CAPÍTULO 09

Desde el momento en que llegó de haber visitado a Lizzie hasta la tarde siguiente en que llegó la hora de ir a la merienda en el campo, Claudia no había tenido ni un solo ratito para reflexionar.

Estuvo ocupada unas dos horas bañando, secando, cepillando y dándole de comer al collie, que era poco más que un cachorro, tranquilizándolo cuando parecía asustado y sacándolo al jardín unas cuantas veces para que hiciera sus necesidades. Esa noche lo dejó con Edna y Flora para ir con Susanna y Peter a cenar y pasar la velada con Frances y Lucius en la casa Marshall. Después el perro durmió en su habitación, en realidad en su cama, la mayor parte del tiempo, y por la mañana la despertó temprano para volver a salir. Había descubierto, con gran alivio, que por lo menos el animal estaba entrenado para vivir en una casa. Susanna y Peter se habían mostrado extraordinariamente tolerantes ante la repentina invasión de su casa por un perro escuálido, pero podrían serlo menos si encontraban charquitos de orina en las alfombras.

Y esa era la mañana en que Edna y Flora se marchaban de la casa de Grosvenor Square para ir a sus respectivos empleos. Despedirse de ellas y luego agitar la mano mientras se alejaban en el coche de Peter, Edna llorosa y Flora insólitamente callada, fue una experiencia dolorosamente emotiva, como suelen serlo las despedidas. Esa era la parte de su trabajo que menos le gustaba.

Entonces, justo cuando ella y Susanna se estaban consolando con una taza de té, llegó Frances a hacer una inesperada visita, para decirles que Lucius y ella habían decidido marcharse a la mañana siguiente a Barclay Court, su casa en Somersetshire, para que ella pudiera tener el descanso que necesitaba y necesitaría durante el resto de su embarazo.

– Pero después tenéis que ir a visitarnos -dijo-. Las dos tenéis que venir para Pascua, y Peter también, por supuesto. Os atenderemos a los tres juntos.

– ¿Por qué sólo tres? -Preguntó Susanna, con los ojos bailando de travesura-. ¿Por qué no cuatro? Esta tarde Claudia va a dar un paseo en coche con Joseph, el marqués de Attingsborough, Frances, el segundo día seguido. Y esta noche estarán los dos en Vauxhall Gardens con el grupo de Lauren y Kit. ¿Y sabías que el motivo de que no la encontráramos en la fiesta de jardín anteayer fue que estaba navegando por el río con él?

– ¡Ah, fabuloso! -Exclamó Frances, dando una palmada-. Siempre he considerado al marqués un caballero apuesto y encantador. He de decir que encuentro difícil comprender su interés en la señorita Hunt, prejuicio personal, creo. Pero, Claudia, simplemente debes suplantarla en sus afectos.

– Pero no puede, Frances -dijo Susanna agrandando los ojos-. Eso está fuera de dudas. Algún día será duque, y sabes lo que siente Claudia por los duques.

Las dos se rieron alegremente mientras Claudia arqueaba las cejas y le acariciaba el lomo al perro, que estaba echado a su lado con la cabeza en su falda.

– Veo que os divertís muchísimo a mi costa -dijo, con la esperanza de lograr impedir que le subiera el rubor a las mejillas-. Detesto poner fin a vuestro placer, pero no hay ningún motivo romántico en que lord Attingsborough me lleve a pasear en su coche o a navegar por el río. Sencillamente está interesado en la escuela y en la educación… de niñas.

Esa explicación era ridículamente mala, pero ¿cómo podría decirles la verdad, aunque fueran sus mejores amigas? Si lo hacía revelaría un secreto que no le correspondía a ella revelar.

Las dos la miraron con idénticas expresiones serias y luego se miraron entre ellas.

– En la escuela, Susanna -dijo Frances.

– En la educación, Frances. -De niñas.

– Ah, pues tiene toda la lógica del mundo. ¿Por qué no se nos ocurrió a nosotras solas?

Y soltaron unas buenas carcajadas.

– Pero no olvidemos al duque de McLeith -dijo Susanna-. «Otro» duque. Insiste en que él y Claudia se criaron como hermanos, pero ahora son adultos. Es muy bien parecido, ¿no te parece, Frances?

– Y es viudo -añadió Frances-. Y estaba muy deseoso de volver a ver a Claudia cuando nosotros aún nos encontrábamos en la fiesta en el jardín.

