Harry no pensó en lo que hizo. Le habría sido imposible pensarlo, porque de ser así, jamás lo habría hecho. Pero cuando ella alargó la mano…
Él la agarró.
Sólo en ese momento se dio cuenta de lo que había hecho, y quizá sólo en ese momento ella también se dio cuenta de lo que había iniciado, pero para entonces ya era demasiado tarde.
Harry se acercó los dedos de Olivia a los labios y los besó uno a uno, justo en la base junto a los nudillos, donde ella llevaría un anillo. Donde en la actualidad no llevaba ninguno. Donde, en un ataque de imaginación que ponía los pelos de punta, la vio llevando un anillo que él le regalase.
Eso debería haber servido de aviso. Debería haberle provocado el miedo suficiente para hacer que le soltara la mano y huyese despavorido de la sala, de la casa y de su compañía para siempre.
Pero no le amedrentó. Harry no apartó la mano de Olivia de sus labios, incapaz de despegarse del tacto de su piel.
Olivia era afectuosa y dulce.
Temblaba.
Al fin, él la miró a los ojos. Los tenía muy abiertos, miraban a Harry con inquietud… y confianza… y… ¿deseo tal vez? No podía estar seguro, porque sabía que ella no podía estarlo. No conocía el deseo, no entendería la dulce tortura que suponía, lo que era desear físicamente a otro ser humano.
Él sí lo conocía, y cayó en la cuenta de que lo había sentido casi constantemente desde que la conoció. Se había producido ese primer momento de atracción química, era cierto, pero eso no era trascendental. En aquel entonces no la conocía, ni siquiera le caía bien.
Pero ahora… era distinto. No era solamente su belleza lo que él deseaba, ni la curva de su pecho o el sabor de su piel. La deseaba a ella. A todo su ser. Deseaba lo que fuese que la impulsaba a leer periódicos en lugar de novelas, y deseaba ese ligero espíritu transgresor que le hacía abrir una ventana y leerle a Harry noveluchas de un edificio a otro.
Deseaba su afilado ingenio, la expresión triunfal de su rostro cuando le arponeaba con una respuesta especialmente acertada. Y deseaba su cara de absoluto desconcierto cuando él se apuntaba un tanto.
Deseaba la pasión que escondía su mirada y deseaba el sabor de sus labios, y sí, deseaba tenerla bajo su cuerpo, encima de éste, rodeándolo… en todas las posturas posibles, de todas y cada una de las formas.
Se tenía que casar con ella; así de sencillo.
– ¿Harry? -susurró Olivia, y la mirada de éste se posó en sus labios.
– Voy a besarla -le dijo él en voz baja, sin pensar, sin siquiera contemplar la posibilidad de que pudiera ser algo que debiera preguntarle.
Se inclinó hacia delante y, en ese último segundo antes de que sus labios tocaran los de Olivia, se redimió. Sintió que volvía a nacer.
Entonces la besó, el primer contacto fue dolorosamente ligero, no pasó de un roce de sus labios contra los de ella; pero saltaron chispas. Fue impresionante en el sentido más amplio de la palabra. Harry echó el cuerpo hacia atrás, únicamente lo suficiente para ver la expresión de Olivia. Ésta lo miraba fijamente con asombro, sus ojos azul aciano engulléndolo.
Olivia susurró su nombre.
Y él perdió el control. La estrechó de nuevo contra su cuerpo, esta vez con la pasión corriendo por sus venas. La besó con avidez, perdiendo todo comedimiento, y antes de darse cuenta tenía las manos en el pelo de Olivia, del que empezaron a caer las horquillas, y lo único en lo que podía pensar era que quería volver a verla con el pelo suelto.
Con el pelo suelto cubriendo su piel. Y sin nada más.
El cuerpo de Harry, ya en tensión por el deseo, se puso increíblemente duro, y en un condenado arrebato de cordura comprendió que si no la apartaba de sí de inmediato, le desgarraría la ropa que llevaba puesta y la poseería allí mismo, en el salón de sus padres.
Con la puerta abierta.
¡Santo Dios!
Le puso las manos en los hombros, no tanto para empujarla a ella hacia atrás como para apartarse él.
Durante unos instantes no pudieron hacer otra cosa más que mirarse fijamente el uno al otro. A ella se le estaba deshaciendo el recogido y estaba divina y maravillosamente despeinada. Olivia se llevó una mano a la boca, sus dedos índice, corazón y anular tocando sus labios con asombro.
– Me ha besado -susurró ella.
Él asintió.
Los labios de Olivia esbozaron una sonrisa.
– Creo que le he devuelto el beso.
