CAPÍTULO 01

Claudia Martin ya había tenido un día difícil en la escuela. Los problemas comenzaron justo antes del desayuno, cuando llegó el mensaje de mademoiselle Pierre, una de las profesoras no residentes, con la noticia de que estaba indispuesta, con una fuerte jaqueca, y no podría ir a la escuela, lo que significó que Claudia, en su calidad de propietaria y directora, se vio obligada a hacer la mayoría de las clases de francés y de música, además de las propias de ella. Con las clases de francés no tuvo mucha dificultad, pero las de música le resultaron más complicadas. Peor aún, quedó sin hacer el trabajo en los libros de cuentas, que tenía programado para ese día en sus horas libres, y se le iban acabando rápidamente los días en que debía hacer toda la miríada de tareas que era necesario hacer.

Y entonces, justo antes de la comida de mediodía, terminadas ya las clases de la mañana, la hora en que se descuidaba más la disciplina, Paula Hern decidió que no le gustaba cómo la miraba Molly Wiggins y expresó su disgusto pública y elocuentemente. Y dado que el padre de Paula era un próspero hombre de negocios, rico como Creso, y ella se daba aires en conformidad, y Molly era la menor y más tímida de las niñas en régimen gratuito, y ni siquiera sabía quién era su padre, lógicamente Agnes Ryde se sintió obligada a meterse en la refriega en vigorosa defensa de la pisoteada, recuperando su acento cockney con irritante claridad. Claudia se vio obligada a tomar cartas en el asunto hasta conseguir sinceras disculpas de todas las involucradas e imponer los castigos adecuados a todas, a excepción de la más o menos inocente Molly.

Y sólo una hora después, cuando la señorita Walton se disponía a salir con la clase de las menores en dirección a la abadía de Bath, donde tenía programada una clase informal de arte y arquitectura, se abrieron los cielos y comenzó a caer un aguacero como para poner fin a todos los aguaceros, con lo que se presentó el problema de encontrar otra actividad para las niñas dentro de la escuela. Claro que eso no era problema suyo, pero no pudo dejar de enterarse, por las ruidosas y molestas exclamaciones de decepción de las niñas fuera de la puerta de su clase de francés, donde estaba intentando enseñar los verbos irregulares, tanto, que finalmente salió a informarlas de que si tenían alguna queja por la inoportuna llegada de la lluvia debían hacérsela personalmente a Dios en las oraciones de la noche, y que «mientras tanto» guardaran silencio hasta que la señorita Walton las hiciera entrar en un aula y cerrara la puerta.

Y entonces, cuando terminaron las clases de la tarde y las niñas subieron a peinarse y lavarse las manos para luego bajar a tomar el té, se estropeó algo en el pomo de la puerta de uno de los dormitorios y ocho niñas quedaron encerradas dentro hasta que subió a repararlo el señor Keeble, el anciano portero de la escuela, y estuvo un rato rascando y haciendo chirriar la cerradura entre risitas. La señorita Thompson se hizo cargo de la crisis leyéndoles un sermón sobre la paciencia y el decoro, aunque las circunstancias la obligaron a hablar con un volumen de voz que las chicas pudieran oír desde dentro del dormitorio y, claro, también llegaba a muchas otras partes de la escuela, entre ellas su despacho.

No, no había sido el mejor de los días, acababa de comentarles a Eleanor Thompson y Lila Walton, sin que la contradijeran, mientras estaban tomando el té en su sala de estar particular, poco después de que fueran liberadas las prisioneras. Podría conformarse con menos días de esos.

Y entonces, ¡más!

Para coronarlo todo y empeorar un día ya difícil, había un marqués esperando tener el gusto de verla en el salón para visitas de abajo.

¡Un «marqués», por el amor de todo lo maravilloso!

Eso era lo que decía la tarjeta con bordes plateados que tenía cogida entre dos dedos: el marqués de Attingsborough. El portero acababa de ponérsela en las manos, con expresión agriada y desaprobadora, expresión nada insólita en él, sobre todo cuando un hombre que no era profesor ahí invadía su dominio.

