Los condes de Redfield y los vizcondes Ravensberg eran muy valientes para haber organizado una merienda al aire libre de esa envergadura justo el día anterior a la celebración del aniversario de bodas, pensaba Claudia a medida que avanzaba la tarde. Porque, claro, los padres habían venido con los niños. En la inmensa explanada del lado oeste de la casa había por lo menos tantas personas como habría en el salón de baile la noche del día siguiente.
Le habría sido muy fácil eludir por completo al marqués de Attingsborough entre tanta gente si no hubiera sido porque los dos estaban atentos vigilando a Lizzie.
Aunque no era necesario vigilarla mucho. Lizzie, acompañada constantemente por Horace, a pesar de que ahora no lo necesitaba como guía, lo estaba pasando en grande, mejor que nunca en su vida. Lady Redfield, la duquesa de Anburey, la señora Thompson y varias otras señoras mayores, que se habían sentado juntas en las sillas de la terraza colocadas a la sombra de un grupo de árboles, la habrían tomado bajo su protección con mucho gusto y, de hecho, la invitaron a sentarse con ellas. Pero nadie la olvidaba. Sólo pasados unos minutos, Molly y otras niñas se la llevaron para presentarla a David Jewell, que estaba encantadísimo de volver a ver a sus viejas amigas de la escuela y contarles todo acerca de su vida en Gales. Se llevaron con ellos a Lizzie para sentarse a la orilla del lago y pasar ahí un rato.
Después de la merienda unos cuantos caballeros organizaron un partido de criquet para todos los niños a los que les interesara participar. Varias niñas de Claudia decidieron jugar, y también David. Molly no quiso participar y Lizzie no podía, pero decidieron quedarse ahí un rato, Molly mirando y explicándole lo que ocurría. Y de pronto se produjo un momento extraordinario, cuando le tocó batear a lady Hallmere, la única dama que participaba en el juego. Ella hizo todo un espectáculo para situarse delante de los postes y paró dos de las pelotas que le lanzó lord Aidan Bedwyn, mientras su equipo la vitoreaba y el de él la abucheaba. Pero justo antes que él pudiera lanzarle otra pelota, ella se enderezó y miró pensativa a las dos niñas.
– Espera -dijo-. Necesito ayuda. Lizzie, ven aquí a batear conmigo y así me darás más suerte.
Diciendo eso, fue a cogerla de la mano y la llevó a situarse delante de los postes, mientras Claudia cogía a Horace por el collar para impedir que la siguiera. Lady Hallmere se inclinó a explicarle algo a la niña.
– ¡Sí! -Gritó Agnes Ryde, que estaba esperando su turno-. Lizzie va a batear. ¡Venga, Lizzie!
En su voz se coló un dejo sospechosamente cockney.
Mientras Claudia observaba ceñuda, lady Hallmere se puso detrás de Lizzie, rodeándola con los brazos, le acomodó las manos bajo las suyas alrededor del mango del bate, y luego miró hacia lord Aidan.
– Ahora, Aidan -gritó-. Tíranos tu mejor boleo. Vamos a golpear para un seis, ¿eh que sí, Lizzie?
La cara de Lizzie estaba radiante de entusiasmo.
Claudia giró levemente la cabeza para mirar al marqués de Attingsborough, que había estado lanzando al aire y cogiendo a un niño tras otro, de una interminable cola, y vio que estaba observando atentamente.
Lord Aidan llegó a largas zancadas hasta la mitad del campo y lanzó la pelota con mucha suavidad hacia el bate.
Lady Hallmere, con las manos sobre las de Lizzie, echó atrás el bate, no golpeando por un pelo un poste, y lo movió hacia delante, dándole a la pelota con un satisfactorio crac.
Lizzie chilló y se rió.
La pelota voló por el aire, directa a las manos levantadas del conde de Kilbourne, que, inexplicablemente, no logró cogerla bien, pareció tocarla con torpeza, se le resbaló y cayó al suelo.
