CAPÍTULO 13

A la mañana siguiente, Claudia y Susanna acababan de volver de la biblioteca Hookman's cuando el duque de McLeith llamó a la puerta. Lo hicieron pasar al salón de mañana, donde estaba Claudia sola, hojeando un libro que acababa de sacar prestado de la biblioteca. Susanna había subido a la sala cuna a ver a Harry.

Una vez que el mayordomo lo anunció y el perro corrió a ladrarle moviendo la cola, él entró, diciendo:

– Claudia, ¿tu perro?

– Creo que más bien soy yo la que le pertenece -dijo ella haciéndole cosquillas detrás de una oreja-. Mientras no le encuentre un buen hogar, soy de él.

– ¿Te acuerdas de Horace?

¿Horace? Era un spaniel al que ella adoraba de niña. La seguía a todas partes como una sombra, con grandes orejas caídas. Sonrió mientras los dos se sentaban.

– Los vizcondes Ravensberg hablaron conmigo anoche antes de marcharse del baile -dijo él-. Me invitaron a pasar unas semanas en Alvesley Park antes de regresar a Escocia. Al parecer va haber ahí una muy concurrida celebración del aniversario de bodas de los condes de Redfield. Debo confesar que me sorprendí. Me pareció que mi superficial relación con ellos no es suficiente para merecer esa distinción. Pero entonces la vizcondesa me explicó que tú vas a estar en Lindsey Hall, que está cerca, y que pensó que a mí me encantaría tener unas semanas para disfrutar de tu compañía después de una separación tan larga.

Guardó silencio y la miró interrogante.

Ella se cogió las manos en la falda y lo miró sin hacer ningún comentario. Susanna y todas sus amigas parecían encantadas por las historias que él les había contado, que eran totalmente ciertas, pero de ninguna manera eran toda la verdad. Hubo un tiempo en que ella lo amó con todo el ardor de su joven corazón. Pero si bien el tiempo de galanteo había sido inocente y decoroso, la despedida no fue ninguna de las dos cosas.

Había entregado su virginidad a Charlie en la cima desierta de una colina de detrás de la casa de su padre.

Entonces él le juró que volvería a buscarla en la primera oportunidad que tuviera, para hacerla su esposa. También le juró, abrazándola estrechamente mientras los dos lloraban, que la amaría eternamente, que ningún hombre había amado jamás como él la amaba a ella. Y ella, claro, le dijo más o menos lo mismo.

– ¿Qué te parece? -le preguntó él-. ¿Acepto? Hemos tenido muy pocas oportunidades para conversar y nos queda muchísimo por decir. Hay mucho por recordar todavía y mucho que contarnos para volver a conocernos. Creo que me gusta la nueva Claudia tanto como me gustaba la antigua. Pero lo pasábamos muy bien juntos, ¿verdad? Ningunos verdaderos hermanos podrían haber estado más contentos en la mutua compañía.

Ella había llevado la rabia dentro durante tantos años que a veces creía que había desaparecido, que estaba olvidada. Pero algunos sentimientos del pasado son tan profundos que se convierten en parte de la persona.

– No éramos como hermanos, Charlie -dijo enérgicamente-, y no nos consideramos hermanos los dos últimos años anteriores a que te marcharas. Estábamos enamorados.

No dejó de mirarlo mientras el perro se echaba a sus pies suspirando de satisfacción.

– Éramos muy jóvenes -dijo él, desvanecida su sonrisa.

– Entre los no tan jóvenes existe la idea de que los jóvenes son incapaces de amar, de que sus sentimientos no tienen ninguna importancia.

– A los jóvenes les falta la sabiduría que da la edad -dijo él-. Era inevitable que nacieran sentimientos románticos entre nosotros, Claudia. Con el tiempo nos habrían quedado pequeños. Yo casi lo había olvidado.

Ella sintió una rabia intensa, no por ella en esos momentos, sino por la niña que fue en ese tiempo. La jovencita que había sufrido inconsolable durante años.

