Había ido bien.
Harry se congratuló mientras observaba a lady Olivia saliendo apresuradamente de la sala. No es que se moviese a gran velocidad, en absoluto, pero tenía los hombros un poco encogidos y se había recogido el vestido con la mano, levantando los bajos; aunque no muchos centímetros, sino como hacían las mujeres cuando tenían que correr. No obstante, ella se sujetaba el bajo, un gesto sin duda inconsciente, como si sus dedos creyeran que necesitaban prepararse para salir corriendo, aun cuando el resto de su persona hubiera decidido mantener la calma.
Ella sabía que él la había visto espiándolo. Él también lo sabía, naturalmente. Si no hubiese tenido esa certeza en el instante en que sus miradas se habían cruzado tres días antes, lo habría sabido poco después; porque ella había echado las cortinas y no se había asomado a la ventana ni una sola vez desde que él la descubriera.
Un claro reconocimiento de culpabilidad. Un error que un verdadero profesional no habría cometido jamás. Si él hubiese estado en su pellejo…
Claro que él nunca habría estado en su pellejo. No le gustaba el espionaje, nunca le había gustado, y el Departamento de Guerra era plenamente consciente de ello. Pero aun así, bien mirado, nunca le habrían pillado.
El desliz de Olivia había confirmado sus sospechas. Ella era exactamente lo que aparentaba; la típica niña de buena cuna, con toda probabilidad mimada. Tal vez un poco más fisgona que la media; sin duda más atractiva que la media. La distancia (por no hablar de las dos ventanas de cristal que los separaban) no le había hecho justicia. No había podido ver su cara, no del todo. Había atisbado la forma, un poco parecida a un corazón y a la vez un poco ovalada; pero no había visto sus rasgos, que tenía los ojos un tanto más separados de lo normal y que sus pestañas eran tres tonos más oscuras que sus cejas.
El pelo se lo había visto con bastante claridad: suave, de color mantequilla, bastante rizado. No debería haberle parecido más seductor ahora que cuando lo llevaba suelto sobre los hombros, pero por alguna razón, a la luz de las velas, con ese rizo que le colgaba junto al cuello…
Había sentido deseos de tocarla. Había deseado tirar con suavidad del rizo sólo para ver si al soltarlo volvía rápidamente a su sitio, y luego había deseado sacarle las horquillas, una a una, y observar cómo cada bucle se le desprendía del peinado, haciendo que poco a poco pasara de la perfección gélida a ser una divinidad apoteósica.
¡Santo Dios!
Y ahora Harry estaba declaradamente indignado consigo mismo. Sabía que aquella noche no debería haber leído ese libro de poesía antes de salir. Y en francés, para más inri. Esa maldita lengua siempre le ponía cachondo.
No recordaba la última vez que había reaccionado así ante una mujer. En su defensa había que decir que últimamente pasaba tanto tiempo enclaustrado en su despacho que había conocido a muy pocas mujeres que pudieran obrar algún efecto en él. Llevaba ya varios meses en Londres, pero daba la impresión de que el Departamento de Guerra le adjudicaba siempre un documento u otro, y siempre necesitaban las traducciones lo antes posible. Y si se daba el milagro de que conseguía dejar su mesa despejada de papeles, entonces Edward decidía meterse en algún maldito lío (deudas, alcohol, mujeres que no le convenían). Edward no era selectivo en sus vicios, y él no lograba armarse de la suficiente crueldad como para dejar que su hermano se hundiera en sus propios errores.
Lo que significaba que él mismo raras veces tenía tiempo para equivocarse; o sea, para cometer deslices con el otro sexo. No es que se hubiese acostumbrado a vivir como un monje, pero a decir verdad ¿cuánto tiempo hacía…?
Como nunca se había enamorado, ignoraba si la carestía hacía el corazón más proclive a encariñarse, pero después de esta noche estaba totalmente convencido de que la abstinencia había hecho el resto en un hombre hosco como él.
Era preciso que encontrase a Sebastian. La agenda social de su primo nunca se limitaba a un evento por noche. Dondequiera que fuese tras el concierto, sin duda incluiría a mujeres de dudosa moral. Y Harry iría con él.
Se dirigió hacia el otro extremo de la sala con la intención de encontrar algo para beber, pero al dar un paso oyó varios gritos sofocados seguidos de la protesta:
– ¡Esto no estaba en el programa!
Harry miró a uno y otro lado, luego hacia el escenario siguiendo la dirección general de las miradas. Una de las chicas Smythe-Smith había retomado su posición y parecía que se preparaba para tocar un impromptu en solitario (pero no improvisado, ¡Dios no lo quisiera!).
– ¡Dios misericordioso! -oyó Harry. Y ahí estaba Sebastian, de pie a su lado, contemplando el escenario sin duda con más espanto que diversión.