Pero lady Hallmere no se había quedado a esperar lo que parecía ser un inevitable fuera de juego; cogió a Lizzie por la cintura y corrió con ella de un poste al otro hasta hacer dos carreras, anotándose dos puntos.
Se estaba riendo. También Lizzie, fuerte, desternillándose. El equipo lanzaba vivas.
El marqués también se estaba riendo, aplaudiendo y silbando.
– Ah, muy bien, señorita Pickford -gritó.
Entonces lady Hallmere se inclinó a darle un beso en la mejilla y al instante llegó hasta ellas la duquesa de Bewcastle, a coger de la mano a Lizzie para llevarla a participar en otro juego.
Claudia, que seguía ahí mirando, captó la mirada de lady Hallmere y durante un incómodo momento se la sostuvo; entonces esta arqueó las cejas, adoptando una expresión altiva, y volvió la atención al partido.
Aunque de mala gana, Claudia se vio obligada a reconocer que ese había sido un gesto de la más pura bondad. La perturbó un tanto comprenderlo. Al parecer, durante gran parte de su vida había odiado y despreciado tanto a la ex Freyja Bedwyn, que no había querido ni siquiera pensar que tal vez la mujer había cambiado, al menos hasta cierto punto. «Le ha durado mucho el rencor, señorita Martin.»
La duquesa estaba formando un círculo con un buen número de los niños más pequeños. Instaló a Lizzie entre dos de ellos, cogidos de las manos y fue a ocupar su lugar entre otros dos niños para jugar al corro.
– Jo -gritó el marqués de Attingsborough justo antes que empezaran, corriendo con una niñita montada en uno de sus hombros; se había quitado el sombrero y la niñita iba cogida de su pelo-. Dejadnos entrar también.
Bajó a la niñita hasta el suelo y se puso entre ella y Lizzie, que le cogió la mano, levantando hacia él la cara con una expresión de dicha, como si toda la luz del sol la hubiera inundado por dentro. Él le sonrió con tanta ternura que a Claudia la sorprendió que nadie adivinara que era su padre al instante.
El grupo comenzó a dar vueltas y vueltas cantando y, llegado el momento, todos se soltaron las manos, se arrojaron al suelo chillando encantados, y luego volvieron a ponerse de pie, a cogerse de las manos y a reanudar el corro, una y otra vez. Pero Lizzie y su padre no se soltaban. Se arrojaban al suelo juntos, riéndose, y la niña estaba radiante de entusiasmo y felicidad.
Claudia, que estaba con Susanna mirando, vio un poco más allá a Anne, con la pequeña Megan en los brazos, animando junto a Sydnam a David que estaba a punto de batear en el partido de criquet, y estuvo a punto de echarse a llorar, aunque no sabía muy bien por qué. O tal vez sí lo sabía, pero el número de causas era tan desconcertante que no supo determinar cuál era la predominante.
– Lizzie es una niña encantadora -comentó Susanna-. Y ya es la mimada de todos, ¿verdad? Y Joseph, qué buena persona es, ¿verdad? Ha estado jugando con los niños más pequeños toda la tarde. Lamento tremendamente que se vaya a casar con la señorita Hunt. Creía que tal vez tú y él… Bueno, nada. Todavía tengo grandes esperanzas para el duque de McLeith, aun cuando ya lo has rechazado una vez.
– Eres una romántica sin remedio, Susanna -dijo Claudia-, sin una pizca de sentido práctico.
Pero sí, era muy difícil imaginarse felices al marqués de Attingsborough y la señorita Hunt. Aunque había venido a la merienda, la señorita Hunt se había mantenido al margen de los juegos y actividades de los niños y estaba sentada algo apartada de todos los demás con los condes de Sutton y dos huéspedes de Alvesley a los que ella no conocía. Y no podía dejar de recordar lo que le dijo el marqués en Vauxhall: que la señorita Hunt encontraba tontos e innecesarios los besos.
