CAPÍTULO 06

El jardín de la casa de la señora Corbette-Hythe en Richmond era muy amplio y estaba bellamente diseñado. Su extensión continuaba hacia abajo por la pendiente hasta la misma ribera del Támesis, y era el lugar ideal para celebrar una fiesta así con muchos invitados, y esta era particularmente multitudinaria.

Joseph conocía a casi todo el mundo, como era lo habitual en esas fiestas. Con una copa de vino en la mano fue pasando de grupo en grupo, conversando con conocidos y haciéndose, en general, el simpático, hasta alejarse para acercarse a otro.

El tiempo era ideal. Había apenas una nubécula en el cielo. El sol calentaba pero el aire continuaba fresco, perfumado con los aromas de las miles de flores que llenaban cuadros y bordes en el jardín bajo la terraza, y que ofrecían un festín de colores al observador. A un lado de la casa había un cenador cercado por rosales trepadores; junto a la puerta en arco un quinteto de cuerda tocaba música suave, que se mezclaba agradablemente con los trinos de los pájaros y los sonidos de risas y voces de conversaciones.

Cuando llegó al grupo en que estaban Lauren y Kit, descubrió que su prima acumulaba en su haber un sinfín de noticias.

– ¿Has hablado ya con Neville y Lily? -le preguntó, y sin esperar respuesta, continuó -: Gwen y la tía Clara pasarán el verano en Alvesley.

– Ah, fabuloso -dijo él.

Los padres de Kit, condes de Redfield, iban a celebrar su cuarenta aniversario de bodas ese verano. Alvesley Park, su casa y la de Kit y Lauren, se iba a llenar de huéspedes, entre ellos él. Gwen era la hermana de Neville, la tía Clara, su madre.

– Estarán Anne y Sydnam también -añadió Lauren.

– Esperaré con ilusión verlos -dijo él-. No hay nada como una reunión familiar en el campo para levantar el ánimo, ¿verdad?

Nada más llegar, se había dado cuenta de que la señorita Hunt lo estaba castigando por lo de la noche pasada. Se había unido a su grupo tan pronto como terminó de saludar a la anfitriona, bien dispuesto para pasar toda la tarde en su compañía. Ella le sonrió amablemente y luego volvió la atención a la conversación que estaba sosteniendo con la señora Dillinger. Y cuando se acabó el tema ella introdujo otro: el último estilo en papalinas. Puesto que él era el único hombre en el grupo, comprendió que ella lo excluía a posta, así que no tardó en alejarse para buscar una compañía más simpática.

Le había dado esquinazo, por Júpiter.

Esa tarde ella estaba más hermosa que nunca. Mientras las otras damas se habían puesto coloridos vestidos para la ocasión, la señorita Hunt debió comprender que no tenía esperanzas de rivalizar en esplendor con las flores ni con el sol y por lo tanto se puso un vestido de muselina blanca sin adornos. Llevaba artísticamente peinado su pelo rubio bajo una pamela de encaje blanco adornado con botones de rosa blancos y un pequeño toque de verde.

Y así estuvo un buen rato pasando de un grupo a otro hasta que finalmente bajó solo hasta la orilla del río. El jardín estaba bellamente diseñado para exhibir flores de muchos colores cerca de la casa y bajo la terraza, mientras que abajo, más cerca del río, había más árboles, y todo era una variedad de matices de verde. Desde ahí no se veía el jardín de arriba, y de la casa sólo parte del tejado y las chimeneas. Hasta ahí llegaba suavemente la música, pero no se oían los sonidos de voces ni risas.

La mayoría de los invitados permanecían arriba, en la terraza, cerca de la casa, las amistades y la comida. Pero unos cuantos habían bajado y estaban dando un paseo por el río en los pequeños botes que encontraron amarrados en el embarcadero. Una pareja joven esperaba su turno. A poca distancia vio a una dama caminando sola bajo la sombra de unos sauces.

La mujer era prudente, pensó, al escapar de los rayos directos del sol un rato, aunque no tenía ninguna necesidad de estar sola, no en una fiesta al menos en que se trataba de alternar con los demás. Pero claro, él también lo estaba. A veces un breve descanso de las exigencias de la multitud es tan bueno como una bocanada de aire fresco.

