– ¡Lady Olivia! -exclamó Sebastian-. ¡Cuánto lo siento! Le ruego que acepte mis disculpas. ¡Qué terrible torpeza la mía!
– No se preocupe -dijo ella, sacudiendo con discreción un pie y luego el otro-. No ha sido nada. Sólo es una mancha de champán. -Le dedicó una sonrisa de ésas de «no pasa absolutamente nada»-. Me han dicho que es bueno para la piel.
No le habían dicho nada semejante, pero ¿qué otra cosa podía decir? Tanta torpeza no era propia de Sebastian Grey y la verdad es que no le habían caído más que unas cuantas gotas en las chinelas. Sin embargo, el príncipe, que estaba a su lado, parecía furioso. Lo notaba por su postura. El champán le había salpicado más que a ella, aunque a decir verdad le había caído todo en las botas y, de todas formas ¿no le había dicho alguien que algunos hombres se limpiaban las botas con champán?
Aun así Olivia tenía la sensación de que los gruñidos que el príncipe Alexei soltó en ruso no eran elogiosos.
– ¿Para la piel? ¿En serio? -preguntó Sebastian, aparentando un interés total que ella estaba convencida de que no sentía-. No lo había oído nunca. ¡Fascinante!
– Lo decían en una revista para mujeres -mintió ella.
– Lo que explicaría por qué yo no lo sabía -repuso Sebastian con agudeza.
– Lady Olivia, ¿le importaría presentarme a su amigo? -pidió de sopetón el príncipe Alexei.
– Por-por supuesto -balbució Olivia, sorprendida por su petición. No había mostrado mucho interés en conocer a demasiada gente en Londres, a excepción de duques, miembros de la familia real y, en fin, ella misma. Tal vez no fuese tan arrogante y altivo como pensaba-. Vuestra Alteza, permítame que le presente a Sebastian Grey, señor Grey, el príncipe Alexei Gomarovsky de Rusia.
Los dos hombres hicieron una reverencia, la de Sebastian fue considerablemente más pronunciada que la del príncipe, que fue tan simbólica que rozó la mala educación.
– Lady Olivia -dijo Sebastian una vez acabada su reverencia al príncipe-, ¿conoce a mi primo, sir Harry Valentine?
Olivia se quedó boquiabierta. ¿Qué estaría tramando Sebastian? Sabía perfectamente que…
– Lady Olivia -saludó Harry, colocándose de pronto frente a ella. Sus miradas se cruzaron y en los ojos de Harry hubo un brillo que ella no logró identificar del todo, pero que la despertó por dentro haciendo que le entraran ganas de estremecerse. Y al instante ese brillo desapareció, como si ellos dos no fueran más que meros conocidos. Él la saludó atentamente con un movimiento de cabeza y acto seguido le dijo a su primo:
– Ya nos conocemos.
– ¡Ah, sí, claro! -repuso Sebastian-. Siempre olvido que sois vecinos.
– Vuestra Alteza -le dijo Olivia al príncipe-, permítame presentarle a sir Harry Valentine. Vive justo al sur de mi casa.
– ¡No me diga! -replicó el príncipe y entonces, mientras Harry le hacía una reverencia, le dijo algo rápido en ruso a un miembro de su séquito, quien asintió con brusquedad-. Hace un rato estaban hablando -comentó el príncipe.
Olivia se puso tensa. No se había dado cuenta de que él la había estado observando y tampoco sabía muy bien por qué eso le molestaba tanto.
– Sí -confirmó ella, ya que no había ninguna buena razón para negarlo-. Sir Harry se cuenta entre mis numerosos conocidos.
– Por lo que estoy sumamente agradecido -dijo Harry en un tono que no concordaba con el manso sentimentalismo de sus palabras. Pero más extraño aún fue que al hablar mirara todo el rato al príncipe.
– Sí -repuso el príncipe sin apartar en ningún momento la vista de Harry-, cómo no iba a estarlo, ¿verdad?
Olivia miró hacia Harry, luego al príncipe, luego otra vez a Harry, que sostuvo la mirada del príncipe al decirle:
– Verdad.
