Dicen que mató a su primera esposa.
Eso bastó para que lady Olivia Bevelstoke dejara de remover el té.
– ¿Quién? -preguntó, porque lo cierto era que no había estado escuchando.
– Sir Harry Valentine. Tu nuevo vecino.
Olivia miró fijamente a Anne Buxton y luego a Mary Cadogan, quien asintió con la cabeza.
– Es broma -dijo, aunque sabía perfectamente que Anne jamás bromearía sobre algo así. Su vida eran los chismorreos.
– No, es tu vecino, en serio -intervino Philomena Waincliff.
Olivia tomó un sorbo de té, principalmente para ganar tiempo y que su cara no adoptara la expresión deseada, una mezcla de descarada exasperación e incredulidad.
– Me refería a que debe de ser una broma que haya matado a alguien -dijo Olivia con más paciencia de la que generalmente se le atribuía.
– ¡Ah…! -Philomena cogió una galleta-. Perdón.
– A mí me ha llegado que mató a su prometida -insistió Anne.
– Si hubiese matado a alguien, estaría entre rejas -señaló Olivia.
– No, si no pudieron probarlo.
Olivia miró discretamente hacia su izquierda, donde, tras una gruesa pared de piedra, tres metros y medio de fresco aire primaveral y otra pared gruesa, ésta de ladrillo, estaba la casa recientemente alquilada por sir Harry Valentine, justo al sur de la suya.
Las otras tres chicas miraron en su misma dirección, lo cual hizo que Olivia se sintiera como una absoluta idiota, ya que ahora estaban todas mirando fijamente hacia un punto totalmente vacío de la pared del salón.
– No ha matado a nadie -dijo con firmeza.
– ¿Cómo lo sabes? -repuso Anne.
Mary asintió.
– Porque lo sé -contestó Olivia-. No estaría viviendo en Mayfair, en una casa contigua a la mía, si hubiese matado a alguien.
– Sí, si no pudieron probarlo -volvió a decir Anne.
Mary asintió.
Philomena se comió otra galleta.
Olivia logró curvar muy levemente los labios; esperaba que hacia arriba, porque de nada serviría fruncirlos. Eran las cuatro de la tarde. Las chicas llevaban una hora de visita, charlando sobre esto y lo otro, cotilleando (naturalmente) y comentando su elección de atuendo para los próximos tres actos sociales. Tenían esta clase de encuentros con asiduidad, aproximadamente una vez a la semana, y Olivia disfrutaba con su compañía, si bien la conversación carecía de la trascendencia que caracterizaba las charlas con su amiga más íntima, Miranda née Cheever, ahora Bevelstoke.
Sí, resulta que Miranda se había casado con el hermano de Olivia. Lo cual estaba bien. Era maravilloso. Habían sido amigas desde la cuna y ahora serían hermanas hasta la muerte. Pero eso también significaba que Miranda ya no era una dama soltera de la que se esperaba que hiciera cosas propias de la soltería.
Actividades para damas solteras
por lady Olivia Bevelstoke, una dama soltera.
Llevar ropa de colores pastel
(puedes darte por satisfecha si tienes la complexión
adecuada para semejantes tonos).
Sonríe y resérvate tus opiniones
(con cualquier grado de éxito que seas capaz).
Haz lo que te digan tus padres.
Acepta las consecuencias cuando lo hagas.
Busca un marido que no se moleste en decirte
lo que tienes que hacer.
No era inusual que Olivia formulara mentalmente dichas rarezas epigráficas. Lo que explicaría por qué con tanta frecuencia se sorprendía a sí misma sin escuchar cuando debería.
Y, tal vez, por qué en alguna que otra ocasión había dicho cosas que en realidad debería haberse guardado para sí. Aunque, a decir verdad, habían pasado dos años desde que llamara a sir Robert Kent armiño orondo, y, francamente, eso había sido mucho más condescendiente que el resto de términos de la lista que tenía en mente.
