Harry estaba de mal humor. El día había empezado de maravilla, augurando toda clase de alegrías, hasta que al entrar tranquilamente en el salón de casa de los Rudland se había topado con el príncipe Alexei Gomarovsky, presunto descendiente del poeta soltero más famoso de Rusia.
O, si no el más famoso, bastante famoso entonces.
Y, luego, había tenido que ver a Olivia adulando a ese grandísimo patán.
Además, había tenido que sentarse ahí y fingir no entender nada cuando el malnacido ése había dicho que quería violarla, y encima había intentado hacer pasar la maldita frase por no sé qué cursilada sobre el cielo y la niebla.
Después (ya en casa mientras trataba de averiguar qué hacer con respecto a la segunda intervención del príncipe en ruso, una orden dada a Vladimir, siempre atento, de que investigaran a Harry) había recibido instrucciones por escrito del Departamento de Guerra para asistir esa noche a la representación inaugural de La flauta mágica, que habría sido una delicia de haber podido mirar hacia el escenario en lugar de a la persona que más detestaba ahora mismo, el susodicho Alexei de Rusia.
Luego el maldito príncipe se había marchado pronto de la ópera. Se había largado, sin más, justo cuando la Reina de la Noche empezaba su aria llamada «La venganza del infierno hierve en mi corazón». ¡Por Dios! ¿Quién podía irse al comienzo de semejante aria?
Harry decidió que la venganza del infierno hervía también en su corazón.
Había seguido al príncipe (y a Vladimir, eternamente presente y cada vez más amenazador) hasta el burdel de madame Leroux, donde era de suponer que disfrutó de los favores de alguna que otra señorita.
Fue en ese momento cuando Harry decidió que estaba en su derecho de irse a casa.
Cosa que hizo, pero no antes de calarse hasta los huesos por el inusitado chaparrón que cayó.
Razón por la que cuando llegó a casa y se deshizo del abrigo y los guantes empapados, sólo pensaba en tomar un baño caliente. Soñaba con el vapor saliendo de la superficie del agua. El calor haría que le escociera la piel, que le doliese casi, hasta que su cuerpo se habituara a la temperatura.
Estaría en la gloria. La gloria herviría en la bañera.
Pero ciertamente no alcanzó la gloria, por lo menos no esa noche. Aún no había sacado los dos brazos del abrigo cuando el mayordomo entró en el recibidor y le informó de que un mensajero especial le había traído una carta, que estaba encima de su escritorio.
Así que se fue a su despacho, sus pies haciendo chof-chof dentro de las botas, y resultó que el mensaje no contenía nada de urgencia, únicamente unas cuantas nimiedades para completar las lagunas que había en el historial del príncipe. Harry soltó un gruñido y cuando le recorrió un escalofrío, deseó que hubiese una chimenea encendida a la que arrojar la misiva culpable de que se hubiera quedado sin su baño; así podría además entrar en calor frente al fuego. Tenía mucho frío y estaba empapado, y enfadadísimo con el mundo entero.
Y entonces alzó la vista.
Olivia estaba junto a su ventana, mirándolo fijamente.
En realidad, todo esto era culpa suya. O por lo menos la mitad de ello.
Harry caminó resueltamente hasta su ventana de guillotina y la subió de un tirón. Ella hizo lo mismo.
– Lo estaba esperando -dijo ella antes de que él pudiese hablar-. ¿Dónde esta… qué le ha pasado?
Del conjunto de preguntas estúpidas Harry decidió que ésta quedaría entre las primeras. Pero seguramente aún tenía los labios morados por el frío y era incapaz de decirle todo eso.
– Que ha llovido -dijo él entre dientes.
– ¿Y se le ha ocurrido salir a dar un paseo bajo la lluvia?
Harry se preguntó si haciendo un esfuerzo sobrehumano podría quizás estrangular a Olivia desde donde estaba.
– Tengo que hablar con usted -anunció ella.
Él se dio cuenta de que no sentía los dedos de los pies.
– ¿Tiene que ser precisamente ahora?
Olivia retrocedió con aspecto de estar tremendamente ofendida.
Lo cual no sirvió de mucho para mejorar el temperamento de Harry. Aun así debieron de inculcarle de pequeño los modales propios de un caballero, porque pese a que debería haber cerrado la ventana de golpe, se explicó a modo telegráfico:
– Tengo frío. Estoy empapado. Y de muy mal humor.
– ¡Pues ya somos dos!
– Muy bien -repuso él entre dientes-. ¿Cuál es el motivo de su desazón?
– ¿De mi desazón? -repitió ella con sorna.