– Ahora podemos reírnos de eso -dijo él, sonriendo.

Ella no sonrió.

– Yo no me voy a reír -dijo-. ¿Por qué lo olvidaste, Charlie? ¿Porque yo significaba muy poco para ti? ¿Porque recordarlo era demasiado desagradable o incómodo para ti? ¿Porque te sentías culpable de esa última carta que me escribiste? -«Ahora soy un duque, Claudia. Debes comprender que eso cambia mucho las cosas». «Soy un duque»-. ¿Y también has olvidado que en una ocasión fuimos amantes?

A él le subió un rubor por el cuello hasta las mejillas. Ella se ordenó no ruborizarse también. Pero no dejó de mirarlo a los ojos, ah, eso no.

– Fuimos unos imprudentes -dijo él, frotándose la nuca, como si de pronto le apretara mucho la corbata-. Tu padre fue imprudente al darnos tanta libertad. Tú fuiste imprudente cuando yo me iba a marchar y podría haber habido consecuencias. Y yo fui imprudente… -No terminó la frase.

– ¿Porque podría haber habido consecuencias que habrían causado complicaciones a tu nueva vida, como me dejaste muy claro en tu última carta?

«No debo permitir que me vean relacionado tan íntimamente con personas inferiores que no son dignas de mi atención. Ahora soy un duque.»

– No me había dado cuenta, Claudia -dijo él, suspirando-, de que estás amargada. Lo siento.

– Dejé atrás la amargura hace mucho tiempo -dijo ella, no muy segura de que eso fuera cierto-, pero no puedo permitir que continúes tratándome con tan efusivo placer como a una hermana tanto tiempo perdida, Charlie, sin obligarte a recordar lo que has olvidado tan convenientemente.

– No fue fácil -dijo él, echándose atrás en el sillón y bajando los ojos-. Pero sólo era un niño, y de repente me vi enfrentado a deberes y responsabilidades, a toda una vida y a todo un mundo con los que jamás había ni soñado.

Ella no dijo nada. Sabía que él decía la verdad, y sin embargo…

Sin embargo eso no disculpaba la crueldad de su rechazo final. ¿Y cómo podía decirse que había dejado atrás el sufrimiento y la amargura cuando desde entonces había odiado, odiado, odiado, a todos los hombres que llevaban el título de duque?

– A veces -continuó él-, he pensado si valieron la pena todos los sacrificios que me obligaron a hacer. Mi sueño de seguir la carrera de leyes. Tú.

Ella continuó en silencio.

– Me porté mal -reconoció él por fin. Levantándose bruscamente atravesó la sala y fue a asomarse a la ventana-. ¿Crees que no lo sabía? ¿Crees que no sufrí?

Lo comprendía. Siempre había comprendido el torbellino interior que él tuvo que haber vivido. Pero algunas cosas, si bien no son imperdonables, por lo menos no son justificables.

La última carta la había destruido hacía mucho tiempo, junto con las que la precedieron. Pero creía que «todavía» podía recitarla de memoria si quería.

– Si te sirve de consuelo, Claudia -dijo entonces él-, no tuve un matrimonio feliz. Mona era una arpía. Yo pasaba fuera de casa todo el tiempo que podía.

– La duquesa de McLeith no está aquí para defenderse -dijo ella.

Él se giró a mirarla.

– Ah, veo que estás resuelta a pelear conmigo, Claudia.

No a pelear, Charlie, simplemente quiero que haya algo de verdad en lo que nos decimos. ¿Cómo podríamos continuar si permitimos que sigan deformados nuestros recuerdos del pasado?

¿Podemos continuar, entonces? ¿Me perdonarás el pasado, Claudia? ¿Lo atribuirás a la juventud y la tontería, a las presiones de una vida para la que yo no tenía ninguna preparación?