Pero digresiones aparte, ahora Miranda tenía que hacer cosas propias de señoras casadas, que a Olivia le habría gustado enumerar en una lista, sólo que nadie (ni tan siquiera Miranda, y Olivia todavía no se lo había perdonado) quería decirle qué hacían las mujeres casadas, aparte de no tener que llevar colores pastel, no tener que ir constantemente acompañadas de una carabina y parir bebés a intervalos razonables.
Olivia estaba convencida de que detrás de esto último había algo más, porque su madre salía corriendo de la habitación cada vez que le preguntaba al respecto.
Pero volviendo a Miranda. Había dado a luz a un bebé (Caroline, la ricura de sobrina de Olivia, por la que ésta hacía toda clase de payasadas) y ahora estaba embarazada del segundo, lo que significaba que por las tardes no podía estar de palique como habitualmente. Y como a Olivia le gustaba la cháchara (y la moda y el chismorreo), cada vez pasaba más tiempo con Anne, Mary y Philomena. Y si bien a menudo eran divertidas, y nunca maliciosas, las más de las veces decían bobadas.
Como ahora mismo.
– En cualquier caso, ¿quiénes lo dicen? -preguntó Olivia.
– ¿Quiénes? -repitió Anne.
– Sí, ¿quiénes dicen que mi nuevo vecino mató a su prometida?
Anne hizo una pausa. Miró hacia Mary.
– ¿Tú lo recuerdas?
Mary sacudió la cabeza.
– La verdad es que no. ¿Sarah Forsythe, tal vez?
– No -intervino Philomena, sacudiendo la cabeza con absoluta seguridad-. Sarah no ha sido. Acaba de volver de Bath hace un par de días. ¿Libby Lockwood?
– No, Libby no -dijo Anne-. Si hubiese sido Libby, lo recordaría.
– A eso me refiero -comentó Olivia-. No sabéis quién lo ha dicho. Ninguna de nosotras lo sabe.
– Pues yo no me lo he inventado -dijo Anne, un tanto a la defensiva.
– No he dicho que te lo hayas inventado. Nunca pensaría eso de ti. -Era cierto. Anne repetía casi todo lo que se manifestaba en su presencia, pero jamás se inventaba las cosas. Olivia hizo una pausa, pensativa-. ¿No creéis que es la clase de rumor que convendría verificar?
Su pregunta fue recibida por tres miradas inexpresivas.
Olivia intentó otra táctica distinta.
– Aunque sólo sea por vuestra propia seguridad personal. Si esto fuera cierto…
– Entonces, ¿tú crees que lo es? -inquirió Anne intentando aguijonearla.
– No. -¡Cielo santo!-. No lo creo. Pero si lo fuera, entonces digo yo que no sería alguien con quien querríamos que se nos relacionara.
Esto fue recibido con un largo silencio, que finalmente rompió Philomena:
– Mi madre ya me ha dicho que lo evite.
– Razón por la que -continuó Olivia, que se sentía un poco como si estuviese caminando trabajosamente por el fango- deberíamos determinar su veracidad. Porque si no es cierto…
– Es muy guapo -interrumpió Mary. A lo que siguió-: Es verdad, lo es.
Olivia parpadeó unas cuantas veces, tratando de entenderla.
– Yo no lo he visto nunca -dijo Philomena.
– Siempre viste de negro -dijo Mary, como si estuviera haciendo una confidencia.
– Yo lo he visto de azul oscuro -la contradijo Anne.
– Siempre lleva colores oscuros -rectificó Mary, lanzándole a Anne una mirada de fastidio-. Y sus ojos… ¡oh, podría traspasarte con la mirada!
– ¿De qué color son? -preguntó Olivia, imaginándose toda clase de interesantes matices; rojo, amarillo, naranja…
– Azules.
– Grises -dijo Anne.
– Gris azulado. Pero son muy penetrantes.
Anne asintió, no tenía puntualización alguna que hacer sobre esta afirmación.
– ¿De qué color tiene el pelo? -preguntó Olivia. Seguramente este detalle les había pasado desapercibido.