– Un «marqués» -dijo, ceñuda, mirando de la tarjeta a sus colegas-. ¿Qué podrá desear? ¿Lo dijo, señor Keeble?

– No lo dijo y no se lo pregunté, señorita. Pero si me lo pregunta, no se trae nada bueno entre manos.

Me sonrió.

– ¡Ja! Un pecado mortal, desde luego -dijo Claudia, irónica, mientras Eleanor se reía.

– Tal vez tiene una hija a la que desea colocar en la escuela -sugirió Lila.

– ¿Un «marqués»? -dijo Claudia, con las cejas arqueadas, silenciándola.

– Tal vez, Claudia, tiene dos hijas -dijo Eleanor, haciéndole un guiño travieso.

Claudia bufó, suspiró, tomó otro trago de té y se levantó de mala gana.

– Supongo que será mejor que vaya a ver qué desea. Eso será más productivo que continuar sentada aquí haciendo suposiciones. Pero que suceda esto justamente hoy. Un «marqués».

Eleanor volvió a reírse.

– Pobre hombre. Lo compadezco.

A Claudia nunca le habían caído bien los aristócratas, gente ociosa, arrogante, insensible, antipática, aunque el matrimonio de dos de sus profesoras e íntimas amigas con señores con título la habían obligado a reconocer en esos últimos años que tal vez «algunos» de ellos podrían ser personas simpáticas e incluso valiosas.

Pero no la divertía que uno de ellos, un desconocido, invadiera su mundo sin siquiera con un «con su permiso», sobre todo al final de un día difícil.

No creía ni por un instante que ese marqués deseara colocar a una hija en su escuela.

Bajó la escalera delante del señor Keeble porque no deseaba ir a su paso de tortuga. Debería, pensó, haber ido primero a su dormitorio a comprobar si tenía una apariencia respetable, que seguro no tenía después de ese ajetreado día. Normalmente se preocupaba de presentar una apariencia pulcra ante las visitas. Pero no se dignaría a hacer ese esfuerzo por un «marqués», arriesgándose a parecer servil a sus ojos.

Cuando abrió la puerta del salón para las visitas ya estaba erizada por una indignación bastante injustificada. ¿Cómo se atrevía ese hombre a molestarla en su propiedad, fuera cual fuera el asunto que lo traía?

Miró la tarjeta que todavía tenía entre los dedos.

– ¿El marqués de Attingsborough? -preguntó, con voz no diferente a la que empleó con Paula Hern ese mediodía, una voz que decía que de ninguna manera se iba a dejar impresionar por la presunción de grandeza.

Él estaba de pie al otro lado de la sala, cerca de la ventana.

– Para servirla, señora -dijo, inclinándose en una elegante venia-. ¿Señorita Martin, supongo?

La indignación de Claudia subió a las nubes. Una sola mirada no era suficiente para hacer un juicio sensato sobre su carácter, claro, pero, francamente, si el hombre tenía alguna imperfección en el cuerpo, los rasgos o su gusto para vestirse, esta no era visible. Era alto, de hombros y pecho anchos y delgado de talle y caderas; sus piernas largas y bien formadas; su pelo moreno abundante y lustroso, su cara guapa, sus ojos y su boca indicaban que tenía buen humor. Vestía con impecable elegancia, pero sin siquiera una traza de ostentación. Sólo sus botas hessianas tenían que costar una fortuna y calculó que si se acercaba a mirarse en ellas vería reflejada su cara y tal vez su pelo aplastado y despeinado y el cuello lacio del vestido también.

Juntó las manos delante de la cintura, no fuera cosa que intentara comprobar su teoría tocándose las puntas del cuello. Continuaba con la tarjeta sostenida entre el pulgar y el índice.