– Qué fiesta tan estupenda ¿no? -medió Sebastian-. Yo diría que lady Mottram se ha superado este año.
A Olivia estuvo a punto de escapársele una risita de lo más inapropiada. Había algo en el comportamiento de Sebastian, esa excesiva alegría, que podría haber cortado la tensión como un cuchillo. Pero no lo hizo. Harry estaba observando al príncipe con impasible recelo y el príncipe lo observaba a él con gélido desdén.
– ¿No notan que hace frío aquí? -preguntó Olivia en general.
– Un poco -contestó Sebastian, puesto que ellos dos parecían ser los únicos que hablaban en realidad-. Siempre he pensado que tiene que resultar difícil ser mujer, con todas esas prendas finas y vaporosas que llevan.
El vestido de Olivia era de terciopelo, pero de manga corta y tenía la piel de los brazos de gallina.
– Sí -repuso ella, porque nadie más habló. Entonces se dio cuenta de que no tenía nada más que añadir a eso, de modo que carraspeó y sonrió, primero a Harry y al príncipe, que seguían sin mirarla, y luego a la gente que tenía a sus espaldas, que en su totalidad la estaban mirando a ella, si bien fingían no hacerlo.
– ¿Es usted uno de los muchísimos admiradores de lady Olivia? -le preguntó el príncipe Alexei.
Olivia se volvió a Harry con los ojos muy abiertos. ¿Qué diantres podía decir a tan directa pregunta?
– Todo Londres admira a lady Olivia -respondió éste con habilidad.
– Es una de nuestras más admiradas damas -añadió Sebastian.
Tras semejante halago, Olivia debería haber dicho algo sencillo y modesto, pero cualquier cosa que pudiera decir se le antojó demasiado rara, demasiado estrambótica.
No estaban hablando de ella. Estaban diciendo su nombre y dirigiéndole cumplidos, pero todo formaba parte de una extraña y estúpida danza entre machos para ver quién se hacía con el territorio.
De no haberla incomodado tanto, habría sido halagador.
– ¿Es música eso que oigo? -dijo Sebastian-. Tal vez el baile vuelva a empezar pronto. ¿Bailan en Rusia?
El príncipe lo miró con frialdad.
– ¿Cómo dice?
– Vuestra Alteza -rectificó Sebastian, aunque no pareció lamentar especialmente el desliz-, ¿bailan en Rusia?
– Naturalmente -le espetó el príncipe.
– No en todas las sociedades se baila -reflexionó Sebastian en voz alta.
Olivia desconocía si eso era cierto. Más bien sospechaba que no.
– ¿Qué trae a Su Alteza por Londres? -inquirió Harry, entrando por primera vez en la conversación. Había contestado a preguntas, pero sólo eso; por lo demás, se había dedicado a observar.
El príncipe lo miró con dureza, pero fue difícil percibir si la pregunta le había parecido impertinente.
– He venido a ver a mi primo -respondió-. Su embajador.
– ¡Ah! No lo conozco -dijo Harry en un acto de gentileza.
– Por supuesto que no.
Fue un insulto, claro y directo, pero Harry no parecía ofendido lo más mínimo.
– Cuando serví en el ejército de Su Majestad conocí a muchos rusos. Sus compatriotas son de lo más honorable.
El príncipe agradeció el cumplido con un escueto asentimiento de cabeza.
– No podríamos haber derrotado a Napoleón, de no ser por el zar -continuó Harry-. Y por su orografía.
El príncipe Alexei lo miró a los ojos.
– Me pregunto si a Napoleón le habrían ido mejor las cosas si ese año el invierno no hubiese empezado tan pronto -prosiguió Harry-. Porque fue crudísimo.
– Para los más débiles, tal vez -repuso el príncipe.
– ¿Cuántos franceses perecieron en la retirada? -se preguntó Harry en voz alta-. No logro recordarlo. -Se volvió a Sebastian-. ¿Tú te acuerdas?
– Más del noventa por ciento -dijo Olivia antes de que se le ocurriera que quizá no debería haberlo dicho.
Los tres hombres la miraron con el mismo grado de sorpresa; estaban todos prácticamente anonadados.