Eso no tenía mucho de disculpa, ya que al formularla se disculpaba a sí mismo. ¿Serían los jóvenes menos responsables que los mayores? Pero había habido muchos años de amistad íntima, unos pocos de amor y una tarde de intensa pasión. Y un año de vehementes cartas de amor, antes que la última le destrozara el corazón, le destrozara su mundo y su ser. Tal vez era una tontería basar toda su opinión sobre él en esa sola carta. Tal vez ya era hora de perdonar.

– Muy bien -dijo, pasado un momento.

Al instante él fue hasta ella, le cogió una mano y se la apretó.

– Cometí el peor error de mi vida cuando… Pero no tiene importancia. ¿Qué hago con la invitación?

– ¿Qué deseas hacer?

– Aceptar. Me caen bien los Ravensberg, y sus familiares y amigos. Y deseo pasar más tiempo contigo. Permíteme que vaya, Claudia. Permíteme que sea tu hermano otra vez. No, no tu hermano. Permíteme que sea tu amigo otra vez. Siempre fuimos buenos amigos, ¿verdad? ¿Incluso al final?

¿A qué final se referiría?

– Estuve despierto gran parte de la noche -continuó él-, pensando qué debía hacer y comprendiendo cómo se empobreció mi vida el día que dejé la casa de tu padre y a ti. Y entonces comprendí que no podía aceptar la invitación a menos que tú dijeras que lo hiciera.

Ella también había estado despierta gran parte de la noche, pero estaba segura de que no había pensado ni una sola vez en Charlie.

Había pensado en las dos personas sentadas bajo un sauce junto a un estanque de nenúfares por la noche, la chaqueta de él, calentada por su cuerpo, sobre los hombros de ella, el brazo de él sujetándosela y la mano de ella en la de él, sin hablar ni una sola palabra durante casi media hora. Ese era un recuerdo tan intenso como el de cuando se besaron en Vauxhall Gardens. Tal vez más aún. El beso había sido de puro deseo, lujuria; lo de esa noche en el jardín, no. No quería pensar qué fue.

– Ve a Alvesley entonces -dijo, retirando la mano de la de él-. Tal vez mientras estemos ahí podamos crearnos nuevos recuerdos para el futuro, recuerdos más agradables.

Él le sonrió y a ella se le formó un bulto en la garganta; era una sonrisa ilusionada que le recordó al niño que fue. Nunca se había imaginado ni en sueños que ese niño pudiera ser cruel. Pero ¿era correcto lo que iba a hacer? ¿Era prudente volver a confiar en él? Pero él sólo le pedía amistad. Y podría convenirle ser su amiga otra vez, dejar atrás el pasado por fin.

– Gracias -le dijo-. No te ocuparé más tiempo, Claudia. Volveré a mis habitaciones y enviaré una nota de aceptación a lady Ravensberg.

Después que él se marchó Claudia volvió a mirar el libro que había sacado de la biblioteca. Pero no lo abrió. Simplemente pasó la mano por su cubierta de piel, hasta que el perro subió de un salto al sofá y apoyó la cabeza en su falda.

– Bueno, Horace -dijo en voz alta, acariciándole la cabeza-, me siento como si fuera montada en un gigantesco y brioso caballo de emociones. La sensación no es nada agradable para una persona de mi edad. En realidad, si Lizzie Pickford no quiere ir a Lindsey Hall conmigo, creo que bien podría irme directamente a Bath, y, si me perdonas el lenguaje grosero, al diablo con Charlie «y» con el marqués de Attingsborough. Pero ¿qué diablos voy a hacer contigo?

Él levantó los ojos hacia los de ella sin levantar la cabeza y emitió un largo suspiro, al tiempo que golpeaba el sofá con la cola.

– ¡Exactamente! -convino ella-. Todos los machos os creéis irresistibles.


De Derbyshire habían llegado unos primos de lady Balderston, y Joseph estaba invitado a cenar con la familia y a acompañarlos después a la ópera.