– ¿En qué puedo servirle, señor? -preguntó, evitando adrede llamarlo «milord», ridículo y afectado trato, en su opinión.

Él sonrió, y si era posible aumentar la perfección, acababa de ocurrir; tenía buenos dientes. Se fortaleció para resistirse al encanto que seguro que él poseía a toneladas.

– Vengo como mensajero, señora -metió la mano en un bolsillo interior y sacó un papel doblado y sellado-, de lady Whitleaf.

Claudia dio otro paso adentrándose en la sala.

– ¿De Susanna?

Susanna Osbourne había sido profesora en la escuela hasta su matrimonio el año anterior con el vizconde Whitleaf. Aunque a ella siempre la regocijaba la buena suerte de Susanna por ese buen matrimonio, que fue por amor, seguía lamentando su pérdida como querida amiga, colega «y» buena profesora. En el periodo de cuatro años había perdido a tres de esas amigas, por la misma causa. A veces le resultaba difícil no deprimirse egoístamente por todo eso.

– Cuando se enteró de que yo vendría a Bath -dijo el marqués- a pasar unos días con mis padres, ya que mi padre está tomando las aguas, me pidió que viniera aquí a presentarle mis respetos. Y me dio esta carta, tal vez para convencerla de que no soy un impostor.

Sus ojos volvieron a sonreír mientras atravesaba la sala para entregarle la carta. Y como si sus ojos no hubieran podido ser por lo menos del color del lodo, ella vio que eran de un azul claro casi como el de un cielo de verano.

¿Susanna le había pedido que viniera a presentar sus respetos? ¿Por qué?

– Whitleaf es primo de una prima mía -explicó él-. O una casi prima mía, en todo caso. Es complicado, como suelen serlo los parentescos. Lauren Butler, vizcondesa de Ravensberg, es prima mía porque su madre se casó con el cuñado de una tía mía. Somos muy amigos desde que éramos niños. Y Whitleaf es primo de primer grado de Lauren. Por lo tanto, en cierto sentido, él y su lady tienen una gran importancia familiar para mí.

Si él era marqués, pensó Claudia, asaltada por una repentina sospecha, y su padre estaba vivo, ¿qué título tenía su padre? Pero estaba ahí a petición de Susanna, por lo tanto a ella le correspondía portarse algo mejor que sólo glacialmente educada.

– Gracias por venir personalmente a entregarme la carta -dijo-. Le estoy muy agradecida, señor. ¿Le apetecería una taza de té? -ofreció, ordenándole mentalmente que dijera que no.

– No quisiera provocarle molestia alguna, señora -dijo él, sonriendo otra vez-. Tengo entendido que dentro de dos días sale de viaje a Londres.

Ah. Susanna debió decírselo. El señor Hatchard, su agente de negocios en Londres, les había encontrado empleo a dos de las chicas mayores, las dos de régimen gratuito, pero se había mostrado insólitamente evasivo acerca de la identidad de los posibles empleadores, aun cuando ella se las había preguntado concretamente en su última carta. Lógicamente, las alumnas de pago tenían familias que se ocuparan de sus intereses, y ella se había asignado el papel de familia de las otras y jamás dejaba marchar a ninguna chica que no tuviera un empleo apalabrado ni a ninguna cuyo futuro empleo ella encontrara desacertado.

Por sugerencia de Eleanor, iba a ir a Londres con Flora Bains y Edna Wood para enterarse exactamente de en qué casas serían institutrices y retirar su consentimiento si no estaba satisfecha. Aun faltaban unas cuantas semanas para que finalizara el año escolar, pero Eleanor le había asegurado que estaba dispuesta y era muy capaz de llevar la dirección de la escuela durante su ausencia, que no duraría más de una semana o diez días. Ella había aceptado ir, en parte porque había otro asunto del que deseaba hablar personalmente con el señor Hatchard.

– Sí -contestó.

– Whitleaf pensaba enviarle un coche para su comodidad -le dijo el marqués-, pero yo le dije que era absolutamente innecesario que se tomara ese trabajo.

