Capítulo 3

Mozart, Mozart, Bach (el mayor de los hermanos), más Mozart. Olivia echó un vistazo al programa del recital anual de las Smythe-Smith, manoseando distraídamente una esquina hasta ablandarla y deformarla. Todo parecía igual que el año anterior, salvo por la chica del chelo, aparentemente nueva. Curioso. Se mordió el interior del labio mientras pensaba en esto. ¿Cuántas primas podía haber en la familia Smythe-Smith? Según Philomena, que se había enterado por su hermana mayor, el cuarteto de cuerda formado por las Smythe-Smith tocaba todos los años desde 1807. Y, sin embargo, las chicas que tocaban nunca pasaban de los 20 años; era como si siempre hubiese otra esperando entre bastidores.

¡Pobrecillas! Olivia dedujo que obligaban a todas a dedicarse a la música, les gustase o no. No era conveniente que se quedaran sin violonchelistas, y eso que dos de las chicas apenas parecían lo bastante fuertes para levantar sus violines.


Instrumentos musicales que me gustaría tocar, si tuviese talento,

por lady Olivia Bevelstoke:

flauta,

flautín,

tuba.


De vez en cuando era bueno elegir lo más inesperado y una tuba bien podría hacer las veces de arma.

Los instrumentos musicales que con bastante seguridad no desearía tocar incluían toda la variedad de cuerda, porque aun cuando lograse exceder los logros de las primas Smythe-Smith (legendarias por sus recitales por todas las razones equivocadas), muy posiblemente seguiría tocando como una vaca agonizante.

En cierta ocasión había intentado tocar el violín, y su madre ordenó que se lo llevaran de casa.

Pensándolo bien, también era raro que le pidieran a Olivia que cantase.

¡Oh, bueno, suponía que tenía otros talentos! Podía pintar una acuarela más que pasable y pocas veces se quedaba en blanco en una conversación. Y si no tenía talento para la música, por lo menos nadie la obligaba a subirse a un escenario una vez al año para aporrear los oídos de los incautos.

O no tan incautos. Olivia miró alrededor de la sala. Reconoció a casi todo el mundo; seguramente todos sabían a lo que iban. El recital de las Smythe-Smith se había convertido en un rito de paso. Había que ir porque…

¡Vaya! Ésa sí que era una buena pregunta. Tal vez imposible de contestar.

Olivia volvió a bajar la mirada hacia su programa, aunque ya lo había leído tres veces. La tarjeta era de color crema, de un tono que parecía difuminarse con la seda amarilla de su falda. Había querido ponerse su nuevo vestido de terciopelo azul, pero entonces había pensado que un color más alegre podría ser más útil. Alegre y llamativo. Aunque, pensó contemplando su atuendo con el ceño fruncido, el amarillo no estaba resultando ser tan llamativo, y ya no estaba tan segura de que le gustase el ribete de puntilla, y…

Está aquí.

Olivia levantó la vista de su programa. Mary Cadogan estaba de pie frente a ella; no, ahora se estaba sentando, ocupando el asiento que se suponía que Olivia tenía que haber reservado para su madre.

Olivia estuvo a punto de preguntar quién, pero entonces las Smythe-Smith empezaron a puntear sus instrumentos.

Dio un respingo, luego hizo una mueca de disgusto, y entonces cometió el error de mirar hacia el improvisado escenario para ver qué podía haber emitido tan espantoso sonido. No fue capaz de determinar el origen, pero la expresión de horror de la cara de la viola bastó para hacer que apartara la vista.

– ¿Me has oído? -dijo Mary con apremio, dándole con el codo en el costado-. Está aquí. Tu vecino. -Ante la inexpresiva mirada de Olivia, dijo impaciente y prácticamente en voz alta-: ¡Sir Harry Valentine!

– ¿Aquí? -Olivia se giró de inmediato en su butaca.

– ¡No mires!

Y se giró de nuevo hacia delante.

– ¿Por qué está aquí? -susurró.

Mary se toqueteó el vestido, una muselina color lavanda que por lo visto era tan incómoda como parecía.

– No lo sé. Probablemente lo hayan invitado.

Debía de ser cierto. Nadie, en su sano juicio, acudiría sin invitación a ese recital. Era, para describirlo con la máxima delicadeza, un atentado contra los sentidos.

En cualquier caso contra uno de ellos. Probablemente fuese una buena noche para estar sordo.

¿Qué hacía sir Harry Valentine aquí? Olivia se había pasado los tres últimos días con las cortinas echadas, evitando resueltamente todas las ventanas del ala sur de la casa de los Rudland. Pero no contaba con verlo fuera, ya que como bien sabía, sir Harry Valentine no salía de casa.