Él estaba más guapo y encantador que nunca jugando y brincando con los niños más pequeños y sonriéndole feliz a su hija.
Se merecía algo mejor que la señorita Hunt.
Entonces llegó Charlie a reunirse con ellas.
– Creo que nunca había visto juntos a tantos niños y tan absolutamente felices -dijo-. Todo está muy bien organizado, ¿verdad?
Y lo estaba. Además de los juegos de antes de la merienda, y el partido de criquet y el corro, había un grupo jugando a las estatuas, juego organizado por Eleanor y lady Ravensberg; la condesa de Rosthorn estaba dando una clase de tiro al arco a un grupo de los niños mayores; el marqués de Hallmere y otro caballero se habían llevado a niños a dar una vuelta por el lago en botes. Y en la orilla había un grupo de niños jugando solos, vigilados por las señoras mayores. Otros estaban jugando a trepar a los árboles. Y padres y abuelos entretenían a algunos bebés.
Ninguno de los invitados daba señales todavía de desear marcharse.
– Claudia -dijo Charlie-, ¿vamos a dar una vuelta por la orilla del lago?
Su presencia en ese lugar era innecesaria, pensó ella, mirando alrededor. Había muchísima gente vigilando a todas sus niñas. Susanna le estaba sonriendo, alentadora.
Y necesitaba alejarse, aunque sólo fuera durante cinco minutos. En realidad, deseaba no haber venido. Durante la mayor parte de la tarde se le había hecho evidente que bien podría haberse quedado en casa.
– Gracias -dijo-. Sería agradable.
Y lo fue. Disfrutó de la caminata al sol, del pintoresco entorno y de la compañía. Esos últimos días había renovado la amistad con Charlie. Además de evocar recuerdos de su infancia, él hablaba muchísimo de su vida como duque de McLeith; ella hablaba de su vida en la escuela; intercambiaban ideas y opiniones. La antigua camaradería había regresado a su relación. Él no había vuelto a mencionar la proposición de matrimonio que le hiciera en Lindsey Hall. Al parecer, se conformaba con la amistad.
Pero los niños no se cansan fácilmente, por lo que cuando media hora después volvieron de la caminata, todavía había una multitud de ellos arremolinados en la extensa explanada, jugando a uno u otro juego, mientras los adultos participaban, supervisaban o vigilaban sentados conversando.
Sintió un enorme alivio al ver que no estaba el marqués de Attingsborough, y fastidio al caer en la cuenta de que él fue la primera persona a la que buscó con los ojos. La siguiente persona fue Lizzie. Miró hacia todos los lados dos veces hasta llegar a la conclusión de que la niña no estaba ahí.
El estómago le dio un desagradable vuelco.
– ¿Dónde está Lizzie? -le preguntó a Anne, que estaba cerca con Megan.
– Con Harry en los brazos -contestó Anne, apuntando hacia Susanna, que tenía a Harry en los brazos, acompañada por Peter, que estaba acuclillado junto a su silla, con la mano sobre la cabecita del bebé y sonriéndole a ella-. Bueno, hace un momento estaba con Harry en los brazos.
– ¿Dónde está Lizzie? -volvió a preguntar Claudia, en tono más vehemente, a nadie en particular.
– ¿La niña ciega? -preguntó Charlie, cogiéndola del codo-. Siempre hay alguien cuidando de ella. No te preocupes.
– ¿Dónde está Lizzie?
– Morgan le está enseñando a sostener el arco y las flechas, señorita Martin -gritó lady Redfield desde su asiento.
Pero Claudia vio que lady Rosthorn estaba disparando una flecha a un blanco rodeada por un grupo de chicos que miraban admirados, y Lizzie no se encontraba entre ellos.
Debía haberse ido a alguna parte con su padre.
– Ah -dijo la condesa de Kilbourne viuda-. Creo que se ha ido a caminar con la señorita Thompson y un grupo de niñas de su escuela, señorita Martin. ¿Me permite que la felicite por sus alumnas? Todas tienen unos excelentes modales.
