Bien mirado, Harry podía dar la jornada casi por finalizada. En un día normal habría traducido el doble de lo que había logrado hacer hoy, posiblemente más, pero se había distraído.
De pronto se había encontrado mirando hacia la ventana de Olivia, aunque sabía que no estaba ahí. Hoy se suponía que tenía que ir a ver al príncipe. A las tres de la tarde. Lo que significaba que probablemente había salido de casa poco antes de las dos. La residencia del embajador ruso no estaba muy lejos, pero el conde y la condesa no querrían correr el riesgo de llegar tarde. Siempre había tráfico, podía romperse una rueda o aparecer algún golfo en la calzada… Cualquier persona mínimamente prudente salía de casa con el tiempo suficiente por si había retrasos imprevistos.
Seguramente Olivia estaría allí encerrada dos horas, a lo mejor tres; nadie como los rusos para alargar estas cosas. Luego media hora para volver a casa y…
Bueno, ahora estaba en casa, eso seguro. A menos que se hubiese vuelto a ir, pero no había visto salir el carruaje de los Rudland.
No es que hubiese estado pendiente, pero tenía las cortinas descorridas. Y si se colocaba en un ángulo determinado, podía ver el resplandor de un pequeño haz de luz procedente de la calle. Y, por supuesto, cualquier carruaje que pasara casualmente por ahí.
Se levantó y se desperezó, alzando las manos por encima de la cabeza y dibujando círculos con ésta. Tenía la intención de traducir una página más esta noche (según el reloj de la repisa de la chimenea eran sólo las nueve y media), pero ahora mismo necesitaba mover un poco las piernas para activar la circulación sanguínea. Bordeó su escritorio y caminó hasta la ventana.
Y ahí estaba ella.
Durante unas décimas de segundo se quedaron los dos petrificados, como preguntándose si deberían fingir no haberse visto.
Y entonces Harry pensó que no, por supuesto que no.
Saludó a Olivia con la mano.
Ella sonrió y le devolvió el saludo, y luego…
Harry se quedó mirando atónito. Olivia estaba abriendo la ventana.
Así que, naturalmente, él hizo lo mismo.
– Sé que me dijo que no había leído esto -dijo ella sin preámbulos-, pero ¿le ha echado siquiera un vistazo?
– Buenas noches tenga usted -le dijo él en voz alta-. ¿Qué tal con el príncipe?
Ella meneó la cabeza con impaciencia.
– El libro, sir Harry, el libro. ¿Ha leído algún pasaje?
– Me temo que no. ¿Por qué?
Olivia lo levantó con las dos manos, sosteniéndolo justo delante de su cara, y luego lo movió hacia un lado para poder ver a Harry.
– ¡Es absurdo!
Él asintió en señal de aprobación.
– Ya me lo suponía.
– ¡La madre de la señorita Butterworth muere picoteada por unas palomas!
Harry reprimió la risa.
– ¿Sabe? Para mí eso lo vuelve considerablemente más interesante.
– ¡Palomas, sir Harry! ¡Hablamos de palomas!
Él levantó el rostro sonriendo de oreja a oreja. Se sentía un poco como Romeo y Julieta, quitando la enemistad de sus familias y el veneno.
Y añadiéndole las palomas.
– No me importaría escuchar esa parte -le dijo Harry-. Parece de lo más intrigante.
Ella lo miró con el ceño fruncido, apartándose de un manotazo un mechón de pelo que la brisa le había traído a la cara.
– Lo de la madre es anterior a la acción del libro. Con suerte, antes de que llegue al final la señorita Butterworth también será picoteada.
– Veo que ha estado leyéndolo.
– Algún que otro fragmento -confesó Olivia-. Eso es todo. El inicio del capítulo cuatro y… -bajó los ojos, pasando aprisa las páginas antes de volver a levantar la mirada- la página ciento noventa y tres.
– ¿No se ha planteado empezar por el principio?
Hubo una pausa. Una pausa bastante larga. Y entonces dijo ella con desdén:
– No pretendía leerlo.
– Pero, le ha llamado la atención, ¿eh?