Harry asintió de nuevo.
– Así es.
Parecía que ella iba a decir algo más, pero entonces se giró hacia la puerta. Y desplazó la mano, que tenía aún cerca del rostro, hasta su pelo.
– Supongo que querrá rehacerse eso -dijo él, sus propios labios dibujando una temblorosa sonrisa.
Olivia asintió. Y de nuevo dio la impresión de que iba a hablar, pero no lo hizo. Reunió todo su pelo en la nuca formando con la mano una cola de caballo y entonces se levantó.
– ¿Estará aquí cuando vuelva? -le preguntó a Harry.
– ¿Quiere que esté?
Ella asintió.
– Entonces, aquí estaré -dijo él, aunque habría contestado lo mismo de haber dicho ella que no.
Olivia volvió a asentir y se apresuró hacia la puerta. Sin embargo, antes de marcharse, se giró por última vez y miró hacia Harry.
– Yo… -balbució, pero se limitó a sacudir la cabeza.
– ¿Usted, qué? -inquirió él, incapaz de ocultar la tierna alegría de su voz.
Ella se encogió de hombros con impotencia.
– No lo sé.
Harry se echó a reír. Y ella se rio. Y mientras escuchaba el sonido cada vez más lejano de los pasos de Olivia, decidió que era un momento perfecto.
En todos los sentidos posibles.
Harry estaba sentado aún en el sofá cuando minutos más tarde el mayordomo entró en el salón.
– El príncipe Alexei Gomarovsky solicita ver a lady Olivia -anunció. Hizo un alto y se asomó para echar un vistazo a la sala-. ¿Lady Olivia?
Harry empezó a decirle que volvería enseguida, pero el príncipe ya había entrado en la habitación con paso airado.
– Seguro que me recibirá -le estaba diciendo al mayordomo.
«Pero me ha besado a mí», quiso cacarear Harry. Era una sensación absolutamente maravillosa la suya. Había ganado; y el príncipe había perdido. Y si bien un caballero no debía presumir de sus conquistas, Harry estaba convencido de que para cuando Alexei saliera de casa de los Rudland, sabría quién se había ganado el favor de Olivia.
Entonces se sintió un poco culpable por lo mucho que ansiaba eso.
Nunca había dicho que no fuera un hombre competitivo.
– Usted… -dijo el príncipe Alexei. De hecho, sonó un poco acusatorio.
Harry sonrió con desgana al tiempo que se levantaba para saludarle.
– Yo.
– ¿Qué está haciendo aquí?
– He venido a ver a lady Olivia, naturalmente. ¿Qué hace usted aquí?
El príncipe decidió responder a eso con una mueca de desdén.
– ¡Vladimir! -bramó.
Vlad el Empalador (como había empezado a llamarlo Harry) entró en la sala aporreando el suelo con los pies y le dedicó a Harry una hosca mirada antes de volverse hacia su señor, que estaba preguntándole (en ruso, por supuesto) qué había averiguado hasta el momento sobre Harry.
– Poka nitchevo. (Aún nada).
Por lo que Harry estuvo enormemente agradecido. No era vox populi que hablaba ruso, pero tampoco era un secreto. No haría falta indagar mucho para descubrir que su abuela descendía de una familia rusa de abolengo.
Lo que no necesariamente implicaba que él hubiese aprendido el idioma, pero el príncipe tendría que ser idiota para no hacerse esa pregunta. Y si bien Alexei era un grosero y un lujurioso, y muy probablemente no tuviese virtud social alguna a su favor, no era idiota, al margen de lo Harry pudiese haber dicho de él hasta el momento.
– ¿Ha tenido Vuestra Alteza una mañana agradable? -le preguntó Harry con su voz más amable.
El príncipe Alexei le clavó una mirada con la clara intención de que ésa fuera toda su respuesta.
– Mi mañana está siendo estupenda -continuó Harry volviéndose a sentar.
– ¿Dónde está lady Olivia?
– Creo que ha subido arriba. Tenía algo que… mmm… hacer. -Harry hizo un pequeño movimiento junto a su pelo, que decidió dejar que el príncipe interpretase como quisiera.
– La esperaré -dijo Alexei en su tono entrecortado habitual.
– ¡Claro! -repuso Harry afablemente mientras señalaba el sillón de enfrente. Esto le valió otra mirada iracunda, seguramente merecida, ya que no le correspondía a él hacer de anfitrión.
Aun así la situación era divertidísima.
Alexei se dio un ligero golpe en el faldón de la levita y tomó asiento, sus labios sellados en una firme y tensa línea. Miró al frente con la clara intención de ignorar a Harry por completo.