Harry levantó una mano. Si Olivia pretendía discutirle su elección de vocabulario, se negaba a seguir con esta conversación.
Pero seguramente decidió cambiar de táctica, porque se puso en jarras y dijo:
– Muy bien, pues, ya que me pregunta, usted es la causa de mi desazón.
Más valía que esto mejorara. Harry aguardó unos instantes y luego dijo, destilando tanto sarcasmo como agua chorreaba de su ropa.
– ¿Y…?
– Y su comportamiento esta tarde… ¿En qué estaba pensando?
– ¿En qué estaba…?
Olivia se asomó literalmente a la ventana y agitó un dedo en el aire.
– Se ha dedicado a provocar deliberadamente al príncipe Alexei. ¿Tiene idea del brete en el que me ha puesto?
Él la miró fijamente unos segundos, acto seguido se limitó a decir:
– Es un idiota.
– No es un idiota -replicó ella con exasperación.
– Sí que lo es -insistió Harry-. No merece ni lamer sus pies. Algún día me lo agradecerá.
– No tengo ninguna intención de dejar que ni él ni nadie me lama en sitio alguno -repuso ella, que se puso toda roja al caer en la cuenta de lo que había dicho.
Harry empezaba a entrar en calor.
– No tengo ninguna intención de dejar que me haga la corte -declaró Olivia susurrando, aunque curiosamente en voz bastante alta como para que a Harry le llegasen todas las sílabas con absoluta claridad-. Pero eso no significa que en mi casa se le pueda tratar con desconsideración.
– Muy bien, lo siento. ¿Satisfecha?
Sus disculpas dejaron a Olivia sin habla, pero a Harry le duró poco la victoria. Tras abrir y cerrar la boca repetidas veces durante no más de cinco segundos, ella dijo:
– No lo ha dicho de corazón.
– ¡Oh, por Dios! -saltó él. No se podía creer que Olivia estuviese actuando como si él hubiese hecho algo malo. Únicamente seguía las malditas órdenes del maldito Departamento de Guerra. Y aun teniendo en cuenta el hecho de que ella ignoraba que él tuviese que cumplir unas órdenes, era ella la que se había pasado la tarde arrullando a un hombre que la había insultado con absoluta visceralidad.
Claro que Olivia tampoco sabía eso.
Aun así cualquiera con una pizca de sentido común podría apreciar que el príncipe Alexei era un sapillo empalagoso. Un sapo tremendamente guapo, es verdad, pero sapo a pesar de todo.
– ¿Por qué está tan enfadado? -preguntó Olivia.
Era estupendo que no estuviesen cara a cara, porque habría… hecho algo.
– ¿Por qué estoy tan enfadado? -casi le espetó él-. ¿Por qué estoy tan enfadado? Porque… -Pero se dio cuenta de que no podía decirle que le habían obligado a dejar la ópera a mitad de actuación, o que había seguido al príncipe hasta un burdel; o que…
Bueno, esa parte sí podía contársela.
– Estoy calado hasta los huesos, tengo todo el cuerpo tiritando y estoy discutiendo con usted desde una ventana cuando podría estar en una bañera de agua caliente.
La última parte más bien pareció un rugido, lo cual probablemente no fue lo más sensato, habida cuenta de que en teoría estaban en público.
Ella permaneció callada (al fin) y luego dijo en voz baja:
– Muy bien.
¿Muy bien? ¿Eso era todo? ¿Zanjaba el tema con un «muy bien»?
Y entonces Harry se quedó ahí plantado como un idiota. Ella le había dado la oportunidad perfecta para decirle adiós, cerrar la ventana y subir resueltamente a la bañera del piso de arriba, pero se limitó a quedarse ahí de pie.
Mirándola fijamente.
Observando cómo Olivia se rodeaba la parte superior del cuerpo con los brazos, como si tuviese frío. Observando su boca, que con la poca luz que había no podía ver con absoluta claridad, pero que de algún modo supo cuándo la cerraba exactamente apretando las comisuras con contenida emoción.
– ¿Dónde ha estado? -inquirió ella.
Él no podía dejar de mirarla.
– Esta noche -aclaró Olivia-. ¿Adonde ha ido para mojarse tanto?
Harry bajó la vista, como si de pronto hubiese recordado que estaba empapado.
¡Qué barbaridad!
– He ido a la ópera -le explicó.
– ¿Ah, sí? -Olivia se abrazó el tronco con más fuerza y, aun sin estar seguro, a Harry le pareció que se acercaba un poco más a la ventana-. Yo tendría que haber ido -dijo-. Quería ir.
Harry también se acercó más a su ventana.
– ¿Y por qué no ha ido?