– Gracias -dijo Claudia, aflojando los músculos, aliviada. Charlie le apretó el codo, y entonces vio que Eleanor no estaba entre la multitud, como tampoco algunas de las niñas. Lizzie había ido a caminar con ellas. Horace también estaría con ella.
Charlie la llevó hasta una silla desocupada, y cuando se estaba sentando vio al marqués de Attingsborough volviendo a la explanada con la señorita Hunt cogida de su brazo. Los acompañaban los condes de Sutton y otra pareja. Lizzie no venía con ellos, lógicamente.
Y justo cuando comenzaba a relajarse, reprendiéndose por haberse asustado tanto habiendo tantas personas cuidando de la niña, vio a Eleanor que regresaba con su grupo de su paseo por el lado este de la casa.
Eleanor, Molly, Doris, Miriam, Charlotte, Becky, la hija de lord Aidan, una niña desconocida, otra, David Jewell, Davy, el hermano de Becky…
Se levantó, observando con más atención al grupo que ya estaba acercándose.
Lizzie no se encontraba con ellos.
– ¿Dónde está Lizzie? -preguntó. Nadie contestó.
– ¡¿Dónde está Lizzie?!
Lizzie se había sentido maravillosamente feliz. Sabiendo que su padre estaba ahí, había venido a Alvesley con una enorme ilusión, aunque no esperaba demasiado. Para empezar, no quería que sus nuevas amigas dejaran de apreciarla, lo que podría ocurrir si se enteraban de que tenía un padre que la quería; por lo tanto, tendría que tener mucho cuidado de no revelar su juego. Pero también sabía que su padre no deseaba reconocerla en público. Sabía que era la hija bastarda de un noble y una bailarina de ópera, pues su madre le había explicado eso con mucha claridad. Sabía que nunca podría pertenecer al mundo de su padre, que no debía presentarse públicamente en ese mundo. Y sabía que él estaba a punto de casarse con una dama de su mundo; su madre siempre le había dicho que eso ocurriría algún día.
Por eso no había esperado gran cosa de la merienda. Se sintió feliz simplemente porque él la bajó en brazos del coche y luego cuando gritó un elogio después que golpeara la pelota de criquet con la ayuda de lady Hallmere. Se colmó su copa de dicha cuando él fue a jugar al corro con ella, como hacía a veces en la casa cuando ella era pequeña. No le soltó la mano, riendo con ella cuando se tiraban al suelo. Y cuando terminó el juego, él se la volvió a retener y le dijo que la llevaría a dar un paseo en bote por el lago.
Su corazón estaba a punto de reventar de felicidad.
Y entonces una dama le habló a él con una voz que a ella no le gustó, diciéndole que tenía descuidada a la señorita Hunt, que estaba a punto de desmayarse de calor, y que debía entrar en la casa con ellos inmediatamente para sentarse un rato al fresco. Y él, suspirando, le contestó algo a la dama llamada Wilma y a ella le dijo que deberían dejar para después el paseo por el lago, pero que no lo olvidaría.
Pero lo olvidaría, pensó ella cuando él ya se hubo alejado. Y si no lo olvidaba, la dama llamada Wilma y la señorita Hunt se encargarían de que él no volviera a jugar con ella.
Necesitaba a la señorita Martin, pero cuando le preguntó a lady Whitleaf, que fue a cogerla de la mano, se enteró de que se había ido a caminar y que volvería pronto.
Entonces lady Whitleaf le permitió que cogiera a Harry en los brazos, algo que no había hecho nunca, y casi lloró de felicidad. Pero pasado un ratito él bebé comenzó a gimotear, molesto, y lady Whitleaf dijo que debía llevarlo a la casa para alimentarlo. Entonces lady Rosthorn le preguntó si le gustaría ir a examinar los arcos y las flechas y a oír el silbido que estas hacían cuando se disparaban y luego el ruido que hacían cuando se hundían en el blanco.
