– ¡Claudia!
Aún no había llegado al cenador cuando oyó su nombre; al girar la cabeza vio a Susanna caminando a toda prisa hacia ella desde la terraza. Peter venía a cierta distancia más atrás con los vizcondes Ravensberg y Charlie.
– ¿Dónde estabas? -Le preguntó Susanna cuando ya estaba cerca-. Te andábamos buscando. Frances se sentía cansada y Lucius la ha llevado a casa.
Ah, siento mucho no haberme despedido de ellos. Estuve abajo, en el río.
– ¿Lo has pasado bien?
– Aquello es maravilloso -contestó Claudia. Titubeó un momento-. En realidad estuve navegando por el río. El marqués de Attingsborough tuvo la amabilidad de darme un paseo en uno de los botes.
– Qué simpático. Es un caballero amable y encantador, ¿verdad? Se merece lo mejor en la vida. No sé si lo obtendrá con la señorita Hunt.
– ¿La señorita Hunt? -preguntó Claudia, recordando a la altiva y bella dama vestida toda de blanco que la trató con esa glacial educación sólo hacía un rato.
Susanna arrugó la nariz.
– Es «la» señorita Hunt -dijo, y al ver en su cara que no entendía, explicó-: La señorita «Portia» Hunt. Aquella con la que Lucius estuvo casi a punto de casarse en lugar de Frances. Y ahora Lauren dice que Joseph se va a casar con ella. Claro que hacen una hermosa pareja.
Sí que formaban una bella pareja, concedió Claudia. Vamos, caramba, pues sí. Se sintió tonta, como si todas las personas que estaban a la vista conocieran los absurdos sueños a los que se había entregado cuando estaban en el río. Normalmente la señorita Claudia Martin no era dada a soñar despierta, y mucho menos a tener sueños absurdos, y menos aún «románticos».
– Pero, Claudia -continuó Susanna, sonriendo cálidamente cuando el resto de su grupo llegó hasta ellas-, hemos tenido una larga conversación con el duque de McLeith, y nos ha contado que os criasteis juntos casi como hermanos.
Todos estaban sonriendo, felices por ella, obviamente.
Charlie sonreía de oreja a oreja.
– Claudia -dijo él-, hemos vuelto a encontrarnos.
– Buenas tardes, Charlie -dijo ella. ¡Como hermanos, desde luego!
– Qué maravilloso que se hayan vuelto a encontrar ahora -dijo lady Ravensberg-, cuando hace años que no ha estado en Inglaterra, excelencia, y la señorita Martin ha venido a la ciudad para estar sólo una o dos semanas.
– No puedo creer en mi buena suerte -dijo Charlie.
– Con Kit estamos organizando un grupo para ir a Vauxhall Gardens pasado mañana por la noche -continuó la vizcondesa-. Nos encantaría que los dos pudieran venir con nosotros. Susanna y Peter ya han dicho que sí. ¿Vendrá usted también, señorita Martin?
¡Vauxhall Gardens! Era un lugar que Claudia siempre había deseado conocer. Tenía fama por sus diversiones nocturnas al aire libre, con conciertos, baile, fuegos artificiales, buena comida, senderos iluminados con linternas para caminar. Decían que era una experiencia mágica inolvidable.
– Me encantaría -dijo-. Gracias.
– ¿Y su excelencia?
– Son ustedes muy amables -dijo él-. Estaré encantado.
Ese día Claudia sintió menos conmoción al verlo. Era casi inevitable que volvieran a encontrarse, había comprendido esa mañana cuando despertó. Y tal vez estaba bien que hubiera ocurrido. El pasado lejano nunca había sido exorcizado del todo; tal vez ahora lo sería y por fin podría dejar atrás los recuerdos.
– Ah, estupendo -exclamó lady Ravensberg-. Nuestro grupo está completo entonces, Kit. Vendrán Elizabeth y Lyndon, Joseph y la señorita Hunt y Lily y Neville. Ah, y Wilma y George también.
