Capítulo 20

Lentamente retornó la calma. Laura sintió el peso y el calor del cuerpo de Brent aplastándola sobre el colchón. Él liberó sus piernas, y quedaron tendidas lánguidamente al lado de las suyas. Ella bajó los brazos para acunar su cabeza, que descansaba sobre su hombro.

– Supongo que es cierto lo que dicen los franceses -suspiró, y una sonrisa se asomó a la comisura de sus labios-. Es realmente como una pequeña muerte.

Pensó que él se reiría. En cambio, se quedó muy quieto. Con un gemido, levantó la cabeza. Lo que vio en sus ojos la sorprendió. Parecía casi agobiado.

– ¿Te lastimé?

– No -se rió, pero rápidamente recuperó la seriedad al ver su expresión-. Estoy bien, Brent. De hecho -esbozó una amplia sonrisa-, estoy más que bien.

Él giró sobre su espalda para descansar a su lado con las manos sobre el rostro. Una oleada de preocupación hizo a un lado los últimos rastros de euforia.

– ¿Brent? ¿Y tú, estás bien?

– No lo sé -bajó las manos y la miró-. Laura, yo… no tenía la intención de que sucediera esto. Lo siento.

Su cuerpo, tan acalorado y feliz unos instantes antes, se enfrió al recordar la sucesión de hechos de aquella noche. Se había arrojado encima de él, lo había seducido intencionalmente. Él se había rendido, y ahora se sentía culpable. Se sentía culpable porque ella era su amiga, y él la había usado para tener sexo. Pero la culpa y la vergüenza le correspondían merecidamente a ella.

– Entiendo -dijo, sorprendida por la tranquilidad de su propia voz. Incorporándose, giró los pies para apoyarlos sobre el suelo. Quiso ponerse de pie y alcanzar su ropa, pero temió trastabillar sobre sus ridículos zapatos de taco aguja-. Si me das un minuto, me quitaré de en medio.

– Laura, no. ¡No quise decir eso! -sintió que la cama se hundía cuando él se acercó a ella. La hizo volverse, acunando su rostro en la curva de su cuello-. No quise decir que no quería que esto sucediera. O que no te deseara. Te aseguro que te deseo intensamente, incluso ahora. Cielos, inclusive luego de lo que acabamos de hacer te sigo deseando.

– ¿Entonces por qué estás arrepentido?

Suspiró frustrado:

– Porque no quiero lastimarte.

– Pero no me lastimaste -se apartó para observar su rostro.

– Tal vez no físicamente -le dirigió una sonrisa ladeada-. Pero de todas formas me aproveché de ti.

– Brent, eso es ridículo. Fui yo quien me arrojé encima de ti.

– Porque creíste que obtendrías algo. Algo más que buen sexo. Bueno, en realidad, sexo espectacular. Pero te conozco, Laura -tocó su mejilla-. No importa cuánto te atraiga un hombre, jamás hubieras hecho esto si no creyeras que conduce a algo.

Una ola de frío cercó su corazón al advertir que la estaba rechazando… suave, pero completamente. Dio vuelta la cabeza.

– Entiendo.

– No, no lo entiendes -tomó su mentón y volvió a hacer que lo mirara-. Y por eso necesitamos hablar -lo observó esforzándose por hallar las palabras adecuadas-. Quise decirte esto antes hoy cuando te invité a almorzar. Pero no me animé.

– En realidad, dejaste muy en claro que deseabas que fuéramos amigos y nada más.

– Sí, pero no te expliqué por qué lo deseaba -suspiró-. Laura, jamás te dije esto, pero te admiro. Admiro tu habilidad para valorar aquellas cosas que la mayoría de la gente da por sentado. Las cosas que le pides a la vida son tan básicas y honestas, que debería ser muy sencillo. Desgraciadamente, son justamente las cosas que yo soy completamente incapaz de darte.

Ella lo miró con el entrecejo fruncido:

– ¿Y cuáles son?

– Un hogar, un esposo, e hijos.

Algo se estremeció en su interior, y advirtió que, a pesar de declarar que aspiraba a algo más que una vida provinciana, seguía atraída por el sueño de un hogar y una familia. Pero no era lo que Brent quería darle.