Era la señorita Martin, comprendió de repente, cuando ella se detuvo y se giró a mirar hacia el agua. Titubeó. Tal vez ella preferiría continuar sola; al fin y al cabo él le había ocupado una buena cantidad de tiempo esa mañana. O tal vez se sentía sola. No eran muchas las personas a las que conocía ahí después de todo.

Recordó el ataque de risa que compartieron esa noche fuera del salón comedor, y el recuerdo lo hizo sonreír. La risa parecía transformarla y le quitaba muchos años de edad. La recordó cuando estaba en Gunter's esa mañana, tomando el helado lentamente, cucharadita a cucharadita, saboreando cada bocado y luego cuando se puso a la defensiva al comprender que se estaba divirtiendo.

«Debe comprender -le explicó-, que esto no es algo que haga cada día, y ni siquiera cada año, y ni siquiera cada "década".»

Echó a andar en dirección a ella.

– Veo que ha encontrado algo de sombra -dijo en voz alta cuando estaba cerca, no fuera que la sobresaltara-. ¿Me permite compartirla?

Ella pareció sobresaltarse de todos modos.

– Por supuesto -dijo-. Creo que el aire libre pertenece a todos por igual.

– Sin duda ese es el credo de todos los intrusos y cazadores furtivos -dijo él, sonriéndole-. ¿Lo está pasando bien?

Cualquier mujer normal habría sonreído amablemente y dicho que sí, por supuesto, y a eso habría seguido una conversación de previsibles insipideces. Pero la señorita Martin titubeó un momento y luego dijo lo que sin duda era la verdad:

– En realidad no. Bueno, no, en absoluto.

No dio ninguna explicación y lo miró casi con ferocidad. Con su pulcro vestido de algodón y el pelo recogido severamente bajo la pamela, fácilmente la podrían confundir con el ama de llaves, o con la directora de una escuela de niñas.

La sinceridad era excepcional en las damas que mantenían una conversación educada, y en los caballeros también, en todo caso. Nadie podía reconocer insatisfacción sin parecer maleducado.

– Supongo que cuando está en su medio habitual en la escuela -dijo-, nadie le impone obligaciones sociales ni le ordena pasarlo bien. Supongo que normalmente tiene muchísima libertad e independencia.

– ¿Y usted no? -preguntó ella, arqueando las cejas.

– Todo lo contrario. Cuando se está en posesión de un título, aunque sólo sea uno de cortesía, uno tiene la obligación de estar disponible para colaborar en llenar todos los salones, salones de baile o jardines a los que se le invita durante la temporada, para que la anfitriona pueda asegurar que su fiesta fue verdaderamente multitudinaria y por lo tanto ser la envidia de todas sus conocidas. Y uno está obligado a ser cortés y sociable con todos sin excepción.

– ¿Y yo soy todos o la excepción? -preguntó ella.

Él se rió. Ya había visto relámpagos de su humor mordaz, y le gustaban.

Ella lo estaba mirando sin pestañear y la luz reflejada en el agua danzaba por un lado de su cara variando de formas.

– ¿Y eso es «todo» lo que hace? -Continuó ella sin esperar respuesta-. ¿Asistir a fiestas y hacerse el simpático porque su rango y la sociedad se lo exigen?

Él pensó en el tiempo que pasaba con Lizzie, que había aumentado desde la pasada Navidad, y sintió la ya conocida opresión en el corazón. Entonces pensó en introducir el tema de conversación que le interesaba, el que tenía la intención de sacar antes que ella volviera a Bath, pero la señorita Martin volvió a hablar sin dejar que él encontrara las palabras adecuadas.

– ¿Ocupa un escaño en la Cámara de los Lores?

Pero no, claro que no. El suyo es un título de cortesía.

– Soy un duque a la espera -dijo él, sonriendo-. Y preferiría continuar así, dada la alternativa.

– Sí, perder a un padre no es algo que a uno le haga muy feliz. Deja un vacío enorme, un agujero en la vida.

A ella la muerte de su padre la había desheredado, comprendió él, mientras que en su caso ocurriría lo contrario. Pero cuando todo está dicho y hecho, una vida humana importa más que cualquier fortuna. Sobre todo tratándose de la vida de un ser querido.

– La familia siempre importa más que cualquier otra cosa -dijo.