– Me gusta leer el periódico -se limitó a decir. El consiguiente silencio le indicó que esta explicación no bastaba, así que añadió-: Estoy convencida de que no se nos dieron la mayoría de los detalles, pero aun así fue fascinante. Y muy triste, la verdad. -Se volvió al príncipe Alexei y le preguntó-: ¿Estuvo usted ahí?
– No -soltó él-. La marcha fue sobre Moscú y mi casa está al este, en Nizhny. Y no tenía edad suficiente para servir en el ejército.
Olivia se dirigió a Harry:
– ¿Usted ya estaba en el ejército?
Él asintió, ladeando la cabeza hacia Sebastian.
– Ambos acabábamos de obtener nuestros cargos de oficiales. Estuvimos en España, a las órdenes de Wellington.
– No sabía que habían servido juntos -dijo Olivia.
– En el decimoctavo regimiento de húsares -le explicó Sebastian con el orgullo contenido en la voz.
Hubo un incómodo silencio y entonces ella dijo:
– ¡Qué gallardía la suya! -Parecía la clase de frase que ellos esperarían oír, y hacía tiempo que Olivia había aprendido que en ocasiones como ésa lo más sensato era hacer lo que se esperaba de uno.
– ¿No fue Napoleón el que dijo que no dejaba de producirle estupor que los húsares llegaran a vivir treinta años? -musitó el príncipe. Se giró hacia Olivia y le dijo-: Tienen fama de… ¿cómo lo dicen ustedes…? -Dibujó movimientos circulares con los dedos cerca de la cara, como si eso fuese a refrescarle la memoria-. Temerarios -dijo de pronto-. Sí, eso es.
»Y es una lástima -continuó-. Se los considera muy valientes, pero casi siempre… -simuló que se cortaba el cuello con la mano- los matan.
Levantó la vista hacia Harry y Sebastian (pero principalmente hacia Harry) y les dedicó una sonrisa forzada.
– ¿Cree que eso es cierto, sir Harry? -preguntó con causticidad y en voz baja.
– No -respondió Harry. Nada más, sólo un «no».
Olivia fue alternando la mirada de un hombre al otro. Nada, ninguna objeción ni comentario sarcástico alguno podría haber irritado más al príncipe que ese «no» de Harry.
– ¿Es música lo que oigo? -inquirió ella. Pero nadie le estaba prestando atención.
– ¿Cuánto años tiene, sir Harry? -le preguntó el príncipe.
– ¿Cuántos años tiene Vuestra Alteza?
Olivia tragó saliva nerviosa. No era pertinente hacerle esa pregunta a un príncipe. Y ella sabía que Harry no había empleado el tono de voz adecuado. Trató de lanzarle una mirada de alarma a Sebastian, pero éste estaba contemplando a los otros dos hombres.
– No ha contestado a mi pregunta -dijo Alexei en tono amenazante y, de hecho, el escolta que estaba a su lado realizó un inquietante cambio de postura.
– Tengo veintiocho años -dijo Harry y a continuación, haciendo una pausa lo suficientemente larga como para indicar que se le había ocurrido después, añadió-: Vuestra Alteza.
La boca del príncipe Alexei esbozó una sonrisa.
– Entonces faltan dos años para que se cumpla la predicción de Napoleón, ¿verdad?
– Sólo si pretende declararle la guerra a Inglaterra -contestó Harry como si tal cosa-; de lo contrario, ya me he retirado de la caballería.
Los dos hombres se miraron fijamente durante lo que pareció una eternidad y entonces, de repente, el príncipe Alexei se echó a reír.
– Me divierte usted, sir Harry -le dijo, pero la ironía de su voz se contradecía con sus palabras-. Ya volveremos a intercambiar impresiones, usted y yo.
Harry asintió cortésmente, con el debido respeto.
El príncipe puso una mano encima de la de Olivia, que seguía descansando en el recodo de su brazo.
– Pero tendrá que ser más tarde -anunció, dedicándole una sonrisa triunfal-. Después de que haya bailado con lady Olivia.
Y entonces se giró, dándole la espalda a Harry y Sebastian, y se fue con Olivia.