– Castaño oscuro -respondieron al unísono las dos chicas.
– ¿Tan oscuro como el mío? -inquirió Philomena, toqueteándose sus propios cabellos.
– Más oscuro -dijo Mary.
– Pero no moreno -añadió Anne-. No del todo.
– Y es alto -dijo Mary.
– Siempre lo son -murmuró Olivia.
– Pero no demasiado -continuó Mary-. A mí tampoco me gustan los hombres desgarbados.
– Viviendo como vive aquí al lado tienes que haberlo visto -le dijo Anne a Olivia.
– No creo haberlo visto -musitó Olivia-. Acaba de alquilar la casa a primeros de mes, y desde entonces yo he pasado una semana fuera porque los Macclesfield me invitaron a su fiesta.
– ¿Cuándo has regresado a Londres? -inquirió Anne.
– Hace seis días -respondió Olivia, retomando enérgicamente el tema en cuestión-. Ni siquiera sabía que hubiera un soltero viviendo en la casa. -Lo cual, se le ocurrió tarde, quería decir que de haberlo sabido, habría intentado averiguar más cosas sobre él.
Algo probablemente cierto, pero que no iba a reconocer.
– ¿Sabéis de qué me he enterado? -preguntó de pronto Philomena-. De que le dio una paliza a Julian Prentice.
– ¿Qué? -repusieron todas.
– ¿Y lo mencionas ahora? -añadió Anne, con gran incredulidad.
Philomena hizo un gesto de desdén con la mano.
– Me lo ha dicho mi hermano. Julian y él son grandes amigos.
– ¿Qué ocurrió? -inquirió Mary.
– Ésa es la parte que no me quedó muy clara -confesó Philomena-. Robert fue un tanto impreciso.
– Los hombres nunca recuerdan los detalles que hay que recordar -dijo Olivia, pensando en su propio hermano gemelo, Winston. Para los cotilleos era un desastre, un auténtico desastre.
Philomena asintió.
– Robert vino a casa y tenía muy mal aspecto. Estaba bastante… mmm… desaliñado.
Todas asintieron. Todas tenían hermanos.
– Apenas podía mantenerse erguido -continuó Philomena-. Y apestaba a Dios sabe qué. -Sacudió la mano frente a su nariz-. Tuve que ayudarle a pasar de largo el salón para que mamá no lo viera.
– Entonces ahora te debe una -dijo Olivia, siempre maquinando.
Philomena asintió.
– Al parecer estaban por ahí, haciendo lo que sea que hagan los hombres, y Julian estaba un poco, mmm…
– ¿Borracho? -intervino Anne.
– Suele estarlo -añadió Olivia.
– Sí. Lo que cuadra, dado el estado en que volvió a casa mi hermano. -Philomena hizo un alto, frunciendo la frente como si estuviese pensando en algo; pero entonces dejó de fruncirla con la misma rapidez y continuó-: Me dijo que Julian no hizo nada fuera de lo común, y que luego sir Harry apareció y prácticamente lo despedazó.
– ¿Hubo sangre? -preguntó Olivia.
– ¡Olivia! -la reprendió Mary.
– La pregunta es pertinente.
– No sé si hubo sangre -dijo Philomena un tanto oficiosamente.
– Si lo despedazó, sería lo lógico -pensó en voz alta Olivia.
Extremidades que menos me importaría perder,
en sentido descendente,
por Olivia Bevelstoke
(en la actualidad con todas las extremidades intactas).
No, de eso nada. Meneó los dedos de los pies dentro de sus chinelas para quedarse más tranquila.
– Tiene un ojo morado -continuó Philomena.
– ¿Sir Harry? -inquirió Anne.
– Julian Prentice. Sir Harry también podría tenerlo que yo no lo sabría, porque no lo he visto en mi vida.
– Yo lo vi hace un par de días -dijo Mary-. No tenía un ojo morado.
– ¿Estaba desmejorado?
– No, tan adorable como siempre. Aunque iba todo de negro. Es muy curioso.
