Fue peor.
– ¿El príncipe qué? -inquirió Harry.
– El príncipe Alexei Ivanovich Gomarovsky -contestó el señor Winthrop, el enlace habitual de Harry con el Departamento de Guerra. Puede que Winthrop tuviese un nombre de pila, pero de ser así no se lo habían comunicado. Era simplemente el señor Winthrop, de estatura media y complexión normal, de pelo castaño normal y una cara absolutamente gris. Que Harry supiera, jamás salía del edificio del departamento.
– No nos gusta -dijo Winthrop con muy poca inflexión de voz-. Nos pone nerviosos.
– ¿Qué creen que podría hacer?
– No estamos seguros -contestó el enlace, que no pareció captar el sarcasmo de Harry-. Pero hay una serie de aspectos de su visita que lo ponen bajo sospecha. El principal, su padre.
– ¿Su padre?
– Ivan Alexandrovich Gomarovsky. Ya fallecido. Era partidario de Napoleón.
– ¿Y el príncipe sigue siendo un peso influyente en la sociedad rusa? -A Harry le costaba creer eso. Habían pasado nueve años desde que los franceses invadieran Moscú, pero las relaciones franco-rusas seguían siendo cuando menos frías. El zar y sus seguidores no supieron entender la invasión napoleónica. Y los franceses tienen buena memoria; la humillante y devastadora retirada se les quedó grabada durante muchos años.
– Las actividades traicioneras de su padre nunca fueron descubiertas -explicó Winthrop-. Murió el año pasado por causas naturales y aún se consideraba que era un fiel servidor del zar.
– ¿Cómo sabemos que era un traidor?
Winthrop le quitó importancia a la pregunta haciendo un gesto indefinido con la mano.
– Tenemos información.
Harry decidió dar eso por válido, ya que probablemente no le contarían nada más.
– Asimismo, nos sorprende el momento exacto elegido para la visita del príncipe. Ayer llegaron a la ciudad tres conocidos simpatizantes de Napoleón, dos de ellos súbditos británicos.
– ¿Permiten que los traidores queden en libertad?
– Con frecuencia es en beneficio propio que dejamos que el adversario crea que pasa inadvertido. -Winthrop se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa-. Bonaparte está enfermo, probablemente morirá. Se está consumiendo.
– ¿Bonaparte? -preguntó Harry no muy convencido. Había visto al tipo ése en una ocasión. De lejos, naturalmente. Era bajito, sí, pero tenía una barriga prominente. Resultaba difícil imaginárselo flaco y demacrado.
– Nos hemos enterado -Winthrop revolvió unos cuantos papeles de su escritorio hasta que dio con lo que buscaba- de que le han estrechado los pantalones doce centímetros prácticamente.
Muy a su pesar, Harry estaba impresionado. Nadie podría acusar al Departamento de Guerra de falta de atención a los detalles.
– No huirá de Santa Elena -continuó Winthrop-. Pero debemos mantener la alerta. Siempre habrá quienes conspiren en su nombre. Creemos que es posible que el príncipe Alexei sea una de esas personas.
Harry exhaló malhumorado, porque quería que Winthrop supiera que no deseaba en absoluto verse envuelto en esta clase de asuntos. Era traductor, ¡por el amor de Dios! Le gustaban las palabras. El papel. La tinta. No le gustaban los príncipes rusos y no tenía ganas de pasarse las tres semanas siguientes fingiendo lo contrario.
– ¿Qué quieren de mí? -preguntó-. Ya saben que no me involucro en actividades de espionaje.
– Ni pretendemos que lo haga -repuso Winthrop-. Sus dotes lingüísticas son demasiado valiosas para nosotros como para tenerlo escondido en algún oscuro rincón esperando que no le disparen.
– Cuesta creer que tengan problemas para contratar espías -musitó Harry.
A Winthrop se le volvió a escapar el sarcasmo.
– Su dominio del ruso, junto con su posición social, lo convierten en la persona ideal para vigilar al príncipe Alexei.
– No hago mucha vida social -le recordó Harry.
– No, pero podría hacerla.