– Por supuesto -dijo Claudia-. Ya he alquilado uno.

– Me encargaré de desalquilárselo, si me lo permite, señora. Pienso volver a la ciudad el mismo día y será un placer para mí ofrecerle la comodidad de mi coche y mi protección durante el viaje.

¡Vamos, no lo permita Dios!

– Eso será absolutamente innecesario, señor -dijo con firmeza-. Ya lo tengo todo organizado.

– Los coches de alquiler son famosos por su falta de ballestas y de todas las demás comodidades. Le suplico que lo reconsidere.

– Tal vez no lo entiende del todo, señor. En el viaje me acompañarán dos alumnas.

– Sí, de eso me informó lady Whitleaf. ¿Son muy cotorras? ¿O, peor aún, no paran de reírse? Las damas muy jóvenes tienen una atroz tendencia a hacer ambas cosas.

– A mis niñas se les ha enseñado a comportarse correctamente en compañía, lord Attingsborough -repuso ella, fríamente, y sólo entonces vio el guiño en sus ojos y comprendió que había sido una broma.

– No lo dudo, señora, y tengo la seguridad de que puedo fiarme de su palabra. Permítame, por favor, que las acompañe a las tres hasta la puerta de lady Whitleaf. Ella se impresionará muchísimo por mi galantería y seguro que hará correr la voz entre mis familiares y amigos.

Bueno, estaba diciendo puras tonterías. Pero ¿cómo podía rechazar decentemente el ofrecimiento? Desesperada buscó en su cabeza algún argumento irrefutable que lo disuadiera, pero no se le ocurrió ninguno que no fuera descortés o francamente grosero. Pero preferiría viajar mil millas en un coche sin ballestas antes que ir a Londres en compañía de él. ¿Por qué?

¿Acaso la intimidaba su título y magnificencia? La sola idea la erizó.

¿Su… virilidad, entonces? Se sentía desagradablemente consciente de que él poseía eso a mantas.

Pero qué ridículo sería. Era sencillamente un caballero que se mostraba cortés con una solterona vieja, que daba la casualidad era amiga de la esposa del primo de su casi prima. Buen Dios, sí que era tenue el parentesco. Pero tenía una carta de Susanna en la mano. Era evidente que ella se fiaba de él.

¿Una solterona vieja? Tratándose de edad, pensó, probablemente no había mucha diferencia entre ellos. Bueno, eso sí era pensar. Ahí estaba ese hombre, claramente en el pináculo mismo de su atractivo masculino, unos treinta y cinco años, y ahí estaba ella.

Él la estaba mirando con las cejas arqueadas y los ojos sonrientes.

– Ah, muy bien -dijo, enérgicamente-. Pero es posible que viva para lamentar su ofrecimiento.

Él ensanchó la sonrisa y la indignada Claudia vio que el atractivo de ese hombre era infinito. Tal como había sospechado, tenía un encanto que parecía rezumar por todos sus poros y por lo tanto era un hombre del que no se podía fiar ni una pizca mientras estuviera en su presencia. Vigilaría concienzudamente a sus dos niñas durante el viaje a Londres.

– Espero que no, señora -dijo él-. ¿Saldremos temprano?

– Esa era mi intención -repuso ella, y añadió de mala gana-. Gracias, lord Attingsborough. Es usted muy amable.

– Será un placer para mí, señorita Martin. -Se inclinó en otra venia-. ¿Me permite que le pida un pequeño favor a cambio? ¿Sería posible que me hicieran un recorrido por la escuela? He de confesar que me fascina la idea de un establecimiento que da educación a niñas. Lady Whitleaf me ha hablado con entusiasmo de su establecimiento. Ella enseñó aquí, tengo entendido.