– ¿Todo de negro? -insistió Olivia.
– Casi todo menos la camisa blanca y la corbata. Pero aun así… -Mary sacudió la mano en el aire, como si no pudiese aceptar esa posibilidad-. Es como si estuviese de luto.
– Tal vez lo esté -dijo Anne, volviendo a la carga-. ¡Por su prometida!
– ¿La que mató? -preguntó Philomena.
– ¡No ha matado a nadie! -exclamó Olivia.
– ¿Cómo lo sabes? -dijeron las otras tres al unísono.
Olivia habría contestado, pero pensó que no lo sabía. Nunca había visto a ese hombre, nunca había oído siquiera un rumor sobre él hasta esta tarde. Pero aun así debía imperar el sentido común. Eso de que uno asesinara a su prometida se asemejaba sospechosamente a las novelas góticas que Anne y Mary siempre leían.
– ¿Olivia? -dijo alguien.
Ésta parpadeó varias veces, cayendo en la cuenta de que había permanecido callada un instante demasiado largo.
– No es nada -dijo, dando una leve sacudida con la cabeza-. Estaba pensando, nada más.
– En sir Harry -repuso Anne, con cierta suficiencia.
– Tampoco es que se me haya dado la oportunidad de pensar en otra cosa -dijo Olivia entre dientes.
– ¿En qué preferirías pensar? -preguntó Philomena.
Olivia abrió la boca para hablar, pero entonces se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo responder.
– En nada -dijo por fin-. En casi nada.
Pero le había picado la curiosidad. Y la curiosidad de Olivia Francés Bevelstoke era realmente formidable.
La chica de la casa que quedaba al norte lo estaba observando de nuevo. Llevaba ya gran parte de la semana haciéndolo. Al principio a Harry no le había extrañado. Era la hija del conde de Rudland, ¡por el amor de Dios!, y si no, guardaría con él alguna clase de parentesco; porque de ser una criada a estas alturas ya la habrían despedido por pasar tanto tiempo frente a la ventana.
Y no era la institutriz. El conde de Rudland tenía esposa, o eso le habían dicho. Ninguna esposa consentiría que hubiera en su casa una institutriz que mirara de esa manera.
Por eso casi con toda seguridad era su hija. Lo que significaba que Harry no tenía ningún motivo para creer que ella no fuera más que la típica señorita de sociedad cotilla, de ésas para las que espiar a los vecinos nuevos carecía de importancia. Sólo que llevaba cinco días observándolo. Seguro que si únicamente hubiera sentido curiosidad por el corte de su abrigo y el color de su pelo, a estas alturas ya habría terminado su minucioso examen.
Había tenido la tentación de saludarla con la mano; de pintarse una enorme y alegre sonrisa en la cara y saludar con la mano. Eso detendría el espionaje de la joven. Sólo que entonces nunca sabría el porqué de su interés por él.
Lo cual era inaceptable. Harry jamás aceptaba un «porqué» sin respuesta.
Por no mencionar que no estaba lo bastante cerca de la ventana de la chica para ver su reacción. Cosa que frustraba el objetivo del saludo. Si ella se ruborizaba, él quería verlo; de lo contrario, ¿qué gracia tendría?
Harry volvió a sentarse frente al escritorio, actuando como si no tuviese ni idea de que ella lo miraba por las cortinas. Tenía trabajo y necesitaba dejar de hacerse preguntas sobre la rubia de la ventana. Esa misma mañana un mensajero del Departamento de Guerra le había entregado un documento de extensión considerable que debía traducirse de inmediato. Él siempre seguía el mismo procedimiento para traducir del ruso al inglés: primero una lectura rápida para captar el significado general, luego un examen más detallado analizando el documento palabra por palabra. Sólo entonces, tras este riguroso estudio, cogía una pluma y tinta y empezaba su traducción.