– Creí que disfrutaría pasando un par de semanas aquí con Susanna y Frances -dijo la señorita Martin, suspirando y volviendo la cara hacia el río-. Y sí que ha sido maravilloso verlas. Pero estar con ellas también significa asistir a fiestas como esta. De hecho, me gustaría volver a Bath tan pronto como me sea posible. Vivo mi vida en un mundo muy diferente a este.

– Y prefiere el suyo -dijo él-. La comprendo. Pero mientras tanto, señorita Martin, permítame que haga lo que mejor hago. Permítame entretenerla. Veo que en este momento no hay nadie en la cola esperando un bote. Y parece que Crawford y la señorita Meeghan ya han terminado su paseo y van de camino hacia la casa. ¿Le parece que cojamos su bote?

– ¿Por el agua? -preguntó ella, agrandando los ojos.

– El bote es pequeño. Supongo que podríamos ponerlo sobre nuestras cabezas y correr por el jardín con él encima. Pero nuestros colegas invitados pensarían que somos unos excéntricos, y yo debo relacionarme con ellos en el futuro.

Ella se desternilló de risa y él la observó sonriendo. ¿Con qué frecuencia se reiría? Supuso que no con mucha. Pero debería hacerlo; era como si la risa la despojara de una armadura completa.

– Ha sido una pregunta tonta -reconoció ella-. Me encantaría un paseo en barca por el río. Gracias.

Él le ofreció el brazo y ella se lo cogió.

Después que él la ayudó a subir al bote, ella se sentó con la espalda muy recta y una actitud severa, como si creyera que tenía que expiar la risa y la vehemencia anteriores. No se le movía ni un solo músculo mientras él remaba, primero llevando el bote hasta el centro del río y luego continuando por él, pasando junto a otras magníficas mansiones con bellos jardines y a los sauces cuyas verdes ramas caían sobre el agua. Tenía las manos juntas en la falda, una sobre la otra. No llevaba quitasol como la mayoría de las otras damas; pero las anchas alas de la pamela de paja le protegían la cara y el cuello de una excesiva exposición al sol. La pamela había gozado de días mejores, pero la favorecía.

– ¿Sale a navegar en barca en Bath? -le preguntó.

– Nunca. Antes, cuando era niña, salíamos en barca, pero de eso hace mucho, mucho tiempo.

Él le sonrió. No eran muchas las damas que añadirían un «mucho» extra para indicar una edad avanzada. Pero al parecer ella era una mujer sin nada de vanidad.

– Esto es celestial -dijo ella, pasados unos dos minutos de silencio, aunque seguía pareciendo una profesora vigilando atentamente a sus alumnas mientras trabajaban-. Absolutamente celestial.

Él recordó lo que dijo esa noche, al referirse a su amistad con McLeith: «Hace mucho tiempo. Hace toda una vida».

– ¿Se crió en Escocia? -preguntó.

– No, en Nottinghamshire. ¿Por qué lo pregunta?

– Pensé que tal vez se crió en el mismo vecindario en que se crió McLeith.

– Pues sí. En la misma casa en realidad. Él quedó como pupilo de mi padre cuando tenía cinco años y murieron sus padres. Yo le tenía mucho afecto. Vivió con nosotros hasta los dieciocho años, cuando inesperadamente heredó su título, de un pariente de cuya existencia ni siquiera sabía.

¿Le había tenido afecto y sin embargo evitó su compañía esa noche?

– Para él debió ser una agradable sorpresa.

– Sí, muy agradable.

Agradable para él, supuso Joseph; no necesariamente para ella. Había perdido a un amigo de toda la vida. ¿O habría tenido sentimientos más tiernos por él? McLeith estaba en la fiesta; había llegado tarde, pero él lo vio justo antes de bajar al río; estaba conversando con los Whitleaf. Pensó que debería decírselo, pero decidió no hacerlo. No deseaba estropearle el disfrute del paseo por el río. Ella lo estaba disfrutando. Lo llamó celestial.

Qué mujer tan disciplinada y moderada era. Nuevamente se le ocurrió la imagen de la armadura. ¿Habría una mujer debajo de la armadura? ¿Una mujer afable, tierna o tal vez incluso apasionada? Ya sabía que era por lo menos las dos primeras cosas.

Pero, ¿apasionada?

Interesante posibilidad.