Estupendo, desde luego, pensó Claudia, con pesarosa ironía. Así que volvería a verlo después de todo, al marqués de Attingsborough. Bueno, simplemente tendría que fruncir el ceño, parecer severa y hacerlo creer que debió equivocarse cuando estaban en el río. Y esas dos últimas personas que nombró la vizcondesa tenían que ser la condesa y el conde de Sutton. En realidad se había metido en el fuego con su entusiasta aceptación de la invitación, pero ya era demasiado tarde para retirarla.
Además, deseaba muchísimo ver Vauxhall Gardens, así que, ¿por qué no ir? Iría acompañada de amigos.
– Claudia -dijo Charlie-, ¿te apetecería dar un paseo conmigo?
Todos les sonrieron felices cuando se apartaron del grupo, se abrieron paso por entre los invitados, algunos de los cuales lo saludaron a él, y tomaron la dirección hacia el río.
– ¿Vives en Bath? -le preguntó él, ofreciéndole el brazo, aunque ella no se lo cogió.
¿No sabía nada de ella, entonces? Pero ella tampoco sabía nada de él. Nada que le hubiera ocurrido después de la muerte de su padre en todo caso.
– Sí. Tengo una escuela ahí y la dirijo. Es muy próspera. Todos mis sueños se han hecho realidad. Soy muy feliz.
¿Y qué tal había quedado eso como respuesta a la defensiva a su pregunta?
– ¡Una escuela! Bien hecho, Claudia. Pensé que eras institutriz.
– Lo fui durante un corto tiempo. Pero luego aproveché una oportunidad para abrir mi propio establecimiento, para poder gozar de más independencia.
– Me sorprendió saber que habías tomado un empleo. Creía que te casarías. Tenías muchos admiradores y aspirantes a pretendientes, recuerdo.
Ella sintió un ramalazo de rabia, cuando acababan de tomar el largo sendero en pendiente. Pero había cierta verdad en sus palabras. Aparte de su modesta dote, había sido una chica bastante bonita y en su naturaleza había algo que atraía a los jóvenes del vecindario. Pero en ese tiempo no tenía ojos para ninguno de ellos, y después que Charlie se marchó, o, mejor dicho, desde que recibió la última carta que él le escribió menos de un año después, renunció hasta a la sola idea de casarse. Su decisión le causó pena a su padre, lo sabía; a él le habría gustado tener nietos.
– ¿Sabías que Mona murió? -preguntó Charlie.
– ¿Mona? -repitió ella una fracción de segundo antes de caer en la cuenta de que se refería a su esposa.
– La duquesa. Murió hace más de dos años.
– Lo siento -dijo ella.
Durante un tiempo había llevado ese nombre escrito en el corazón como grabado con un instrumento afilado: lady Mona Chesterton. Él se casó con ella justo antes que muriera su padre.
– No tienes por qué sentirlo -dijo él-. No fue un matrimonio particularmente feliz.
Claudia sintió otro ramalazo de ira, en nombre de la duquesa difunta.
– Charles está en el colegio en Edimburgo -continuó él-. Mi hijo -explicó cuando ella giró la cabeza para mirarlo-. Tiene quince años.
Vaya, caramba, sólo tres años menos de los que tenía él cuando se marchó de casa. Cómo pasaba el tiempo.
Vio que el marqués de Attingsborough y la señorita Hunt iban subiendo el sendero desde el río. No tardarían en encontrarse.
Deseó no haber dejado nunca la tranquilidad de su escuela. Aunque medio sonrió al pensarlo. ¿Tranquilidad? La vida de la escuela no ofrecía lo que se dice tranquilidad, pero al menos ahí siempre se sentía más o menos al mando.
– Lo siento, Claudia -dijo Charlie-. En realidad no sabes nada de mi vida, ¿verdad? Tal como yo no sé nada de la tuya. ¿Cómo pudimos distanciarnos tanto? Hubo un tiempo en que éramos casi como hermanos, ¿verdad?
Ella apretó los labios. Cierto, una vez, mucho, mucho tiempo atrás, habían sido como hermanos. Pero no hacia el final.