Y, sin duda, cualquiera que pasase tanto tiempo como él con la pluma, la tinta y el papel poseía la inteligencia suficiente para saber que si decidía salir, había opciones mejores que el recital de las Smythe-Smith.

– ¿Habrá asistido alguna vez a algo así? -preguntó Olivia con disimulo, manteniendo la cabeza al frente.

– No lo creo -le susurró Mary a su vez, también con la mirada clavada al frente. Se inclinó ligeramente hacia Olivia, hasta que sus hombros casi se tocaron-. Desde su llegada a la ciudad ha estado en dos bailes.

– ¿Ha ido al club Almack's?

– Ni una sola vez.

– ¿Y a esa carrera de caballos del parque a la que asistió todo el mundo el mes pasado?

Aunque no lo vio, Olivia notó que Mary sacudía la cabeza.

– Creo que no. Pero no estoy segura. A mí no me dejaron ir.

– A mí tampoco -musitó Olivia. Winston se lo había contado todo sobre la carrera, naturalmente, pero (también naturalmente) no le había dado una explicación tan detallada como le habría gustado.

– Pasa mucho tiempo con el señor Grey -continuó Mary.

Olivia dio un respingo sorprendida.

– ¿Sebastian Grey?

– Son primos. Primos hermanos, creo.

Al oír eso Olivia dejó de fingir que no estaba manteniendo una conversación y miró directamente a Mary.

– ¿Sir Harry Valentine es primo de Sebastian Grey?

Mary se encogió débilmente de hombros.

– Eso dicen.

– ¿Estás segura?

– ¿Por qué es tan difícil de creer?

Olivia hizo un alto.

– No tengo ni idea. -Pero lo era. Conocía a Sebastian Grey. Todo el mundo lo conocía. Por eso le parecía que encajaba tan mal con sir Harry, quien, hasta donde Olivia sabía, abandonaba su despacho únicamente para comer, dormir y dejar inconsciente de un puñetazo a Julian Prentice.

¡Julian Prentice! Se había olvidado completamente de él. Olivia se irguió y echó un vistazo a la sala con experta discreción.

Aunque, cómo no, Mary supo al instante lo que estaba haciendo.

– ¿A quién buscas? -le susurró.

– A Julian Prentice.

Mary ahogó un grito con regocijado horror.

– ¿Está aquí?

– No creo, pero Winston me ha dicho que no fue tan atroz como pensamos. Por lo visto Julian estaba tan borracho que sir Harry podría haberlo tumbado de un soplo.

– Pero un soplo no le deja a uno el ojo amoratado -le recordó Mary, siempre rigurosa en el detalle.

– La cuestión es que no creo que él le diera una paliza.

Mary hizo una pausa de unos segundos, luego debió de decidir que era el momento de cambiar de tema. Miró hacia un lado y el otro, entonces se rascó allí donde el rígido encaje de su vestido se doblaba sobre su clavícula.

– Mmm…, hablando de tu hermano, ¿va a venir?

– ¿Estás loca? ¡No! -Olivia consiguió no poner los ojos en blanco, pero le faltó poco. Winston había fingido un resfriado de un modo bastante convincente y se había metido en la cama. Había engañado a su madre tan bien, que ésta le había pedido al mayordomo que fuese a echarle un vistazo cada hora y la mandase a buscar si empeoraba.

Lo que había sido un detalle positivo de la velada. Olivia sabía de buena tinta que más tarde los caballeros se encontrarían en el club White's. Pues bien, el encuentro tendría que desarrollarse sin Winston Bevelstoke.

Cosa que podría haber sido perfectamente el objetivo de su madre.

– ¿Sabes? -musitó Olivia-. Cuanto mayor soy más admiro a mi madre.

Mary la miró como si se hubiese vuelto una excéntrica.

– ¿De qué hablas?

– Déjalo. -Olivia sacudió levemente la mano. Sería demasiado difícil de explicar. Alargó el cuello un poco, intentando aparentar que no escudriñaba al público-. No lo veo.

– ¿A quién? -inquirió Mary.

Olivia reprimió el impulso de darle una bofetada.

– A sir Harry.

– Pues está aquí -dijo Mary en tono confidencial-. Lo he visto.

– Ahora no está aquí.

Mary (quien tan sólo momentos antes había reprendido a Olivia por su falta de discreción) hizo alarde de una flexibilidad asombrosa al girar el cuello casi por completo.

– Mmm…

Olivia esperó a que dijese algo más.

– No lo veo -dijo Mary al fin.

– ¿Es posible que te hayas equivocado? -preguntó Olivia esperanzada.

Mary le lanzó una mirada de impaciencia.

– Por supuesto que no. Tal vez esté en el jardín.

Olivia se volvió, aunque el jardín no pudiera verse desde la sala donde tendría lugar el recital. Supuso que era un reflejo. Si sabías que alguien estaba en algún sitio, no podías dejar de girarte en esa dirección, aun cuando fuera totalmente imposible verlo.