– La vida es algo más que el matrimonio -dijo, como si no le hubiera dolido su rechazo.

– Laura… -la reprendió con la mirada-. No me estás escuchando.

– Por supuesto que lo estoy -insistió-. No tienes ningún interés en casarte conmigo ni ahora ni en ningún otro momento en el futuro.

– Dije que no soy capaz de casarme contigo, lo cual es una gran diferencia -se pasó una mano a través del cabello revuelto-. Oye, estoy seguro de que sabes que para un hogar se requiere más que una casa, ¿no crees?

Ella asintió.

– Pues se requiere más que un certificado de matrimonio y un par de promesas ligeras para ser un esposo. Y te aseguro que se requiere de mucho más que lo que hicimos recién para ser un padre.

– ¿Acaso no crees que lo sé?

– Sí, creo que lo sabes. Después de lo que me contaste hoy, creo que lo comprendes mejor de lo que me gustaría. Pero lo que viviste de niña no se acerca ni remotamente a lo que viví yo de niño -sacudió la cabeza-. Lo último que quiero es parecer uno de esos niños quejosos que le echa la culpa de todos sus problemas a su niñez, pero el hecho es que la manera en que me criaron me dañó por dentro. No siento las mismas emociones que las demás personas. Y nada de lo que tú o yo hagamos jamás podrá cambiar esa realidad.

– ¿Estás diciendo que porque no te amaron de niño, eres incapaz de sentir amor como un adulto?

La miró directo a los ojos:

– Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

– No te creo.

Maldiciendo, se inclinó contra la cabecera de la cama. Luego de un momento de rumiar en silencio, le clavó la mirada:

– ¿Tomaste el curso de psicología del señor Wilburn en la escuela secundaria?

– Sí -ella frunció el entrecejo, aprensiva.

– ¿Recuerdas la historia del niño lobo hallado por un doctor británico a comienzos de siglo?

– Lo recuerdo.

– Pues, yo también -dijo él-. Lo recuerdo con total claridad. Porque hasta entonces, albergaba los mismos sueños que la mayoría de los niños, acerca de crecer y tener mis propios hijos para poder darles todas aquellas cosas que yo jamás había tenido. Pero aquel día, en la clase del señor Wilburn, comencé a darme cuenta de que aquello jamás sucedería. Al menos no para mí.

Ella lo miró, incrédula.

– ¿Porque te contaron acerca de un niño que fue criado por lobos?

– Si tienes memoria, aquel niño era perfectamente sano y tenía una inteligencia normal cuando fue hallado, pero jamás se pudo adaptar a vivir con seres humanos. No podía hablar, Laura -sus ojos taladraron los suyos, como para convencerla-. No es que le fallaran las cuerdas vocales, sino que no había estado expuesto de niño a los sonidos humanos.

– ¿Y eso qué prueba?

– Prueba que, si un niño no desarrolla ciertas habilidades antes de los tres años, no puede desarrollarlas después. Es físicamente imposible.

– Eso no tiene nada que ver con la habilidad de sentir emociones -insistió con firmeza.

– Está bien, supongamos, en aras de la discusión, que soy capaz de enamorarme, casarme, y tener un par de chicos. ¿Qué tipo de padre crees que sería?

Sintió un tibio cosquilleo al imaginarlo:

– Creo que serías un padre maravilloso.

Él la miró como si estuviera loca.

– ¿Alguna vez viste las estadísticas sobre el abuso de niños? Un enorme porcentaje de padres abusivos eran ellos mismos víctimas de abuso. No saben cómo comunicarse con sus hijos de ninguna otra manera, porque de niños sólo supieron de cachetadas y gritos.

La tibieza anterior desapareció:

– ¿Quieres decir que abusaron de ti? ¿Físicamente?

Su cuerpo se puso rígido.

– No voy a hablar de eso. Una descripción pormenorizada de mi infancia no haría más que preocuparte a ti y ponerme de un pésimo humor a mí. Ya he resuelto todo eso, lo he aceptado, y he seguido adelante con mi vida de la mejor manera posible.

– ¿Crees que sí, Brent? ¿Crees de veras haberlo resuelto?