– Pero no fue culpa tuya que yo me marchara de casa para no volver jamás, ¿verdad? -continuó él-. Ni culpa mía tampoco; la culpa fue de las circunstancias. ¿Quién podría haber predicho que dos hombres y un niño, a ninguno de los cuales yo conocía, iban a morir con un intervalo de sólo cuatro meses, dejándome con el título McLeith y las propiedades que iban con él?
Él tenía pensado seguir la carrera de leyes. Ella recordaba lo asombrado que se sintió esa tarde cuando llegó a la casa el abogado escocés, y después su entusiasmo y felicidad.
En ese momento ella intentó sentirse feliz por él y con él, aunque también sintió un escalofrío de temor, temor que estaba totalmente justificado, como lo demostrarían los hechos después.
«La culpa fue de las circunstancias.»
Tal vez él tenía razón. Sólo era un niño cuando fue arrojado a un mundo tan diferente a aquel en que se había criado que igual podría haber sido otro universo. Pero no había disculpa para la crueldad, fuera cual fuera la edad del que la cometió.
Y él fue cruel, muy cruel.
– Deberíamos haber continuado escribiéndonos después de la muerte de tu padre -continuó él-. Te he echado de menos, Claudia. No sabía cuánto hasta que volví a verte anoche.
¿De verdad lo había olvidado? Era asombroso: «deberíamos haber continuado escribiéndonos».
Vio que ya estaba cerca la señorita Hunt, cogida del brazo del marqués, toda ella amables sonrisas, con los ojos fijos en Charlie; ella bien podría no estar allí.
– Excelencia -exclamó entonces la señorita Hunt-, una fiesta encantadora, ¿no le parece?
– Acaba de volverse más encantadora aún, señorita Hunt -dijo él, sonriendo y haciendo una venia.
Joseph se encontró ante un dilema. La señorita Martin iba caminando con McLeith. ¿Necesitaría que la rescatara otra vez, como lo necesitó esa noche pasada? Pero ¿por qué debería sentirse responsable de ella? No era una violeta que se fuera a marchitar; era muy capaz de librarse de la compañía de McLeith si quería.
Además, había tenido la esperanza de no encontrársela otra vez esa tarde. Ya se había puesto en vergüenza en el río; no sabía muy bien qué fue lo que se apoderó de él. Y ahora, ella volvía a tener esa actitud severa e inasequible: parecía la quintaesencia de la maestra de escuela solterona, no el tipo de mujer con la que él esperaría compartir una chispa de excitación sexual.
¿Debía detenerse para ver si ella daba alguna señal de que se sentía molesta con su acompañante? ¿O debía simplemente saludarla con un gesto de la cabeza y continuar su camino? Pero le arrebataron la decisión. Le quedó claro que Portia ya conocía al duque, pues le habló tan pronto como estuvieron lo bastante cerca para ser oída.
– Me halaga, excelencia -dijo ella, en respuesta al cumplido del duque-. He navegado por el río con el marqués de Attingsborough. Ha sido muy agradable, aunque la brisa ha refrescado demasiado ahí y el sol está tan fuerte que puede dañarte la piel.
– Pero no la suya, señorita Hunt -dijo el duque-. Ni siquiera el sol tiene ese poder.
Mientras tanto, Joseph había captado la mirada de la señorita Martin. Medio arqueó las cejas y ladeó ligeramente la cabeza hacia McLeith, preguntando: «¿Necesita ayuda?» Ella agrandó los ojos un instante y negó casi imperceptiblemente con la cabeza, contestando: «No, gracias».
– Es usted muy amable, excelencia -dijo Portia-. Vamos de camino a la terraza para merendar. ¿Ha comido?
Hace una hora o más, pero de repente vuelvo a sentirme muerto de hambre. ¿Tienes hambre, Claudia? ¿Y te han presentado a la señorita Hunt?
– Sí -contestó ella-. Y aun no he comido esta tarde, aunque no tengo hambre.
– Debe venir a comer, entonces -dijo la señorita Hunt dirigiéndose a McLeith-. ¿Está disfrutando de estar en Inglaterra otra vez, excelencia?