– Yo en vuestro lugar -dijo Claudia-, no me compraría un vestido nuevo para mi boda todavía.

– Tienes las mejillas ruborizadas -dijo Frances, levantándose-. Te hemos azorado, Claudia. Pero de verdad deseo… Ah, bueno, no, nada. Me parece que por el momento sólo tienes amor para este perrito. -Se inclinó a hacerle cosquillas bajo la barbilla-. Está horrorosamente flaco, ¿verdad?

– Deberías haberlo visto ayer -dijo Susanna-. Estaba muy a mal traer y sucio; parecía más una rata de alcantarilla que un perro. Al menos eso fue lo que dijo Peter. Pero todos nos hemos encariñado con él.

El perro miró a Claudia sin levantar la cabeza y exhaló un largo suspiro.

– Ese es el problema -dijo Claudia-. El amor no siempre es algo cómodo ni conveniente. ¿Qué voy a hacer con él? ¿Llevármelo a la escuela? Las niñas armarían un motín.

– Al parecer Edna y Flora casi se pelearon anoche cuando estábamos fuera -dijo Susanna-. Las dos deseaban tenerlo en brazos al mismo tiempo, para acariciarlo y jugar con él.

Frances se rió.

– Ahora debo irme. Le prometí a Lucius que estaría en casa para el almuerzo.

Entonces Claudia tuvo que pasar por los abrazos y despedidas otra vez, tan dolorosos como los anteriores. Podría transcurrir mucho tiempo hasta que volviera a ver a Susanna y a Frances, y antes esta tendría que pasar por todos los peligros del embarazo y el parto.

Cuando llegó a su fin la mañana, se sentía muy necesitada de descanso, pero tuvo que sacar a pasear al perro para poder dejarlo a cargo del personal de la cocina, tarea que aceptaron alegremente. En realidad, el pequeño collie corría el peligro de engordar demasiado si lo dejaba mucho tiempo a los tiernos cuidados de la cocinera de Susanna.

Pero a pesar de ese cansancio, que era en su mayor parte emocional, esperaba con ilusión la merienda en Richmond Park o Kew Gardens con el marqués de Attingsborough y su hija. Estaba muy consciente de que debía repetirse una y otra vez que en cierto sentido eso sólo era trabajo: observar a una posible alumna. Y no era fácil la tarea en que la habían puesto. Le gustaba Lizzie Pickford; también sentía una terrible pena por ella. Pero esa era una emoción que debía sofocar. No se gana nada sólo con la lástima. La verdadera pregunta era: ¿podría ella hacer algo por la niña? ¿Podría su escuela ofrecerle algo de valor a una niña ciega?

De todos modos, esperaba con ilusión esa tarde y no totalmente debido a Lizzie. A pesar de todas las distracciones de la noche pasada y de esa mañana, no había podido desviar del todo la mente de esa conversación que tuvo con el marqués en Hyde Park. Él le había hecho sorprendentes revelaciones.

Y ella a él también.

En pocas palabras le había dicho que llevaba más de dos años sin tener una relación sexual.

Y ella le dijo… Bueno, era mejor no «pensar» en eso. Tal vez, si tenía mucha suerte, él ya lo habría olvidado.


Fueron a Richmond Park. Hicieron el trayecto en un coche cerrado, Lizzie sentada al lado de él y la señorita Martin enfrente, de cara a ellos. Lizzie no decía nada; simplemente le tenía cogida la mano a su padre, y de tanto en tanto le daba una palmadita en la rodilla con la otra. Él sabía que estaba entusiasmada y nerviosa al mismo tiempo.

– Lizzie nunca se ha aventurado fuera de la casa -le explicó a la señorita Martin-. Su madre pensaba que era mejor que siempre estuviera en un entorno conocido, donde se sintiera segura.

La señorita Martin asintió, con los ojos fijos en su hija.

– Todos hacemos lo mismo la mayor parte de nuestras vidas -dijo-, aunque nuestro entorno conocido consiste normalmente en un espacio más amplio que sólo la casa y el jardín. Es bueno sentirse segura. También es bueno entrar en lo desconocido de vez en cuando. ¿Cómo, si no, podríamos crecer y adquirir conocimientos, experiencia y sabiduría? Y lo desconocido no siempre o ni siquiera con frecuencia es inseguro.

Él le apretó la mano a Lizzie y ella apoyó el lado de la cabeza en su brazo.