Era una tarea tediosa, pero aun así, le gustaba, pues siempre le habían gustado los enigmas. Podía trabajar en un documento durante horas sin darse cuenta, hasta que se ponía el sol, de que no había probado bocado en todo el día. Pero ni siquiera él, un enamorado de su trabajo, podía imaginarse a sí mismo dedicando el día entero a observar cómo otra persona traducía documentos.
Y, sin embargo, allí estaba ella, de nuevo junto a su ventana. Pensando, probablemente, que se le daba muy bien esconderse y que él era un zopenco redomado.
Harry se sonrió. Ella no sabría el motivo. Puede que él trabajara para la sección más aburrida del Departamento de Guerra (la que manejaba las palabras y los papeles en lugar de revólveres, navajas y misiones secretas), pero estaba bien preparado. Había pasado 10 años en el ejército, la mayoría de ellos en Europa, donde ser observador y tener un agudo sentido del movimiento podían marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Había reparado, por ejemplo, en que ella tenía la costumbre de retirarse tras la oreja mechones sueltos de pelo. Y como en ocasiones lo observaba de noche, sabía que cuando se soltaba la melena (increíblemente dorada como el sol), las puntas le llegaban justo hasta media espalda.
Sabía que su bata era azul. Y, lamentablemente, bastante informe.
Lo suyo no era estarse quieta. Es probable que ella creyera que sí lo estaba, porque no se movía nerviosamente y su postura era erguida y firme. Pero siempre la delataba algo: un leve movimiento de las yemas de los dedos o tal vez una diminuta elevación de los hombros al respirar.
Y, naturalmente, en ese momento a Harry le resultaba imposible no reparar en ella.
Le dio que pensar. ¿Por qué le interesaba tanto verlo encorvado sobre un fajo de papeles? Porque eso era lo que había estado haciendo toda la semana.
Tal vez debería animar un poco el espectáculo. En serio, sería todo un detalle por su parte. Seguramente ella se aburría como una ostra.
Podía encaramarse a la mesa y cantar.
Comer algo y fingir que se atragantaba. ¿Qué haría ella entonces?
Ése sí que sería un dilema moral interesante. Dejó la pluma un momento, pensando en las diversas damas que había tenido ocasión de conocer. No era tan cínico. Estaba convencido de que al menos algunas de ellas tratarían de salvarlo, aunque dudaba mucho que tuvieran las aptitudes atléticas necesarias para actuar a tiempo.
Lo mejor sería que masticara detenidamente lo que comiera.
Harry inspiró hondo y procuró devolver la atención al trabajo. Había tenido los ojos dirigidos hacia los papeles durante todo el rato que había estado pensando en la chica de la ventana, pero no había leído nada. No había avanzado nada en los últimos cinco días. Suponía que podía correr la cortina, pero eso sería demasiado evidente. Especialmente ahora, a mediodía, cuando el sol daba de lleno.
Clavó los ojos en las palabras que tenía delante, pero no se podía concentrar. Ella seguía allí, seguía mirándolo fijamente, creyendo que estaba escondida tras la cortina.
¿Por qué demonios lo observaba?
A Harry no le hacía ninguna gracia. Era imposible que ella pudiese ver en qué estaba trabajando, y aunque pudiera, dudaba mucho que supiese leer el alfabeto cirílico. Aun así, los documentos que había sobre su escritorio solían tratar temas delicados, a veces incluso de relevancia nacional. Si alguien lo espiaba…
Sacudió la cabeza. Si alguien lo espiaba…, no sería la hija del conde de Rudland, ¡por el amor de Dios!
Y entonces, milagrosamente, desapareció. Primero se giró, levantando el mentón unos tres centímetros quizás, y luego se alejó. Había oído un ruido; es probable que alguien la hubiese llamado. ¡Qué más daba! Lo que a Harry le alegraba es que se fuera. Tenía que ponerse a trabajar.
Bajó los ojos y llevaba media página traducida cuando oyó:
– ¡Buenos días, sir Harry!
Era Sebastian, claramente de un humor festivo; de lo contrario, no le habría llamado sir Nada. Harry no levantó la vista del papel.
– Es por la tarde.
– No cuando uno se despierta a las once.