– ¡No, en absoluto! -Cruzó los brazos, lo que hizo que se le cayera el libro. Desapareció unos instantes y luego volvió a aparecer en escena con La señorita Butterworth en la mano-. Era tan irritante que no he podido parar.
Harry se apoyó en el alféizar con una amplia sonrisa.
– Parece apasionante.
– Absurdo, eso es lo que es. Entre la señorita Butterworth y el barón, me quedo con el barón.
– ¡Oh, venga ya! Es una novela romántica, como mujer tiene que ponerse de parte de la dama.
– Es una idiota. -Volvió a bajar la mirada hacia el libro, pasando las páginas con extraordinaria rapidez-. Aún no sé si el barón además de estar loco es un asesino, pero de ser así espero que consiga sus propósitos.
– Imposible -le dijo Harry.
– ¿Qué le hace pensar eso? -Olivia se dio otro manotazo en la cara, tratando de apartarse el pelo de la nariz. La brisa era más fuerte y Harry estaba disfrutando bastante con todo esto.
– ¿Ha escrito el libro una mujer? -inquirió él.
Olivia asintió.
– Sarah Gorely. En mi vida he oído hablar de ella.
– ¿Y es una novela romántica?
Ella volvió a asentir con la cabeza.
Harry sacudió la suya en señal de negación.
– No se cargará a la heroína.
Olivia lo miró fijamente durante un largo instante, luego no dudó en abrir el libro por el final.
– ¡Oh, no haga eso! -la reprendió Harry-. ¡Así no tiene gracia!
– No pienso leerlo -replicó ella-. ¡Déjese de gracias!
– Créame -dijo él-, cuando un hombre escribe una novela de amor, la protagonista muere. Cuando la escribe una mujer, hay un final feliz.
Olivia abrió la boca, como sin saber muy bien si debía ofenderle la generalización. Harry reprimió una sonrisa burlona. Le gustaba desconcertarla.
– ¿Cómo va a ser romántico si la protagonista muere? -preguntó ella recelosa.
Él se encogió de hombros.
– Yo no he dicho que tenga sentido, sólo que es así.
Olivia no parecía saber cómo interpretar eso, y Harry disfrutó de lo lindo estando simplemente ahí, apoyado en el alféizar, y observando cómo ella miraba con rabia el libro que tenía en las manos. Olivia, de pie frente a su ventana, era absolutamente adorable, incluso enfundada en esa espantosa bata azul que llevaba. Sobre la espalda le colgaba una única y gruesa trenza, y Harry se preguntó por qué se le ocurría esto ahora, cuando la conversación entera era sumamente pintoresca. No conocía a sus padres, pero se imaginaba que no verían con buenos ojos que su hija charlase con un hombre soltero desde la ventana y en plena oscuridad.
Y en bata.
Pero se lo estaba pasando demasiado bien como para que ello le preocupara, así que decidió que si a Olivia no le importaba descuidar los modales, a él tampoco.
Ella puso cara de pilluela y a continuación miró de nuevo hacia el libro mientras sus dedos pasaban furtivamente las páginas hasta llegar a las últimas.
– No lo haga -le advirtió él.
– Sólo quiero ver si tiene razón.
– En ese caso empiece por el principio -le dijo Harry, básicamente porque sabía que eso la sacaría de quicio.
Ella soltó un gruñido.
– No quiero leer el libro entero.
– ¿Por qué no?
– Porque no me gustará y será una pérdida de tiempo.
– No sabe si le gustará o no -señaló él.
– Lo sé -repuso ella con absoluta convicción.
– ¿Por qué no le gusta leer? -quiso saber Harry.
– ¡Por esto! -exclamó Olivia, dando una pequeña sacudida a La señorita Butterworth-. Porque es un auténtico disparate. Si me diera usted un periódico, eso sí que lo leería. De hecho, leo la prensa de cabo a rabo, todos los días.
Harry estaba impresionado. No es que creyera que las mujeres no leían el periódico, era sólo que no había pensado mucho en el asunto. Desde luego su madre nunca había leído la prensa y si su hermana lo hacía, nunca le había comentado nada al respecto en su correspondencia mensual.
– Lea la novela -le sugirió él-. Puede que se lleve una sorpresa y le guste.