– Me debes una -le dijo Harry, susurrando con maldad las palabras en el oído de Sebastian.
– Creía que habías dejado de contar.
– Esta deuda es impagable.
La chica empezó su solo.
– Puede que tengas razón -admitió Sebastian.
Harry miró hacia la puerta. Era una puerta preciosa, de proporciones perfectas y que conducía al exterior de la sala.
– ¿Podemos irnos?
– Todavía no -dijo Sebastian con pesar-. Falta mi abuela.
Harry alargó la vista hacia la anciana condesa de Newbury, que estaba sentada con el resto de viudas aristócratas, con una amplia sonrisa y aplaudiendo.
– ¿No estaba sorda? -recordó Harry volviéndose de nuevo hacia Sebastian.
– Prácticamente -confirmó Sebastian-. Pero no es tonta. Para la actuación ha guardado la trompetilla. -Se giró hacia Harry con ojos chispeantes-. Por cierto, he visto que has conocido a la encantadora lady Olivia Bevelstoke.
Harry no se molestó en contestar, nada que fuera más allá de una leve inclinación de cabeza.
Sebastian se acercó a él y su voz adoptó un molesto registro de bajo.
– ¿Lo ha reconocido todo? ¿Su insaciable curiosidad? ¿Su incontenible deseo?
Harry se volvió y lo miró directamente a los ojos.
– ¡Eres un imbécil!
– Me lo dices muchas veces.
– Las palabras no caducan.
– Tampoco mi inmadurez, es comodísimo ser inmaduro -dijo Sebastian con una media sonrisa.
El solo de violín llegó a lo que parecía un crescendo, y el público entero contuvo el aliento, esperando el consiguiente clímax seguido de lo que necesariamente tenía que ser el final.
Salvo que no lo era.
– ¡Qué crueldad! -exclamó Sebastian.
Harry hizo una mueca de dolor mientras el violín subía una octava chirriando.
– No he visto a tu tío -señaló.
Sebastian apretó los labios y en las comisuras se le formaron unas diminutas arrugas.
– Se ha excusado esta misma tarde. Estoy por plantearme si me ha tendido una trampa. Sólo que no es tan inteligente.
– ¿Lo sabías?
– ¿Lo de la música?
– Ése es un uso despiadado de la palabra música.
– Me habían llegado rumores -confesó Sebastian-. Pero nada podría haberme preparado para…
– ¿Esto? -musitó Harry, por algún motivo incapaz de apartar los ojos de la chica del escenario. Ésta sujetaba el violín cuidadosamente y su concentración en la música no era fingida. Parecía estar disfrutando, como si estuviese oyendo algo totalmente diferente a lo que oía el resto de la sala. Y quizás así fuese, ¡chica con suerte!
¿Cómo sería vivir en un mundo propio? ¿Ver las cosas como deberían ser y no como eran? Desde luego la violinista debería ser buena. Tenía pasión, y si era cierto lo que las matronas de la familia Smythe-Smith habían dicho al principio de la velada, ensayaba a diario.
¿Cómo debería ser la vida de Harry?
No debería haber tenido un padre que bebía más que respiraba.
No debería tener un hermano decidido a seguir sus mismos pasos.
Debería…
Rechinó los dientes. No debería sumirse en un abismo autocompasivo. Era más hombre que eso. Un hombre más fuerte, y…
Una escalofriante y repentina toma de conciencia lo sacudió y, como era ya su costumbre siempre que tenía la sensación de que algo no iba bien, miró hacia la puerta.
Lady Olivia Bevelstoke. Estaba sola, observando a la violinista con una expresión inescrutable. Sólo que…
Harry entornó los ojos. No estaba seguro, pero desde este ángulo casi parecía como si tuviese los ojos clavados en el ánfora griega que había detrás de la chica.
¿Qué estaba haciendo?
– No le sacas los ojos de encima. -La voz siempre chirriante de Sebastian llegó a su oído.
Harry lo ignoró.
– Es guapa.
Harry siguió ignorándolo.
– También es simpática y no está prometida.
Ni caso.
– Y no es que los serviciales solteros de Gran Bretaña no lo hayan intentado -continuó Sebastian, como siempre sin inmutarse ante la ausencia de respuesta de Harry-. Ellos le siguen pidiendo su mano, pero por desgracia ella siempre los rechaza. Tengo entendido que hasta el viejo Winterhoe…
– Es distante -le interrumpió Harry, con más acritud de la que había pretendido.
La voz de Sebastian rebosó de feliz ironía cuando preguntó:
– ¿Cómo dices?