Cuando llegaron al parque la llevó por la entrada cogida de la mano. El lacayo que los acompañaba extendió una inmensa manta sobre la hierba a la sombra de un viejo roble, después fue a buscar la cesta con la merienda y finalmente volvió al coche.

– ¿Nos sentamos? -sugirió-. ¿A alguien le apetece merendar ya? ¿O esperamos un rato?

Lizzie se soltó de su mano para ponerse de rodillas y palpar toda la manta. Seguía muy callada. De todos modos él sabía que hablaría de esa tarde días y días. Nunca la había llevado a una merienda en el campo. Había permitido que Sonia impusiera las reglas e inconscientemente conformado a ellas; su amada hija ciega debía ser protegida a toda costa. ¿Por qué nunca se le ocurrió hacerle un regalo como ese?

– Ah, esperemos un rato -dijo la señorita Martin-. ¿No deberíamos caminar un poco primero para ejercitar las piernas? El día está precioso y este parque es muy hermoso.

Joseph la miró ceñudo. Lizzie levantó hacia él la cara aterrada y se aferró a la manta con las dos manos.

– Pero es que yo no sé dónde estamos -dijo-. No sé por dónde caminar. -Levantó una mano, buscándolo a tientas-. ¿Papá?

– Estoy aquí -dijo él, cogiéndole la mano, mientras la señorita Martin estaba ahí de pie, muy derecha y quieta, con las manos cogidas delante de la cintura; durante un irracional instante se sintió molesto con ella-. Me parece que una caminata es buena idea. Podríamos haber hecho la merienda en el jardín si no vamos a aprovechar este amplio espacio. Caminaremos un trecho corto, cariño. Yo te paso la mano por mi brazo, así, ¿ves? -La puso de pie-, y estarás todo lo segura que puedes estar.

Era muy pequeña y delgada, pensó. Era pequeña para su edad, seguro.

Avanzaron lentamente, vacilantes, y él sintió tenso el brazo de Lizzie en el suyo. Le parecía que leía los pensamientos de la señorita Martin mientras caminaba al otro lado de Lizzie. ¿Cómo podía la niña estar preparada para ir a la escuela?

Y si lo estaba, ¿cómo podría él separarse de ella? Estaba haciendo perder el tiempo a la señorita Martin. Justo entonces ella habló, con la voz firme, pero amable:

– Lizzie, vamos caminando por una avenida recta, larga y llana, toda cubierta por suave hierba verde, con grandes y viejos árboles a cada lado. No hay ningún obstáculo contra el que te puedas hacer daño. Puedes dar los pasos con la absoluta seguridad de que no vas a tropezar con nada ni meterás el pie en ningún hoyo, porque, además, vas cogida del brazo de tu padre. Si te cogieras del mío también, creo que hasta podríamos dar pasos largos y enérgicos e incluso correr un poco. ¿Lo intentamos?

Joseph la miró por encima de la cabeza de Lizzie. Se sorprendió sonriendo. Obviamente era una mujer acostumbrada a arreglárselas con niñas.

Pero Lizzie levantó la cara hacia él, pálida y asustada.

– Mi madre decía que no debo salir nunca de casa ni del jardín, y que no debo caminar rápido -dijo-. Y la señorita Edwards dijo… -No terminó la frase, y antes que él pudiera decir algo, sonrió: esa expresión que él veía tan rara vez, esa sonrisa que la hacía parecer muy traviesa-. Pero la señorita Edwards ya no está. Mi papá la despidió esta mañana y le dio dinero para seis meses.

– Tu madre era una dama sabia -le dijo la señorita Martin-. Sí que debes permanecer en la casa a no ser que te acompañe alguien en quien tengas confianza. Y siempre debes caminar con cautela cuando estés sola. Pero hoy estás con tu padre, del que te fías más que de cualquier otra persona que hayas conocido, creo yo, y sabes que no estás sola. Si te afirmas en el brazo de él y te coges del mío también, nosotros seremos cautelosos por ti y nos encargaremos de que no te hagas ningún daño. Creo que tu padre se fía de mí.

– Por supuesto que me fío -dijo él, todavía sonriéndole por encima de la cabeza de Lizzie.

– ¿Lo intentamos? -preguntó ella.