Veinticuatro horas después Olivia estaba agotada. Del baile de los Mottram había llegado a casa cerca de las cuatro de la mañana, y encima su madre se había negado a dejarle dormir hasta tarde y se la había llevado a rastras a Bond Street para las últimas pruebas de su vestido de presentación ante el príncipe. Luego, naturalmente, los cansados no tuvieron derecho a siesta porque Olivia tenía que ir a presentarse ante el príncipe, lo cual le parecía un poco absurdo después de haber pasado gran parte de la noche anterior en su compañía.
¿Las «presentaciones» no se hacían entre gente que no se conocía aún?
Olivia y sus padres fueron a la residencia del príncipe Alexei, una serie de dependencias en casa del embajador. Fue terriblemente solemne, terriblemente formal y, con toda franqueza, terriblemente aburrido. Su vestido, que había requerido un corsé mucho más propio del siglo pasado, era incómodo y le daba calor (excepto en los brazos, que los llevaba desnudos y estaban helados).
Por lo visto los rusos no eran partidarios de calentar sus hogares.
Todo el suplicio duró tres horas durante las cuales su padre bebió varias copas de un licor transparente que lo había dejado sumamente soñoliento. El príncipe le había ofrecido también una copa a ella, pero su padre, que ya lo había probado, se lo quitó de las manos.
Se suponía que Olivia tenía que volver a salir esa noche (lady Bridgerton celebraba una pequeña soirée), pero alegó que estaba agotada y, para su gran sorpresa, su madre cedió. Olivia intuía que ella también estaba cansada; y su padre no estaba en condiciones de ir a ningún sitio.
Cenó en su habitación (tras una siesta, un baño y otra siesta más corta). Tenía previsto leer el periódico en la cama, pero justo al ir a cogerlo vio encima de su mesilla de noche La señorita Butterworth y el barón demente.
Era rarísimo, pensó mientras cogía el delgado volumen. ¿Por qué querría sir Harry darle semejante libro? ¿Qué contenían sus páginas como para que creyese que ella disfrutaría leyéndolo?
Lo hojeó, fijándose en algún que otro pasaje. Parecía un tanto frívolo. ¿Significaba esto que él la consideraba frívola?
Alargó la vista hacia la ventana, oculta por unas gruesas cortinas bien echadas para protegerse de la noche. Ahora que realmente la conocía, ¿seguía pensando Harry que era una frívola?
Se centró de nuevo en el libro que tenía en las manos. ¿Lo elegiría él ahora como regalo para ella? Era una novela gótica y escabrosa, así es como Harry la había definido.
¿Así la veía a ella?
Cerró el libro de golpe y a continuación lo colocó encima de su regazo sobre el lomo.
– Uno, dos y tres -contó en voz alta retirando rápidamente las manos para dejar que La señorita Butterworth se abriera por la página que quisiera.
Cayó hacia un lado.
– Estúpido libro -murmuró Olivia, volviendo a intentarlo. Porque lo cierto era que no le interesaba lo bastante como para elegir ella misma una página.
El libro volvió a caer hacia el mismo lado.
– ¡Vaya! Esto es ridículo. -Pero más ridículo fue todavía que Olivia bajara de la cama, se sentase en el suelo y se dispusiera a repetir el experimento por tercera vez, porque seguro que le saldría bien si el volumen estaba sobre una superficie debidamente lisa.
– Uno, dos y tr… -Pegó de nuevo las manos a las tapas; el maldito libro volvía a caer hacia un lado.
Ahora sí que se sintió realmente idiota. Cosa impresionante, teniendo en cuenta de entrada el grado de idiotez requerido para bajar literalmente de la cama. Pero se negaba a dejar que el maldito libro ganara, así que para su cuarto intento dejó que las páginas se entreabrieran sólo un poco antes de apartar las manos. Una pequeña ayuda, eso era lo que el libro necesitaba.
– ¡Uno, dos y tres!
Y por fin el libro se abrió. Olivia miró hacia abajo, se había abierto exactamente por la página 193.
Se tumbó boca abajo, se apoyó en los codos y empezó a leer.
Podía oírlo a sus espaldas. Él estaba acortando la distancia que había entre ellos y pronto le daría alcance. Pero ¿con qué fin?