– Que es distante -repitió Harry, rememorando el breve intercambio de palabras con Olivia Bevelstoke. Se había comportado como una maldita diva. Cada una de sus gélidas palabras se había cuarteado como el hielo y ahora ni siquiera se dignaba a mirar a la pobre chica que tocaba el violín.
Para ser honesto, le sorprendía que hubiese venido esta noche. No parecía el lugar más adecuado para los diamantes gélidos de máxima calidad. Con toda probabilidad alguien le habría obligado a asistir.
– Y yo que me había hecho grandes esperanzas sobre vuestro futuro juntos -musitó Sebastian.
Harry se giró para darle una respuesta mordaz o por lo menos con todo el sarcasmo que pudiera expresar, pero hubo un cambio en la música y la violinista llegó de nuevo a un crescendo. Esta vez tenía que ser el final, pero el público no pensaba jugársela y estalló una salva de aplausos antes siquiera de que ella hubiese tocado la última nota.
Harry caminó al lado de Sebastian, que se abría paso hacia su abuela. Sebastian le había dicho que ésta había venido en su propio carruaje, por lo que no hacía falta que esperasen a que estuviera lista para irse. Aun así Sebastian tenía que despedirse y aunque Harry no era pariente suyo, también debía saludarla.
Pero antes de que pudieran cruzar la sala, fueron abordados por una de las madres de la familia Smythe-Smith, que gritaba:
– ¡Señor Grey! ¡Señor Grey!
A juzgar por la intensidad de su voz, decidió Harry, el conde de Newbury debía de estar teniendo problemas para dar con una esposa fértil.
A favor de Sebastian había que decir que no manifestó ni pizca de su prisa por irse cuando se giró y dijo:
– Señora Smythe-Smith, ha sido una velada deliciosa.
– Me alegro mucho de que haya podido asistir -repuso ella con entusiasmo.
Sebastian le respondió con una sonrisa, la clase de sonrisa que daba a entender que no se imaginaba en sitio mejor. Y entonces hizo lo que hacía siempre que quería zanjar una conversación.
– Permítame que le presente a mi primo, sir Harry Valentine -dijo.
Harry la saludó con un movimiento de cabeza, diciendo su nombre en voz baja. Era evidente que la señora Smythe-Smith consideraba que Sebastian era el premio gordo. Lo miró directamente a los ojos y le preguntó:
– ¿Qué le ha parecido mi Viola? ¿A que ha estado sencillamente magnífica?
Harry no logró ocultar del todo su sorpresa. ¿Su hija se llamaba Viola?
– Toca el violín -explicó la señora Smythe-Smith.
– ¿Y cómo se llama la que toca la viola? -preguntó Harry sin poder evitarlo.
La señora Smythe-Smith lo miró con cierta impaciencia.
– Marianne. -Luego volvió a dirigirse a Sebastian-: Viola es la solista.
– ¡Ah…! -exclamó Sebastian-. Ha sido una sorpresa muy especial.
– ¡Ya lo creo! Estamos muy orgullosos de ella. Tendremos que programar solos para el año que viene.
Para no ser menos, Harry empezó a planear su viaje al Ártico.
– Estoy muy contenta de que haya podido venir, señor Grey -continuó la señora Smythe-Smith, al parecer sin darse cuenta de que eso ya lo había dicho-. Tenemos otra sorpresa para esta noche.
– ¿Le he comentado que mi primo es un baronet? -añadió Sebastian-. Tiene una finca preciosa en Hampshire, donde se caza maravillosamente.
– ¿En serio? -La señora Smythe-Smith se volvió a Harry mirándolo con otros ojos y una amplia sonrisa-. Le agradezco mucho su asistencia, sir Harry.
Sir Harry habría respondido con algo más que un asentimiento de cabeza, sólo que estaba tramando el fallecimiento inminente del señor Grey.
– Les contaré nuestra sorpresa -dijo emocionada la señora Smyhte-Smith-. Quiero que sean los primeros en saberlo. ¡Habrá baile! ¡Esta noche!
– ¿Baile? -repitió Harry, cuya sorpresa casi lo empujó a decir incoherencias-. Mmm… ¿tocará Viola?
– ¡Claro que no! No quisiera que se perdiera el baile. Pero da la casualidad de que contamos con otros músicos aficionados entre el público, y la espontaneidad es sumamente divertida ¿no creen?
Para Harry la espontaneidad era tan indeseada como las visitas al dentista. De lo que sí tenía una excelente opinión, sin embargo, era de la venganza rastrera.
– A mi primo -dijo con gran sentimiento- le encanta bailar.
– ¿Le gusta? -La señora Smythe-Smith se dirigió a Sebastian con regocijo-: ¿Le gusta, señor Grey?
– Sí -respondió Sebastian, tal vez con un poco más de tensión de la necesaria, teniendo en cuenta que no era mentira; le gustaba bailar, mucho más de lo que le había gustado nunca a Harry.