Las palabras de Winthrop flotaron amenazadoramente en la sala. Harry sabía de sobras que tan sólo había otro hombre en el Departamento de Guerra cuya fluidez en ruso fuese equiparable a la suya. También sabía que George Fox era hijo de un posadero que había contraído matrimonio con una chica rusa que había venido a Inglaterra en calidad de criada de un diplomático. Fox era un buen hombre, perspicaz y valiente, pero jamás lograría acceder a las mismas reuniones sociales que un príncipe. Francamente, él tampoco estaba tan seguro de lograrlo.
Pero Sebastian, con su posible condado, quizá sí. Y no sería la primera vez que Harry lo acompañaba.
– No le pediremos que actúe directamente -dijo Winthrop-, aunque con sus antecedentes en Waterloo estamos convencidos de que sería más que capaz de hacerlo.
– Lo de combatir se acabó -le advirtió Harry. Y era verdad. Los siete años en Europa habían sido suficientes. No tenía la intención de volver a esgrimir un sable.
– Lo sabemos. Por eso lo único que le pedimos es que lo vigile. Que escuche sus conversaciones cuando pueda y que nos informe de cualquier cosa que le parezca sospechosa.
– Sospechosa -repitió Harry. ¿Acaso pensaban que el príncipe revelaría sus secretos en el club Almack's? Había pocos hablantes de ruso en Londres, pero seguramente el príncipe no sería tan estúpido como para dar por sentado que nadie entendería lo que dijera.
– La orden viene de Fitzwilliam -dijo Winthrop en voz baja.
Harry levantó la vista de golpe. Fitzwilliam era el director del Departamento de Guerra. Oficialmente no, por supuesto. Oficialmente ni siquiera existía. Harry no sabía su verdadero nombre y no estaba seguro de saber qué aspecto tenía; las dos veces que se habían visto, su aspecto estaba tan cambiado que no fue capaz de discernir qué era real y qué era parte del disfraz.
Pero sabía que si Fitzwilliam ordenaba algo, había que hacerlo.
Winthrop cogió una carpeta de su escritorio y se la entregó a Harry.
– Lea esto. Es nuestro dossier sobre el príncipe.
Harry cogió los documentos y se dispuso a levantare, pero Winthrop lo detuvo diciéndole con voz áspera:
– La carpeta no puede salir del edificio.
Harry fue consciente de pararse, la clase de interrupción del movimiento molesta y exagerada que uno hacía cuando se lo ordenaban. Se volvió a sentar, abrió la carpeta, extrajo las hojas de papel y empezó a leer.
Príncipe Alexei Ivanovich Gomarovsky, hijo de Ivan Alexandrovich Gomarovsky, nieto de Alexei Pavlovich Gomarovsky, etcétera, etcétera, soltero; no había constancia de que estuviese prometido. Estaba en Londres para visitar al embajador, su primo sexto.
– ¡Caray! Están todos emparentados -dijo Harry entre dientes-. Probablemente sea pariente mío.
– ¿Cómo dice?
Harry le lanzó una fugaz mirada a Winthrop.
– Disculpe.
Viajaba con un séquito de ocho personas, incluido un diplomático consorte asombrosamente corpulento e intimidatorio. Le gustaba el vodka (lógicamente), el té inglés (¡qué mente tan abierta la suya!) y la ópera.
Harry asintió mientras leía. Tal vez no sería tan horrible. La ópera le gustaba, pero nunca encontraba tiempo para ir. Ahora sería un requisito; magnífico.
Volvió la página. Había un retrato del príncipe. Lo sostuvo en el aire.
– ¿Se parece al del dibujo?
– No mucho -admitió Winthrop.
Harry puso el dibujo debajo de la última página. ¿Por qué se molestaban en dárselo entonces? Continuó leyendo, reuniendo retazos de la historia personal del príncipe. Su padre había muerto a los 63 años de una enfermedad cardiaca. No hubo sospechas de envenenamiento. Su madre aún vivía, repartiendo su tiempo entre San Petersburgo y Nizhni Nóvgorod.
Saltó a la última página. Al parecer, el príncipe era un mujeriego y se decantaba preferentemente por las rubias. En las dos semanas que llevaba en Londres había acudido seis veces al burdel más exclusivo de la ciudad. También había asistido a numerosos actos sociales, posiblemente en busca incluso de una esposa británica. Se rumoreaba que la fortuna que tenía en Rusia había disminuido y que quizá necesitase una novia de dote considerable. Se había fijado especialmente en la hija de…
– ¡Oh, no!