Olivia titubeó, y apartó momentáneamente la vista de la cara de Harry antes de volver a mirarlo mientras le decía:
– Porque sabía que el príncipe estaría allí y no tenía ganas de verlo. Por eso.
¡Qué curioso! Harry se pegó más a la ventana y entonces…
Llamaron a la puerta del despacho.
– No se mueva -le ordenó a Olivia señalándola con un dedo. Cerró la ventana y luego fue hasta la puerta a paso largo y la abrió.
– Su baño está listo, señor -anunció el mayordomo.
– Gracias. ¿Podría ordenar que lo mantengan bien caliente? Aún tardaré varios minutos en subir.
– Ordenaré a los criados que sigan calentando agua. ¿Necesitará una manta, señor?
Harry se miró las manos. Era curioso porque no las sentía debidamente.
– Mmm… sí. Eso sería maravilloso. Gracias.
– Se la iré a buscar ahora mismo.
Mientras el mayordomo iba en busca de una manta, Harry se apresuró hasta la ventana y la abrió. Olivia estaba ahora de espaldas a él. Estaba sentada en el borde del alféizar, ligeramente apoyada en el marco de la ventana. Reparó en que también se había hecho con una manta, una manta suave de color azul pastel y…
Harry sacudió la cabeza. ¿Qué importaba su manta?
– Un minuto más -gritó él-. No se vaya.
Al oír su voz Olivia miró hacia abajo justo a tiempo de ver que la ventana de enfrente volvía a cerrarse. Esperó aproximadamente medio minuto más y entonces Harry regresó y la madera crujió cuando volvió a subir la ventana de guillotina.
– Veo que usted también tiene una manta -le dijo Olivia como si eso fuese importante.
– Bueno, es que tenía frío -se justificó él, como si eso también importara.
Permanecieron en silencio largo rato, y entonces él preguntó:
– ¿Por qué no quería ver al príncipe?
Olivia se limitó a menear la cabeza. No porque no fuese cierto, sino porque en realidad no creía que pudiese hablar con él del tema. Cosa curiosa, porque esa tarde su primer pensamiento fue que tenía que hablarle del extraño comportamiento del príncipe Alexei. Pero ahora, de ventana a ventana y con los ojos negros e insondables de Harry clavados en ella, no supo qué decir.
Ni cómo decirlo.
– No es nada importante -decidió ella por fin.
Harry no habló de inmediato. Pero cuando lo hizo fue en voz baja y con un tono que a Olivia la dejó muda.
– Si le ha hecho sentir incómoda, para mí es muy importante.
– Él… él… -No paraba de mover la cabeza mientras hablaba, hasta que finalmente consiguió quedarse quieta y decir-: Simplemente dijo algo acerca de besarme. No es nada, en realidad.
Olivia había estado evitando mirar hacia Harry, pero ahora lo miró. Estaba petrificado.
– No es la primera vez que un caballero hace algo así -añadió ella. Decidió omitir la parte sobre Vladimir; francamente, sólo pensar en ello ya sentía asco.
– ¿Harry? -gritó ella hacia la ventana de abajo.
– No quiero que vuelva usted a verlo -dijo él en voz baja.
Lo primero que se le pasó por la cabeza a Olivia fue decirle que no tenía ninguna autoridad sobre ella. Y, de hecho, su boca se abrió con las palabras en la punta de la lengua, pero entonces recordó algo que él le había dicho; en broma o tal vez en serio. Tal vez ella había creído que bromeaba cuando la acusó de no pensar antes de hablar.
Esta vez se pararía a pensar.
Ella tampoco quería ver al príncipe. ¿Para qué iba a llevarle la contraria a Harry cuando ambos querían lo mismo?
– No sé si esa decisión me corresponde a mí -dijo Olivia. Era verdad. A menos que se atrincherara en su habitación, no tenía forma de esquivarlo.
Harry alzó la vista, su mirada era muy seria.
– Olivia, no es trigo limpio.
– ¿Cómo lo sabe?
– Es que… -Harry se pasó la mano por el pelo y exhaló con aparente frustración-. No puedo decirle por qué lo sé. Me refiero a que no sé por qué lo sé. Es una especie de intuición masculina. Simplemente lo intuyo.
Ella lo miró mientras trataba de descifrar sus palabras.
Harry cerró brevemente los ojos y se frotó la frente con ambas manos. Al fin, levantó la mirada y dijo:
– ¿No sabe usted cosas de otras mujeres que los hombres son demasiado cazurros para captar?
Ella asintió. La había convencido y con un buen argumento, la verdad.
– Limítese a mantenerse alejada de él. Prométamelo.