Lo cual no habría supuesto ningún problema para Harry, puesto que no tenía especiales ganas de interactuar con el príncipe en cuestión, sólo que se sentía un poco superior a éste, ya que era a él a quien Olivia había decidido besar y no a Su Alteza, a pesar de que Harry no pertenecía a la realeza, ni a la aristocracia, ni a todo eso que el príncipe Alexei tanto valoraba.
Y esto mezclado con las actuales instrucciones de Harry procedentes del Departamento de Guerra, de las que podía inferirse que debía hacer lo posible para ser la peor pesadilla del príncipe ruso, en fin…
Nada más lejos de su intención que rehuir sus deberes patrióticos.
Harry se incorporó lo justo para alcanzar a coger La señorita Butterworth de la mesa y a continuación se volvió a sentar canturreando mientras daba con la página en la que Olivia y él se habían quedado dos días antes, cuando la pobre Priscilla perdía a su familia a causa de la viruela.
– Hmm hmm hmmm hmmmmmm hm hm…
Alexei le lanzó una brusca mirada de fastidio.
– Estoy cantando Dios salve al Rey -le dijo Harry-. Por si se lo estaba preguntando.
– No me lo estaba preguntando.
– Dios salve a nuestro gracioso Rey, larga vida a nuestro noble Rey. ¡Dios salve al Rey!
El príncipe movió los labios, pero entre dientes dijo:
– Conozco la melodía.
Harry dejó que el volumen de su voz aumentara ligeramente:
– Que le haga victorioso, feliz y glorioso. Que tenga un largo reinado sobre nosotros: ¡Dios salve al Rey!
– Acabe con su canto infernal.
– Sólo estaba siendo patriótico -dijo Harry, volviendo a la carga-: ¡Oh, Señor, nuestro Dios, dispersa a sus enemigos y hazlos caer!
– Si estuviésemos en Rusia, habría ordenado que lo arrestaran.
– ¿Por cantar el himno de mi propio país? -musitó Harry.
– No necesitaría razón alguna aparte de mi propia complacencia.
Harry pensó en ello, se encogió de hombros y prosiguió:
– Confunde sus políticas, frustra sus viles tretas, en ti depositamos nuestras esperanzas, ¡que Dios nos salve a todos!
Hizo una pausa porque decidió que el último verso no era necesario. Prefería terminar con las «viles tretas».
– Somos un pueblo sumamente justo -le dijo al príncipe-. Lo digo por si se ha sentido aludido por el «todos».
Alexei no respondió, pero Harry reparó en que tenía las dos manos cerradas en un puño.
Harry devolvió la atención a La señorita Butterworth tras decidir que esta parte del espionaje no le disgustaba. No se había divertido tanto fastidiando a alguien desde…
Nunca.
Al pensar eso se sonrió. Ni siquiera atormentando a su hermana había disfrutado tanto. Y Sebastian nunca se tomaba nada en serio, prácticamente era imposible hacerle enfadar.
Harry canturreó los primeros compases de La Marsellesa, únicamente para observar la reacción del príncipe (su cara se encendió por la ira), y luego se puso a leer. Fue pasando páginas porque de pronto consideró que no tenía ningún interés en los años de formación de Priscilla Butterworth, y por fin se decidió por la página 144, en la que por lo visto se hablaba de locura y desfiguración, y había insultos y lágrimas; todos los requisitos de una novela extraordinaria.
– ¿Qué lee? -preguntó el príncipe Alexei.
Harry alzó la vista distraídamente.
– ¿Cómo dice?
– ¿Qué lee? -le espetó el príncipe.
Harry desvió los ojos hacia el libro y luego los levantó de nuevo hacia Alexei.
– Me ha parecido intuir que no deseaba usted hablar conmigo.
– Cierto, pero siento curiosidad. ¿Qué libro es?
Harry sostuvo el libro en el aire para que el príncipe pudiese ver la cubierta.
– La señorita Butterworth y el barón demente.
– ¿Eso es lo que lee todo el mundo en Inglaterra? -se mofó el príncipe.
Harry pensó en ello.
– No lo sé. Lady Olivia lo está leyendo. Y creo que yo también lo haré.
– ¿No es éste el libro que ella dijo que no le gustaría?
– Sí, creo que sí -musitó Harry-. Y no la culpo.
– Léame un poco.
Primer tanto para el príncipe. Harry estaba casi tan sorprendido como si el príncipe se hubiese acercado hasta él y le hubiera besado en los labios.
– No creo que le guste -dijo Harry.
– ¿Le gusta a usted?