Todavía no había pedido una cita a Balderston para hablar con él, pero lo haría, tal vez esa noche. Su indecisión para dar el paso ya se le estaba volviendo embarazosa.

Tal vez esa noche intentaría nuevamente cortejar a Portia Hunt. Ella tenía que tener un lado más blando que el que demostró tener durante el trayecto a Vauxhall, y él debía encontrarlo. Sabía que, en general, las damas lo encontraban encantador y atractivo, aunque rara vez aprovechaba eso para coquetear o entregarse a escarceos amorosos. «Rara vez» era la expresión clave. Se sentía incómodo por sus tratos con la señorita Martin. Y, sin embargo, no los sentía como coqueteos ni escarceos amorosos. Detestaba pensar en cómo los sentía.

A causa de eso se sintió algo deprimido toda la mañana, mientras combatía en el Salón de Boxeo para Caballeros de Jackson. Cuando esa tarde llegó a la casa de Whitleaf en Grosvenor Square ya estaba resuelto a que todo versara sobre el asunto serio que tenían entre manos. Iba a llevar a la señorita Martin a ver a Lizzie para que le hiciera la propuesta para el verano y la dejara decidir a ella. La intervención de él tenía que ser mínima.

Cuando ella bajó la escalera, al ser llamada por el mayordomo, vio que llevaba un vestido sencillo, como siempre, el mismo con que fue a la merienda, aunque se lo habían planchado; también llevaba la misma pamela de paja. Y al perro en brazos.

Se veía como una mujer a la que conocía de toda su vida. Le parecía un trocito de hogar, lo que fuera que su mente quiso decir al presentarle esa extraña idea.

– Los dos estamos listos -dijo ella, con su voz enérgica.

– ¿De veras quieres llevar al perro, Claudia? -le preguntó Whitleaf-. Puedes dejarlo aquí con nosotros, sin ningún problema.

– Le irá bien airearse un poco -dijo ella-, pero, gracias, Peter. Eres extraordinariamente amable, si tenemos en cuenta que no tuviste muchas opciones -se rió- entre aceptarlo a él o echarme a la calle a mí.

– Vete, entonces, y que lo pases bien -le dijo Susanna, aunque Joseph vio que lo miraba a él, con una expresión de curiosidad en los ojos.

Por primera vez se le ocurrió pensar que, al no saber la verdadera naturaleza de las salidas de la señorita Martin con él, ella y Whitleaf debían de preguntarse qué diablos se proponía él, dado sobre todo que era probable que supieran que, a todos los efectos, era un hombre comprometido. Había puesto en una posición embarazosa a la señorita Martin, comprendió.

Emprendieron la marcha en el tílburi. Ya no hacía tanto calor como antes; unas cuantas nubes le quitaban mordacidad a la temperatura cuando tapaban el sol.

– ¿Adonde le ha dicho a Susanna que iba esta tarde? -le preguntó.

– A dar un paseo por el parque.

– ¿Y las otras veces?

– A dar un paseo por el parque -repuso ella, con toda su atención concentrada en el perro.

– ¿Y qué ha dicho ella acerca de todos estos paseos?

Giró la cabeza a tiempo para verla ruborizarse y luego bajarla.

– Ah, nada. ¿Qué tendría que decir?

Debían pensar que él estaba tonteando con ella al mismo tiempo que cortejaba a la señorita Hunt. Y lo peor de todo era que no iban muy descaminados. Hizo un mal gesto para su coleto. Todo eso tenía que ser muy molesto para ella.

Se hizo el silencio. Pero ese día debía evitar el silencio a toda costa, decidió pasado un momento, y al parecer ella estaba de acuerdo. Durante todo el trayecto hasta la casa conversaron alegremente sobre los libros que habían leído los dos. Pero no fue una conversación forzada ni incómoda, como él habría supuesto. Fue una conversación animada e inteligente. Hasta habría deseado que el trayecto fuera más largo.