Harry reprimió un suspiro.
– No has llamado a la puerta.
– Nunca lo hago. -Sebastian se sentó con abandono en una silla sin que al parecer reparara en que su pelo moreno le había caído sobre los ojos-. ¿Qué estás haciendo?
– Trabajar.
– Trabajas mucho.
– Algunos no tenemos condados que heredar -comentó Harry, intentando acabar al menos una frase más antes de que Sebastian acaparara toda su atención.
– Puede que sí -dijo Sebastian en voz baja-, puede que no.
Era cierto. Sebastian siempre había ocupado el segundo lugar en la línea hereditaria; su tío, el conde de Newbury, había engendrado solamente un hijo, Geoffrey. Pero eso no había preocupado al conde (que todavía consideraba que Sebastian era un completo gandul, pese a la década que había estado al servicio del Imperio de Su Majestad); al fin y al cabo, nunca hubo muchos motivos para creer que Sebastian pudiese heredar. Geoffrey había contraído matrimonio cuando Sebastian estaba en el ejército y su esposa había alumbrado dos niñas, con lo que quedaba claro que su primo era capaz de tener hijos.
Pero entonces Geoffrey tuvo un acceso febril y murió. En cuanto se hizo evidente que su viuda no estaba encinta y que, por tanto, no había a la vista joven heredero alguno para salvar el condado de la devastación que suponía Sebastian Grey, el conde, viudo desde hacía tiempo, se había propuesto engendrar un nuevo heredero para el título y con ese fin deambulaba ahora por Londres en busca de una esposa.
Lo que quería decir que nadie sabía muy bien qué pensar de Sebastian. O era el heredero irresistiblemente guapo y atento de un antiguo y acaudalado condado, en cuyo caso era sin duda el mayor trofeo del mercado marital, o era el chico irresistiblemente guapo y atractivo sin herencia, en cuyo caso podía ser la peor pesadilla de una matrona de la alta sociedad.
Aun así lo invitaban a todas partes. Y lo sabía todo de la sociedad londinense.
Razón por la cual Harry sabía que obtendría una respuesta cuando preguntó:
– ¿El conde de Rudland tiene una hija?
Sebastian lo contempló con una expresión que la mayoría interpretaría como hastío, pero que Harry sabía que significaba «zoquete».
– Naturalmente que sí -dijo Sebastian. Harry decidió que lo de «zoquete» estaba implícito-. ¿Por qué? -inquirió.
Harry lanzó una mirada furtiva hacia la ventana, aunque ella no estaba allí.
– ¿Es rubia?
– Completamente.
– ¿Bastante guapa?
A Sebastian se le escapó una pícara sonrisa.
– Más que eso, a juzgar por la mayoría de los cánones de belleza.
Harry frunció las cejas. ¿Qué demonios hacía la hija de Rudland observándolo con tanta atención?
Sebastian bostezó sin molestarse en disimular, pese a que Harry lo fulminó con la mirada.
– ¿Alguna razón concreta para este repentino interés?
Harry contempló la ventana de Olivia, que ahora sabía que estaba en la segunda planta, la tercera por la derecha.
– Me está observando.
– Lady Olivia Bevelstoke te está observando -repitió Sebastian.
– ¿Ése es su nombre? -musitó Harry.
– No te está observando.
Harry se volvió.
– ¿Cómo dices?
Sebastian se encogió bruscamente de hombros.
– Lady Olivia Bevelstoke no te necesita.
– Yo no he dicho que me necesite.
– El año pasado recibió cinco proposiciones de matrimonio, que se habrían duplicado si no hubiera disuadido a varios caballeros antes de que hicieran el ridículo.
– Para no interesarte los chismes sabes mucho.
– ¿He dicho alguna vez que no me interesen? -Sebastian se acarició la barbilla fingiendo seriedad-. ¡Qué mentiroso soy!
Harry lo fulminó con la mirada, luego se puso de pie y anduvo tranquilamente hasta la ventana, ahora que lady Olivia se había ido.