Claudia hizo una lenta respiración por entre las agitadas ventanillas de la nariz. ¿Qué motivo podría tener ese hombre para hacer un recorrido por una escuela de niñas aparte de ociosa curiosidad, o algo peor? Su instinto le aconsejó negarse rotundamente. Pero acababa de aceptarle un favor, y era un favor grande, la verdad: no dudaba de que su coche sería muchísimo más cómodo que el que había alquilado ni de que las tratarían con más respeto en todas las barreras de peaje por las que pasaran y en todas las posadas en las que se detuvieran a cambiar los caballos. Además, era un amigo de Susanna.

Pero, ¡francamente!

No había creído que ese día pudiera empeorar. Se había equivocado.

– Por supuesto. Yo misma le acompañaré -dijo secamente girándose hacia la puerta.

La habría abierto ella, pero él pasó por su lado, envolviéndola durante un alarmante momento en el seductor aroma de una colonia masculina asquerosamente cara sin duda, abrió la puerta y con una sonrisa le indicó que ella saliera primero al vestíbulo.

Al menos, pensó, ya habían terminado las clases y las niñas estarían a salvo en el comedor, tomando el té.

Y en eso se equivocaba también, recordó en el instante en que abrió la puerta de la sala de arte. No faltaba mucho para la fiesta de fin de año y se estaban haciendo todo tipo de preparativos y ensayos, cada día desde la pasada semana más o menos.

Unas pocas chicas estaban trabajando con el señor Upton en el telón de fondo del escenario. Todas se volvieron al oír abrirse la puerta y al instante agrandaron los ojos y miraron boquiabiertas al grandioso visitante. Claudia se vio obligada de presentarlo al profesor. Después de estrecharle la mano, el marqués se acercó a mirar la obra de arte e hizo unas cuantas preguntas inteligentes. El señor Upton le sonrió de oreja a oreja cuando unos minutos después salió de la sala y todas las chicas se lo quedaron mirando adoradoras.

Entonces lo llevó a la sala de música, donde estaban las chicas del coro practicando un madrigal en ausencia de mademoiselle Pierre bajo la supervisión de la señorita Wilding. Cuando abrió la puerta estaban cantando a todo pulmón, con voces disonantes e irritantes, y entonces, algo cohibidas, soltaron risitas nerviosas, mientras la señorita Wilding se ruborizaba, con expresión consternada.

Con las cejas arqueadas Claudia presentó al marqués a la profesora y le explicó que ese día estaba indispuesta la profesora de música, a pesar de que mientras lo decía se sentía fastidiada consigo misma por pensar que era necesaria una explicación.

– Cantar madrigales -dijo él a las niñas, sonriendo-, puede ser muy satisfactorio pero también muy frustrante, ¿verdad? Tal vez sólo hay otra persona en el grupo cantando la misma voz de uno y seis u ocho aullando otras muy diferentes. Si la persona aliada vacila uno se pierde sin esperanzas de recuperación. Nunca dominé el arte cuando estaba en el colegio, debo confesar. Durante mi primera práctica alguien me sugirió que debería intentar entrar en el equipo de criquet, que practicaba a la misma hora.

Las niñas se rieron, todas visiblemente relajadas.

– Apuesto a que hay algo en vuestro repertorio que podéis cantar a la perfección -continuó él. Volvió su sonriente cara hacia la señorita Wilding-. ¿Podría tener el honor de oírlo?

– El Cuco, señorita -sugirió Sylvia Hetheridge, y a eso siguió un murmullo de aprobación de las demás.

Y lo cantaron a cinco voces sin equivocarse ni una sola vez ni dar una nota disonante, y un glorioso chaparrón de «cucus» resonó en la sala cada vez que llegaban al coro de la canción.

Cuando terminaron, todas se volvieron hacia el marqués de Attingsborough como si fuera un miembro de la realeza allí de visita, y él aplaudió y sonrió.

– ¡Bravo! -exclamó-. Vuestra habilidad me abruma, por no decir la belleza de vuestras voces. Estoy convencido más que nunca que hice bien al continuar con el criquet.