Lizzie estaba en el salón de arriba esperándolo. Lo abrazó echándole los brazos al cuello, como siempre, y luego ladeó la cabeza.

– Alguien ha venido contigo, papá -dijo-. ¿Es la señorita Martin?

– Sí -dijo él, y vio que se le alegraba la cara.

– Y no sólo yo -contestó ésta-. He traído a alguien a conocerte, Lizzie. Al menos es casi alguien. He traído a Horace.

¿Horace? Joseph la miró divertido, pero ella tenía toda la atención concentrada en su hija

– ¡Ha traído a su perro! -exclamó Lizzie justo en el instante en que el collie decidió ladrar.

– Desea ser tu amigo -le explicó la señorita Martin al verla retroceder-. No te hará absolutamente ningún daño. Yo lo tengo cogido firme de todos modos. Venga, déjame cogerte la mano.

Se la cogió, se la puso sobre la cabeza del perro y luego se la guió por el lomo. El perro giró la cabeza y le lamió la muñeca. Lizzie retiró bruscamente la mano pero después chilló de risa.

– ¡Me ha lamido! A ver, déjeme tocarlo otra vez.

– Es un border collie -explicó la señorita Martin, cogiéndole nuevamente la mano y guiándosela por la cabeza del perro-. Es una de las razas de perros más inteligentes que existen. A los collies se los suele usar para que pastoreen a las ovejas, para que les impidan dispersarse, y cuando una se aleja, el perro la devuelve al rebaño, y después de haber pacido en los campos o en las colinas, las lleva de vuelta al redil. Claro que Horace es poco más que un cachorro todavía y no ha sido adiestrado.

Joseph fue a abrir la ventana y se quedó ahí a observar cómo su hija se enamoraba. Ella no tardó en estar sentada en el sofá con el perro a su lado, este jadeando con la lengua fuera encantado mientras ella lo exploraba suavemente con sus sensibles manos, y riéndose, cuando primero le lamió una mano y luego la cara.

– Uy, papá, mírame. Y mira a Horace.

– Estoy mirando, cariño -dijo él.

Observaba también a la señorita Martin, sentada junto a su hija, al otro lado del perro, acariciándolo con ella y contándole la historia de cómo lo adquirió, embelleciéndola bastante, y haciéndola parecer mucho más cómica de lo que fue en realidad. Tenía la impresión de que estaba tan absorta en la conversación con su hija que había olvidado su presencia. Era muy fácil ver cómo se había convertido en una profesora exitosa y por qué él había percibido una atmósfera feliz en su escuela.

– Recuerdo que me dijiste -dijo la señorita Martin- que en todas las historias que inventas aparece un perro. ¿Te gustaría contarme una de esas historias y que yo te la escriba?

– ¿Ahora? -preguntó Lizzie, riendo y apartando la cara de otra entusiasta lamida.

– ¿Por qué no? Tal vez tu padre me encuentre papel, pluma y tinta.

Entonces lo miró con las cejas arqueadas y él salió de la sala sin más. Cuando volvió, ellas estaban sentadas en el suelo con el perro en el medio echado de espaldas mientras ambas le friccionaban el vientre. Las dos se estaban riendo, con las cabezas juntas.

Sintió una especie de revoloteo muy al fondo de su interior.

Entonces la señorita Martin se sentó ante una mesita y comenzó a escribir mientras Lizzie le contaba una morbosa historia de brujas y brujos practicando sus malas artes en un bosque en el que se perdió una niña un día. Los árboles se cerraban alrededor de ella, aprisionándola, las raíces salían del suelo haciéndola tropezar y les brotaban tentáculos que le rodeaban los tobillos haciéndola caer, mientras en el cielo retumbaban los truenos, presagiando otras catástrofes terribles. Las únicas esperanzas que tenía de escapar de ahí era su corazón intrépido y un perro que apareció de repente y comenzó a atacarlo todo, menos a los truenos, y que, finalmente, sangrando y agotadísimo, la guió hasta la orilla del bosque, y desde ahí ella oyó a su madre cantando en el jardín lleno de perfumadas flores. Al parecer la tormenta de truenos no se extendió más allá bosque.