– ¿Por qué me insta a leer algo que a usted mismo no le interesa? -preguntó ella no con poco recelo.
– Porque… -Pero Harry se detuvo, porque no sabía por qué lo hacía. Sólo sabía que le había dado el libro y que disfrutaba metiéndose con ella-. Hagamos un trato, lady Olivia.
Ella ladeó la cabeza con expectación.
– Si usted lo lee entero, de principio a fin, yo haré lo mismo.
– Leerá La señorita Butterworth y el barón demente -repuso ella con desconfianza.
– Lo haré. En cuanto usted acabe el libro.
Parecía como si Olivia fuese a mostrar su conformidad y, de hecho, abrió la boca para hablar, pero entonces se quedó inmóvil y mirando con ojos sospechosamente entornados.
Esta mujer tenía dos hermanos, se recordó a sí mismo Harry. Seguramente sabía cómo pelear, con astucia.
– Creo que debería leerlo conmigo -le dijo ella.
Eso desencadenó toda clase de pensamientos en Harry, la mayoría de ellos avivados por su habitual costumbre de leer novelas antes de acostarse.
Antes de dormirse.
– Cómprese otro ejemplar -le insistió Olivia.
Su estupendo sueño llegó a su fin y se desintegró.
– Compararemos las notas que vayamos tomando. Será como en un club de lectura. Uno de esos salones literarios a los que siempre rehúso ir cuando me invitan.
– No se imagina la ilusión que me hace.
– ¡Ya puede estar ilusionado! -replicó ella-. Nunca le he sugerido a nadie algo semejante.
– No sé si en la tienda habrá otro ejemplar -pretextó él.
– Le encontraré uno. -Olivia esbozó una sonrisa de satisfacción-. Confíe en mí, sé comprar.
– ¿Por qué de pronto me ha entrado miedo? -musitó Harry.
– ¿Qué?
Él la miró fijamente y dijo en voz más alta:
– Me asusta usted.
Olivia pareció alegrarse de ello.
– Léame un pasaje -le pidió Harry.
– ¿Ahora? ¿En serio?
Él se sentó de lado en el alféizar con la espalda apoyada en el marco de la ventana.
– El principio, si le parece bien.
Olivia lo miró atentamente unos instantes, luego se encogió de hombros y dijo:
– Muy bien, vamos allá. -Carraspeó-. Era una noche oscura y ventosa.
– Tengo la sensación de que eso ya lo he oído antes -comentó Harry.
– Me ha interrumpido.
– Lo siento mucho. Siga.
Ella le lanzó una mirada y luego continuó:
– Era una noche oscura y ventosa, y la señorita Priscilla Butterworth estaba convencida de que de un momento a otro empezaría a llover, y caería del cielo una incesante cortina de agua que mojaría cuanto había dentro de su ámbito. -Alzó la vista-. Esto es horrible. Y no estoy segura de que la autora haya usado correctamente la palabra «ámbito».
– Se ajusta bastante a la idea que quiere dar -dijo Harry, aunque estaba completamente de acuerdo con ella-. Continúe.
Olivia cabeceó, pero aun así obedeció.
– Naturalmente, dentro de su diminuta habitación estaba guarecida de las inclemencias del tiempo, pero los marcos de las ventanas vibraban con tal estruendo que esa noche le sería imposible conciliar el sueño. Acurrucada en su estrecha y fría cama, bla, bla, bla, espere un segundo que me iré directamente a la parte donde se pone interesante.
– No puede hacer eso -la regañó él.
Olivia sostuvo La señorita Butterworth en alto.
– Soy yo la que tengo el libro.
– Pues tíremelo -dijo él de repente.
– ¿Cómo?
Harry se apartó del alféizar y se puso de pie asomando el tronco por la ventana.
– Tírelo.
Ella estaba sumamente indecisa.
– ¿Lo cogerá?
Él le arrojó el guante.
– Si usted se atreve a tirarlo, yo lo cogeré.
– ¡Pues claro que me atrevo a tirárselo! -replicó ella, visiblemente ofendida.
Harry sonrió satisfecho.
– No conozco a ninguna chica que se atreva.