Naturalmente, no sabía si sir Harry estaba en el jardín. Ni siquiera sabía a ciencia cierta si estaba en el recital. Contaba tan sólo con la afirmación de Mary y aunque ésta era absolutamente de fiar en lo relativo a los nombres de los asistentes a las fiestas, nada más había visto a ese tipo unas cuantas veces (reconocido por ella misma). Era muy posible que se hubiese equivocado.

Olivia decidió aferrarse a esa idea.

– Mira lo que he traído -dijo Mary, rebuscando en su magnífico bolso.

– ¡Oh, es precioso! -exclamó Olivia, bajando los ojos hacia el abalorio de cuentas.

– ¿A que sí? Lo compró mamá en Bath. ¡Oh, aquí están! -Mary extrajo dos pequeñas bolas de algodón-. Son para los oídos -explicó.

Olivia abrió la boca con admiración. Y envidia.

– No tendrás un par más, ¿verdad?

– No, lo siento -contestó Mary encogiéndose de hombros-. El bolso es muy pequeño. -Se giró al frente-. Creo que ya va a empezar.

Una de las madres de las Smythe-Smith pidió a todo el mundo en voz alta que se sentara. La madre de Olivia miró hacia su hija, vio que Mary había ocupado su butaca y la saludó fugazmente con la mano antes de encontrar un hueco al lado de la madre de Mary.

Olivia inspiró hondo, preparándose mentalmente para su tercer encuentro con el cuarteto de cuerda de las Smythe-Smith. El año anterior había perfeccionado mucho su técnica; consistía en respirar profundamente, buscar un punto fijo en la pared que había tras las chicas del que no tuviera que apartar la vista y reflexionar sobre los diversos y variados viajes que pudieran surgirle, por muy vulgares o poco originales que fueran:


Lugares en los que preferiría estar. Edición 1821,

por lady Olivia Bevesltoke.

En Francia.

Con Miranda.

Con Miranda en Francia.

En la cama con una taza de chocolate y un periódico.

En cualquier parte con una taza de chocolate y un periódico.

En cualquier parte con una taza de chocolate o un periódico.


Miró hacia Mary, que parecía a punto de quedarse dormida. El algodón se le había medio salido de las orejas, y Olivia prácticamente tuvo que reprimirse para evitar sacárselo.

De haberse tratado de Winston o Miranda, se lo habría sacado sin dudarlo.

Los compases de Bach, reconocibles únicamente por su melodía barroca… bueno, ella no llamaría a eso melodía, exactamente, pero sí tenía algo que ver con las notas de una escala que subían y bajaban. Fuera lo que fuera, aquello era una ofensa para los oídos y Olivia volvió a girar bruscamente la cabeza al frente.

Los ojos clavados en la pared, los ojos en la pared.

Preferiría estar:


Nadando.

Montando a caballo.

Nadando a lomos de un caballo, no.

Dormida.

Tomándose un helado.


¿Valía esto último como lugar? En realidad, era más bien una experiencia, como «estar dormido», claro que dormir implicaba estar en la cama, que era un sitio. Aunque, para ser exactos, uno podía dormirse sentado. Olivia nunca lo hacía, pero su padre a menudo se quedaba dormido en el salón durante los «ratos en familia» que su madre había establecido, y por lo visto Mary podía hacerlo incluso durante esta cacofonía.

La muy traidora. Ella jamás habría llevado algodones solamente para ella.

«Clava los ojos en la pared, Olivia».

Soltó un suspiro (un poco demasiado fuerte, aunque no es que pudiera oírla nadie) y volvió a hacer sus respiraciones profundas. Se concentró en un candelabro que había detrás de la triste cabeza de la viola; no, mejor de la cabeza de la triste viola…

La verdad era que esa chica no parecía feliz. ¿Sabía lo mal que tocaba el cuarteto? Porque saltaba a la vista que las otras tres no tenían ni idea. Pero la que tocaba la viola, era distinta, era…

Hizo que Olivia escuchara realmente la música.

«¡No puede ser! ¡No puede ser!» Su cerebro se rebeló y volvió a retomar esas malditas inspiraciones, y…

Y entonces el recital terminó, y las músicas se levantaron e hicieron unas reverencias bastantes coquetas. Olivia se sorprendió a sí misma parpadeando demasiado; al parecer, no podía mover adecuadamente los ojos después de tenerlos tanto rato clavados en un punto fijo.

– Te has dormido -le dijo a Mary, dedicándole una mirada como de decepción.

– No es verdad.

– ¡Sí que lo es!

– Bueno, en cualquier caso esto ha funcionado -contestó ella, sacándose el algodón de los oídos-. No he oído casi nada. ¿Adónde vas?