– Ya está -dijo la señorita Martin, dejando la pluma en la mesita-. La tengo entera. ¿Te la leo?

Se la leyó, y cuando terminó Lizzie dio unas palmadas, riéndose.

– Esa es mi historia «exactamente». ¿La has oído, papá?

– Sí.

– Podrás leérmela.

– Te la leeré -concedió él-, pero no cuando estés en la cama antes de dormirte, Lizzie. Tal vez «tú» puedas dormir después de eso, pero seguro que «yo» no. Todavía estoy temblando de miedo. Pensé que los dos perecerían.

– Vamos, papá. En el final de las historias los personajes principales viven felices para siempre.

Él buscó los ojos de la señorita Martin. Sí, en los cuentos, tal vez. La vida real solía ser diferente.

– Tal vez, Lizzie -dijo-, podríamos salir al jardín con la señorita Martin; así podrás nombrarle todas las flores. El perro puede venir también.

Ella se levantó de un salto y alargó un brazo hacia él.

– Acompáñame a buscar mi papalina.

Él avanzó un paso hacia ella y se detuvo.

– Sé mi niña lista y ve a buscarla sin mí. ¿Puedes?

– Claro que puedo. -Se le iluminó la cara-. Cuenta hasta cincuenta, papá, y estaré de vuelta. Pero no tan rápido, tonto -añadió, riendo alegremente cuando él comenzó a contar.

– Uno… dos… tres -comenzó él de nuevo, más lento, y ella salió de la sala.

Pasado un momento el perro se levantó y la siguió.

– Es capaz de hacer muchísimas cosas, ¿verdad? -dijo-. He sido negligente. Debería haberle organizado algo mucho antes. Lo que pasa es que siempre ha sido muy pequeña y el cariño y la protección me parecían suficientes.

– No se culpe -dijo la señorita Martin-. El cariño vale más que cualquier otro regalo que pudiera darle. Y no es demasiado tarde. Once años es una edad buena para que descubra que tiene alas.

– ¿Para volar lejos de mí? -dijo él, sonriendo triste.

– Sí, y para volar de vuelta a usted.

– Libertad. ¿Es posible para ella?

– Sólo ella puede decidir eso.

Entonces él oyó los pasos de Lizzie por la escalera.

– Cuarenta… cuarenta y uno… cuarenta y dos -contó en voz alta.

– ¡Aquí estoy! -gritó ella fuera de la puerta. Entonces apareció, sonrosada y entusiasmada, con los párpados agitados, mientras el perro pasaba corriendo por su lado-. Y aquí está mi papalina -añadió, moviéndola.

– Ah, bravo, Lizzie -dijo la señorita Martin.

Estuvieron una hora en el jardín hasta que la señora Smart llevó la bandeja con el té. Lizzie se dedicó a uno de sus juegos predilectos: inclinarse sobre las flores, tocarlas y olerías para identificarlas. A veces se cogía las manos a la espalda y hacía el juego sólo con el olfato. La señorita Martin también lo intentó, con los ojos cerrados, pero se equivocaba tantas veces como acertaba, y Lizzie se reía regocijada. También escuchó atentamente la clase de botánica que le dio, señalando las partes y cualidades de cada planta, mientras Lizzie palpaba la planta de la que estaba hablando.

Joseph se había quedado sentado mirando. Casi nunca había tenido tiempo libre para observar a su hija. Cuando la visitaba, normalmente él era el centro de toda la atención de ella. Ese día tenía a la señorita Martin y al perro, y aunque lo llamaba con frecuencia para que se fijara en algo, se veía claramente que lo estaba pasando muy bien con sus acompañantes.