Lizzie alargó la mano, ella se la cogió y la pasó por debajo de su brazo. Y así caminaron tranquilamente, los tres formando una línea recta, y de pronto Joseph se dio cuenta de que la señorita Martin había aumentado la velocidad de los pasos. Sonriendo, él la aumento otro poco. De repente, bien cogida de ellos, Lizzie se rió y luego chilló de risa.

– ¡Vamos caminando de verdad! -exclamó.

Él sintió una opresión en la garganta, por las lágrimas sin derramar.

– Pues sí -dijo-. ¿Tal vez deberíamos correr?

Corrieron durante un corto trecho, luego aminoraron la marcha hasta continuar caminando y finalmente se detuvieron. Ahora los tres se estaban riendo, y Lizzie jadeaba además.

Volvió a mirar a los ojos a la señorita Martin por encima de la cabeza de su hija. Tenía encendidas las mejillas y los ojos brillantes. Su vestido de fino algodón y algo desteñido estaba arrugado y el ala de la pamela, la misma que llevaba en la fiesta en el jardín, había perdido su forma; un mechón errante le caía suelto sobre el hombro; le brillaba de humedad la cara.

De pronto se veía francamente muy guapa.

– ¡Oh, escuchad! -dijo Lizzie, con la cara algo adelantada y el cuerpo muy inmóvil-. Escuchad a los pájaros.

Aguzaron los oídos, y sí, debía haber un buen número de pájaros ocultos entre el follaje de los árboles, porque formaban un coro, todos trinando como si quisieran echar fuera el corazón. Era un agradable sonido de verano, que muchas veces no se escucha por haber tantas otras cosas en qué ocupar los ojos y la mente.

La señorita Martin fue la primera en moverse. Se soltó del brazo de Lizzie y se puso delante de ella.

– Lizzie, levanta la cara al sol. Espera, deja que te eche hacia atrás el ancha ala de la papalina para que puedes sentir el agradable calor en las mejillas y en los párpados. Inspira sol mientras escuchas a los pájaros.

– Pero mi madre decía…

– Y era muy sabia -dijo la señorita Martin doblando hacia atrás el ala de la papalina para exponer al sol la pálida y delgada cara de la niña y sus ojos ciegos-. Ninguna dama expone su piel al sol tanto tiempo que se le broncee o queme. Pero es bueno hacerlo unos minutos cada vez. El calor del sol en la cara es muy bueno para el ánimo, para el espíritu.

Ah, ¿por qué a él nunca se le había ocurrido eso?

Con ese permiso, Lizzie echó atrás la cabeza de forma que la luz y el calor del sol le dieron de lleno en la cara. Pasado un momento entreabrió los labios, retiró la mano del brazo de él y levantó las dos manos hacia el sol, con las palmas hacia arriba.

– Ooh -dijo, con un largo suspiro, y él volvió a sentir oprimida la garganta.

Estuvo así un buen rato, hasta que con un repentino miedo movió la mano, buscándolo.

– ¿Papá?

– Estoy aquí, cariño -dijo él, pero no le cogió la mano, como habría hecho normalmente-. No te voy a dejar sola. La señorita Martin tampoco.

– Sí, el sol se siente muy agradable -dijo ella.

Entonces, sin bajar las manos, se giró hacia la derecha y continuó girando muy lentamente hasta quedar casi en la misma posición en que comenzó. Los rayos del sol debieron ser su guía.

Se rió con la despreocupada felicidad de cualquier niño.

– Tal vez ahora deberíamos volver a la manta y tomar la merienda -dijo la señorita Martin-. Nunca es bueno excederse en ningún ejercicio, y tengo hambre.

Se dieron media vuelta, se cogieron de los brazos otra vez y echaron a andar para volver por donde habían venido. Pero Lizzie no era la única que estaba burbujeante de exuberancia.

– Caminar y correr son lo mismo -dijo él-. Propongo que avancemos saltando hasta la manta.

– ¿Saltando? -preguntó Lizzie, y la señorita Martin lo miró con las cejas arqueadas.

– Primero saltas con un pie y luego con el otro, sin dejar de avanzar -explicó-. Así.

Y empezó a saltar como un niño muy crecido para su edad, llevándolas casi a rastras, hasta que la señorita Martin se echó a reír y comenzó a saltar también. Pasado un momento de vacilación, Lizzie los imitó y así los tres continuaron saltando por la avenida, riéndose y gritando, haciendo un indecoroso ridículo. Menos mal que no había nadie en esa parte del parque, y si había gente, o estaban fuera de la vista o tan lejos que se perdieron el espectáculo. A algunos de sus amigos les interesaría verlo en ese momento, pensó Joseph, saltando por la avenida del parque con su hija ciega y una directora de escuela.