– ¿Pasa algo emocionante? -susurró Sebastian.
Harry lo ignoró, moviendo ligeramente la cabeza hacia la izquierda, aunque no es que eso sirviera mucho para mejorar su ventajosa posición. Aun así ella había ceñido la cortina más de lo habitual con la abrazadera y de no ser porque el sol centelleaba contra el cristal, habría gozado de una buena vista de su habitación. Por el momento la mejor, sin duda.
– ¿Está ella ahí? -preguntó Sebastian, su voz burlonamente trémula-. ¿Te está observando en este momento?
Harry se giró y acto seguido puso los ojos en blanco al ver que Sebastian sacudía las manos en el aire, doblando los dedos con extraños movimientos como si estuviese intentando ahuyentar un fantasma.
– Eres un idiota -dijo Harry.
– Pero un idiota guapo -repuso Sebastian, volviendo a repantigarse de inmediato-. Y tremendamente atractivo. Eso me saca de muchos apuros.
Harry se giró y se apoyó lánguidamente en el marco de la ventana.
– ¿A qué se debe el honor?
– A que te echaba de menos.
Harry esperó pacientemente.
– ¿A que necesito dinero? -aventuró Sebastian.
– Eso es mucho más probable, pero sé de buena tinta que el martes pasado le aligeraste el billetero a Winterhoe soplándole cien libras.
– ¿Y dices que no estás al tanto de los cotilleos?
Harry se encogió de hombros. Se enteraba de lo que le convenía.
– Fueron doscientas, para que lo sepas. Y habrían sido más, si no hubiese aparecido el hermano de Winterhoe y se lo hubiese llevado a rastras.
Harry no hizo comentarios. No les tenía mucho cariño a Winterhoe ni a su hermano, pero no pudo evitar compadecerse de ellos.
– Lo siento -dijo Sebastian, interpretando correctamente el silencio de Harry-. ¿Qué tal está el joven cachorrillo?
Harry miró hacia el techo. Su hermano menor, Edward, seguía en la cama, era de suponer que durmiendo cualquier exceso que hubiera cometido la noche anterior.
– Todavía me odia. -Se encogió de hombros. La única razón por la que Harry se había mudado a Londres era para cuidar de su hermano pequeño, y Edward detestaba haber tenido que doblegarse a su autoridad-. Ya madurará.
– ¿Estás aplicándole mano dura o simplemente haces de amigo?
Harry sintió que asomaba a sus labios una sonrisa.
– Creo que hago el papel de amigo.
Sebastian se repantigó aún más en la silla y dio la impresión de que se encogía de hombros.
– Yo sería más bien duro.
– Y yo diría que no es asunto tuyo -musitó Harry.
– ¡Para el carro, sir Harry! -lo reprendió Sebastian-. Ni que hubiese seducido a una inocente.
Harry contestó a esa frase con un movimiento de cabeza. Pese a que aparentaba todo lo contrario, Sebastian conducía su vida conforme a cierto código ético. No era un código que la mayoría de la gente aprobara, pero ahí estaba. Y si alguna vez había seducido a una virgen, desde luego no lo había hecho adrede.
– Me he enterado de que la semana pasada le diste una paliza a alguien -dijo Sebastian.
Harry cabeceó indignado.
– Se pondrá bien.
– Eso no es lo que he preguntado.
Harry se puso de espaldas a la ventana para mirar directamente a Sebastian.
– De hecho, no has preguntado nada.
– Muy bien -dijo Sebastian con exagerada concesión-. ¿Por qué golpeaste a ese joven hasta hacerle papilla?
– No fue así -contestó Harry malhumorado.
– Tengo entendido que lo dejaste inconsciente.
– Eso lo consiguió él solito. -Harry sacudió la cabeza furioso-. Estaba completamente borracho. Le di un puñetazo en la cara. A lo sumo adelanté diez minutos su desmayo.
– No es propio de ti golpear a otro hombre si no te ha provocado -dijo Sebastian en voz baja-, aun cuando haya bebido demasiado.