– Lo suficiente como para saber que sería un esposo terrible y un padre peor.

– Creo que no te das el crédito que mereces -dijo obstinada-. Creo que serías un padre increíble.

– Ves, lo sabía -hizo un gesto con la mano hacia ella-. Sabía que dirías algo así. Y por eso no quería involucrarme contigo de este modo. Sabía que aunque fuera sincero de entrada, te meterías en una relación con ideas fantasiosas y falsas expectativas.

– Ahora eres tú quien no me da el crédito que merezco -enderezó la espalda-. Sólo porque te dije que serías un buen esposo no significa que quiero que seas mi esposo.

Él resopló con escepticismo, a todas luces detectando la mentira por lo que era: un intento evidente de salvaguardar su orgullo.

Enojada y lastimada, no se detuvo:

– No vine a Houston pensando ingenuamente que tú y yo nos enamoraríamos perdidamente y viviríamos felices para siempre. Y ciertamente no vine aquí para atrapar a un esposo. Si hubiese querido uno, me habría quedado en Beason’s Ferry, donde un hombre maravilloso y cariñoso ha estado detrás de mí durante los últimos seis meses para que me case con él.

– Oh, eso es lo que todo hombre quiere escuchar cuando está sentado desnudo en la cama con una mujer… lo maravilloso y cariñoso que es otro hombre.

– Lo que quiero decir es que mi intención no es atraparte para que me jures amor eterno. En este momento, toda mi vida es un caos, y sólo puedo manejar el día a día. No pretendo de ti nada más que eso -porque no puedo enfrentar la decisión de elegir entre tú y mi sueño de casarme y tener una familia. Aún no-. ¿Acaso dos personas no pueden vivir el día a día y estar juntos solamente porque disfrutan de su mutua compañía, sin preocuparse de si durará para siempre? -preguntó-. Ya me cuesta bastante pensar en el presente como para siquiera pensar en algo para toda la vida.

– Lo sé. Lo siento -Brent acarició su brazo-. Es sólo que tengo pánico de hacerte sufrir.

– Oh, Brent -apoyó una mano en su mejilla-, no puedes hacer eso, a no ser que te lo permita.

Los segundos pasaron mientras la observó:

– Sólo prométeme una cosa. Prométeme que no cometerás ninguna estupidez, como creer que estás enamorada de mí, ¿de acuerdo?

Las emociones afloraron a sus ojos, pero ocultó las lágrimas con una sonrisa:

– ¿Por qué no te prometo, mejor, que no te echaré en cara ninguna estupidez que haga?

Él la observó detenidamente un largo rato:

– Está bien -dijo lentamente.

– ¿Quiere decir que saldremos como algo más que amigos?

Él la sorprendió con una sonrisa lobuna:

– Quiere decir que no te echaré de mi cama de una patada. Al menos, no por ahora.

– Oye, tú… -empujó su pecho, y luego se rió cuando él atrapó sus muñecas y la atrajo hacia sí. Su boca cubrió la suya, apagando la risa. Ella se derritió en sus brazos, enroscando los suyos alrededor de su cuello.

– Hmmm -él levantó la cabeza para mirar hacia abajo, sonriéndole-. No, definitivamente no te echaré de mi cama de una patada.

– Qué bueno saberlo -dijo, sonriendo ampliamente-. Ya que me debes algo.

– ¿Qué? -la miró con recelo, mientras aflojaba los brazos.

– Pues -ella se enderezó con decoro-. ¿Te acuerdas cuando estábamos…?

– ¿Sí? -él sonrió al verla sonrojarse.

– Técnicamente, tú te rendiste primero.

– ¡No fue así! -dijo, con evidente molestia.

– Dijiste por favor antes que yo -señaló.

– ¿Cuándo?

– Cuando… cuando te estabas desvistiendo… y yo estaba… acostada con… ¡Pues, lo hiciste!

Él pensó por un momento, y luego se rió:

– Tienes razón, lo hice.

– Así que -se sobrepuso a la vergüenza-, ¿significa que puedo hacer lo que quiera con tu cuerpo?

Él cayó hacia atrás sobre la cama con los brazos extendidos hacia los lados.

– Soy todo tuyo.


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