Casi en el mismo momento la señorita Thompson le preguntó si le gustaría ir a caminar con ella y un grupo de niñas, pero ella se sentía algo deprimida y dijo que no. Pero a los pocos minutos, cuando lady Rosthorn y otras personas se pusieron a disparar las flechas, lamentó no haber ido. Eso le habría servido para pasar el tiempo hasta que su papá saliera de la casa, si salía. Y hasta que la señorita Martin volviera de su caminata.
Y entonces se le ocurrió una idea. Era una cosa que la enorgullecería mucho, y seguro que harían sentirse orgullosos de ella a su papá y a la señorita Martin.
El grupo de la señorita Martin todavía no se habría alejado mucho.
Apretó con más fuerza la correa de Horace y se inclinó a hablar con él; el perro le echó el aliento en la cara, entusiasmado, y ella arrugó la nariz y se rió.
– Encuentra a la señorita Thompson y a Molly, Horace -le dijo.
– ¿Vas a alguna parte, Lizzie? -le preguntó lady Rosthorn. Si se lo decía, ella insistiría en acompañarla, pensó, y eso lo estropearía todo.
– Voy a ir a reunirme con unas amigas -dijo, vagamente.
Y en ese mismo instante un niño le pidió a lady Rosthorn que le explicara cómo debía sostener un arco.
– ¿Y las vas a encontrar tú sola? -Le preguntó lady Rosthorn, pero no esperó la respuesta-. Buena chica.
Y Horace se puso en marcha, seguido por ella. Sabía que había muchísimas personas reunidas ahí. También sabía que no paraban ni un rato quietas. Tenía la esperanza de que nadie se fijara en ella y se ofreciera a acompañarla para dar alcance al grupo. Podía hacerlo ella sola; Horace era su guía. Podría llevarla dondequiera que ella quisiera.
Respiró más tranquila cuando dejó atrás a la multitud y nadie la llamó ni corrió detrás de ella. Incluso sonrió y se rió.
– Encuéntralas, Horace -dijo.
Pasado un rato dejó de pisar hierba, el suelo estaba duro, era un sendero o un camino. Horace no lo atravesó, sino que echó a caminar por él; la superficie continuaba dura.
La euforia de la aventura no tardó mucho en disiparse. El grupo de la caminata debía de haber avanzado mucho más de lo que había supuesto. Entonces detuvo a Horace, aguzó el oído y llamó a la señorita Thompson. No oyó ninguna respuesta.
Horace la tironeó y continuó avanzando, hasta que de pronto sintió el sonido hueco de sus pisadas y comprendió que estaban atravesando un puente. Buscó a tientas por los lados hasta que tocó una baranda. Oyó el sonido del agua corriendo abajo.
Cuando llegaron en coche a Alvesley había oído el sonido hueco que hacían las ruedas, y la señorita Martin le confirmó que iban pasando por un puente.
¿Habrían cruzado ese puente la señorita Thompson y su grupo? ¿Horace la llevaba hacia ellas? ¿O iban hacia otra parte?
¿Se había extraviado?
Sintió bullir el terror en su interior. Pero eso era una tontería. Por las historias que le leía su padre sabía que las heroínas no se aterran, siempre son muy valientes. Y lo único que tenían que hacer era darse media vuelta y volver por donde habían venido. Horace conocía el camino de vuelta. Y cuando estuvieran cerca, oiría el sonido de las voces.
Se agachó a hablarle a Horace, pero el pie se le enredó en la correa, se tropezó y cayó al suelo cuan larga era. No se hizo ningún daño. Horace se acercó gimiendo, le lamió la cara y ella le echó los brazos al cuello y lo abrazó.
– Perro tonto -le dijo-. Te has equivocado de camino. Vas a tener que llevarme de vuelta. Espero que nadie se haya fijado en que no estamos. Me sentiría muy tonta.