La señora Smythe-Smith miró a Sebastian con beatífica expectación. Harry los miró a ambos con complacida expectación; le encantaban los finales felices. Sobre todo cuando la balanza se inclinaba a su favor.
Consciente de que Harry había jugado mejor sus cartas, Sebastian le dijo a la señora Smyhte-Smith:
– Espero que su hija se reserve el primer baile para mí.
– Será un honor para ella hacerlo -dijo la señora Smyhte-Smith, juntando alegremente las manos-. Si me disculpan, debo ocuparme de que empiece la música.
Sebastian esperó a que ella se mezclara entre el público y entonces dijo:
– Ésta me la pagarás.
– No, creo que ahora estamos en paz.
– Bueno, en cualquier caso tú también tendrás que quedarte aquí conmigo -repuso Sebastian-. A menos que quieras ir andando a casa.
Harry habría contemplado esa posibilidad, si no estuviese lloviendo a cántaros.
– Te esperaré encantado -le dijo, con toda la alegría del mundo.
– ¡Vaya, mira! -exclamó Sebastian en un tono de sorpresa evidentemente falso-. Lady Olivia está justo ahí. ¡Apuesto a que le gusta bailar!
«¡A que no!», pensó en decirle Harry, pero ¿para qué, realmente? Sabía que su primo se apostaría cualquier cosa.
– ¡Lady Olivia! -gritó Sebastian.
La dama en cuestión se giró y hubiera sido imposible esquivarlos porque Sebastian se abrió paso entre el público para llegar hasta ella. Tampoco Harry supo encontrar el modo de evitar el encuentro, aunque no quería darle a Olivia esa satisfacción.
– Lady Olivia -volvió a decir Sebastian en cuanto estuvieron bastante cerca como para poder mantener una conversación-. Es un placer verla.
Ella hizo un leve movimiento de cabeza.
– Señor Grey.
– Está usted muy taciturna esta noche, ¿verdad, Olivia? -musitó Sebastian, pero antes de que Harry pudiera asombrarse por la familiaridad de semejante afirmación, continuó diciendo-: ¿Conoce a mi primo, sir Harry Valentine?
– Mmm… sí -balbució ella.
– He conocido a lady Olivia esta misma noche -intervino Harry, preguntándose qué tramaría Sebastian. Sabía perfectamente que lady Olivia y él ya habían hablado.
– Sí -dijo lady Olivia.
– ¡Ay…, pobre de mí! -exclamó Sebastian, cambiando de tema con asombrosa rapidez-. La señora Smythe-Smith me está haciendo señas. Debo encontrar a su Viola.
– ¿Ella toca también? -inquirió lady Olivia, con la mirada nublada por la confusión. Y quizá por cierta inquietud.
– No lo sé -contestó Sebastian-, pero está claro que ha organizado el futuro de su progenie. Viola es su querida hija.
– Toca el violín -intervino Harry.
– ¡Oh! -Olivia parecía divertida con la ironía del asunto. O tal vez sólo perpleja-. Naturalmente.
– Que disfruten del baile -deseó Sebastian, dedicándole a Harry una fugaz mirada de intenciones claramente malignas.
– ¿Hay baile? -preguntó lady Olivia, con aspecto un tanto alarmado.
Harry se compadeció de ella.
– Tengo entendido que el cuarteto Smythe-Smith no tocará.
– ¡Qué… bien! -Lady Olivia carraspeó-. Para ellas, naturalmente. Así podrán bailar. Estoy segura de que querrán bailar.
Harry sintió que un destello de malicia lo recorría por dentro (¿o era de amenaza?).
– Tiene los ojos azules -comentó.
Ella le miró espantada.
– ¿Cómo dice?
– Sus ojos -susurró-. Que son azules. Me lo había parecido, por el colorido de su piel y su pelo, pero desde tan lejos resultaba difícil saberlo.
Ella se quedó petrificada, pero Harry admiró su firme determinación cuando dijo:
– No tengo la menor idea de qué me habla.
Él se le acercó lo bastante como para que ella viera sus ojos.
– Los míos son marrones.
Dio la impresión de que ella estaba a punto de contestar, pero en lugar de eso parpadeó varias veces y casi pareció que lo escudriñaba más atentamente.
– Lo son -musitó-. ¡Qué raro!
Harry no sabía con seguridad si su reacción era graciosa o preocupante. Sea como fuere, la provocación no había terminado.
– Creo que ya empieza la música -anunció él.
– Debería buscar a mi madre -soltó ella.
Lady Olivia estaba empezando a desesperarse. A Harry eso le gustó.
Después de todo, tal vez la velada acabase siendo agradable.