– ¿Hay algún problema? -inquirió Winthrop.
Harry levantó el papel, aunque desde el otro lado de su escritorio Winthrop no podía leer lo que estaba escrito.
– Lady Olivia Bevelstoke -dijo, su voz cargada de penosa incredulidad.
– Sí. -Eso fue todo. Un simple sí.
– La conozco.
– Lo sabemos.
– No me cae bien.
– Lamentamos oír eso. -Winthrop carraspeó-. No lamentamos, sin embargo, enterarnos de que la casa de los Rudland queda justamente al norte de la casa que acaba de alquilar usted.
Harry rechinó los dientes.
– No estamos equivocados al respecto, ¿verdad?
– No -contestó Harry a regañadientes.
– Bien. Porque es básico que la vigile a ella también.
Harry no fue capaz de disimular su disgusto.
– ¿Será eso un problema?
– ¡Por supuesto que no, señor! -dijo Harry, puesto que ambos sabían que la pregunta era puramente retórica.
– No es que sospechemos que lady Olivia esté en connivencia con el príncipe, pero sí creemos, a la vista del documentado talento seductor de éste, que ella podría caer en un error.
– ¿Tienen pruebas de su talento para seducir? -repitió Harry, que no quería ni saber cómo las habían conseguido.
De nuevo, el impreciso gesto de Winthrop rechazando su comentario.
– Tenemos nuestros métodos.
Harry estuvo a punto de decir que sería un alivio para Gran Bretaña que el príncipe lograra seducir a lady Olivia, pero algo se lo impidió. Un recuerdo fugaz, algo en sus ojos tal vez…
Fueran cuales fueran sus pecados, ella no merecía esto.
Sólo que…
– Contamos con usted para que lady Olivia no se meta en líos -estaba diciendo Winthrop.
Ella le había estado espiando.
– Su padre es un hombre ilustre.
Lady Olivia había dicho que le gustaban los revólveres. ¿Y no había dicho algo su doncella acerca del francés?
– Ella es muy conocida y querida entre la sociedad. Si le ocurriera algo, el escándalo sería irreparable.
Pero era imposible que ella supiese que Harry trabajaba para el Departamento de Guerra. Nadie lo sabía. Era un simple traductor.
– Nos resultaría imposible conducir nuestra investigación bajo las miradas que semejante desastre dirigiría hacia nosotros. -Winthrop hizo una pausa, por fin-. ¿Entiende lo que le digo?
Harry asintió. Seguía sin pensar que lady Olivia fuese una espía, pero, sin duda, le picaba la curiosidad; aunque se sentiría como un idiota si al final se equivocaba.
– Milady.
Olivia levantó la vista de la carta que le estaba escribiendo a Miranda. Se debatía entre hablarle o no de sir Harry. No se le ocurría nadie más a quien pudiera o quisiera contárselo, claro que tampoco era la clase de historia que tuviera sentido por escrito.
No estaba muy segura de que tuviera sentido alguno.
Alzó la vista. El mayordomo estaba en el umbral de la puerta, sosteniendo una bandeja de plata que contenía una tarjeta de visita.
– Un invitado, milady.
Levantó la mirada hacia el reloj que había sobre la repisa de la chimenea del salón. Era un poco pronto para las visitas y su madre aún estaba por ahí comprando sombreros.
– ¿Quién es, Huntley?
– Sir Harry Valentine, milady. Creo que ha alquilado la casa que queda al sur.
Olivia dejó lentamente la pluma. ¿Sir Harry? ¿Aquí?
«¿Por qué?»
– ¿Lo hago pasar?
Olivia no sabía por qué se lo preguntaba. Si sir Harry estaba en el recibidor, prácticamente podía ver a Huntley hablando con ella. No cabía la posibilidad de fingir que estaba ocupada. Asintió, ordenó las páginas de la carta, las metió en un cajón y luego se levantó porque tuvo la sensación de que necesitaba estar de pie cuando él llegase.
Harry apareció por la puerta instantes después, Vestido con sus habituales colores oscuros. Llevaba un pequeño paquete bajo el brazo.
– Sir Harry -dijo con naturalidad, ya de pie-. ¡Menuda sorpresa!
Él saludó con la cabeza.
– Siempre procuro ser un buen vecino.
Ella le devolvió el movimiento de cabeza, mirándolo con recelo mientras entraba en la sala.