Pero el problema fue que cuando se puso de pie y se pasó las manos por su mejor vestido para quitarle el polvo y volvió a coger la correa, no sabía de cara a qué lado estaba.
Dejó que lo decidiera Horace. Le dio un suave tirón a la correa.
– Llévame de vuelta -le ordenó.
No le llevó mucho tiempo darse cuenta de que no iban por el camino correcto. Sentía el frescor de la sombra en la cara, y percibía que eso no se debía a que unas nubes estuvieran tapando el sol, sino que arriba había follaje de árboles, pues sentía el olor.
Al otro lado del puente no había árboles.
Horace tal vez vio u oyó algo, por lo que se salió del camino y echó a andar por un terreno irregular por entre los árboles, eso no tardó en hacérsele evidente a ella, que iba siguiéndolo. El perro ladraba entusiasmado.
Y de pronto aceleró el paso, tanto que ella se soltó de la correa.
Encontró el tronco de un árbol y se aferró a él. Entonces el pelo le cayó en cascada sobre la cara y comprendió que había perdido la cinta.
Ese fue, sin duda alguna, el momento más aterrador de su vida.
– ¡Señorita Thompson! -gritó-. ¡Molly!
Pero ya sabía desde hacía rato que ese no era el camino que habían tomado la señorita Thompson y las niñas.
– ¡Papá! -gritó-. ¡Papá!
Pero su padre había entrado en la casa con la señorita Hunt.
– ¡Señorita Martin!
Justo entonces Horace le empujó el codo con la fría nariz, gimiéndole. Sintió moverse la correa golpeándole una pierna.
– ¡Horace! -Se dio cuenta de que estaba sollozando cuando cogió la correa-. Llévame de vuelta al camino.
Si lograba llegar a ese camino, continuaría por él. Aunque se equivocara y lo tomara en sentido contrario, finalmente llegaría a alguna parte, o alguien la encontraría. Tampoco estaba tan lejos.
Pero ¿por dónde se iba al camino?
Horace continuó guiándola, con mucho más cuidado que antes. Parecía decidido a que ella no chocara con ningún árbol ni se tropezara con sus raíces. Pero pasados varios minutos todavía no habían llegado al camino. Seguro que se estaban internando más en el bosque.
Recordó su historia, la primera que le escribió la señorita Martin. Era difícil no aterrarse. Ahora ya estaba sollozando.
Entonces Horace se detuvo, jadeando de una manera triunfal. Ella, buscando a tientas con la mano libre, tocó una pared de piedra. Lo primero que pensó fue que por algún milagro habían llegado a la casa, pero sabía que eso era imposible. Palpando la pared encontró el marco de una puerta, luego la puerta de madera y luego el pomo. Lo giró y la puerta se abrió.
– Hola -dijo, y la voz le salió temblorosa, llorosa. Estaba pensando en brujas y brujos-. Hola. ¿Hay alguien aquí?
No había nadie. No hubo respuesta y no oyó ningún ruido de respiración, aparte del suyo y el de Horace.
Entró y avanzó a tientas. Sólo era una pequeña cabaña, descubrió. Pero había muebles. ¿Viviría alguien ahí? Si vivían personas ahí, tal vez volverían pronto y le dirían por dónde debía ir. Era posible que no fueran personas malas sino amables. No existían las personas realmente malas ni las brujas, ¿verdad?
Pero seguía llorando con fuertes sollozos. Seguía dominada por el terror. Y seguía intentando ser sensata.
– Volved a casa, por favor -dijo sollozando a los desconocidos propietarios de la cabaña-. Volved, por favor.
Palpando encontró una cama con mantas. Se tendió encima y se acurrucó hasta quedar hecha un ovillo, y se metió el puño en la boca.
– Papá -sollozó-. Papá. Señorita Martin. Papá.
Horace se subió a la cama de un salto, gimió y le lamió la cara.
– Papá.
Finalmente se quedó dormida.