– No mucho -contestó él sacudiendo la cabeza. No era exactamente cierto, porque le encantaba escuchar a Olivia cuando le leía en voz alta o leerle en voz alta a ella. Pero por alguna razón dudaba que las palabras tuviesen la misma magia compartidas con el príncipe Alexei Gomarovsky de Rusia.
El príncipe levantó el mentón e inclinó muy ligeramente la cabeza. Fue como si estuviese posando para un retrato, observó Harry. Ese hombre se pasaba la vida actuando como si posara para un retrato.
Si no fuera tan imbécil, se habría compadecido de él.
– Si lady Olivia lo está leyendo -dijo el príncipe-, yo también quiero leerlo.
Harry hizo una pausa para asimilar eso. Supuso que por el bien de las relaciones anglo-rusas podía renunciar a La señorita Butterworth. Cerró el libro y se lo ofreció.
– No. Léamelo usted.
Harry decidió obedecer. Era una petición tan estrafalaria que no se atrevió a decir que no. Además, Vladimir había dado dos pasos hacia él y empezaba a gruñir.
– Como Su Alteza desee -dijo Harry, arrellanándose una vez más con el libro-. Me imagino que le gustaría empezar por el principio.
Alexei contestó con un simple y regio asentimiento de cabeza.
Harry volvió al principio.
– Era una noche oscura y ventosa, y la señorita Priscilla Butterworth estaba convencida de que de un momento a otro empezaría a llover, y caería del cielo una incesante cortina de agua que mojaría cuanto había dentro de su ámbito. -Alzó la vista-. Por cierto que la palabra «ámbito» no se ha empleado correctamente.
– ¿Qué es esa «cortina»?
Harry repasó el texto.
– Mmm… no es más que una forma de hablar. Parecida a la de «llover a cántaros».
– Eso sí que me parece una estupidez.
Harry se encogió de hombros. Nunca le había gustado mucho su idioma.
– ¿Continúo?
De nuevo un asentimiento de cabeza.
– Naturalmente, dentro de su diminuta habitación estaba guarecida de las inclemencias del tiempo, pero los marcos de las ventanas…
– El señor Sebastian Grey -anunció la voz del mayordomo.
Con cierta sorpresa, Harry levantó la mirada del libro.
– ¿Ha venido a ver a lady Olivia? -inquirió.
– Ha venido a verlo a usted -le informó el mayordomo, que parecía ligeramente desconcertado con todo el asunto.
– ¡Ah…, vale! En ese caso hágalo pasar.
Sebastian entró instantes después y ya iba por la mitad de la frase:
– … me ha dicho que te encontraría aquí. Debo decir que me ha venido muy bien. -Frenó en seco y parpadeó unas cuantas veces mirando atónito al príncipe-. Alteza -saludó con una reverencia.
– Es mi primo -dijo Harry.
– Lo recuerdo -repuso Alexei con mucha frialdad-. Es un poco torpe con el champán.
– ¡Qué vergüenza me dio! -dijo Sebastian, sentándose en un sillón-. Verá, soy un verdadero zopenco. La semana pasada sin ir más lejos manché de vino al Ministro de Hacienda.
Harry estaba bastante seguro de que Sebastian no había tenido nunca ocasión de estar con el Ministro de Hacienda en una misma sala, y mucho menos lo suficientemente cerca como para echarle vino en las botas.
Pero esto se lo guardó para sí.
– ¿Qué harán sus excelsas señorías esta tarde? -preguntó Sebastian.
– ¿Ya es por la tarde? -inquirió Harry.
– Casi.
– Sir Harry me está leyendo en voz alta -dijo el príncipe, y Sebastian miró a Harry con declarado interés.
– Dice la verdad -confirmó Harry mientras levantaba el libro de La señorita Butterworth.
– La señorita Butterworth y el barón demente -leyó Sebastian con aprobación-. Magnífica elección.
– ¿Lo ha leído? -preguntó Alexei.
– No es tan bueno como La señorita Davenport y el enigmático marqués, por supuesto, pero es infinitamente mejor que La señorita Sainsbury y el coronel misterioso.
Harry se quedó sin habla.
– En este momento estoy leyendo La señorita Truesdale y el caballero mudo.
– ¿Mudo? -repitió Harry.
– Es que hay una falta de diálogo considerable -confirmó Sebastian.
– ¿A qué ha venido? -le preguntó el príncipe sin rodeos.
Sebastian se volvió a él con expresión risueña, como si no percibiera que el príncipe sentía hacia él una aversión realmente palpable.