Era incapaz de imaginarse por qué Harry habría decidido hacerle una visita. Había sido de lo más antipático con ella el día antes en el parque, y lo cierto era que ella no se había comportado mejor. No lograba recordar la última vez que había tratado tan mal a nadie, pero en su defensa cabía decir que le daba terror que él intentase volverla a chantajear, esta vez por algo mucho más peligroso que un baile.
– Espero no interrumpir nada -dijo él.
– En absoluto. -Olivia señaló el escritorio-. Estaba escribiéndole una carta a mi hermana.
– No sabía que tuviese una.
– Es mi cuñada -rectificó ella-, pero para mí es como si fuese mi hermana. La conozco de toda la vida.
Harry esperó a que ella se sentase en el sofá y a continuación hizo lo propio en la silla de estilo egipcio que había justo frente a Olivia. No parecía incómodo, lo que a ella le resultó curioso, ya que no le gustaba nada sentarse en esa silla.
– Le he traído esto -comentó él dándole el paquete.
– ¡Oh, gracias! -Lo cogió con cierta reticencia. No quería que este hombre le hiciera regalos, y desde luego no se fiaba de las motivaciones que lo llevaban a obsequiarla con uno.
– Ábralo -la instó él.
Había sido envuelto con sencillez y a Olivia le temblaban los dedos, aunque esperaba que no tanto como para que él pudiera verlo. Necesitó varios intentos para deshacer el nudo de la cinta, pero finalmente pudo abrir el papel.
– Un libro -dijo ella con cierta sorpresa. Por el peso y la forma del paquete, sabía que seguramente era un libro, pero no dejaba de ser una elección curiosa.
– Cualquiera puede traer flores -comentó él.
Olivia puso el libro del derecho (al desenvolverlo estaba al revés) y echó un vistazo al título. La señorita Butterworth y el barón demente. Esto sí que era una auténtica sorpresa.
– ¿Me ha traído una novela gótica?
– Una novela gótica escabrosa -matizó él-. Me pareció que era el tipo de regalo con el que quizá disfrutaría.
Ella levantó la vista hacia él, analizando el comentario.
Él le devolvió la mirada, como retándola a interpelarlo.
– La verdad es que no leo mucho -musitó ella.
Él arqueó las cejas.
– Quiero decir que sé leer -se apresuró a aclarar mientras la rabia crecía en su interior, tanto contra él como contra sí misma-. Pero no me gusta mucho.
Las cejas de Harry seguían arqueadas.
– ¿No está bien que lo reconozca? -preguntó ella con descaro.
Los labios de Harry se curvaron en una tenue sonrisa y transcurrió un momento angustiosamente largo antes de que dijera:
– Usted no piensa antes de hablar, ¿verdad?
– No muy a menudo -confesó ella.
– Pues intente hacerlo -replicó él señalando hacia el libro-. Pensé que le resultaría más ameno que el periódico.
Era justamente la clase de cosa que diría un hombre. Nadie parecía entender que ella prefería las noticias de la jornada a los absurdos productos de la imaginación ajena.
– ¿Usted lo ha leído? -inquirió Olivia, bajando la mirada para abrirlo por una página al azar.
– ¡No, por Dios! Pero mi hermana me ha hablado muy bien de él.
Ella levantó la vista de golpe.
– ¿Tiene usted una hermana?
– Parece que le sorprende.
Así era. No estaba segura del motivo, pero sus amigas habían considerado oportuno contarle todo sobre él y por alguna razón se habían dejado eso.
– Vive en Cornualles -explicó Harry-, rodeada de acantilados, leyendas y un montón de niños pequeños.
– ¡Qué descripción tan bonita! -Y lo decía en serio, además-. ¿Está muy unido a sus sobrinos?
– No.
A Olivia se le tuvo que reflejar la sorpresa en la cara, porque él dijo:
– ¿No está bien que lo reconozca?
Ella se rio sin pretenderlo.
– ¡Chapó, sir Harry!
– Me encantaría dedicarme más a mis sobrinos -le explicó él a Olivia con una sonrisa más cálida y sincera-, pero no se me ha presentado la oportunidad de conocer a ninguno de ellos.
– Lógico -musitó ella-, ha pasado muchos años en Europa.