¿Así podría haber sido su vida familiar, pensó, si hubiera estado libre para casarse joven, cuando conoció a Barbara y se enamoró de ella? ¿Se habría sentido tan feliz con su esposa y sus hijos como se sentía observando a la señorita Martin y a Lizzie? ¿Habría sentido esa satisfacción, esa dicha?

Ellas estaban inclinadas sobre un pensamiento, con las cabezas tocándose, el brazo de la señorita Martin rodeándole la cintura a Lizzie y el de Lizzie sobre los hombros de la señorita Martin. El perro dio unos ladridos cerca de ellas y luego echó a correr persiguiendo a una mariposa.

Buen Dios, pensó de repente. Condenación, seguir con esos pensamientos no le haría ningún bien. Era exactamente lo que había resuelto no hacer esa tarde.

Tendría su vida familiar. La esposa y madre no serían ni Barbara ni la señorita Martin, y ninguno de sus hijos sería Lizzie. Pero la tendría. Comenzaría a cortejar en serio a Portia Hunt esa misma noche. Por la mañana iría a visitar a Balderston y después haría su proposición formal. Seguro que ella se relajaría más cuando estuvieran comprometidos oficialmente. Seguro que ella debía desear algo de afecto, calor, cierta intimidad familiar en su matrimonio también. Sí, seguro que sí.

Llegó la señora Smart con la bandeja del té, interrumpiendo sus pensamientos, y las damas fueron a sentarse a la mesa. La señorita Martin lo sirvió.

– Lizzie -dijo, después de distribuir las tazas y los pasteles-, quiero verte tomar más aire fresco durante el verano. Lo pasaste bien la tarde en Richmond Park, ¿verdad? Me gustaría verte caminar, correr y saltar otra vez, y encontrar más flores y plantas que aún no conoces. Quisiera llevarte conmigo al campo a pasar unas semanas.

Lizzie, que estaba sentada al lado de su padre, lo buscó a tientas con la mano libre. Él se la cogió.

– No deseo ir a la escuela, papá -dijo.

– No se trata de una escuela -le explicó la señorita Martin-. Una de mis profesoras, la señorita Thompson, va a llevar a diez niñas de la escuela a pasar unas semanas en Lindsey Hall, en Hampshire. Es una mansión grande en el campo rodeada por un inmenso parque. Van a ir a pasar unas vacaciones ahí, y yo iré también. Algunas de mis niñas, verás, no tienen padres ni hogar, así que deben quedarse con nosotras durante las vacaciones. Intentamos que pasen bien sus vacaciones con muchísimas actividades y mucha diversión. Pensé que podría gustarte venir conmigo.

– ¿Tú vas a ir papá?

– Iré a una casa cercana a pasar unas semanas -contestó él-. Podré ir a verte.

– ¿Y quién me va a llevar?

– Yo -dijo la señorita Martin.

Él miró atentamente a Lizzie. Había desaparecido de sus mejillas el poco color que le había producido la hora al aire libre.

– Tengo miedo -dijo ella.

Él le apretó más la mano.

– No tienes por qué ir. No tienes por qué ir a ninguna parte. Yo buscaré a alguien que viva aquí y sea tu acompañante, una persona que te caiga bien y que sea amable contigo.

Tal vez la señorita Martin manifestaría su desacuerdo con él. Tal vez opinaría que él debía insistir en que su hija encontrara sus alas, que debería obligarla a abandonar el nido, por así decirlo. Pero ella no dijo nada, y, en realidad, le había dicho todo lo contrario, ¿no? Le había dicho que Lizzie debía decidirlo ella sola.

– Esas niñas me odiarían -dijo Lizzie.

– ¿Por qué iban a odiarte?

– Porque tengo hogar y un papá.

– No creo que te odien por eso.

– Yo no diría que tengo un papá -dijo entonces Lizzie, alegrando la cara-. Simularía que soy igual que ellas.