– No puedo prometerle eso -dijo ella, aunque deseaba poder hacerlo.
– Olivia…
– Le puedo prometer intentarlo. Sabe que es lo máximo que puedo hacer.
Harry asintió.
– Muy bien.
Se produjo un silencio vacilante y tenso, y entonces ella dijo:
– Debería irse a tomar ese baño. Está tiritando.
– Usted también -repuso él en voz baja.
Era verdad. Olivia no se había dado cuenta, no había notado el tembleque, pero ahora… ahora que lo sabía… le pareció que se intensificaba más y más… y pensó que iba a gritar, aunque desconocía el motivo. Simplemente tenía ganas de desahogarse. Demasiados sentimientos. Demasiados…
Sencillamente demasiados; aquello la superaba.
Olivia asintió con brusquedad.
– Buenas noches -dijo a todo correr. Las lágrimas estaban a punto de brotar y no quería que él las viera.
– Buenas noches -repuso Harry, pero ella había logrado bajar la ventana de guillotina antes de que él terminara de hablar. Y Olivia corrió entonces hasta la cama y hundió el rostro en la almohada.
Pero no lloró, aunque ahora quería hacerlo.
Y aunque seguía sin saber el porqué.
Harry se arrebujó con la manta mientras salía penosamente de su despacho. Ya no tenía tanto frío, pero se encontraba fatal. Tenía una inquietante sensación de vacío en el pecho, que al parecer se intensificaba con cada respiración, extendiéndose hasta su garganta y encogiéndole los hombros con tensión y rigidez.
Comprendió que no era frío, sino miedo.
Hoy el príncipe Alexei había asustado a Olivia, y él no estaba exactamente seguro de lo que éste había hecho o dicho, y sabía que ella restaría importancia a sus sentimientos si la aguijoneaba, pero algo había pasado. Y volvería a pasar, si le daban rienda suelta al príncipe.
Harry se arrastró por el recibidor, sujetaba la manta con la mano izquierda mientras utilizaba la derecha para masajearse la nuca. Necesitaba tranquilizarse. Necesitaba recobrar el aliento y pensar con claridad. Subiría a bañarse y luego se metería en la cama, donde podría analizar con calma el problema y…
Empezaron a aporrear la puerta principal.
El corazón le dio un vuelco y se le despertaron los músculos de golpe, todos sus nervios preparados de pronto para la acción. Era tarde y había estado persiguiendo a rusos misteriosos por las calles, y…
Y era un idiota. Si alguien quisiera irrumpir en su casa, no lo haría por la maldita puerta principal. Harry se acercó a ella contrariado, descorrió el cerrojo y la abrió.
Edward se desplomó al entrar.
Harry se quedó mirando a su hermano pequeño con indignación.
– ¡Oh, por el amor de Dios!
– ¿Harry? -Edward alzó la vista con los ojos entornados y Harry se preguntó a quién demonios más esperaba encontrarse.
– ¿Cuánto has bebido? -le preguntó.
Edward procuró levantarse, pero al cabo de un momento se rindió y se sentó en el mismo centro del recibidor, parpadeando como si no estuviese seguro de cómo había adquirido esa postura.
– ¿Qué?
Harry habló en voz más baja, si cabe. Y más seria.
– ¿Cuánto has bebido?
– Mmm… ehh… -Edward movió la boca casi como si estuviese dándole vueltas al tema. Probablemente fuese así, pensó Harry asqueado.
– Déjalo -le espetó a su hermano. ¿Qué más daba el número de copas que se hubiese tomado Edward? Las suficientes para dejarlo inconsciente. A saber cómo había llegado a casa. Desde luego no era mejor que su padre. La única diferencia era que sir Lionel había limitado gran parte de sus borracheras al ámbito doméstico; Edward, en cambio, se estaba poniendo en evidencia por todo Londres.
– Levántate -le ordenó Harry.
Edward lo miró atónito.
– Levántate.
– ¿Por qué estás tan enfadado? -musitó éste al tiempo que alargaba un brazo. Pero Harry no le dio la mano, de modo que dificultosamente se puso de pie él solo, agarrándose a una mesa cercana para no perder el equilibrio.
Harry trató de controlar su malhumor. Tenía ganas de coger a Edward y zarandearlo una y otra vez, y decirle a voz en grito que se estaba matando, que cualquier día de estos moriría como había muerto sir Lionel, solo y tontamente.
Su padre se había caído por una ventana. Se asomó demasiado y en la caída se desnucó. En la mesita cercana habían encontrado una copa de vino y una botella vacía.
O eso es lo que le habían dicho, porque él estaba por entonces en Bélgica. El abogado de su padre le había escrito una carta con los detalles.