En ese momento Olivia se lo lanzó y fue sólo gracias a sus rápidos reflejos, afilados tras años en el campo de batalla, que consiguió cogerlo a tiempo.
Gracias a Dios lo cogió, porque de lo contrario no estaba seguro de haber podido sobrevivir a semejante humillación.
– La próxima vez procure tirarlo con más suavidad -se quejó Harry.
– ¿Qué gracia tendría eso?
Nada de Romeo y Julieta. Esto se parecía mucho más a La fierecilla domada. Harry alzó la vista. Olivia se había acercado una silla y ahora estaba sentada junto a su ventana abierta, esperando con expresión de exagerada paciencia.
– Vamos allá -dijo él tras encontrar el punto en el que ella había interrumpido la lectura-. Acurrucada en su estrecha y fría cama, no pudo evitar recordar todos los acontecimientos que la habían conducido a este desolador momento, en esta desoladora noche. Pero no es aquí, queridos lectores, donde empieza nuestra historia.
– Detesto que los escritores hagan eso -anunció Olivia.
– ¡Chsss…! Tenemos que empezar por el principio, que no es cuando la señorita Butterworth llegó a Thimmerwell Hall, ni siquiera cuando llegó a Fitzgerald Place, su casa frente a Thimmerwell Hall. No, tenemos que empezar por el día en que nació, en un pesebre…
– ¡Un pesebre! -casi chilló Olivia.
Él levantó la vista sonriendo de oreja a oreja.
– Únicamente quería asegurarme de que me escuchaba.
– ¡Miserable!
Harry se rio entre dientes y continuó leyendo:
– … el día en que nació, en una casita de campo de Hampshire, rodeada de rosas y mariposas, el día antes de que la viruela causase estragos en la ciudad.
Levantó la mirada.
– No pare, no -dijo ella-. Ahora empieza a ponerse interesante. ¿Qué clase de viruela cree que es?
– ¿Sabe que es usted una sanguinaria?
Ella ladeó la cabeza en un gesto de conformidad.
– Me fascinan las epidemias. Siempre me han fascinado.
Harry echó un vistazo a las últimas líneas de la página.
– Me temo que se llevará usted un chasco. La escritora no da ninguna descripción médica en absoluto.
– ¿Tal vez en la página siguiente? -preguntó ella esperanzada.
– Continúo leyendo -anunció él-. La epidemia se llevó a su querido padre, pero el bebé y su madre salvaron milagrosamente la vida. Entre los que murieron se encontraban su abuela paterna, ambos abuelos, tres tías abuelas, dos tíos, una hermana y un primo segundo.
– Me está tomando el pelo otra vez -le acusó ella.
– ¡No! -insistió Harry-. Se lo juro, aquí lo pone todo. En Hampshire hubo una gran epidemia. Si no me hubiera lanzado el libro, podría verlo por sí misma.
– Nadie escribe tan mal.
– Por lo visto hay alguien que sí.
– No sé quién es peor, si la escritora por haber escrito esta tontería o nosotros por leerla.
– Yo me lo estoy pasando en grande -declaró él. Y así era. Resultaba insólito estar sentado en esta ventana leyéndole una novela pésima a lady Olivia Bevelstoke, la joven más solicitada del panorama social. Pero la brisa era sumamente agradable y Harry había pasado el día entero encerrado, y cuando ahora él levantaba la vista, ella a veces sonreía. No le sonreía a él, aunque eso también lo hacía. No, las sonrisas que al parecer le llegaban a Harry al alma eran las que aparecían en su cara cuando no se daba cuenta de que él la miraba, cuando ella estaba simplemente disfrutando del momento, sonriéndole a la noche.
No sólo era guapa, era hermosa, tenía esa clase de rostro que hacía suspirar a los hombres: con forma de corazón y una piel de porcelana perfecta. Y sus ojos… las mujeres matarían por tener los ojos de ese color, ese impresionante azul aciano.
Era hermosa y ella lo sabía, pero no utilizaba su belleza como un arma. Simplemente formaba parte de ella, era tan natural como tener dos manos y dos pies de cinco dedos cada uno.
Era hermosa y él la deseaba.