Cuando salieron de la sala todas las niñas estaban riendo y mirándolo adoradoras.

En la sala de baile estaba el señor Huckerby enseñando a un grupo de niñas los pasos de una contradanza particularmente complicada que ejecutarían durante la fiesta de fin de año. El marqués le estrechó la mano y a las niñas les sonrió, admiró su actuación y las hechizó, hasta que todas estuvieron sonriendo y, cómo no, mirándolo adoradoras.

Mientras Claudia le enseñaba algunas de las aulas desocupadas y la biblioteca, él le hizo preguntas inteligentes y sagaces. No parecía tener ninguna prisa mientras paseaba por ellas y luego leía los títulos en los lomos de muchos de los libros.

– Había un piano en la sala de música -comentó cuando iban en dirección a la sala de costura- y otros instrumentos. En particular vi un violín y una flauta. ¿Se ofrecen clases particulares de música aquí, señorita Martin?

– Desde luego. Ofrecemos todo lo necesario para hacer de nuestras alumnas damitas expertas, además de personas con una sólida educación académica.

Él paseó la mirada por la sala de costura desde la puerta, pero no entró.

– ¿Y enseñan otras habilidades además de coser y bordar? ¿Labor de punto, tal vez? ¿Labor de encaje? ¿Ganchillo?

– Las tres cosas -contestó ella, cerrando la puerta y llevándolo hacia el salón de actos, que antes, cuando era una casa particular, había sido un salón de baile.

– El diseño es muy estético -comentó él, situándose en medio del brillante piso de madera y dándose toda una vuelta, para luego mirar el elevado cielo raso abovedado-. En realidad, me gusta todo el colegio, señorita Martin. Hay ventanas y luz en todas partes y una atmósfera agradable. Gracias por este recorrido guiado.

La miró con su más encantadora sonrisa, y ella, todavía con la tarjeta de visita de él y la carta de Susanna en la mano, se cogió la muñeca con la que tenía libre y lo miró intencionadamente severa.

– Me alegra que lo apruebe -dijo.

Él interrumpió la sonrisa un momento y luego se rió en voz baja.

– Le ruego que me disculpe. Le he ocupado mucho de su tiempo.

Diciendo eso indicó la puerta con el brazo y ella salió delante de él en dirección al vestíbulo, pensando, y fastidiada por pensarlo, que en cierto modo había sido descortés, porque con esas últimas palabras había pretendido ser irónica, y él se había dado cuenta.

Pero antes de que llegaran al vestíbulo se vieron obligados a detenerse porque en ese momento estaban saliendo del comedor en ordenada fila las alumnas de la clase de las menores, en dirección a la sala de estudio, donde se pondrían al día con los deberes que no habían terminado en clase o a leer, escribir cartas o hacer labor de aguja.

Todas giraron las cabezas para mirar al grandioso visitante, y el marqués de Attingsborough les sonrió afablemente, incitándolas a soltar risitas y pavonearse mientras continuaban su camino.

Todo lo cual demostraba, pensó Claudia, que incluso las chicas de once y doce años eran incapaces de resistirse a los encantos de un hombre apuesto. Eso era mal presagio, o continuaba siendo un mal presagio, para el futuro de la mitad femenina de la raza humana.

El señor Keeble, con un feroz entrecejo, bendito su corazón, tenía en sus manos el sombrero y el bastón del marqués y estaba junto a la puerta como para retarlo a intentar prolongar otro rato más su visita.

– ¿Será, entonces, hasta pasado mañana a primera hora, señorita Martin? -dijo el marqués cogiendo su sombrero y su bastón y volviéndose hacia ella mientras el señor Keeble abría la puerta y se hacía a un lado, listo para cerrarla tan pronto como saliera.

– Estaremos listas -contestó ella, asintiendo con la cabeza.

Y por fin se marchó. No dejó a Claudia con una disposición amable hacia él. ¿De qué había ido todo «eso»? Deseó ardientemente poder retroceder media hora y rechazar su ofrecimiento de acompañarlas a ella y a las niñas a Londres pasado mañana.