¿Bueno o malo?
– Voto por el malo -musitó Olivia.
¿Cómo saberlo? ¿Cómo saberlo? ¿Cómo saberlo?
¡Oh, por el amor de Dios! Por eso se dedicaba a leer la prensa. Un ejemplo: El Parlamento fue llamado al orden. Al orden. Al orden.
Olivia sacudió la cabeza y continuó leyendo:
Y entonces recordó el consejo que le había dado su madre, antes de que la buena mujer pasase a mejor vida tras ser picoteada por unas palomas…
– ¿Qué?
Miró por encima de su hombro hacia la puerta, consciente de que prácticamente había gritado la palabra. Pero es que… ¿palomas?
Se levantó con dificultad, cogiendo La señorita Butterworth con la mano derecha y deslizando el dedo índice entre las páginas a modo de punto de lectura.
– Palomas -repitió-. ¿En serio?
Abrió de nuevo el libro. No pudo evitarlo.
En aquel entonces ella tenía sólo 12 años, demasiado joven para semejante conversación, pero quizá su madre había…
– ¡Qué aburrimiento! -Eligió otra página básicamente al azar, aunque la lógica sugería acercarse más al principio del libro.
Priscilla se agarró del alféizar de la ventana, sus manos desenguantadas se aferraron a la piedra con todas sus fuerzas. Al oír que el barón movía el pomo de la puerta, había sabido que sólo disponía de unos segundos para actuar. Si él la encontraba ahí, en su sanctasanctórum, ¿quién sabe de qué sería capaz? Era un hombre violento o eso le habían dicho.
Olivia deambuló hasta la cama y se medio apoyó o se medio sentó en ésta sin parar de leer.
Nadie sabía cómo había muerto su prometida. Algunos decían que de una enfermedad, pero la mayoría aseguraba que envenenada. ¡Asesinada!
– ¿De veras? -Olivia alzó la vista, parpadeando, luego se giró hacia la ventana. ¿Una prometida muerta? ¿Dimes y diretes? ¿Estaba sir Harry enterado de esto? El paralelismo era asombroso.
Pudo oír cómo entraba en la habitación. ¿Repararía en que la ventana estaba abierta? ¿Qué iba a hacer ella? ¿Qué podía hacer?
Olivia contuvo el aliento. Estaba en el aire (no en sentido literal, imposible, porque estaba literalmente sentada en el borde de la cama), lo que explicaba cualquier dificultad respiratoria.
Priscilla musitó una oración y luego, cerrando con fuerza los ojos, se soltó.
Fin del capítulo. Olivia pasó la página con avidez.
El suelo frío y duro estaba únicamente a menos de dos metros de distancia.
¿Cómo? ¿Priscilla estaba en el primer piso? El entusiasmo de Olivia dio rápidamente paso a la irritación. ¿Qué clase de cerebro de mosquito se tiraba por la ventana de un primer piso? Contando con los cimientos del edifico, cierta altura tendría que haber, pero realmente… En una caída tan suave sería difícil hasta hacerse un esguince en el tobillo.
– A eso se le llama manipular -dijo Olivia entornando los ojos. En cualquier caso, ¿quién era este escritor que intentaba asustar a los lectores por nada? ¿Sabía Harry siquiera lo que le había dado o se había limitado a seguir a ciegas la recomendación de su hermana?
Alargó la vista hacia la ventana. Seguía teniendo el mismo tamaño, las mismas cortinas… estaba intacta, aunque no sabía muy bien por qué eso le sorprendía.
De todas formas, ¿qué hora era? Las nueve y media casi. Probablemente Harry no estuviese en su despacho. Bueno, tal vez sí. Solía trabajar hasta tarde, aunque pensándolo bien, nunca le había dicho exactamente qué hacía allí con tanta diligencia.
Se levantó del borde de la cama y anduvo hacia la ventana; despacio, pisando con cuidado, lo cual era ridículo, ya que era imposible que Harry la viese a través de las cortinas.
Con La señorita Butterworth aún en la mano izquierda, alargó la mano derecha y descorrió las cortinas…