Harry tensó la mandíbula. No estaba orgulloso del episodio, pero tampoco lograba lamentarlo.
– Estaba molestando a alguien -dijo con tensión. Y eso era cuanto iba a decir. Sebastian lo conocía suficientemente bien para saber lo que eso significaba.
Sebastian asintió pensativo, luego soltó un largo suspiro. Harry interpretó con eso que dejaría el tema y regresó a su escritorio, mirando subrepticiamente hacia la ventana.
– ¿Está ahí? -preguntó de pronto Sebastian.
Harry no fingió entenderlo mal.
– No. -Se volvió a sentar y localizó el punto del documento en ruso donde se había quedado.
– ¿Está ahí ahora?
Esto se estaba volviendo sorprendentemente aburrido por momentos.
– Seb…
– ¿Ahora?
– ¿Por qué estás aquí?
Sebastian se incorporó un poco.
– Necesito que el jueves vayas al recital de las Smythe-Smith.
– ¿Por qué?
– Le he prometido a alguien que iría, y…
– ¿A quién se lo has prometido?
– Eso no importa.
– A mí sí que me importa, si estoy obligado a ir.
Sebastian se ruborizó ligeramente, siempre un acontecimiento gracioso por inusual.
– Muy bien, se trata de mi abuela. La semana pasada me acorraló.
Harry gruñó. De haber sido cualquier otra mujer, habría podido zafarse. Pero una promesa a una abuela… eso había que mantenerlo.
– Entonces, ¿irás? -preguntó Sebastian.
– Sí -dijo Harry con un suspiro. Detestaba estas cosas, pero por lo menos en un recital uno no tenía que pasarse la velada dando conversación para quedar bien. Podría sentarse en su butaca, no decir palabra y si tenía aspecto de aburrirse, en fin, los demás también lo tendrían.
– Magnífico. ¿Le…?
– Espera un momento. -Harry se volvió a él con recelo-. ¿Por qué me necesitas? -Porque lo cierto era que Sebastian difícilmente carecía de don de gentes.
Sebastian se removió incómodo en su asiento.
– Sospecho que mi tío estará allí.
– ¿Desde cuándo te da eso miedo?
– No me da miedo. -Seb le lanzó una mirada de absoluta indignación-. Pero es probable que la abuela trate de poner fin al distanciamiento y… ¡oh, por el amor de Dios, qué importa eso! ¿Irás o no?
– Naturalmente que sí. -Porque la verdad es que no lo había puesto en duda. Si Sebastian lo necesitaba, él estaría ahí.
Sebastian se levantó y cualquier angustia que hubiera podido sentir había desaparecido, siendo reemplazada por su acostumbrada despreocupación.
– Te debo una.
– Me debes tantas que he dejado de contarlas.
Seb se rio al oír eso.
– Iré a despertar al cachorrillo por ti. Hasta yo creo que es una hora indecorosa para estar aún en la cama.
– Adelante. Eres lo único que tengo que Edward respeta.
– ¿Que respeta?
– Que admira -corrigió Harry. En más de una ocasión Edward había expresado su incredulidad por el hecho de que su hermano (al que encontraba aburrido en extremo) tuviera una relación tan estrecha con Sebastian, su modelo a imitar en todos los aspectos.
Sebastian se detuvo en la puerta.
– ¿Sigue estando el desayuno en la mesa?
– ¡Largo de aquí! -exclamó Harry-. Y cierra la puerta, ¿quieres?
Sebastian obedeció, pero aun así su risa resonó por toda la casa. Harry cerró el puño con impotencia y devolvió la mirada hacia su escritorio, donde los documentos rusos permanecían intactos. Tenía únicamente dos días para concluir este trabajo. Menos mal que la chica (lady Olivia) había salido de su habitación.
Al pensar en ella, Harry levantó la vista, pero sin la cautela habitual, puesto que sabía que no estaba ahí.
Sólo que sí estaba.
Y esta vez seguro que ella se dio cuenta de que él la había visto.