Harry ladeó muy levemente la cabeza. Ella se preguntó si él hacía eso siempre que sentía curiosidad.
– Sabe usted bastantes cosas sobre mí -dijo.
– Eso lo sabe todo el mundo. -Lo cierto era que sir Harry no tenía de qué extrañarse.
– En Londres no hay demasiada privacidad, ¿verdad?
– Casi ninguna. -Las palabras salieron de su boca antes de caer en la cuenta de lo que había dicho, de lo que quizás acababa de reconocer-. ¿Le apetece un té? -le preguntó ella, cambiando hábilmente de tema.
– Me encantaría, gracias.
Una vez que Olivia hubo llamado a Huntley y le dio instrucciones, Harry dijo en un tono totalmente familiar:
– Es lo que más eché de menos en el ejército.
– ¿El té? -A Olivia le resultaba difícil de creer.
Él asintió.
– Me moría por tomar uno.
– ¿No se ocuparon de proporcionárselo? -Por alguna razón Olivia le pareció simplemente inaceptable.
– Algunas veces. Otras tuvimos que pasar sin él.
Hubo algo en su voz (melancólica y juvenil) que a Olivia le hizo sonreír.
– Espero que el nuestro obtenga su aprobación.
– No tengo manías.
– ¿En serio? Pensaba que gustándole tantísimo sería usted un entendido en té.
– Al contrario, me he quedado tantas veces sin tomarme uno que doy gracias por cada gota.
Ella se rio.
– ¿De veras fue el té lo que echó de menos? La mayoría de los caballeros que conozco dirían que el brandy. O el oporto.
– El té -dijo él con firmeza.
– ¿Toma café?
Harry sacudió la cabeza.
– Es demasiado amargo.
– ¿Chocolate?
– Únicamente con un montón de azúcar.
– Es usted un hombre muy interesante, sir Harry.
– Soy perfectamente consciente de que me encuentra usted interesante.
A Olivia se le sonrojaron las mejillas. Este hombre empezaba realmente a gustarle. Y lo peor de todo era que tenía algo. Ella lo había estado espiando, lo cual fue una grosería. Pero aun así no hacía falta que él hiciera nada especial para que ella se sintiera incómoda.
Llegó el té, que le dejó aparcar momentáneamente las conversaciones trascendentales.
– ¿Leche? -le preguntó a Harry.
– Por favor.
– ¿Azúcar?
– No, gracias.
Olivia no se molestó en alzar la vista mientras comentaba:
– ¿En serio? ¿No toma azúcar y, en cambio, endulza el chocolate?
– Y el café, si me veo obligado a beberlo. Pero el té es algo totalmente diferente.
Olivia le pasó su taza y procedió a preparase la suya. Ocuparse de tareas rutinarias le producía cierta tranquilidad. Sus manos sabían lo que hacer en cada momento, los recuerdos de los movimientos llevaban mucho tiempo grabados en sus músculos. También la conversación resultaba reconfortante. Era sencilla y trivial, y sin embargo restauró su serenidad. Tanto que cuando Harry iba por el segundo sorbo, ella pudo por fin alterarle a él la suya y sonreírle con dulzura mientras le decía:
– Dicen que mató usted a su prometida.
Él se atragantó, lo cual le produjo a ella una gran satisfacción (su sorpresa, no que se atragantase; esperaba no haberse vuelto tan despiadada), pero se recuperó rápidamente y habló con voz queda y regular cuando respondió:
– ¿Eso dicen?
– Sí.
– ¿Y dicen cómo la maté?
– No.
– ¿Dicen cuándo?
– Quizá lo hayan dicho -mintió ella- y yo no estuviera escuchando.
– Mmm… -Parecía reflexionar sobre ello. Era una escena desconcertante tener a este hombre alto y absolutamente viril sentado en el salón malva de su madre con una delicada taza de té en la mano, al parecer reflexionando sobre un asesinato.
Harry tomó un sorbo.
– ¿Alguien ha dicho por casualidad cómo se llamaba ella?
– ¿Su prometida?
– Sí. -Fue un «sí» suave y absolutamente cortés, como si estuviesen hablando del tiempo o tal vez de las probabilidades de que Bucket of Roses ganase la Copa de Ascot el día de las damas.
Olivia dio una pequeña sacudida con la cabeza y se llevó su propia taza a los labios.