Ella separó las manos, se quitó el guante de una y metió los dedos en el agua. Y continuó deslizándolos por el agua, con la cabeza ladeada, toda su concentración puesta en lo que hacía.

Él encontró curiosamente conmovedor el cuadro que presentaba. Parecía inmersa en su propio mundo. Y en cierto modo parecía sentirse sola. Y aunque vivía en una escuela rodeada de alumnas y profesoras, suponía, y hasta era muy posible, que se sintiera sola. La condesa de Edgecombe y la vizcondesa Whitleaf eran sus amigas, pero las dos se habían casado y dejado de ser profesoras en Bath.

– Supongo que deberíamos volver -dijo, sorprendido por la renuencia que sentía-. A no ser que desee que continuemos pasando por la ciudad hasta Greenwich y luego hasta salir al mar.

– Y continuar hasta llegar a Oriente -dijo ella, mirándolo y sacando la mano del agua-, o a América. O simplemente a Dinamarca o a Francia. Para tener una «aventura». ¿Ha tenido alguna aventura, lord Attingsborough?

Él se rió y ella también.

– Supongo -continuó ella-, que la aventura no parecería tan mágica cuando llegara la noche y yo recordara que no llevo mi chal conmigo y usted tuviera ampollas en las manos.

– Qué poco romántica es -dijo él-. Tendremos que dejar la aventura para otra ocasión, entonces, cuando podamos hacer planes más sensatos. Aunque el romance no tiene por qué ser siempre sensato.

Al virar el bote en medio del río para volver, la pamela se alzó y le expuso la cara al sol. Sin saber cómo se encontraron sus ojos con los de ella y se sostuvieron la mirada un momento, hasta que ella la desvió bruscamente y él lo hizo un instante después.

Tuvo la clara impresión de que el aire estaba curiosamente cargado alrededor. Estaba casi seguro de que ella estaba ruborizada cuando desvió la mirada.

Buen Dios, ¿de qué iba eso?

Pero la pregunta estaba de más. Había sido un momento de pura conciencia sexual, por parte de los dos.

No podría haberse asombrado más si ella se hubiera levantado y de un salto se hubiera zambullido en el río.

¡Buen Dios!

Cuando la miró ella ya tenía bien puesta la armadura otra vez. Estaba rígida, severa y con los labios bien apretados.

Continuó remando hacia el embarcadero en silencio; ella no se atrevía a romperlo y a él no se le ocurría nada que decir. Eso era extraño, pues normalmente era muy bueno para charlar. Intentó convencerse de que no había ocurrido nada impropio, pues en realidad no había ocurrido nada. Deseó ardientemente que ella no se sintiera tan incómoda como se sentía él.

Pero, buen Dios, si sólo habían compartido una broma: «El romance no tiene por qué ser siempre sensato».

Cuando ya estaba cerca vio que a la orilla del río estaba su hermana, cerca del embarcadero. También estaban Sutton y Portia Hunt. Jamás se había sentido más contento de verlos. Le daban una manera de romper el silencio sin sentirse violento.

– Habéis descubierto la mejor parte del jardín, ¿eh? -dijo, subiendo al embarcadero y ayudando a la señorita Martin a desembarcar.

– El río es pintoresco -dijo Wilma-, pero la señorita Hunt y yo estamos de acuerdo en que el jardinero de la señora Corbette-Hythe ha sido descuidado al no poner cuadros de flores aquí.

¿Me permitís que os presente a la señorita Martin? -dijo él-. Es la dueña y directora de una escuela de niñas en Bath, y está pasando un tiempo en la casa del vizconde Whitleaf y su esposa. Señorita Martin, mi hermana, la condesa de Sutton, la señorita Hunt y el conde.

La señorita Martin se inclinó en una reverencia. Wilma y la señorita Hunt hicieron corteses venias idénticas y Sutton inclinó la cabeza lo suficiente como para indicar que no quería insultar a su cuñado.

La temperatura había bajado tal vez unos cinco grados en menos de un minuto.

Ni a Wilma ni a Sutton les sentaba bien que les presentaran a una vulgar maestra de escuela, pensó Joseph, y lo habría pensado con ironía si no lo preocuparan los sentimientos de la dama. Ella no podía dejar de notar el hielo de ellos en su forma de acogerla.