Y de pronto los cuatro se encontraron caminando en dirección a la casa, aunque emparejados de otra manera. La señorita Hunt iba algo más adelante con McLeith, y él los seguía con la señorita Martin.
Se cogió las manos a la espalda y se aclaró la garganta. No iba a permitir que otra vez descendiera sobre ellos un incómodo silencio.
– Cuando hablamos antes olvidé preguntarle si había hablado con la señorita Bains y la señorita Wood.
– Sí, y tal como usted sospechaba, estaban extasiadas. Están ansiosas de que llegue mañana para poder ir a las entrevistas. No prestaron la menor atención a mis advertencias. De hecho, me demostraron que mis enseñanzas han tenido un éxito total. Saben pensar por sí mismas y tomar sus decisiones. Yo debería sentirme extasiada también.
Él se rió, en el mismo momento en que la señorita Hunt se reía de algo que le dijo McLeith. La pareja caminaba más rápido que ellos.
– ¿Va a acompañarlas a las entrevistas? -preguntó.
– No -suspiró ella-. No, lord Attingsborough. Una profesora, igual que una madre, ha de saber cuándo dejar libres a sus alumnas para que se forjen su propio camino en la vida. Nunca abandonaría a mis niñas de no pago, pero tampoco las tendría sujetas por una cuerda conductora toda su vida. Aunque esta mañana estaba dispuesta a hacer justamente eso, ¿verdad?
Joseph vio que los otros dos ya estaban bastante lejos, así que podía hablar sin temor a que lo oyeran.
– ¿Necesitaba que la rescatara? -preguntó.
– Ah, no, de verdad que no. Tampoco lo necesitaba anoche, en realidad; simplemente fue la conmoción de verlo tan de repente después de tantos años.
– ¿Se separaron enemistados?
– Nos separamos como los mejores amigos. -Ya habían entrado en uno de los senderos pavimentados que pasaban por entre los cuadros de flores, y por tácito acuerdo enlentecieron los pasos hasta finalmente detenerse-. Estábamos comprometidos. Ah, de modo no oficial, cierto, él tenía dieciocho años y yo diecisiete. Pero estábamos enamorados, tal vez como sólo pueden estarlo las personas que son muy jóvenes. Él iba a volver a buscarme.
Él la miró tratando de ver a la chica romántica que debió ser en ese tiempo e imaginarse las lentas fases por las que llegó a ser la mujer severa y disciplinada que era en la actualidad, al menos la mayor parte del tiempo.
– Pero no volvió -dijo.
– No. No volvió. Pero todo eso ya es historia. Éramos sólo unos niños. Y cuánto podemos exagerar e incluso distorsionar las cosas en la memoria. Él sólo recuerda que nos criamos en una intimidad de hermanos, y tiene bastante razón. Fuimos amigos y compañeros de juegos durante años antes de imaginarnos que estábamos enamorados. Tal vez yo he exagerado esas cosas y esas emociones en mis recuerdos. Sea como sea, no tengo ningún motivo para evitarlo ahora.
Y, sin embargo, pensó él, McLeith le había destrozado la vida. Ella no se casó. Aunque, ¿quién era él para hacer ese juicio? Ella había hecho cosas estupendas con su vida; y tal vez un matrimonio con McLeith no habría resultado ni la mitad de bien para ella.
– ¿Ha estado enamorado, lord Attingsborough? -le preguntó ella entonces.
– Sí. Una vez, hace mucho tiempo.
Ella lo miró fijamente.
– ¿Y no resultó? ¿Ella no lo amaba?
– Yo creo que me amaba. En realidad, sé que me amaba. Pero no quise casarme con ella. Tenía otros compromisos. Ella lo debe de haber comprendido al final. Se casó con otro y ahora tiene tres hijos y vive, espero, muy feliz.
