronda de cervezas?
– ¡Por supuesto! -dijo Jimmy Joe.
Laura oyó a Brent suspirar exasperado y le dirigió una sonrisa amable. Luego de que Snake se alejara pesadamente hacia el bar, la puerta de entrada se abrió y una adolescente con jeans holgados y una camiseta pegada al cuerpo entró. La camiseta se estiraba sobre sus pechos pronunciados y dejaba a la vista su vientre plano. Los ojos de todos los hombres se dirigieron al instante a la muchacha. Brent, por lo que vio, fue el primero en apartar la mirada con leve repugnancia.
– Hablando de lo que trajo el gato… -masculló Jimmy Joe, pero tenía una sonrisa de oreja a oreja.
La muchacha recorrió el salón con la mirada y sus ojos se encendieron cuando se posaron sobre Jimmy Joe. Caminó lentamente hasta él, mientras sus pantalones caídos dejaban ver el inicio de sus caderas. Tenía una mirada de asombro, casi de inocencia, en su rostro con forma de corazón. El oscuro cabello marrón colgaba lacio hasta su estrecha cintura. Pero sus ojos, según advirtió Laura, lucían vidriosos, dilatados, y demasiado gastados para una persona tan joven.
– Hola, Jimmy Joe -dijo resoplando, mientras se dejaba caer sobre sus rodillas. Pasó un brazo alrededor de su cuello, apretó la boca contra la suya y procedió a realizarle una amigdalectomía con la lengua.
Laura apartó la mirada, concentrándose en la tabla marcada de una mesa, los carteles de neón de cerveza sobre la pared, la oscuridad más allá de la ventana. En el vidrio vio el reflejo de la pareja que se besaba, como figuras que ondeaban en un sueño. Al mirarlos, sintió la respiración entrecortada y los músculos de su vientre se contrajeron en torno de un sordo dolor.
Jamás había besado a un hombre así, jamás la habían besado entrelazando los labios, los cuerpos y las lenguas de esa manera. Oh, pero cómo había soñado con ello. Hasta cuando besaba a Greg, especialmente en las raras ocasiones en que habían hecho el amor, soñó con besos que se resistían a ser corteses y rehuían el decoro.
Turbada por sus propios pensamientos, apartó la mirada, y sus ojos se toparon con los de Brent. Contuvo el aliento mientras él la observaba. No había expresión alguna en su rostro, pero sus ojos la penetraron, desnudando sus secretos más recónditos. ¿Podía vislumbrar todas aquellas veces que había yacido en la cama con los muslos húmedos mientras soñaba con sus besos?
Como si le respondiera, ella vio un movimiento imperceptible en su garganta cuando tragó, y comenzó a jadear lentamente. La pareja al lado de ellos terminó su beso con el sonido húmedo de bocas que se separan.
Laura arrancó los ojos volviéndolos nuevamente a la ventana, al tiempo que todos sus nervios se estremecían.
– ¿Me extrañaste? -preguntó la muchacha con un ronco murmullo.
– ¿Por qué habría de extrañarte yo a ti, Darlene? -preguntó Jimmy Joe-. Has estado acá toda la noche.
– Sí, pero salí a tomar aire, y me quedé afuera demasiado tiempo.
– ¿En serio? -preguntó Jimmy Joe sin demasiado interés-. Yo ni siquiera me había dado cuenta.
Laura sintió pena por la muchacha, como si fuera ella a quien habían rechazado.
– Supongo que no viste a Bobby mientras saliste a tomar aire, ¿no? -preguntó Jimmy Joe-. Prometió venir esta noche y perder una apuesta en la mesa de pool.
– Pues, estoy segura de que si lo hubiera visto, me habría dado cuenta -contestó Darlene, fastidiada.
Jimmy Joe miró a Brent:
– ¿Qué dices, Zartlich? ¿Quieres jugar una partida de pool, o sólo viniste a empaparte del ambiente?
– A decir verdad -dijo Brent mientras miraba fijo a Laura-, no estoy seguro de lo que hago acá.
– En ese caso -Jimmy Joe apartó a Darlene a un lado y se puso de pie-, ¿por qué no jugamos una partida mientras te decides?