Pero ella tomó el asunto en sus manos, tal como habría esperado él.

– Gracias, lord Attingsborough -dijo enérgicamente-, por acompañarme en este paseo por el río. Ha sido muy amable. Ahora, si me disculpan, iré a reunirme con mis amigos.

Y dicho eso echó a caminar en dirección a la casa, sin mirar atrás ni una sola vez.

– ¡Francamente! -exclamó Wilma, cuando ella apenas se había alejado lo suficiente para no oírla-. ¡Una maestra de escuela, Joseph! Supongo que te insinuó que le gustaría ir en barca por el río y tú no pudiste negarte. Pero deberías haberte negado, ¿sabes? A veces eres simplemente demasiado bueno. Dejas que abusen de ti fácilmente.

A Joseph solía asombrarlo que él y Wilma hubieran nacido de los mismos padres y se hubieran criado en la misma casa.

– La semana pasada cuando volví de Bath acompañé a la señorita Martin. Lo hice como un favor a lady Whitleaf, que enseñaba en su escuela.

– Sí, bueno, todos sabemos que el vizconde Whitleaf se casó con una mujer muy inferior a él.

No iba a enzarzarse en una discusión con su hermana en una fiesta de jardín, así que pasó su atención a la señorita Hunt.

– ¿Le apetecería dar una vuelta por el río, señorita Hunt?

– Sí, lord Attingsborough -contestó ella, sonriéndole y permitiéndole ayudarla a subir al bote; después puso su quitasol en un ángulo que le protegía la piel del sol. Cuando él ya había alejado el bote del embarcadero, dijo-: Fue muy amable al llevar en barca a esa profesora. Es de esperar que esté agradecida, aunque he de decir en su honor que escuché cómo le dio las gracias.

– Disfruté de la compañía de la señorita Martin -dijo él-. Es una mujer inteligente. Y muy próspera.

– Pobre dama -dijo ella, como si le hubiera dicho que la señorita Martin se estaba muriendo de una enfermedad incurable-. Con lady Sutton estábamos calculando su edad. Ella afirma que debe de tener más de cuarenta años, pero yo no podría ser tan cruel. Creo que debe de tener uno o dos menos.

– Es probable que tenga razón -dijo él-. Aunque no se puede culpar a nadie por la edad que tiene, sea cual sea, ¿verdad? Y la señorita Martin tiene mucho que demostrar por los años que ha vivido, sean cuales sean.

– Ah, por supuesto, aunque tener que trabajar para vivir tiene que ser desagradablemente degradante, ¿no le parece?

– Degradante no, nunca. Posiblemente tedioso, sobre todo si uno tiene un empleo en algo que no le gusta. Pero a la señorita Martin le gusta enseñar.

– Esta es una fiesta de jardín deliciosa, ¿verdad? -dijo ella, haciendo girar su quitasol.

– Ah, pues sí -concedió él, sonriendo-. ¿Fue agradable la fiesta de anoche? Lamento habérmela perdido.

– La conversación fue muy agradable.

Él ladeó la cabeza, sin dejar de remar.

– ¿Estoy perdonado, entonces?

Ella agrandó los ojos y volvió a hacer girar el quitasol.

– ¿Perdonado? ¿De qué, lord Attingsborough?

– Por ir al concierto de los Whitleaf en lugar de a la fiesta de lady Fleming.

– Usted puede hacer lo que quiera e ir adonde le plazca. Yo no me atrevería a poner en tela de juicio sus decisiones ni aunque tuviera el derecho a hacerlo.

– Eso es muy amable por su parte, pero le aseguro que nunca pediría una compañera tan sumisa. Dos personas, por muy unidas que estén, deberían poder expresarse francamente su disgusto cuando se las provoca.

– Le aseguro, milord, que jamás soñaría con expresar disgusto por algo que un caballero decida hacer, si ese caballero tiene derecho a esperar de mí lealtad y obediencia.

Claro que había más de una manera de expresar disgusto, pensó él. Estaba la palabra franca u otras algo más sutiles, como introducir el tema de las papalinas en la conversación cuando el único hombre presente era aquel a quien debía lealtad y obediencia. Y no es que la señorita Hunt le debiera nada todavía.

– El tiempo es casi perfecto para una fiesta de jardín -dijo ella-, aunque tal vez se inclina por el lado del calor.