Su madre nunca le habló del asunto.
– Vete a la cama -ordenó Harry en voz baja.
Edward se tambaleó y sonrió desafiante.
– No tengo por qué hacer lo que tú digas.
– Muy bien, pues -lo soltó. Ya estaba harto. Era como revivir lo de su padre, sólo que ahora podía hacer algo al respecto. Podía decir algo. No tenía que quedarse ahí, indefenso, y recoger la vomitona ajena-. Haz lo que te dé la gana -le dijo en voz baja y temblorosa-. Pero no vomites dentro de mi casa.
– ¡Claro! Eso te gustaría, ¿verdad? -chilló Edward, dando bandazos hacia delante y apoyándose luego en la pared cuando tropezó-. Te gustaría que me fuera para que todo pudiera estar limpio y ordenado. Nunca me has querido.
– ¿De qué demonios hablas? Eres mi hermano.
– Me abandonaste. ¡Me abandonaste! -dijo Edward casi a gritos.
Harry lo miró fijamente.
– Me dejaste solo. Con él. Y con ella. Y sin nadie más. Tú sabías que Anne se casaría y se iría. Sabías que no se quedaría nadie más conmigo.
Harry sacudió la cabeza.
– Estabas a punto de irte al colegio. Nada más te faltaban unos meses para irte. Me aseguré de ello.
– ¡Oh, eso fue…! -Edward torció el gesto y su cabeza se movió sin control, y por un instante Harry creyó que su hermano iba a vomitar. Pero únicamente intentaba dar con la palabra adecuada, una palabra cargada de rabia y sarcasmo.
Sólo que estaba tan borracho que no pudo.
– Ni siquiera… ni siquiera te paraste a pensar. -Edward agitó un dedo repetidamente frente a Harry-. ¿Qué pensaste que pasaría cuando me dejase en el colegio?
– ¡No deberías haber dejado que él te llevase!
– ¡Y yo qué sabía! Tenía doce años. ¡Doce! -gritó Edward.
Harry hizo rápidamente memoria, intentando recordar la despedida, pero no recordaba casi nada. Había tenido tantas ganas de largarse, de alejarse de todo. Aunque antes había hablado con Edward, ¿verdad? Le había dicho que todo iría bien, que se iría a Hesslewhite y no tendría que tratar con sus padres. Y le había dicho que no dejase que su padre se acercara por el colegio, ¿verdad?
– Se meó en los pantalones -declaró Edward-. El primer día. Se quedó dormido en mi cama y se meó en los pantalones. Le ayudé a levantarse y le cambié de ropa. Pero no tenía sábanas de recambio y todos… -Se le anudó la voz y Harry pudo ver en su rostro a ese chico aterrorizado, confuso y solo-. Todos creyeron que había sido yo -dijo Edward-. Un comienzo estelar ¿no crees? -Entonces se bamboleó un poco, animado por su ímpetu-. Después de aquello me convertí en el chico más popular de todos. Todos querían ser mis amigos.
– Lo siento -dijo Harry.
Edward se encogió de hombros, luego dio un traspié. Harry alargó los brazos y esta vez lo sujetó. Y entonces (no supo con seguridad cómo sucedió ni por qué lo hizo) estrechó con fuerza a su hermano. Le dio un abrazo. Uno breve nada más. Sólo durante el tiempo que tardó en reprimir las lágrimas de sus ojos.
– Deberías irte a la cama -dijo Harry con voz ronca.
Edward asintió y se apoyó en Harry, quien le ayudó a llegar a la escalera. Los dos primeros escalones los subió bien, pero en el tercero tropezó.
– Lo ciento -masculló Edward mientras se esforzaba por enderezarse.
Pronunciaba las «eses» como «zetas», igual que su padre.
Harry sintió que se mareaba.
No fue rápido ni agradable, pero al fin logró tumbar a Edward en su cama, con las botas puestas y todo. Lo tumbó cuidadosamente de costado con la boca cerca del borde del colchón, por si acaso vomitaba. Y entonces hizo algo que no había hecho nunca en todos los años que había colocado a su padre en una posición similar.
Esperó.
Se quedó en la puerta hasta que Edward respiró suave y regularmente, y luego permaneció allí unos minutos más.
Porque las personas no debían estar solas. Y no debían tener miedo ni sentirse indefensas. Y no deberían tener que llevar la cuenta del número de veces que ocurría una desgracia ni debería preocuparles que pudiera repetirse.
Y estando ahí, en la oscuridad, entendió lo que tenía que hacer. No sólo por Edward, sino por Olivia. Y quizá también por sí mismo.