Sin duda las alumnas y profesoras de la señorita Martin también estarían interesadas.

Pero el despreocupado placer de Lizzie valía cualquier pérdida de la dignidad.

Cuando llegaron a la manta a la sombra, la señorita Martin ayudó a Lizzie a quitarse la chaquetilla y le sugirió que se quitara la papalina también. Ella se quitó la pamela, él el sombrero y los dejaron sobre la hierba. Ella se pasó las manos por su desordenado cabello, una tarea inútil, pues necesitaría un cepillo y un espejo para reparar el daño. De todos modos, para él estaba absolutamente encantadora.

Comieron con saludable apetito, panecillos recién horneados con queso, pasteles de pasas y una rosada manzana cada uno. Acompañaron la comida con limonada, que lamentablemente ya estaba tibia, pero era líquido para apagar la sed de todos modos.

Y mientras comían charlaron acerca de nada en particular, hasta que Lizzie se quedó callada y continuó así. Estaba apoyada en el costado de su padre, y con las piernas recogidas. Él la miró y vio que estaba profundamente dormida. Le bajó la cabeza hasta su regazo y le pasó la mano por el pelo ligeramente húmedo.

– Creo que le ha regalado uno de los días más felices de su vida, señorita Martin -dijo en voz baja-. Probablemente el más feliz.

– ¿Yo? -dijo ella, tocándose el pecho-. ¿Qué he hecho «yo»?

– Le ha dado permiso para ser niña. Para correr, saltar, levantar la cara al sol, gritar y reír.

Ella lo miró, pero no dijo nada.

– La he querido desde el instante en que posé los ojos en ella -continuó él-, diez minutos después de que nació. Creo que porque es ciega la he amado más de lo que la habría amado si no lo fuera. Siempre he deseado respirar, comer y dormir por ella, y alegremente habría muerto por ella si con eso hubiera podido arreglar algo. He tratado de mantenerla segura, en mis brazos y en mi amor. Nunca he…

Tontamente se le cortó la voz y no pudo terminar. Hizo una honda inspiración y volvió a mirar a su hija, que estaba muy cerca de dejar de ser una niña. Eso era todo el problema.

– Creo que ser progenitor no es siempre algo agradable -dijo la señorita Martin-. El amor puede ser terriblemente doloroso. Con algunas de mis niñas desamparadas he tenido algo de experiencia en cómo debe de ser. Han tenido tantas desventajas y yo deseo angustiosamente que el resto de sus vidas sea perfecto. Pero es lo único que puedo hacer. Lizzie siempre será ciega, lord Attingsborough. Pero puede encontrar dicha en la vida si lo desea y las personas que la quieren se lo permiten.

– ¿La aceptará? -Preguntó él, tragando saliva para pasar un bulto que se le había formado en la garganta-. No sé qué otra cosa hacer. Pero ¿es conveniente la escuela para ella?

Ella no contestó inmediatamente. Estaba pensándolo detenidamente.

– No lo sé -dijo al fin-. Deme un poco más de tiempo.

– Gracias. Gracias por no decir que no inmediatamente. Y gracias por no decir sí antes de haber considerado el asunto con detenimiento. Prefiero que no vaya si eso puede ser un error. Yo cuidaré de ella como sea, pase lo que pase.

Volvió a mirar a su hija y continuó acariciándole el pelo. Era ridículamente sensiblero volver a pensar que moriría con gusto por ella. La verdad era que no podía; tampoco podía vivir por ella. Aterradora comprensión.


Sin embargo, se sentía consolado por la presencia de la señorita Martin, aun cuando ella aún no sabía si podía ofrecerle a Lizzie un lugar en su escuela. Le había demostrado a su hija, y a él, que podía divertirse e incluso girar bajo el calor del sol sin afirmarse ni aferrarse a nadie.