Pero no podía retroceder, y ya está.

Entró en su despacho y se miró en el pequeño espejo que tenía en el lado interior de la puerta pero que rara vez utilizaba.

Vaya por Dios, caramba. Sí que tenía el pelo aplastado y opaco; se le habían escapado varios mechones del moño en la nuca. Tenía una tenue mancha de tinta en un lado de la nariz, que le quedó cuando intentó quitársela con el pañuelo. Una punta del cuello estaba ligeramente doblada hacia arriba y el cuello descentrado. Se lo arregló, demasiado tarde, claro.

¡Hombre horrendo! No era de extrañar que sus ojos se hubieran reído de ella a cada rato.

Recordando la carta de Susanna, rompió el sello y la desdobló. Joseph Fawcitt, marqués de Attingsborough, era el hijo y heredero del duque de Anburey, leyó en el primer párrafo, e hizo un mal gesto. Iba a ofrecerse a llevarlas a ella y a las niñas a Londres a su regreso de Bath, y no debía vacilar en aceptar. Era un caballero amable y encantador y absolutamente digno de confianza.

Al leer eso arqueó las cejas y apretó los labios.

Pero no tardó en hacérsele evidente el principal motivo de la carta de Susanna. Frances y Lucius (el conde de Edgecombe, su marido) acababan de volver del Continente, y Susanna y Peter estaban organizando un concierto en su casa en el que Frances iba a cantar. Por lo tanto, sencillamente debía alargar su estancia en Londres para oírla, y sencillamente debía alargarla otro poco más para disfrutar de algunos otros eventos de la temporada también. Si Eleanor Thompson había expresado su disposición a hacerse cargo de la escuela durante una semana, seguro que estaría dispuesta a hacerlo otra semana o más, y para entonces ya estaría a punto de acabar el trimestre de verano.

Claudia tuvo que reconocer que la invitación a quedarse más tiempo era tremendamente tentadora. Frances había sido la primera de sus profesoras y amigas que se casó. Desde entonces, con el aliento de un marido extraordinariamente progresista, se dedicaba a cantar para el público, y era muy famosa y solicitada en toda Europa. Acompañada por el conde viajaba durante varios meses cada año por Europa, de capital en capital para cumplir con los diversos contratos. No la había visto desde hacía un año, y sería maravilloso verla a ella y a Susanna durante la próxima semana, o dos, y pasar un tiempo con ellas. Pero aún así…

Había dejado abierta la puerta del despacho, y Eleanor asomó la cabeza después de golpear suavemente.

– Te reemplazaré en la vigilancia de la sala de estudio esta noche, Claudia -dijo-. Has tenido un día muy ajetreado. ¿No se te comió viva tu visitante aristocrático, entonces? La escuela zumba con sus alabanzas.

– Lo envió Susanna -explicó Claudia haciendo una mueca-. Se ha ofrecido para llevarme con Edna y Flora en su coche cuando vuelva a Londres pasado mañana.

– Ah, caramba -exclamó Eleanor, entrando-. Y yo me lo he perdido. Es de esperar que sea alto, moreno y guapo.

– Las tres cosas. ¡También es el hijo de un duque!

– Basta con eso -dijo Eleanor levantando las manos abiertas-. Debe de ser el más vil de los canallas. Aunque algún día espero convencerte de que mi cuñado, el duque de Bewcastle, no lo es.

– Mmm -musitó Claudia.

El duque de Bewcastle había sido su empleador durante un tiempo, el corto periodo en que ella fue la institutriz de su hermana y pupila lady Freyja Bedwyn. Cuando se separaron no quedaron en la mejor de las relaciones, por decirlo de manera suave, y desde entonces sentía una fuerte aversión por el duque y por todos los que tenían ese rango. Aunque, dicha fuera la verdad, su antipatía por los duques no comenzó con él.