Harry cerró los ojos tan sólo un instante, luego la miró directamente a la cara mientras movía con decepción la cabeza a uno y otro lado.
– Lo único que importa es que ahora descansa en paz.
Olivia no sólo se atragantó con el té, sino que al escupirlo prácticamente lo envió al otro extremo del salón. Y él, el muy miserable, se rio.
– ¡Santo Dios! Hacía años que no me divertía tanto -dijo, intentando recobrar el aliento.
– Es usted despreciable.
– ¡Y usted me ha acusado de asesinato!
– No es verdad. Tan sólo le he trasladado lo que alguien más me ha dicho.
– ¡Claro! -exclamó él en tono burlón-, la diferencia es realmente notable.
– Para su información, yo no me lo creí.
– Su confianza en mí me llega al alma.
– Pues que no le llegue -le espetó ella-, simplemente fue cuestión de sentido común.
Harry volvió a reírse.
– ¿Por eso me estaba espiando?
– No… -¡Oh, venga ya! ¿Por qué seguía negándolo?-. Sí. -Casi escupió-. ¿No haría usted lo mismo?
– Yo quizá llamaría primero a la policía.
– Yo quizá llamaría primero a la policía -lo imitó ella, poniendo una voz que normalmente se reservaba para sus hermanos.
– Es usted muy irascible. -Ella lo fulminó con la mirada-. Muy bien, ¿descubrió por lo menos algo interesante?
– Sí -contestó Olivia entornando los ojos-. Lo descubrí.
Harry esperó. Luego, dijo finalmente, no sin sarcasmo:
– Cuéntemelo.
Ella se inclinó hacia delante.
– Explíqueme lo del sombrero.
Él la miraba como si se hubiese vuelto loca.
– ¿De qué está hablando?
– ¡Del sombrero! -exclamó Olivia agitando las manos alrededor de su cabeza, con las muñecas más elevadas como para dibujar el contorno de un sombrero-. ¡Era ridículo, tenía plumas! Y lo llevaba dentro de casa.
– ¡Ah, eso! -Harry ahogó una risita-. Lo hice en su honor, en realidad.
– Pero ¡si no sabía que estaba ahí!
– Me perdonará, pero sí lo sabía.
Olivia se quedó literalmente boquiabierta y dio la impresión de que estaba un poco mareada cuando preguntó:
– ¿Cuándo me vio?
– La primera vez que se plantó delante de la ventana. -Harry se encogió de hombros y arqueó las cejas como diciendo: «Ahora intente contradecirme»-. Esconderse no se le da tan bien como cree.
Enfadada, se dio por vencida. Era absurdo, pero Harry se figuró que ella consideraba aquello un insulto.
– ¿Y lo de arrojar los papeles a la chimenea? -preguntó Olivia.
– ¿No tira usted nunca papeles al fuego?
– No con tanta violencia.
– Bueno, eso también lo hice en su honor. Se estaba tomando tantas molestias que pensé que lo mejor sería que el tiempo invertido fuera provechoso.
– ¡Si será…!
Olivia no parecía capaz de acabar la frase, de modo que él añadió, casi con indiferencia:
– Estuve a punto de saltar sobre la mesa y bailar una giga, pero pensé que sería demasiado descarado.
– Ha estado riéndose de mí todo el tiempo.
– A ver… -Harry pensó en ello-. Sí.
Olivia se quedó boquiabierta. Parecía ultrajada, y Harry por poco se deshizo en disculpas (sin duda, debía de ser un reflejo masculino sentirse avergonzado cuando una mujer ponía esa cara); aunque ella no tenía nada a lo que agarrarse.
– Permítame recordarle -señaló él- que usted me espió. Si alguien puede ofenderse aquí, soy yo.
– Bien, pues creo que ya se ha vengado -respondió ella remilgadamente con el mentón levantado hacia arriba.
– ¡Oh, no sé qué decirle, lady Olivia! Pasará mucho tiempo antes de que estemos empatados.
– ¿Qué está tramando? -inquirió ella recelosa.
– Nada. -Harry sonrió de oreja a oreja-. Todavía.
Olivia resopló con gracia (la verdad es que fue de lo más entrañable) y él decidió ir por el jaque mate diciendo:
– ¡Ah, por cierto, nunca he estado prometido!