– Necesito hablar con mi primo, naturalmente. -Se arrellanó en su asiento y cualquiera hubiera dicho que pretendía pasarse allí el día entero-. Pero puedo esperar.
Harry no tenía una respuesta preparada para eso. Al parecer, el príncipe tampoco.
– Sigue -le instó Sebastian.
Harry no tenía ni idea de lo que hablaba.
– Leyendo. Creo que estaría bien escucharte. Hace siglos que no lo leo.
– ¿Te vas a quedar aquí sentado mientras te leo en voz alta? -preguntó Harry con recelo.
– A mí y al príncipe Alexei -le recordó Sebastian, y cerró los ojos-. No te preocupes por mí. Así visualizo mejor la escena.
Harry había creído que nada podría hacerle sentir cierta complicidad con el príncipe, pero cuando intercambiaron miradas quedó claro que ambos pensaban que Sebastian estaba loco.
Harry se aclaró la garganta, retrocedió al principio de la frase y leyó:
– Naturalmente, dentro de su diminuta habitación estaba guarecida de las inclemencias del tiempo, pero los marcos de las ventanas vibraban con tal estruendo que esa noche le sería imposible conciliar el sueño.
Harry levantó la vista. El príncipe escuchaba con atención pese a la expresión aburrida de su cara. Sebastian estaba absolutamente embelesado.
O eso o se había quedado dormido.
– Acurrucada en su estrecha y fría cama, no pudo evitar recordar todos los acontecimientos que la habían conducido a este desolador momento, en esta desoladora noche. Pero no es aquí, queridos lectores, donde empieza nuestra historia.
Los ojos de Sebastian se abrieron de golpe.
– ¿Aún vas por la primera página?
Harry arqueó una ceja.
– ¿Acaso esperabas que Su Alteza y yo hubiéramos estado reuniéndonos cada tarde para llevar a cabo sesiones secretas de lectura?
– Dame el libro -le dijo Sebastian mientras alargaba el brazo y le arrancaba a Harry la novela de las manos-. Declamas fatal.
Harry se dirigió al príncipe:
– Es que tengo poca práctica.
– Era una noche oscura y ventosa -empezó a leer Sebastian, y Harry tuvo que reconocer que su tono era muy teatral. Hasta Vladimir había inclinado el cuerpo hacia delante para escuchar, y eso que no hablaba inglés-, y la señorita Priscilla Butterworth estaba convencida de que de un momento a otro empezaría a llover, y caería del cielo una incesante cortina de agua que mojaría cuanto había dentro de su ámbito.
¡Santo Dios! Parecía casi un sermón. Estaba claro que Sebastian se había equivocado de profesión.
– La palabra «ámbito» no se ha empleado correctamente -comentó el príncipe Alexei.
Sebastian levantó la mirada, en sus ojos había destellos de irritación.
– Por supuesto que sí.
Alexei señaló con un dedo a Harry.
– Él me ha dicho que no.
– Y así es -replicó Harry encogiéndose de hombros.
– ¿Qué tiene de incorrecta? -solicitó saber Sebastian.
– Da a entender que lo que la protagonista ve está bajo su poder o control.
– ¿Y cómo sabes que no lo está?
– No lo sé -confesó Harry-, pero no da la impresión de que controle gran cosa. -Alargó la mirada hacia el príncipe-. Su madre muere picoteada por unas palomas.
– Cosas que pasan -dijo Alexei asintiendo.
Alarmados, tanto Harry como Sebastian desviaron la vista hacia él.
– No es fortuito -aclaró Alexei.
– Quizá convenga que revise mi deseo de viajar a Rusia -dijo Sebastian.
– Justicia rápida -declaró Alexei-. Es la única manera.
Harry no se podía creer lo que iba a preguntar, pero tenía que decirlo.
– ¿Las palomas son rápidas?
Alexei encogió los hombros, muy posiblemente el gesto menos conciso y exacto que Harry le había visto hacer.
– La justicia es rápida. El castigo, no tanto.
La frase fue acogida en silencio y con miradas de perplejidad, luego Sebastian se giró hacia Harry y le dijo:
– ¿Cómo sabías lo de las palomas?
– Me lo ha dicho Olivia. Lleva leídas más páginas que yo.
Sebastian apretó los labios con desaprobación. Harry, por su parte, se sorprendió. Era singularmente extraño ver esa expresión en el rostro de su primo. No recordaba la última vez que Sebastian había estado en contra de algo.
– ¿Puedo continuar? -preguntó éste, su voz preñada de amabilidad.
El príncipe asintió y Harry musitó:
– Continúa, por favor. -Y todos se arrellanaron en sus asientos para escuchar.
Hasta Vladimir.