– Muchas veces he pensado -dijo, sin levantar la vista-, qué habría ocurrido si Lizzie no hubiera nacido ciega. Sonia habría continuado su vida con uno u otro de sus admiradores, y es muy posible que yo hubiera continuado con mi vida más o menos como era antes, manteniendo a la niña que había engendrado, pero viéndola rara vez, y habría creído que con eso cumplía mi deber para con ella. Tal vez me habría casado con Barbara, y me habría privado del tirón del amor de mi primera hija. Pero qué pobre habría sido mi vida. La ceguera de Lizzie es quizás una maldición para ella, pero para mí ha sido una abundante bendición. ¡Qué extraño! Nunca había comprendido eso hasta hoy.

– La ceguera no tiene por qué ser una maldición para Lizzie -dijo ella-. Todos tenemos nuestras cruces que llevar, lord Attingsborough. Y es la manera de llevarlas lo que demuestra nuestra valía, o su falta. Usted ha llevado la suya y eso lo ha hecho una persona mejor y ha enriquecido su vida. A Lizzie hay que permitirle que lleve su carga y triunfe sobre ella, o no.

– Ah -suspiró él-, pero es esa posibilidad de «o no» la que me rompe el corazón.

La miró, ella le sonrió y entonces lo golpeó la comprensión de que era más que guapa. De hecho, probablemente no era nada guapa, pues esa era una palabra demasiado infantil y frívola.

– Creo, señorita Martin -dijo, sin pararse a elegir bien las palabras-, que usted debe de ser la mujer más hermosa que he tenido el privilegio de conocer.

Palabras tontas y bastante falsas, sin embargo, las más ciertas que había dicho en su vida.

Ella lo miró, ya desvanecida su sonrisa, hasta que él bajó la mirada a Lizzie otra vez. Esperaba no haberla herido, haberla hecho creer que simplemente había pretendido hacer el papel de galán. Pero no se le ocurrió ninguna manera de retirar las palabras sin herirla más. En realidad, ni siquiera sabía qué había pretendido al decirlas. Ella no era hermosa en ningún sentido visible. No lo era. Pero, sin embargo ¡Buen Dios!, no se estaría encaprichando con la señorita Martin, ¿verdad? Nada podría ser más desastroso. Pero claro, no era eso. Ella había sido amable con Lizzie, eso era todo, y en consecuencia le era imposible no tenerle afecto. Quería a los Smart por el mismo motivo.

– ¿Qué ha hecho con el perro? -preguntó.

– Darle un hogar, temporal al menos, y un amoroso cuidado por parte de todos. Y al mencionarlo me ha dado una idea. ¿Podría llevarlo a visitar a Lizzie?

Pero cuando él arqueó las cejas, La niña ya se estaba despertando, así que se inclinó a besarle la frente. Ella sonrió, levantó una mano, le acarició y palpó la cara.

– Papá -dijo, con la voz adormilada y satisfecha.

– Es hora de volver a casa, cariño.

– Ah, ¿tan pronto? -preguntó ella, pero no pareció triste.

– La señorita Martin vendrá a visitarte otra vez si quieres. Traerá con ella a su perrito.

La niña se despabiló al instante.

– ¿Un perro? Había uno un día en la calle, hace unos años, ¿te acuerdas, papá? Ladró y yo me asusté, pero entonces su dueña me lo acercó, yo lo toqué y él me resolló encima. Siempre hay un perro en mis historias.

– ¿Sí? Pues entonces este tiene que visitarte. ¿Invitamos a la señorita Martin a venir también?

Ella se rió, y a él le pareció que sus mejillas tenían un cierto color no habitual.

– ¿Tendría la amabilidad de venir, señorita Martin? ¿Y traer a su perro? ¿Por favor? Me gustaría sobremanera.

– Muy bien, entonces -dijo la señorita Martin-. Es un animalito muy cariñoso. Seguro que te va a lamer toda la cara.

Lizzie se rió encantada.

Pero esa tarde estaba llegando rápidamente a su fin, pensó él. No debían retrasarse en volver. Tanto la señorita Martin como él tenían que prepararse para la visita a Vauxhall Gardens esa noche. Y antes él tenía que asistir a una cena.

Lamentaba que se acabara esa salida. Siempre lo lamentaba cuando se le acababa el tiempo para estar con Lizzie. Pero esa tarde había sido especialmente placentera. Se sentía como si estuviera en familia.

Entonces un pensamiento nuevo, no llamado, lo hizo fruncir el entrecejo. Lizzie siempre sería su amada hija pero nunca formaría parte de su «familia». En cuanto a la señorita Martin, bueno…

– Es hora de volver -dijo, poniéndose de pie.

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