Hermosa y dulce Barbara, pensó. Ya no la amaba, aunque sentía una cierta ternura siempre que la veía, lo que ocurría con bastante frecuencia puesto que alternaban en los mismos círculos. Y a veces, incluso ahora, creía ver en sus ojos una expresión de herida perplejidad cuando lo miraba. Nunca le había dado una explicación sobre el aparente enfriamiento de sus sentimientos. Todavía no sabía si debería habérselo dicho. Pero ¿cómo podría haberle explicado la llegada de Lizzie a su vida?
– ¿Otros compromisos? -preguntó ella-. ¿Más importantes que el amor?
– «Nada» es más importante que el amor. Pero hay diferentes clases y grados de amor y a veces hay conflictos y uno tiene que elegir el amor mayor, o la obligación mayor. Si hay suerte, son uno y lo mismo.
– ¿Y lo fueron en su caso? -preguntó ella, ceñuda.
– Ah, sí.
Entonces ella miró hacia los cuadros de flores y los muchos grupos de invitados como si hubiera olvidado donde estaba.
– Perdone -dijo-, le estoy impidiendo ir a merendar. De verdad no tengo hambre. Creo que iré al cenador de los rosales. Aun no lo he visto.
Era su oportunidad para escapar, pensó él. Pero descubrió que ya no deseaba escapar de ella.
– La acompañaré si me lo permite -dijo.
– Pero ¿no debería estar con la señorita Hunt?
Él arqueó las cejas y se acercó un poco más a ella.
– ¿Debería?
– ¿No se va a casar con ella?
– Ah, las noticias viajan con el viento. Pero no tenemos por qué vivir el uno a la sombra del otro, señorita Martin. No funciona así la buena sociedad.
Ella miró hacia la terraza, al otro lado del jardín formal, donde estaban McLeith y la señorita Hunt junto a una de las mesas cada uno con un plato en la mano.
– La buena sociedad suele ser un misterio para mí -dijo-. ¿Por qué uno elegiría no pasar todo el tiempo posible con el ser amado? Pero, por favor, no conteste. -Volvió a mirarlo a los ojos y levantó una mano, abierta-. Creo que no deseo oír que renunció a un amor hace años y ahora está dispuesto a casarse sin amor.
Sí que era franca, tremendamente. Debería enfadarse con ella; pero se sintió divertido.
– El matrimonio es otra de esas obligaciones del rango -dijo-. Cuando uno es muy joven sueña con tener las dos cosas: amor y matrimonio. Con los años uno se vuelve más práctico. Es prudente casarse con una mujer del mismo rango, del mismo mundo. Eso hace la vida mucho más fácil.
– Eso es exactamente lo que hizo Charlie. -Movió la cabeza como si la asombrara haber reconocido eso en voz alta-. Voy a ir al cenador de las rosas. Puede venir conmigo si quiere. O puede ir a reunirse con la señorita Hunt. De ninguna manera debe sentirse responsable de hacerme compañía.
– No, señorita Martin. -Ladeó la cabeza y la miró con los ojos entrecerrados para evitar deslumbrarse con el sol-. Sé que es absolutamente capaz de cuidar de sí misma. Pero aún no he visto ese cenador y creo que tengo más apetito de rosas que de comida. ¿Me permite acompañarla?
A ella se le curvaron las comisuras de los labios y entonces sonrió francamente; acto seguido se dio media vuelta y tomó un sendero en diagonal por entre los parterres en dirección al cenador.
Y ahí pasaron la media hora siguiente de la fiesta de jardín, mirando las rosas, una por una, acercando las caras para oler algunas, intercambiando saludos con conocidos, por lo menos él, y finalmente se sentaron en un asiento de hierro forjado bajo un arco de rosas, a contemplar toda la belleza, inspirar el aire fragante, escuchar la música y hablar muy poco.
Le resultaba posible estar sentado en silencio con la señorita Martin, ahora que había desaparecido la incomodidad que sintiera en el río. Con casi todos los demás se habría visto obligado a mantener viva la conversación, incluso con la señorita Hunt. ¿Sería siempre así, o el matrimonio producía tal estado de alegría por la compañía mutua que la pareja podía satisfacerse con un silencio compartido?
– El silencio -dijo al fin- no es la ausencia de todo, ¿verdad? Es algo muy definido en sí mismo.