– Pero el calor es preferible a la lluvia -dijo él, guiñando los ojos.

– Ah, por supuesto, pero creo que unas nubes y un poco de sol en igual medida hacen el día de verano perfecto.

Entonces entablaron una conversación cómoda en que no hubo ningún momento de silencio aunque no dijeron nada de importancia. Eso último no lo preocupaba particularmente. No era diferente de muchas de las conversaciones que sostenía con diversas personas cada día. Al fin y al cabo, no todas las personas podían ser la señorita Martin.

La señorita Hunt se veía más hermosa aún hay en el río, el blanco de su vestimenta y la delicadeza de su piel en marcado contraste con el intenso verde del agua. Se sorprendió pensando, como pensó respecto a la señorita Martin, si habría pasión bajo esa innata elegancia y refinamiento de sus modales.

Eso esperaba, muy ciertamente.


Claudia subió por el sendero de la pendiente bordeado por césped hasta que tuvo a la vista el jardín de flores y la terraza. Entonces cambió de dirección y se dirigió hacia la orquesta; necesitaba serenarse antes de reunirse con sus amigas. Tenía el cuerpo y la mente agitados por emociones desagradables a las que no estaba acostumbrada. Volvía a sentirse como una jovencita, totalmente descontrolada, fuera de su centro normalmente tranquilo.

No debería haber aceptado el paseo en barca por el río. En realidad disfrutaba conversando con el marqués de Attingsborough. Parecía ser un hombre inteligente, aun cuando llevaba una vida esencialmente ociosa. Pero también daba la casualidad de que era el hombre más atractivo que había conocido, por no decir el más guapo, y desde el principio había tenido conciencia del peligro de su experimentado encanto. Aunque durante el viaje había estado consciente de su atractivo y encanto por Edna y Flora, dando por sentado que ella era inmune.

Ah, pero sí que había disfrutado del paseo en barca, tanto la euforia de ir sobre el agua y deslizar los dedos por ella como del placer de ser llevada por un hombre bien parecido. Dicha fuera la verdad, incluso se había entregado a sueños románticos. Ahí estaba ella navegando por el Támesis con un caballero con el que había compartido risas esa noche y luego esa mañana. Sí, le caía bien, le gustaba, tenía conciencia de eso.

Hasta que él dijo esas palabras: «El romance no tiene por qué ser siempre sensato».

Sabía que él no quiso decir nada con esas palabras. Sabía que no había coqueteado con ella al decirlas. Pero de repente la fantasía había dejado de estar escondida en sus pensamientos y se había reflejado en su cara un instante, un instante lo bastante largo para que él lo notara.

¡Qué horrible y absolutamente humillante!

Miró alrededor buscando un asiento para relajarse mientras escuchaba la música, pero al no ver ninguno se quedó de pie sobre el césped cerca del cenador con rosales.

Y como si no hubiera bastado con esa horrorosa vergüenza, porque el silencio de él durante la vuelta a la orilla indicaba claramente que se había fijado, luego vino lo de la presentación a los condes de Sutton y a la señorita Hunt.

El recuerdo la erizó. Se habían comportado exactamente como ella esperaba que se comportaran los aristócratas. ¡Antipáticos, con ese aire de superioridad! Sin embargo, lo más probable era que los tres sólo tuvieran algodón entre las orejas. Y dinero para derrochar. Se despreció más de lo que los despreciaba a ellos por haberse permitido sentirse ofendida por su actitud.

Aplaudió amablemente con otros pocos invitados cuando la orquesta terminó una pieza y los músicos comenzaron a ordenar las partituras para la siguiente.

Y entonces sonrió, a su pesar. La ferocidad de su indignación la divertía. Esos tres le habían dado la impresión de estar oliscando el aire como si sintieran un mal olor; pero en realidad no le habían hecho ningún daño. En todo caso, le habían hecho un favor; le dieron el pretexto para alejarse del marqués de Attingsborough; y necesitaba alejarse, sin duda. En realidad, de todos modos la haría feliz cavar un hoyo en el césped para esconder la cabeza si alguien le ofreciera una pala.

Echó a caminar hacia el cenador rodeado de rosales.

Deseaba ardientemente no volver a ver nunca más al marqués de Attingsborough.

¡Menudas vacaciones!

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