Ella parpadeó varias veces, parecía un tanto confusa por su repentino cambio de tercio.
– ¿Recuerda a la prometida muerta? -aportó Harry solícito.
– Ya no está muerta entonces.
– Es que de entrada nunca ha estado viva.
Ella asintió lentamente con la cabeza y luego preguntó:
– ¿Por qué ha venido hoy a mi casa?
De ninguna manera pensaba Harry contarle la verdad, que ella era ahora su misión y que él debía asegurarse de que no cometiera inconscientemente una traición. De modo que se limitó a decir:
– Me ha parecido un acto de cortesía.
En las próximas semanas tendría que pasar un montón de tiempo con ella y si no con ella por lo menos cerca de su persona. Ya no sospechaba que lo hubiera estado espiando con algún objetivo innoble. En realidad, nunca lo había sospechado, pero habría sido una estupidez no ser prudente. Aun así, su historia acerca de la prometida muerta era tan absurda que debía de ser cierta. Parecía justo el motivo por el que una debutante aburrida espiaría a un vecino.
Tampoco es que él supiese gran cosa de lo que hacían las debutantes aburridas.
Pero supuso que pronto lo sabría.
Le dedicó una sonrisa a Olivia. Se lo estaba pasando mucho mejor de lo que se había imaginado.
Por su cara parecía que ella fuese a poner los ojos en blanco y por alguna razón Harry deseó que lo hiciera. Le gustaba mucho más cuando gesticulaba y su rostro se cargaba de emoción. En el recital de las Smythe-Smith se había mostrado distante e inflexiblemente reservada. Salvo por unos cuantos destellos de ira inútiles, su cara había sido inexpresiva.
Lo cual a Harry le había parecido enervante, y se quedó con esa imagen como si se tratase del picor que nunca se va por mucho que uno se rasque.
Olivia le ofreció más té, y él lo aceptó curiosamente contento de prolongar la visita. Sin embargo, mientras le servía, el mayordomo volvió a entrar en la sala llevando una bandeja de plata.
– Lady Olivia -dijo entonando-. Ha llegado esto para usted.
El mayordomo se inclinó para que lady Olivia pudiese coger una tarjeta de la bandeja. Parecía una invitación, sofisticada y elegante, llevaba un lazo y estaba lacrada.
¿Lacrada?
Harry cambió ligeramente de postura, intentando obtener un ángulo de visión mejor. ¿Era un sello real? A los rusos les gustaban los motivos de adorno de su familia real. Supuso que a los británicos también, pero eso no venía al caso. El rey Jorge no iba detrás de Olivia.
Ella echó un vistazo a la tarjeta que tenía en las manos y a continuación la dejó encima de la mesa de al lado.
– ¿No quiere abrirla?
– Estoy segura de que no es urgente. Y no quisiera parecer grosera.
– ¡Por mí no se preocupe! -le aseguró él. Señaló la tarjeta y dijo-: Parece interesante.
Ella parpadeó unas cuantas veces, mirando primero hacia la tarjeta y luego levantando la vista hacia él con expresión de curiosidad.
– Elegante -matizó Harry al pensar que su primera elección de adjetivos no había sido acertada.
– Ya sé quién la envía -replicó ella, visiblemente impasible pese a conocer la identidad del remitente.
Él ladeó la cabeza, esperando que el gesto sustituyese la pregunta que sería de mala educación formular en voz alta.
– ¡Bueno, está bien! -dijo ella, deslizando el dedo bajo el lacre-. Si insiste.
Harry no había insistido lo más mínimo, pero no tenía ninguna intención de decir nada que pudiese hacerle cambiar de idea.
Así pues, esperó pacientemente mientras ella leía, disfrutando con el abanico de emociones reflejadas en su cara. Olivia puso los ojos en blanco una vez, soltó una leve pero sentida exhalación y finalmente refunfuñó.
– ¿Malas noticias? -inquirió Harry con educación.
– No -contestó ella-. Sólo es una invitación que preferiría no aceptar.
– Pues no la acepte.
Ella sonrió con tensión o tal vez con pesar; imposible saberlo con seguridad.
– Es más bien una cita -le explicó Olivia.
– ¡Oh, venga ya! ¿Quién tiene autoridad para citar a la ilustre lady Olivia Bevelstoke?
Sin decir palabra, ella le entregó la tarjeta.