– Si no fuera algo muy definido no lo evitaríamos tan asiduamente la mayor parte de nuestra vida. Nos decimos que tenemos miedo de la oscuridad, del vacío, del silencio, pero es de nosotros mismos que tenemos miedo.
Él giró la cabeza para mirarla. Estaba sentada con la espalda muy recta, sin tocar el respaldo del asiento, los pies juntos en el suelo y las manos apoyadas en la falda, una sobre la otra con las palmas hacia arriba, postura con la que él ya estaba bastante familiarizado.
El ala algo caída de su pamela no le ocultaba del todo los severos contornos de su cara vista de perfil.
– Eso lo encuentro horroroso. ¿Somos seres tan desagradables, entonces?
– No, no, nada de eso. Todo lo contrario. Si viéramos la grandeza de nuestro verdadero ser, creo que también veríamos la necesidad de vivir de acuerdo a lo que somos realmente. Y la mayoría somos tan perezosos que no lo hacemos; o lo pasamos tan bien gozando de nuestra vida nada perfecta que no nos tomamos la molestia.
Dado que no le contestó de inmediato, volvió la cara hacia él.
– Entonces cree en la bondad esencial de la naturaleza humana -dijo él-. Es una optimista.
– Ah, siempre -concedió ella-. ¿Cómo soportaríamos la vida si no lo fuéramos? Hay muchísimas cosas por las cuales deprimirnos, las suficientes para llenar a rebosar toda una vida. Pero ¡qué desperdicio de vida! Hay por lo menos la misma cantidad de cosas por las cuales sentirnos felices, y es muchísima la alegría que se experimenta trabajando en pos de la felicidad.
– Entonces, ¿el silencio y… y la oscuridad contienen felicidad y alegría? -dijo él en voz baja.
– Sin duda, siempre que uno escuche realmente el silencio y mire la oscuridad en profundidad. Todo está ahí. Todo.
En ese momento él tomó una decisión. Desde que decidió visitarla en Bath, y sobre todo desde que recorrió la escuela guiado por ella y conversó con la señorita Martin en el camino a Londres, había tenido la intención de llevar el asunto más lejos. Y ese era tan buen momento como otro cualquiera.
– Señorita Martin -dijo-, ¿tiene algún plan para mañana? ¿Por la tarde?
– No sé qué planes tiene Susanna. ¿Por qué lo pregunta?
– Quisiera llevarla a un sitio.
Ella lo miró interrogante.
– Tengo una casa en la ciudad. No es la casa en que vivo, aunque está en una calle tranquila y respetable. Es donde…
– Lord Attingsborough -dijo ella, en ese tono que sin duda hacía temblar hasta a la más intrépida de sus alumnas siempre que lo empleaba en la escuela-, ¿adónde exactamente sugiere llevarme?
Ay, Dios, como si…
– No voy a…
Mientras él decía esas tres palabras ella hizo una brusca inspiración y se le hinchó el pecho. Se veía amedrentadora por decirlo suave.
– ¿He de entender, señor, que esa casa es donde mantiene a sus amantes?
Plural. Como un harén.
Se apoyó en el respaldo resistiendo el repentino deseo de aullar de risa. ¿Cómo había podido ser tan torpe para dar pie a ese malentendido? Su elección de las palabras estaba resultando desastrosa ese día.
– Debo confesar -dijo- que compré esa casa justamente para esa finalidad, señorita Martin. Eso fue hace muchos años. En esa época yo era un jovenzuelo fanfarrón.
– ¿Ya esa casa desea llevarme?
– No está desocupada. Deseo que conozca a la persona que vive ahí.
– ¿Su amante?
Parecía un verdadero cuadro de estremecida indignación. Y una parte de él seguía divertida por el malentendido. Pero no era divertido en absoluto.
Ah, no tenía nada de divertido.
– No es mi amante, señorita Martin -repuso en voz baja, desvanecida su sonrisa-. Lizzie es mi hija. Tiene once años. Deseo que la conozca. ¿Querrá venir? ¿Por favor?