Pero compadecía de todo corazón a la hermana menor de Eleanor por estar casada con ese hombre. La pobre duquesa era una dama extraordinariamente amable, y había sido profesora antes de casarse.

– Frances está de vuelta en Inglaterra -le contó a Eleanor-. Va a cantar en un concierto que están organizando Susanna y el vizconde. Susanna desea que me quede más tiempo para disfrutar de otros entretenimientos de la temporada. Es una lástima que esto no ocurra después de que finalice el año escolar. Pero claro, entonces habrá acabado la temporada también. Lógicamente yo no tengo la más mínima aspiración de alternar en los círculos aristocráticos. La sola idea me produce escalofríos. Claro que habría sido fabuloso ver a Susanna y Frances y pasar un tiempo en su compañía. Pero eso lo puedo hacer en otra ocasión, de preferencia en el campo.

Eleanor chasqueó la lengua.

– Pues claro que debes quedarte en Londres más de unos cuantos días, Claudia. Eso es lo que te ha estado pidiendo lady Whitleaf y a lo que yo te he alentado todo este tiempo. Soy muy capaz de dirigir la escuela durante unas semanas y de pronunciar un discurso convenientemente conmovedor en tu nombre en la reunión general de la fiesta de fin de año. Y si deseas quedarte más de unas cuantas semanas, debes hacerlo sin sentir el menor escrúpulo. Tanto Lila como yo nos quedaremos aquí en verano para cuidar de las chicas de régimen gratuito, y Christine ha renovado su invitación a que las lleve a pasar unas semanas en Lindsey Hall mientras ella y Wulfric visitan otras de sus propiedades. Eso me daría la oportunidad de pasar algún tiempo con mi madre.

Christine y Wulfric eran los duques de Bewcastle; Lindsey Hall era la sede principal del duque en Hampshire. La invitación había asombrado a Claudia cuando llegó, y no pudo dejar de pensar si la duquesa habría consultado a su marido antes de hacerla. Pero claro, las niñas de régimen gratuito ya se habían alojado en Lindsey Hall una vez, hacía un año en realidad, con motivo de la boda de Susanna, y el duque estaba residiendo ahí por entonces.

– Debes quedarte -insistió Eleanor-. En realidad, debes prometerme que te quedarás por lo menos un par de semanas. Si no, me sentiré ofendida. Creeré que no te fías de mí para que ocupe tu puesto aquí.

– Pues claro que me fío de ti -dijo Claudia, sintiéndose vacilar. Aunque, ¿qué argumento podría dar para no quedarse?-. Sería agradable; he de reconocer…

– Claro que lo sería -dijo Eleanor enérgicamente-. Por supuesto que lo «será». Convenido, entonces. Ahora debo ir a la sala de estudio. Tomando en cuenta cómo ha transcurrido este día, hay muchas posibilidades de que algunos pupitres acaben hechos astillas para el fuego o que comience algún tipo de batalla campal si no llego ahí pronto.

Cuando Eleanor hubo salido, Claudia fue a sentarse ante su escritorio y dobló la carta de Susanna. ¡Qué día más extraño! Tenía la impresión de que había durado por lo menos cuarenta y ocho horas.

¿Y de qué diablos iba a hablar durante todas las horas del viaje a Londres? ¿Cómo iba a impedir que Flora parloteara y Edna no parara de reírse tontamente? Deseó ardientemente que el marqués de Attingsborough tuviera por lo menos sesenta años y pareciera un sapo. Tal vez así no se sentiría tan intimidada por él.

El empleo de esa palabra en su pensamiento la erizó toda entera otra vez.

¿Intimidada?

¿Ella?

¿Por un simple «hombre»?

¿Por un «marqués»? ¿Heredero de un «ducado»?

Pues, no le daría esa satisfacción, pensó indignada, como si él hubiera expresado francamente el deseo de verla arrastrarse a sus pies en servil humildad.

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