Y eso era exactamente lo que la señorita Martin le había dicho a la duquesa de Bewcastle al describirle a Lizzie, que era una niña desamparada recomendada por su agente en Londres. ¿Y él no iba a protestar? ¿Se avergonzaba de ella, entonces? ¿O simplemente se doblegaba ante lo que la sociedad esperaba de un caballero?

– ¿Y harían cosas conmigo? -Preguntó la niña, volviendo la cara hacia la señorita Martin-. ¿Me considerarían una molestia?

Nuevamente Joseph tuvo que admirar su sinceridad. No se precipitó a negarlo.

– Eso tendremos que descubrirlo -dijo-. Serán educadas, por supuesto. En mi escuela aprenden buenos modales. Pero de ti dependerá hacer amigas.

– Pero es que nunca he tenido amigas.

– Entonces esta será tu oportunidad para tener algunas -contestó la señorita Martin.

– ¿Y volvería aquí después de esas semanas?

– Si quieres.

Lizzie se quedó muy quieta, ya sin tocarlo a él. Se pasaba las manos por la falda, lo que indicaba que estaba nerviosa. También se mecía hacia delante y hacia atrás, como hacía a veces cuando estaba muy preocupada. Se le agitaban los párpados y sus ojos se movían debajo. También movía los labios, en silencio.

Joseph resistió el deseo de cogerla en sus brazos.

– Pero tengo mucho miedo -repitió la niña.

– Entonces te quedarás aquí -dijo él firmemente-. Comenzaré inmediatamente a buscarte una acompañante.

– No he querido decir que no voy a ir, papá, sólo que tengo miedo.

Continuó meciéndose y pasándose las manos por la falda, mientras la señorita Martin no decía nada y él se sentía resentido con ella, sin ninguna justificación, por supuesto.

– Lo he aprendido todo sobre la valentía en algunas de las historias que me has contado, papá -dijo Lizzie al fin-. Uno sólo puede demostrar valor cuando tiene miedo. Si no se siente miedo, no hay ninguna necesidad de valentía.

– ¿Y siempre has deseado hacer algo valiente, Lizzie? -le preguntó la señorita Martin-. ¿Como la Amanda de tu historia, cuando podría haberse escapado antes del bosque si no se hubiera detenido a rescatar al perro de la trampa para conejos?

– Pero no sólo para luchar contra las brujas y el mal, ¿verdad? -dijo Lizzie.

– También para entrar en lo desconocido -dijo Claudia-, cuando es más fácil aferrarse a lo que es conocido y seguro.

– Entonces creo que seré valiente -dijo Lizzie, pasado otro corto momento de silencio-. ¿Te sentirás orgulloso de mí, papá, si lo soy?

– Siempre estoy orgulloso de ti, cariño -dijo él-, pero sí, me sentiría especialmente orgulloso si fueras tan valiente como para ir. Y sería muy feliz si resultara que lo pasas tan bien allí como creo que lo pasarás.

– Entonces iré -dijo ella, decidida, y al instante dejó de mecerse-. Iré, señorita Martin.

Y acto seguido se giró a cogerse del brazo de él, se subió a su regazo, abrazándolo, y escondió la cara.

Él la abrazó, echó atrás la cabeza y cerró los ojos. Tuvo que tragar saliva, pues se sentía ridículamente a punto de echarse a llorar. Cuando abrió los ojos vio que la señorita Martin los estaba mirando muy seria, nuevamente en su postura de disciplinada profesora, o como su muy querida amiga.

Sin pensarlo, alargó el brazo sobre la mesa. Después de mirarle la mano un momento, ella puso la suya encima.

Ah, la vida es amargamente irónica a veces, pensó. De nuevo se sentía como si hubiera encontrado una familia donde no podía haber ninguna, justo cuando estaba obligado por el honor a proponerle matrimonio a una mujer que nunca deseaba que la besaran.

Cerró la mano sobre la de la señorita Martin y se la apretó fuertemente.

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