Olivia ya estaba a mitad de pasillo.

– Al cuarto de baño. No aguanto… -Y decidió que eso tendría que bastar. No había olvidado que era posible que sir Harry Valentine estuviese en algún punto de la sala, por lo que si alguna situación requería prisa, era ésa.

No es que ella fuese una cobarde, en absoluto. No estaba tratando de evitar a ese hombre, simplemente intentaba evitar que él tuviera la oportunidad de sorprenderla.

«¡No hay que bajar la guardia!» Si hasta ahora no había sido su lema, ahora lo haría suyo.

¿Acaso no le impresionaría eso gratamente a su madre? Siempre le decía que fuese más perfeccionadora. No, eso no estaba bien dicho. ¿Qué era lo que decía su madre? Daba igual; ya estaba casi en la puerta. Únicamente tenía que pasar junto a sir Robert Stoat y…

Lady Olivia.

¡Maldita sea! ¿Quién…?

Se giró y se le encogió el corazón. Y cayó en la cuenta de que sir Harry Valentine era mucho más alto de lo que le había parecido desde su despacho.

– Disculpe -dijo ella sin inmutarse, porque siempre se le había dado bastante bien actuar-. ¿Nos conocemos?

Pero por la burlona curva de su sonrisa, Olivia estaba casi segura de que no había sido capaz de disimular su fugaz sorpresa inicial.

– Perdone -le dijo él con suavidad, y ella se estremeció, porque su voz… no era como había pensado que sería. Sonaba como el olor del brandy y le pareció que sabría a chocolate. Y no sabía muy bien por qué había sentido un escalofrío, ya que tenía bastante calor ahora-. Sir Harry Valentine -musitó, haciéndole con educación una elegante reverencia-. Usted es lady Olivia Bevelstoke, ¿verdad?

Olivia levantó el mentón un par de centímetros, sintiéndose importantísima.

– Sí.

– En ese caso estoy encantado de conocerla.

Ella asintió. Probablemente debería hablar; desde luego sería más educado, pero sentía que su compostura peligraba y era más aconsejable que se quedase callada.

– Soy su nuevo vecino -añadió sir Harry Valentine, que parecía un tanto divertido con su reacción.

– ¡Claro! -repuso Olivia, manteniendo el rostro inexpresivo; sir Harry no podría con ella-. Su casa está al sur de la mía, ¿verdad? -preguntó, satisfecha por el tono ligeramente indiferente de su voz-. Había oído que estaba en alquiler.

Él no dijo nada. No enseguida. Pero sus ojos se clavaron en los de ella, que necesitó toda su fortaleza para mantener su expresión plácida, serena y ligeramente curiosa nada más. Olivia consideró esto último necesario; de no haber estado espiándole durante prácticamente una semana, el encuentro le habría parecido sin duda un tanto curioso.

Era un desconocido que actuaba como si ya se conocieran.

Un desconocido, guapo.

Un desconocido guapo que parecía que fuese…

¿Por qué le estaba mirando a los labios?

¿Por qué estaba ella relamiéndose los suyos?

– Bienvenido a Mayfair -se apresuró a decir ella. Lo que fuera con tal de romper el silencio. El silencio no la beneficiaba, no con este hombre, ya no-. Tendremos que invitarle a casa.

– Me encantaría -replicó él aparentemente serio, y Olivia no salió de su asombro. No sólo porque había dicho que le encantaría, sino porque realmente pretendiese aceptar el ofrecimiento, que cualquier idiota habría visto que era sólo por educación.

– Perfecto -dijo ella convencida de que no estaba tartamudeando, sólo que sí hablaba tartamudeando un poco o como si tuviese algo en la garganta-. Si me permite… -Señaló la puerta, porque seguro que al interceptarle al paso él se había fijado en que ella se dirigía hacia la salida.

– Hasta la próxima, lady Olivia.

Ella trató de dar con una contestación ingeniosa, o incluso sarcástica y astuta, pero su mente estaba confusa y no se le ocurrió nada. Él la miraba fijamente con una expresión que no parecía revelar nada de su persona y que, sin embargo, lo decía todo de ella. Tuvo que recordarse a sí misma que sir Harry no conocía todos sus secretos; que no la conocía.

¡Cielo santo! Pero si al margen de esta tontería del espionaje, ¡no tenía ningún secreto!

Y eso él tampoco lo sabía.

Un tanto entonada por la indignación, Olivia le saludó con la cabeza; un movimiento leve y cortés, perfectamente adecuado para una despedida. Y entonces, recordándose a sí misma que era lady Olivia Bevelstoke y que estaba como pez en el agua en cualquier situación social, se giró y se fue.

Y cuando se le trabaron los pies, agradeció enormemente estar ya en el vestíbulo, donde él no pudo verla.

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